lunes, 25 de abril de 2011

Al terminar la Semana Santa me queda la sensación de que el tiempo pasa por encima de uno atropelladamente y que la fugacidad de la vida no concede ningún respiro. Abandonado el refugio de la infancia, y el rescoldo de aquella volcánica ignorancia de la adolescencia ya apagado, la edad madura nos dispara a vivir en una línea de tiempo muy delgada. Los días se acortan, los versos quevedianos se convierten en una verdad apodíctica, no en una interpretación subjetiva ni sensible de los hechos; los dos versos con que empieza el soneto recordado de Quevedo se hacen ciencia: Vivir es caminar breve jornada,/y muerte viva es, Lico, nuestra vida...
El día arranca y cuando queremos darnos cuenta la noche aplaca nuestro ímpetu y nos pone a dormir entre sábanas, que es como entrenar para la muerte.
Si digo que comencé la Semana Santa sin ninguna pretensión, quiero decir que no preparamos planes de viaje, ni tenía pensado yo trabajar especialmente, leer hasta el empacho, proseguir con mi novela, hacer algún guión o esbozo para una historia corta, escribir algún poema, aprender algún epígrafe de la historia de la filosofía y leer algún texto ad hoc, repasar o ponerme al día en algún asunto de lingüística... No. Anulamos un posible viaje a nuestro rincón de Soria y nos quedamos en casa para disfrutar de ella, porque parece que siempre andamos escapándonos. Entonces surgió mi idea, larguísimamente gestada, de ponerme a arar el jardín, rastrillarlo, dejarlo lo más liso posible, volver a echar simiente de hierba inglesa, esparcir sustrato abonado y pasar un rodillo, pequeña apisonadora de hierro que se llena de agua para que alcance cierto peso. La paliza física dejó en mí huellas de cansancio que apenas hoy, cinco días después, comienzan a remitir; si presiono en ciertos músculos, todavía siento los cristales de las agujetas.
He leído francamente poco. Instalé también unas celosías en el fondo del patio, para cubrir un poco el muro blanco que da a la retahíla de casas del patronato (esas insulsas construcciones para obreros que se levantaban en tiempo de Franco). Hice un par de entradas en el blog, entre las que incluyo esta como remate. Cociné un poco, incluso hice un bizcocho de esos tan sencillos, en los que uno se sirve de un vaso de yogur para medir todos los ingredientes. Me quedó sumamente esponjoso y me hizo creer que realmente sé hacer buenos pasteles. El sábado, que Mildred tuvo que trabajar, preparé para los niños y para mí unos macarrones al horno (pasables). Poco más hice en esta Semana Santa. Leí algo de literatura medieval (una versión barata de Tristán e Iseo). Allí aparecen todos los lugares comunes que podamos imaginar: el filtro de amor, las luchas entre reyes, el vasallaje, los elementos mágicos, los celos y recelos, los castillos, la caza del venado, la justa en una isla entre el caballero protagonista y un caballero gigante, la lucha con el dragón... Una delicia. Sigo con Dashiell Hammett (sí, otra vez). Es demasiado prolijo en sus descripiciones de detalle; de momento, prefiero haber visto El halcón Maltés que estar leyéndolo. Importan las traducciones; últimamente estoy dando con algunas nefastas, capaces de echar a perder un texto por completo. También he dado paseos de profunda reflexión por la zona, por el río sobre todo. He visto en el cine la película ¿Para qué sirve un oso? (¿por qué las películas españolas son siempre o maniqueas o cursis o las dos cosas?), con la que, pese a su simpleza, pasé un buen rato con mi familia; y ayer vi Valor de ley, de los hermanos Cohen, una magnífica película, llena de esa mitología western con la que me siento tan identificado desde que entré en la edad de la lucha por la vida, o sea, la madurez.
Pero sobre todo, lo que he hecho esta Semana Santa es estar con mi hijos, Guz y Blanch. También con Mildred. He disfrutado de ellos una barbaridad, y eso es lo que tiene la vida. Juntos fuimos a un pequeño zoo cerca de Cangas de Onís. Muy bien. Y comimos por ahí. De regreso, tomamos ese café siempre tan agradable en el parador. Esa vitalidad de ambos niños, su visión del mundo, en la que ya, por desgracia, nos es vedada la entrada en su totalidad, su alegría espléndida; energía, energía, energía. Y cariño, son tan cariñosos. Su interés absoluto por lo que los rodea (creo que en eso he tenido suerte). Si pienso en mi padre y luego en mis hijos... Quiero darles una visión de que la vida puede vivirse con plenitud.
Mi madre está en California con mi hermana y mi cuñado John Joseph. Allí estará bien por un buen tiempo, lejos de la casa donde ha compartido más de treinta años con mi padre.
La visita de Mikel la semana pasada, el recuerdo de mi padre, los proyectos frustrados o en vías de serlo (por caridad ¡un editor!)... todo esto contribuye a que el espíritu no encuentre reposo y el tiempo siga diluyéndose dentro de uno como un azucarillo.
Sin embargo, al escribir algo sobre lo que hicimos esta Semana Santa (siento haber defrudado a mi parte arqueológicamente cristiana y no haber asistido a una sola procesión; pero es que no estaba en Granada), al enumerar las pequeñas y domésticas actividades llevadas a cabo durante estos cinco días, un cierto optimismo se apodera de mí. Será la necesidad.

domingo, 24 de abril de 2011

Distributismo

Richard Shawn me envió hace tiempo un artículo de un tal Matthew P. Akers, traducido al español por otro tal Alfonso Díaz Vera, titulado "El distributismo en la Comarca". El artículo resultaba interesante por todo aquello que descubría: el distributismo como vía de justicia social y natural y su relación con Tolkien y su obra magna. A uno, que no es muy tolkienano ni mínimamente seguidor de El señor de los anillos, le gusta esa vertiente naturista y antiindustrialista que subyace en la novela, a favor de un sistema de producción atomizado, natural, humano, justo y pacífico. Sin embargo, resulta algo grotesco que el autor del artículo tratase de desvincular de manera algo contumaz y forzada la doctrina distributista, claramente de su gusto, del ecologismo, la new age y la izquierda, claramente de su disgusto. Aunque sea largo, merece la pena el párrafo para luego comentarlo:


Tolkien y los distributistas no eran verdes como resultado de ninguna ideología política de izquierdas o porque rindiesen culto divino a la madre tierra; ellos más bien consideraban el respeto por la tierra y el amor a la naturaleza como componentes esenciales de su tradicional y conservadora creencia en la familia, en las artes y, sobre todo, en el cristianismo. Ellos pensaban que la moderna industrialización y su desprecio por la naturaleza atacaban los cimientos básicos de las comunidades tradicionales, que estaban basadas en la agricultura y en una relación cercana con la naturaleza. Este ecologismo conservador ha sido sostenido, además de por los distributistas británicos, por algunos pensadores conservadores del siglo XX como: T.S. Eliot, Russell Kirk, los autores de “I’ll Take My Stand”, y Wendell Berry por mencionar sólo algunos.[4] Ellos identificaban la economía industrial y la cultura que producía con progresismo negativo e izquierdismo. De este modo, una sociedad agraria que está cercana a la naturaleza y experimenta sus flujos y reflujos tiene un respecto mucho mayor por el medio ambiente que una sociedad industrial, que enfatiza su independencia y superioridad sobre la naturaleza.


Yo me pregunto: ¿las ideas de izquierdas y derechas deben ser siempre tan respetuosas con sus moldes? ¿A quién interesa eso? Sin duda al sistema reinante, a la industria domeñante y los estados leviatanes. Esas hemiplejias morales, que diría el otro, ¿qué traen de bueno hoy en día? Parece que el ser de izquierda o derecha sí tiene una fuerte tendencia a arraigar como algo primordial en el ser humano; personas con conexiones mucho más profundas que la ideología se separan y enemistan por ello. El no a la guerra, a la destrucción de la naturaleza, a la esclavización del hombre por el hombre, a lo feo, estupidizador y saturante como modelo de vida lanzado y promocionado desde los medios de comunicación, el sí a la vida, a la paz, al respeto por una forma de vida más apegada a la naturaleza (más conservadora por tanto, se enuncie como se quiera), el sí a lo bello, lo tranquilo y lo no estruendoso como forma de vida más provechosa, no debería nunca verse entorpecido por la lateralización política, que es, al fin y al cabo, la forma de gobierno asegurado que ha encontrado el capitalismo industrial a través de Estados partitocráticos. Gobierna siempre el mismo Estado bajo formas ideológicas aparentemente opuestas, lo que mantiene contentas a las dos mitades de la población en ciclos de tiempo alternos. Si esa población espabilara, el sistema tal vez comenzara a encontrar sus fisuras.


Puestos a elegir, este cuadro de Wenzel Peter (s. XVIII-XIX) recoge con más arte esa imposibilidad edénica; la imposibilidad edénica no es la imposibilidad de vivir en mayor armonía con la naturaleza.

La supuesta antinomia de ecologismo conservador versus ecologismo de izquierda ¿es aceptable? ¿No puede una persona con ciertas ideas de izquierda ser también conservador en muchos aspectos, defensor de la familia y ¡las artes! ¿? ? A pesar del leve dogmatismo que asoma, el artículo es muy hermoso y contiene gotas de espléndida verdad.

Desde el dogmatismo cristiano, a la hora de defender un mundo más ecológico, sólo se podrá evocar la inverosímil postal de los testigos de Jehová que una vez recibí, hace años, en mi casa como propaganda, donde aparecía, representado por dibujos de matización infantil, un mundo en el que hombres, tigres y cervatillos deambulan pacíficamente por un jardín edénico.

Sería interesantísimo, casi se diría que primordial, encontrar un distributismo realista en el que quepamos todos, creyentes, no creyentes, agnósticos, ateos, izquierdosillos conservadores y derechosos ecologistas.



domingo, 17 de abril de 2011

La hermosura de la vida y su extinción



Este fin de semana nos visitaron Mike y Marychus. Una gozada, una fiesta, un cariño.



Y Mike trajo consigo la reflexión inesquivable. Si siempre nos ronda su pensamiento, ahora la muerte ha pegado un golpe en el centro de nuestro territorio y ha levantado el polvo con desagradable descortesía, como es su estilo. Se la ha pintado de negro con guadaña en mano, como esqueleto que nos arrastra, también como dama blanca que nos arroja al olvido. Sus manos son flacas, sus labios de una delgadez extrema, porque nada tiene que decir. Es imposible entretenerla con una partida de ajedrez como hizo el caballero del Séptimo sello. El religioso con doctrina escatológica se consuela en el más allá. El epicúreo dice que no va con nosotros y no debemos temerla porque cuando ella no está, sentimos y gozamos, y cuando ella está nosotros ya no estamos y por tanto nuestra capacidad de sufrimiento ha desaparecido. Yo digo que su cita es como una fiesta para cuya convocatoria no debemos pensar la ropa que vestirnos, porque sin duda iremos preparados convenientemente. La naturaleza, galante esta vez, nos ofrece el cansancio como alivio, y cuando llegue nuestra hora lo más normal es que nuestra resistencia se vea enervada, sin fuerza, blanda ya, y una especie de dulzura invadirá nuestra conciencia. Muchos de quienes ven el abismo necesitan la salvación religiosa. El abismo es el pozo oscuro, la nada, la desaparición, el no ser, la negación del goce (no su contrario el sufrimiento). La muerte no nos proporcionará dolor o sufrimiento, ahogará el goce en la completa insensibilidad, en el no ser. El no ser nos convertirá en tiempo pasado. Entiendo a Mike, porque desde niño me muerde el pecho esa misma comezón, que en mí nunca se ha vuelto fóbica. La fobia se va con la transformación. Mike es un vitalista extremo, goza tanto de la vida que ni concibe ni soporta su extinción. Yo tampoco. En cierto modo te doy la razón, hermano: solo una voluntaria aceptación de ignorancia nos puede eximir del sufrimiento de pensar en la extinción de la vida. Piensa que si gastas tiempo en temerla le estás haciendo el juego, y restas goce a tus días para invertir tus pensamientos en una labor estéril. Es como la cuadratura del círculo o algo aún menos realizable; es como una torva sombra que debemos iluminar con la alegría y la paz. Estoy persuadido de que contenemos por naturaleza los resortes suficientes para aceptar la ignorancia. Aunque sigamos tratando de investigar el sentido de la vida y el conocimiento nos siga proporcionando el placentero vértigo intelectual del aprendizaje, por nuestra mediocridad animal o por nuestra grandeza espiritual, estamos también capacitados para el no saber, no entender. Aceptar.



Fíjate que hasta esos dominios llegan los místicos, a mi parecer, hasta cotas tan altas de espiritualidad como puede llegar a alcanzar un sabio materialista; los caminos parecen contrarios, pero confluyen en una extrema laxitud, una bondad sin reparos, una aceptación sin lucha, un goce de presente puro, un regodeo en un final sin sufrimiento, sin dolor, sin injusticias, sin nada.



No diré si es mejor una vía u otra, Epicuro o San Juan, pero cada cual encuentra su caminito. A mí, de este fin de semana me queda el vacío de haberos ido; pero esto tiene solución y debemos seguir viéndonos para charlar y disfrutar del cariño mutuo y el buen whisky. Os quiero. Un beso.



















EPICURO



SAN JUAN



El recto conocimiento de que la muerte nada es para nosotros hace dichosa la mortalidad de la vida, no porque añada un tiempo infinito, sino porque elimina el ansia de inmortalidad. Nada temible, en efecto, hay en el vivir para quien ha comprendido que nada temible hay en el no vivir.





Entréme donde no supe y quedéme no sabiendo toda ciencia trascendiendo. Yo no supe dónde entraba pero cuando allí me vi sin saber dónde me estaba grandes cosas entendí no diré lo que sentí que me quedé no sabiendo toda ciencia trascendiendo. De paz y de piedad era la ciencia perfecta, en profunda soledad entendida vía recta era cosa tan secreta que me quedé balbuciendo toda ciencia trascendiendo. Estaba tan embebido tan absorto y ajenado que se quedó mi sentido de todo sentir privado y el espíritu dotado de un entender no entendiendo toda ciencia trascendiendo. El que allí llega de vero de sí mismo desfallece cuanto sabía primero mucho bajo le parece y su ciencia tanto crece que se queda no sabiendo, toda ciencia trascendiendo. Cuanto más alto se sube tanto menos se entendía que es la tenebrosa nube que a la noche esclarecía por eso quien la sabía queda siempre no sabiendo, toda ciencia trascendiendo. Este saber no sabiendo es de tan alto poder que los sabios arguyendo jamás le pueden vencer que no llega su saber a no entender entendiendo toda ciencia trascendiendo. Y es de tan alta excelencia aqueste sumo saber que no hay facultad ni ciencia que le puedan emprender quien se supiere vencer con un no saber sabiendo, toda ciencia trascendiendo. Y si lo queréis oír consiste esta suma ciencia en un subido sentir de la divinal esencia es obra de su clemencia hacer quedar no entendiendo toda ciencia trascendiendo.















domingo, 10 de abril de 2011

Capítulo I

Era extraño que en esa época, en torno a 1929, una mujer buscara trabajo en unas oficinas. Era muy extraño porque, al revés que en nuestros días, las oficinas no abundaban de forma tan exagerada, porque en las oficinas había pocas mujeres, porque además en ese año de 1929 la ya por aquel entonces primera economía mundial se quebró como una inmensa galleta de barquillo y aquella debacle o desmigajamiento que lleva aparejados la ambición del sistema repercutió en cada rincón del planeta, provocando el cierre de todo tipo de oficinas tales como bancos, compañías de seguros, sucursales de multinacionales… Pero más extraña aún fue la respuesta de tía Laura al director de aquella fábrica cuando le preguntó que si había trabajado en otras oficinas, y mintió, dijo que sí, que en muchas, y le siguió preguntando aquel hombre rechoncho y de manos regordetas y lampiñas que qué tipo de oficina había sido la última en la que había trabajado:


―Cuadrada.


Esa fue su respuesta, la de la tía Laura, a un gran jefe a quien solicitaba un puesto de trabajo.


Así que no sólo el sentido del humor sino también la mentira parecían formar parte de las capacidades genéticas de la familia, y esto lo regocijaba, lo redimía frente a sus oscuros pensamientos de que su familia era monótona, conservadora y falta de toda extravagancia, exceptuando el tío materno Lisardo y la tía paterna Gelina, sus dos antecesores predilectos. Y mientras él fragmentaba en su memoria aquel lejano pasado familiar, el avión sobrevolaba un océano azul que parecía vacío, bajo un cielo más azul y más vacío que el océano, gas. Miraba el pelo de la señora dos o tres asientos más adelante que él, en el pasillo central del aquel enorme fuselaje alfombrado. La luz era tenue para que los pasajeros pudieran echarse una cabezada. Aquel cabello algo caoba, con el moño aplastado contra la almohada de la compañía aérea, el borde de la oreja, la nariz en escorzo, el perfil de aquella mujer durmiente, su piel, era lo más parecido a la tía Laura. Luego desvió su mirada hacia el portaequipajes, donde llevaba su maletín y un enorme neceser repleto de objetos innecesarios pero que arreglan la apariencia de un rostro mal dormido o asean y perfuman un par de axilas viajeras; en el maletín llevaba, pensó, todos los papeles. Trató de hacer un repaso pormenorizado sobre una abstracta y difusa lista de documentos que podría necesitar para recuperar el cuerpo de Dora en un país como México. Todo lo burocráticamente imprescindible. En México, pensó también, el papel imprescindible para lograr cualquier operación administrativa es el dólar. Pero pensar pormenorizadamente en listas difusas es algo que puede llevar a la somnolencia. En ese inmenso depósito de objetos innecesarios que era el neceser también acarreaba su pastillario, en cuya letra «v» yacían cómodamente esparcidos los crujientes redondelitos azules con su hendidura formando dos medias lunas. No había querido administrarse medio Valium, o uno o uno y medio, quizá por la pereza de levantarse a por él, quizá por el irredento deseo de ser un hombre sano, y aunque pensaba que no se iba a dormir, que iba a ser un viaje terrible, cansado, insomne, de pronto, al repasar listas imposibles, sus ojos comenzaron a sentir la arena de los párpados, y con la tía Laura durmiendo tres filas por delante de él, se fue quedando sopa, con la respiración automatizada y profunda. Un ligero ronquido recorría los suaves oídos de una chica joven que lo acompañaba.


En el sueño, pronto la tía Laura se transformó en Dorothy, cuyo cuerpo trataría de trasladar a España desde México. Ése era su viaje. Un mordisco en su calvo pecho jadeante le dictó en sus ensoñaciones que seguía queriendo a Dora por encima de lo normal. La chica que llevaba a su lado era preciosa, tenía al menos treinta y cinco años menos que él, Mario. Mario el pecador. El hombre de las cien mujeres (le decía siempre Anne, su hija mayor, con arrogante tono de enfado). Él callaba porque se sentía pecador de verdad, pero no sólo había decidido dedicar su vida a las mujeres y al dinero. Su eterna diletancia alcanzaba las artes más esquinadas del panorama cultural. Y entre las grandes fichas del inmenso juego de la Cultura, era un adicto al jazz, a la música culta, a la literatura y a la psiquiatría. ¿No podía ser el sexo la quinta ficha en este caso? En absoluto, le decía siempre tío Lisardo: el sexo es un impulso primario, demasiado primario, sólo que con una respuesta orgánica de tanto placer que resulta claramente adictivo; ninguna adicción es cultura. Así que, sintiendo esta complicación conceptual en la que nos vemos tontamente involucrados, si Mario era adicto a ciertas parcelas de la cultura esto significaba que había desacralizado hasta la carnalidad todas esas cosas que para otros son tótems simplemente reverenciales. Él, por su parte, seguía dudando sobre si las adicciones eran parte o no de la cultura.


Igual que las enfermeras, las azafatas llega un momento en el que deciden despertar a sus pacientes. A sus pacientes pasajeros, en este caso. Abren las pestañas de los ventanucos, arrastran sus carritos metálicos apestando a café, hablan con las señoras sobre dónde deben dejar guardadas sus mantitas y si quieren un vaso de agua con el desayuno o si prefieren zumo. Faltan al menos dos horas para aterrizar sobre la ciudad monstruo. Siefken ha agarrado una pequeña novela de Steinbeck que trata sobre un autocar perdido, mis fetiches―, lo mismo que el librito de poemas de Blake, y una libreta. Aún ignora si se dará un brevísimo paseo por el valle de Salinas para estirar sus piernas neuronales o se insuflará una dosis de vitalismo al saber que el gusano perdona al arado que lo corta, que la prudencia es la capa de la incapacidad o que quien desea y no obra engendra pestilencia; tal vez anote algún pensamiento en su libreta en vez de releer a sus fetiches, tal vez anote algo como que Dora no ha podido resistir el tiempo suficiente, debería haber aguantado cinco, o diez o tal vez quince años más, y tal vez entonces habría descubierto la verdad; pero aquí estoy yo, sobre México D. F., y luego en Querétaro, para levantar un velo que cubrirá su rostro exánime, echada sobre una camilla, y lloraré, el pecho estallará de tristeza y reventaré a llorar frente a los funcionarios (ellos solo estarán preocupados por saber si su cadáver coincide con mi ex mujer). La muerte sigue sin tener sentido para nosotros los vivos. Sigo teniendo esa impresión de que algo se oscurece dentro de mí cuando trato de comprender qué diablos significa todo esto si al final…


Marina le acarició el rostro. Casi da un respigo, se asustó Mario cuando su amiga lo tocó cariñosamente. Le estaba siendo infiel con el pensamiento de su ex mujer muerta. Hay algo inexplicable en las casualidades, en las conexiones sorprendentes de dos cabezas que han pasado a menos de cuatro centímetros unas horas apoyadas en el mismo almohadón.


―¿Cuántos hijos?


Además de sacarlo del ensimismamiento de su nota mental que estaba a punto de transferir al papel, le formuló una pregunta que él pensaba consabida. ¿Cómo dices, Marina?


―Que, al final, no me acuerdo, ¿cuántos hijos tenías?


Lo pronunció como una metralleta: Ian, Roger, Anne, Rylan y Rachel eran sus hijos.


―¿Por qué todos con nombres extranjeros?


Pero él le explicó a esa chica tan hermosa, con esa piel tan delicada, tan sin huellas todavía, tan cándida y tan ferozmente erótica sin embargo, que el hecho de que un nombre fuera extranjero o no sólo dependía del punto de vista: esos nombres son extranjeros para ti, pero para otros no lo son. Siempre esas respuestas tan maduras. Eso era lo que a ella le hacía comprender la sabiduría de la edad y entregar después con agradecida generosidad su terso cuerpo, su musculatura de gacela, sus senos perfectos a un hombre algo panzudo, sin deformidad sin embargo, de carne blanda por los años, la piel algo descolgada, las manos con esas manchas como una crepa, las canas atractivas y esa frente con arrugas visibles. Sus pliegues favoritos eran los de los bordes de sus ojos color miel. Esas manos también le gustaban a ella, porque al mismo tiempo estaban bien cuidadas y contenían experiencia, eran hermosas, viriles, y las dejaba subir y bajar por ella con placer, sin reparos, como el viejo automóvil recorriendo las relucientes nuevas autopistas.


­Además, añadió para hacer su explicación algo más diáfana, mi ex mujer Dora, Dorothy, era francesa.


―Pero Dorothy es un nombre inglés, no francés.


Marina tenía una inteligencia postmoderna, así que ella misma se respondió:


―Ya, ya sé: eso da igual; un nombre es un nombre, y ella puede ser francesa y tener el nombre que sea. Los nombres no tienen nacionalidad. Y si ella era francesa y tenía nombre inglés, decidió poner nombres ingleses también a sus hijos.


Sonrieron, miraron alrededor y sin ser vistos se dieron un corto beso en los labios. No querían impresionar a los otros pasajeros, porque la mayoría pensaría que eran padre e hija. No obstante, los nombres de sus cinco hijos, tres varones y dos hembras, los había escogido todos él, no Dora. Ni siquiera le pareció pertinente tener que explicárselo a Marina, que ahora trataba de colocarse los auriculares de su reluciente walkman, ese aparato que comenzaba a extenderse entre los jóvenes, para darse una dosis de Pink Floyd. El suave zumbido que salía de sus orejas llegaba casi imperceptible hasta los oídos de Mario. Le haré comprender a Brahms, pensó él; de vuelta en Madrid, en la casa de la sierra, le haré comprender el concierto número 1, mientras miramos a través de los cuarterones de vidrio el jardín otoñal. Mario solía zafarse de la realidad a cada momento con este tipo de evocaciones; se lo pedía el cuerpo.


¿Quieren zumo con el café? les preguntó la azafata―.


Luego pensó que la probabilidad de que él mismo se encontrase en el sofá de piel beige, mientras observaba la parra enrojecida y el jardín revestido de la dulce morbidez del otoño, con el fondo del concierto número 1 de Brahms, era realmente elevada, pero que aquella preciosidad que lo acompañaba siguiera con él era algo más remoto. Aunque para el otoño sólo quedaban un par de meses, ahora esa distancia parecía insalvable. Y las mujeres que pasaban últimamente por su vida solían durarle unas semanas. Marina se postulaba como una persona más inquietante, y por tanto, a parte del sexo, podría ofrecerle un poco más de placer en las meninges, y por tanto durar al menos unos meses. Eso pensaba, mientras trataba frustradamente de perfilar las nalgas de la azafata a través de su falda nada voluptuosa.