El día en Madrid es gris oscuro, boca de lobo o vientre de ballena; sin embargo, no siento el apachurramiento anímico de ciertos días asturianos. Tal vez sea que la presión atmosférica, o los atmósferos presosféricos (saltémonos cualquier posible concomitancia científica) no son igual de plúmbeos. No sé. Sí noto que mi alma está trufada de extraña melancolía estos días, hoy particularmente. Leí en la prensa que un científico portugués a quien otorgaron el premio Príncipe de Asturias en 2005, neurólogo por más señas (Antonio Damasio) afirma que el alma carece de sentido en su vertiente religiosa o incluso fisiológica. No existe. Pero al menos nos deja a los mortales usar el término en su sentido poético, añade. Gracias, padre Damasio. La palabra "alma" es elocuente. No es sustituible y entiendo que es aquella parcela abstracta de la mente donde anidan las emociones más hondas. El alma se ramifica clara y perceptiblemente por el plectro (ese pecho metafísico) y finalmente por todas las terminaciones nerviosas.
La semana pasada mi actividad de supervivencia no me dejó hueco para mis aficiones. No quiero por el momento narrar mis aventuras laborales, hablar de mi relación con el trabajo, con la empresa y todas sus mezquindades. En el espacio de mi escritorio y el entorno casi imaginario que construimos cuando leemos, escribimos o pensamos, cabe un atisbo de perfección, la inclinación (lamento si suena a desliz romántico) hacia lo sublime. Trabajar en el pequeño universo de una parcela de texto, ya sea el que uno mismo va construyendo o el que uno está leyendo, darle vueltas, circundar su territorio, perseguir rastros, sortear pedruscos y arrojarlos lejos, ocultarnos entre la maleza, sondear frondosidades, bordear sus límites y de pronto, ¡zas! caer en un abismo (vértigo intelectual) o tocar lo que en ese micromundo controlado supone una culminación de la inteligencia, hallar una coincidencia con el autor o un bastón metafísico para la vida, un párrafo iluminado, una línea deslumbrante, una idea. La perfección en el día a día, en el desempeño de la supervivencia, en el trabajo de mi empresa relacionada con la construcción no existe. Se sortean las situaciones, y las buenas noticias tienen que ver con obras donde no hay mayores problemas y se logran terminar sin mayores escollos, con presupuestos que se aprueban o con clientes que por fin pagan. Si trabajo en todas esas cosas es, como todo el mundo sabe, por necesidad.
Es como si otra vida, la literaria, aguardase en un rincón dispuesta a avasallarme definitivamente. Pero en cierta encrucijada de la vida, hace unos años, cuando faltaron arrestos o la confianza en uno no se vio sobrepujada por cualidades que había de traer después la edad madura, en aquel momento se optó por evitar a toda costa la bohemia y tratar primero de situarse materialmente en la vida para da luego algún posible salto hacia lo literario. Y aquí estamos, viviendo antes de filosofar, que no es poco. En breve viajaré a México y seguiré acumulando páginas futuras. Vida y literatura se mezclan inextricablemente en mis sensores perceptivos de la realidad.
Mi visita a Madrid, como todas las que haga en estos días, y espero que frecuentes, tiene como único fin tener cerca a mi padre. La familia, amplia, hermanos y hermanas, cuñados y cuñadas, primos, tíos, suegros, este clan de ingenuidades a veces contrapuestas, sigue ahí, cada uno con sus cualidades y sus purgas. Dejo para un diario más íntimo noticias menos confesables ahora sobre mi familia y sensaciones más hondas sobre el transcurrir de los días, otro Diarius Interruptus previo a éste, que corre disparejo, anotado con tinta en un cuaderno de carne y hueso.
De camino a la residencia de mi tía, John Joseph paró el coche y me bajé a hacer unas fotos a las torres del poder.
La ciudad contiene su belleza en aristas y espejos,
pero también en parques sublevados;
somete al ciudadano a sus dictados,
apabulla con materiales cancerígenos
y es siempre émula de una señora distante y altanera
donde nacieron los gigantes de hielo
derretidos por Mahoma.
Detrás de tanta ostentación,
remota, escondida y enfaunada,
el Madrid de los Austrias
sigue guardando los huesos de Cervantes.
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