jueves, 20 de julio de 2017

DEL USO DEL SÍMBOLO: MOTOR PERVERTIDO DE LA EVOLUCIÓN


Del uso del símbolo: motor pervertido de la evolución



La pequeña iglesia del siglo XVII
Hace días que no escribo nada. Escribir en un sentido libertador. Hoy, esta tarde, incómodo, rígido y dolorido me gustaría disolverme en el entorno de prados, bosques y montañas a mi alrededor. Estoy en esa naturaleza ambigua entre la meseta castellana y la franja cantábrica. Para escapar del dolor físico y de cierta desesperación que a veces puja por madurar me voy solo con mi silla. Llevo un cojín entre las piernas y un artefacto electrónico que me permite jugar al ajedrez. Me sitúo, me pongo, me aposto, me aparco detrás del cementerio y la pequeña iglesia del siglo XVII, frente a un campo verde, un pequeño arroyo, un exiguo robledal (bosques más grandes me rodean a oriente y occidente) y frente a la pequeña colina que me gustaba llamar la montaña del Eremita. Recuerdos. 
Alrededores de la iglesia y el pueblo


Comienza la partida de ajedrez al tiempo que entro y salgo de ella para aspirar el aroma en ráfagas caprichosas, de pronto vaharadas de humedad y hierba, de pronto una brisa seca del sur… Enciendo el botón de mi silla, un torpe cuerpo que sólo sabe rodar, y ruedo unos metros, hasta esconderme en el minúsculo atrio de la iglesia, donde sigo con la partida de ajedrez. 
Sorteo de piezas, negras o blancas. La Muerte juega negras. Lógico
Pienso en aquel caballero que regresaba de las Cruzadas en El séptimo sello, Antonius Block (Max von Sydow), a quien se le presenta la Muerte después de haber tomado una siesta, igual que su escudero, entre guijos y arena de aquella playa nórdica y penumbrosa. Suele pintar la imaginería a una vieja enfundada en negras telas y con una guadaña, pero Ingmar Bergman presenta a la parca como un hombre inexpresivo, sin guadaña, pero, eso sí, enfundado bajo su capa y su capucha negras. Levanta el brazo y se alza un ala de su capa para envolver al cruzado hacia el lado de las sombras, «hace días que te vengo siguiendo», le explica; pero al caballero se le ocurre la idea de emprender un combate ajedrecístico con su fatal perseguidora. «Tengo entendido que juegas bien al ajedrez», tienta a la Muerte. «Sí: soy buen jugador de ajedrez», remacha sin atisbo de modestia, ¿quién hay más poderosa que ella? Y lo sabe. Antonius Block: «si pierdo, me llevas contigo; pero si gano, me dejas vivir». Sabe que es un ente orgulloso y aceptará el reto. Al final siempre vencerá. Por unos breves instantes se me ocurre esa posibilidad. Que viniera la Muerte y yo le ofreciera la partida de ajedrez definitiva. La garantía es que yo perdería irremediablemente y en poco tiempo, mientras que Antonius Block sobrevive por los largos, hermosos días en los que transcurre la historia; y no recuerdo si termina burlándola —siempre será un aplazamiento provisional— o si por el contrario gana la partida la Encapuchada. No me importa ahora. Porque es imposible jugar al ajedrez mejor que la propia Muerte. Sería como jugar al póquer con Rockefeller. Una y otro terminarían embolsándose en última instancia, sin elusión posible, una insignificante alma o una exigua fortuna más a sus respectivos caudales, casi infinitos. Concentrado en que la máquina no me haga sentir ridículo por algún torpe movimiento de las piezas, el dolor se disipa, o no me acuerdo de él, en tanto que logro estar profundamente concentrado. Pero el estado de concentración —algo semejante a la felicidad— se ha vuelto inestable; es un instante y enseguida la mordedura del dolor óseo, muscular y nervioso se hace patente. Intento mover los brazos, tronar los huesos de las escápulas. Las hago tronar todo el tiempo, en la silla y en la cama. Como si me calmara. Intento rumiar presente puro por muy subvertido que se encuentre todo. Cualquier cosa antes de que los fantasmas del pasado se deslicen entre las malezas, los robles, fresnos y oquedades y me asedien con sus sombras sibilinas nutridas del luminoso ayer. Cuando estaba completamente vivo.
Más alrededores
La espadaña. La campana pequeña
trae fecha de 1713; se libró de ser fundida
para los cañones de la Guerra de
Independencia o los de la Guerra Civil
Pienso en Guzmán y Blanca. Aparece él, mi hijo, Guzmán. Ha heredado de mí el placer de los paseos solitarios por prados y bosques. Apareció entre los sauces y los olmos, que retoñan incansablemente en un intento por superar la grafiosis, olmos recién nacidos, moribundos o muertos del linde que separa el espacio de la iglesia y el campo abierto, los bosquetes de robles. Guzmán me habla, me demuestra ciertos saltos que sabe hacer apoyándose en el muro de la sacristía y brincando el murete del atrio por uno de sus arcos. Por fin, tras algún intercambio de frases, termina yéndose a casa. Me dice que vaya con él, pero le ruego que se vaya, que ya iré yo solo cuando termine la partida. Los hijos son imanes invisibles de una fuerza desmesurada que mantienen las piezas del tablero erguidas, el inútil rey con un vigor que no merece, sin permitirle arrojar su cabeza coronada al suelo en señal de derrota definitiva.
Los problemas de los hombres provocan risa. Uno parece haber descubierto lo que de verdad importa. El ser humano, animalillo dotado de lenguaje; especie fraguada de estulticia, empeñada, bajo un estado de total ceguera, en perseguir símbolos por los que encontrar una obsesiva defensa, una causa inventada, un espejismo criminal. Da igual que sean patrias, religiones o dinero. Yo sé lo que de verdad importa. Trato de enfrascarme con la máxima concentración durante estos días en el transcurso de los acontecimientos que narra Arthur Koestler en sus Memorias. También él y también los supervivientes, buena parte de los muertos y los sacrificados de la primera y la segunda Guerra Mundial terminaron por conocer cuáles son las cosas que en verdad importan. Mientras tanto, los líderes mantienen fanatizada a la población y de forma cíclica vuelven a conseguir rebaños de estúpidos que afilien sus cuernos, entreguen su vida y pierdan toda inteligencia para embestir los símbolos del enemigo en defensa de los propios. La raza humana debe trascender la mezquindad de los símbolos malignos (que creemos benignos), desenmascararlos e ir en pos de la eticidad pulcra, diamantina y simbolizable sin trucos sucios, igual que sabemos hacer con el lenguaje. 
No pretendo ahora desentrañar los entresijos de lo simbólico (por mucho que en ello se centre mi investigación hasta el día en que desaparezca). No importa tanto el símbolo en sí como nuestro desciframiento. En nuestra autocondecoración taxonómica triunfó el sapiens; pero se ha intentado en ocasiones innúmeras definir al género humano, Homo, de acuerdo a su más definitoria característica de especie: lúdico, humorístico, religioso, etcétera. Tal vez sea "simbólico" lo más conveniente. Simbolicus. Aunque especulemos, parece difícil llegar a saber de qué modo perciben el mundo el resto de las especies, y, sin embargo, para la humana, cada una de las cosas a nuestro alrededor, todo es terminalmente convertido en un símbolo. Hasta lo más abstracto.
¿Qué simboliza este cielo en mi regreso a la casa?
Pero sobre mí, ni los sentimientos patrióticos ni la codicia ni el pensamiento religioso, nada simbolizado bajo argumentos arrojadizos parece capaz de triunfar jamás. La catástrofe me ha inmunizado. Ahora sé lo que de verdad importa.
Parece que hablo con Arthur y me entiende. Y sabe igual que yo las cosas que de verdad importan en este mundo. Igual que él, aunque el húngaro con más motivos todavía, tengo la certeza de que no soy nadie. Odiseo lo diría con más gracia: ¡soy Nadie!
Hay una frase de su libro, Memorias de Koestler, una expresión simplemente política, que me ha seducido y a la que he apostillado un colofón: «la dialéctica marxista es un método para conseguir que cualquier idiota pase por alguien notablemente inteligente». La frase y su sentido me parecen óptimos y yo añado mi aludida reverberación: «la dialéctica de cualquiera de las tres religiones del Libro es un método para que alguien inteligente pase por alguien notablemente estúpido». Lo mismo los patriotas, los nacionalistas, los fundamentalistas y no tanto de toda laya, los abanderados en la variante que convenga. El futuro está abierto a la estupidez y la vesania de la especie simbólica por excelencia. La paz es perezosa. Tímida y perezosa. Se cansa de ser. Atizan con nuevos o viejos símbolos las bajas pasiones disfrazadas de elevados ideales y las huestes se arrojarán al vacío sin remedio, en esta repetición de la historia que no cesa. ¿O sí?
No estoy seguro, y mientras tanto, sigo buscando a la vieja contrincante encapuchada que mueva las piezas negras en el tablero de mi ajedrez.

Llamera, León, 20 de julio de 2017.


UN JUEGO


Escoja diez personas de abajo. ¿Por
qué signo ideológico de aquí arriba 
o que usted conozca quiere asesinarlas?
                Escoja el conjunto de las banderitas de arriba, los signos , y cualquier otro símbolo en que pueda estar pensando, ¿por la salvación de qué única persona de este conjunto le gustaría que desaparecieran?
 Si el planteamiento le parece demagógico, plantéese que con toda probabilidad tenga usted un grave problema







martes, 4 de julio de 2017

PLANETA CONDENADO: EPISODIO SEGUNDO


MAMUTS EN EL CONTENEDOR

Basado en los hechos reales que me relató un sobrino

Fueron llegando en tandas de unos centenares al país. Desde hace al menos un par de décadas o tres. Por carta, por teléfono o cualquier sistema de comunicación a los que el tercer milenio nos tiene acostumbrados, de cualquier manera, unos fueron llamando a otros hasta terminar convirtiéndose en una especie de plaga. Sobre todo en tres o cuatro ciudades de cierta relevancia. Madrid, Barcelona, tal vez Sevilla y Valencia. Gitanos de Rumanía. Se acoplan como tribus de macacos bajo ciertos puentes, en barriadas recónditas donde construyen chamizos, chozas, chabolas… Aparte de una sospechosa pertinacia del sonido "ch", la lengua española no parece capaz de poner un nombre que defina la naturaleza completa, los entresijos de ese conjunto de tablas roñosas, hojalatas y plásticos sin hogar donde se cría la desesperanza. El imaginario neoburgués —la nueva burguesía ya no está definida por el burgo medieval de los gremios y el florecimiento progresivo del comercio sino por el consumo periódico de hamburguesas de marca— sólo es capaz de vislumbrar la epidermis de estos poblados, su aspecto exterior. Por dentro, viejos sofás ajados de gomaespuma amarillenta, un abigarramiento de objetos de hojalata, hierro y plástico, estrechos habitáculos con camas destartaladas separadas sólo por cortinas raídas; y entre las calles de tierra, los perros, los gatos y las ratas, en un ciclo de perenne persecución, convivían con los humanos; tráfico de drogas, yonquis foráneos tratando de desaparecer con la mayor celeridad tras la compra de una papelina de polvo marrón con una modesta cantidad de heroína y un alto porcentaje de excipientes como la maicena, polvos de Blédine, Nutribén o matarratas. Las criaturas de ropas raídas y ojos exultantes, piel morena y un olor agrio, sin escuela ni control, deambulan entre la tierra seca o salen del poblado hasta los suburbios de la ciudad para robar a ancianos y ancianas descuidados. Mocosos desastrados y una cabellera hirsuta. En el erial donde emergen las chabolas, los somieres de muelles oxidados y alguna camioneta sin motor ni ruedas transformada en trastero y probador de jeringuillas, esparcidas como fantasmas en total decrepitud, se erguía de tanto en tanto un exiguo número de acacias raquíticas con las hojas apenas verdosas, rebozadas de un polvo marrón como el de ciertas papelinas.

Aurel, Bogdam y Catina, dos hombres y una mujer, pertenecían a un mismo subclán dentro del poblado, y a los dos últimos los unía el apellido Vasilescu. Cada familia tenía su forma de supervivencia. Había quienes ocupaban las chabolas de la droga; había quienes recogían chatarra que luego vendían a empresas de reciclaje; un buen número de apellidos se dedicaba a la limpieza de parabrisas al cierre de los semáforos, la venta de pañuelos de papel o el manejo de niños y niñas pedigüeños. Los Vasilescu, junto a otro grupo de familias, se dedicaban al hurto de ropa vieja de los contenedores.
—¡Oye, ven acá, Nikolai!
Gritó Bogdam, en un idioma semejante al de Drácula, pero desprovisto de rasgos aristocráticos. Estaba llamando a un muchachito de apenas cuatro años de edad; una criatura de menudez hambrienta. Nikolai se echó la manga a las narices y rebañó un número indeterminado de mocos verdes que quedaron adheridos a la manga de la vieja camisa de hilo. El niño tenía el pelo de un color poco frecuente en el poblado, algo zanahoria. Una mutación del apellido Vasilescu o a saber qué ignoto cruce de genes debidos a una promiscuidad inconfesable. Mientras Bogdam vociferaba, Catina lo agarraba de la mano y jalaba de él de manera enérgica. Nikolai amagó con gimotear, cuando su aprehensora le pegó un tirón que casi le disloca el hombro, al tiempo que en aquella misma lengua con un tufo lejano de influencia latina le amenazaba con arrancarle la cabeza si no caminaba sin protestar. Aurel y Bogdam aguardaban en la rampa de tierra que daba a la autopista, a orillas del poblado, arrastrando ambos hombres un carrito de la compra y un carro grande de supermercado respectivamente. Le gritaban a su compañera Catina que se diera prisa. Pocos minutos antes, Aurel había terminado de cohabitar con ella en una de las últimas chabolas, junto a los grandes tubos de hormigón por los que, en invierno, bajaban las aguas sucias que desaguaban de uno de los túneles de la autopista. La tarde había caído sin magia anaranjada; un desapacible oscurecimiento con leves destellos de luz procedentes del vertedero próximo. Anochecía más allá de las nueve de la noche. Era el mes de julio y, con un sol puesto en fuga, la noche comenzaba a dejar respirar un poco mejor.
—¡Vamos, date prisa! —gritó esta vez Aurel, mientras se fijaba en la falda oscura de algodón de su compañera que arrastraba al niño.
Por fin el grupo completo transitaba por la orilla del asfalto, el muchacho, los dos hombres y la mujer de edad indeterminada, entre los veinte y los cuarenta años, amplia indeterminación que procedía de unos rasgos, una piel y una fisonomía difícilmente reveladores, el pelo recogido en una coleta urgente atada con una goma sucia que algún día debió de ser de color fucsia; los vehículos vibraban por la autopista, taxis, autobuses y camiones, coches con familias, oficinistas que regresaban a sus viviendas tras haber echado un tiempo extra en su empresa, incluso un coche de la policía; entre todos formaban un murmullo constante con el roce de sus neumáticos sobre el asfalto y el rumor de los motores. Bogdam, Aurel, Catina y Nikolai marchaban en silencio, ahora con este último montado dentro del carro de supermercado cuyas ruedas de atrás vibraban de un lado a otro como dando coletazos. De no ser por el ruido de la autopista, aquellas ruedas de plástico que hacía arrastrar Bogdam estarían haciendo retemblar la estructura metálica del carro y emitiendo su correspondiente ruido vibratorio. Según iban caminando, el calor acumulado del sol durante todo el día comenzaba a desprenderse de la calzada, el asfalto y el alquitrán en vaharadas asfixiantes. Aquella noche estaban dispuestos a pescar buena ropa que vender a comerciantes del mercadillo y caminarían unos cuantos kilómetros hasta una zona residencial, un barrio bueno con gente bastante adinerada. Cerca de una rotonda sabían de un contenedor azul para reciclaje de ropa. Allí encontrarían magníficas prendas de las que, de manera inexplicable, la gente se desprendía. Prendas de marca, muchas de ellas prácticamente nuevas, con un agradable olor a detergente caro y suavizante. Era un contenedor muy disputado por diferentes rapiñeros nocturnos como ellos. Gitanos rumanos de otros rumbos, magrebíes, incluso bandas de miserables oriundos, familias de pobres de habla castiza, gitanos españoles, algún subsahariano. Auriel iba armado con una gran navaja. Estaban decididos a hacer suyo aquel contenedor y esperaban que la poza estuviera aquella noche repleta de peces. Nikolai a veces se sentaba en el entramado cuadricular de hierros plateados y a veces se levantaba y se agarraba al borde del carro, que no dejaba de vibrar. En diferentes medidas, a los cuatro les zumbaban los oídos con el ruido constante de la circulación, hasta que llegaron a un cruce y tomaron calles más pequeñas y menos transitadas. Siguieron adelante hasta entrar en una urbanización de chalés y casas con su propia finca; madreselvas, falsos jazmines, hiedras, setos y árboles rozagantes ornamentaban los muros y las aceras.
—¡Ahí está! Y no hay nadie, parece —comentó sin subir demasiado la voz Bogdam—.
Nikolai habitaba su propio mundo. Pensaba que estaba dentro de un tanque y lanzaba proyectiles a objetivos imaginarios. En su chabola, su tío Vasili había logrado engancharse a la red eléctrica y tenían una pequeña televisión. Había visto en las noticias los tanques de Siria e Irak. No era la primera vez que lo usaban como anzuelo para pescar ropa dentro del contenedor, pero seguía sin gustarle y solía refunfuñar sin más éxito que propiciar una pequeña paliza.
Por fin, llegaron hasta la gran caja metálica pintada de color azul. Una pegatina grande en el frontal señalaba que se trataba de un contenedor para "donar" ropa de todo tipo e incluso calzado. Rezaba algo así como "LA ROPA HUMANITARIA". Había dibujado un globo terráqueo de color azul y verde y unas flechas rojas de reciclaje circundando la atmósfera de aquel planeta de vinilo. Qué suerte habían tenido. Para ellos solos. Sin perder ni un minuto, agarraron al pequeño Nikolai y lo metieron por la trampilla por la que se echaba la ropa al interior del contenedor.
El niño se hizo daño en la barbilla al entrar por aquella especie de boca de buzón gigante. Aunque poco a poco, también él iba creciendo. Estaba a punto de resultar inservible para ejercer de anzuelo viviente. Por muy grande que fuera la boca del contenedor, entraba a duras penas y su tío Bogdam tuvo que empujarlo como quien embute el último bulto de un equipaje repleto. Nikolai se quejó lloriqueando y otra vez recibió la reprimenda de Catina. Comenzó a agarrar prendas. Esperaba unos segundos y desde afuera, su madre, su tío o el amigo de su madre empujaban la trampilla blanca hacia adentro y él aprovechaba ese instante para ir arrojando hacia fuera la ropa. Polos, camisetas, camisas, pantalones, algunos pares de zapatos sueltos de los que esperaba encontrar después la respectiva pareja, incluso suéteres y chamarras, igual que polos y camisas, con el emblema en el pecho de un cocodrilo, un jugador de polo montado en un caballo o una corona de laureles… Dentro, cuando la trampilla blanca de metal se cerraba por efecto de los muelles, la oscuridad era total, sin un resquicio por donde entrara la luz en aquella caja de metal, tal vez un par de pálidas líneas amarillentas. Afuera, ya cerca de la medianoche, las calles residenciales parecían muy tranquilas y todo estaba iluminado por una confusa atmósfera amarilla, como si los faroles orinaran el ambiente con su luz. El carrito de la compra que Aurel había hecho rodar hasta allí se había llenado por completo. Ahora comenzaban a echar prenda tras prenda al carro de la compra. A lo lejos, en dirección hacia las calles más anchas, y, más allá, la autopista por la que habían venido caminando, a veces por el arcén, a veces por detrás de los guardarraíles, los faros de tres coches seguidos se dirigían hacia la rotonda de entrada a la urbanización. El primero, un BMW de aspecto deportivo cuya carrocería azulada brillaba por efecto de las luces amarillas, se introdujo dentro de la urbanización; el segundo tomó la rotonda y siguió derecho y el tercero, tal y como le había parecido a Bogdam ya desde lejos era, en efecto, un coche de la policía. Un Citröen azul marino, con tres bandas refulgentes, roja, amarilla y roja, en las puertas delanteras, y las letras blancas "cuerpo nacional de POLICÍA" en las traseras, se paró junto a la acera y a un lado del contenedor. Bogdam, Aurel y Catina se pusieron a correr en dirección contraria, por donde habían venido. No hubo ni siquiera una palabra de alarma. Simplemente comenzaron a correr haciendo rodar el carrito de la compra y, ahora sí, el escandaloso carro metálico de algún supermercado que Bogdam empujaba como en una competición. Los policías llegaron hasta el contenedor y siguieron con su mirada la huida de los romaníes. Alguna prenda había quedado regada sobre el asfalto. Uno de los agentes se agachó para recogerla, abrió la trampilla y la echó dentro. Nikolai no se había apercibido bien de lo que había sucedido, encerrado como estaba en el interior de lo que, de pronto, se imaginó era una nave espacial en la oscuridad del Universo. Nadie le había informado sobre la llegada de la policía. Cuando el agente más joven abrió la trampilla para echar la ropa, el niño se quedó quieto, extrañado por que la ropa volviera hacia el interior. Pudo vislumbrar que quien había hecho regurgitar las prendas no había sido ni su tío ni el extraño amigo de su madre que a veces le pegaba patadas, ni tampoco su madre; había llegado a descubrir incluso un retazo de gorra azul. Todo había sucedido tan en silencio que, con la madurez precoz que infunde la experiencia del superviviente, consideró lo más prudente permanecer callado y sin hacer ruido. Los policías se subieron de nuevo a su vehículo y siguieron su camino en dirección al centro. 
Aurel y Bogdam insistieron a Catina para que siguiera caminando con ellos en dirección al chabolerío. Ella quería regresar a toda costa para sacar a Nikolai del contenedor. Nada parecía tener demasiado sentido. Le gritó a su hermano que la acompañara, y su amante y agresor esporádico a partes iguales, Aurel, amenazó con pegarla si no se callaba. Cuando los dos hombres iban por delante con sendos equipajes, Catina provocó el quedar rezagada, hasta que, de pronto, comenzó a correr en dirección opuesta, para ir en busca de su hijo. Cuando los hombres se dieron cuenta, después de un par de minutos ensordecidos por el ruido monótono del tráfico, todavía concurrido a pesar de la hora, la mujer estaba ya muy lejos. En la distancia, la rotonda de la urbanización parecía igual de solitaria que antes. La mujer aceleró el paso. Nikolai había llorado un poco, pero no mucho, por si acaso su tío o Aurel se encontraban cerca y lo regañaban. Catina abrió la trampilla y le pidió al niño que metiera primero la cabeza para tomarlo por las axilas y tirar de él. Pero el nivel de la ropa había descendido considerablemente y Nikolai tenía problemas para llegar hasta el borde. Estuvo cerca de cuarenta minutos tratando de sacar a su hijo de aquel cajón de hierro. Necesitaba ayuda. Le dijo al niño que tuviera paciencia, que tenía que ir hasta el poblado y regresar con alguien más que pudiera ayudarla.
—Tranquilo, Nikolai. Al rato vuelvo por ti.
Mas allá de las dos y media de la madrugada, las calles de tierra seca y el entramado de vericuetos entre las chabolas, toda la barriada se encontraba a oscuras y aparentemente vacía; sin embargo, las chabolas de venta de droga se encontraban fuera de las leyes horarias de los comercios. Como zombies casi invisibles y sin sombra, era posible tropezarse todavía con algún adicto al cristal, la cocaína o la heroína. Catina no conseguía reclutar a nadie para ayudarla, así que se metió en su chamizo para descansar unas horas y regresar hasta al contenedor bien temprano, cuando alguien estuviera dispuesto a acompañarla.
En la rotonda primorosa los faroles fueron progresivamente apagándose con el ascenso de una luz rosada en el horizonte oriental. Dentro del cajón metálico Nikolai se había quedado dormido sobre un exiguo lecho de prendas de vestir. En sus sueños, tal vez inducidos por el suave olor y el tacto de la ropa, se sentía como un muchacho rico durmiendo en su dormitorio sobre un colchón y sábanas perfumadas. Por fin, el disco amarillento ascendió hasta comenzar a golpear el metal de aquel contenedor con rayos cada vez más tórridos, como ráfagas ardientes de un soplete cósmico y deslumbrante. Dentro, entre las paredes metálicas, igual que un horno gigante, la temperatura subía a una velocidad de vértigo. Cuando el niño despertó sintió que el aire no entraba en sus pulmones. Se sentía mareado, confundido, ardiendo y lleno de sed. Le dolía la cabeza. La luz del día se había hecho tan fuerte que un leve resplandor penetraba por los bordes de la trampilla. Los muelles eran ahora enormes trompas de mamuts que lo perseguían por llanuras de arena. Se desmayó primero, se desvaneció sobre lanas y algodones hasta quedar totalmente asfixiado. La tierra parecía haberse tragado a su progenitora. Cinco días después, la criatura yacía muerta y en estado de descomposición bajo un lecho pesadísimo de ropa. Al séptimo día, el que correspondía al descanso divino, la grúa de un camión enganchó el contenedor por rudas asas de acero, lo ascendió en el aire asfixiante de aquel mes de julio y arrojó su contenido en la gran caja repleta de la ropa de unas cuantas decenas más de cajones metálicos. Hasta que la ropa no se almacenó en una nave industrial en las afueras del sur de la ciudad y prenda por prenda un grupo de trabajadores fueron apilando en diferentes grupos aquel inmenso ñilbo civilizado de vestimentas donadas, no se descubrió el cadáver de Nikolai. Desprendía ya un fuerte olor a putrefacto. El chiquillo, ilusionado, se había despojado de su camisa llena de mocos secos y se había puesto un polo de color rosa (que él ni siquiera había podido distinguir en la oscuridad de su celda) con un cocodrilo verde cosido en el pecho
izquierdo. La tez cetrina, un rostro repleto de quietud, con los ojos cerrados, el pelo rojizo, revuelto e hirsuto.