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La pequeña iglesia del siglo XVII
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Alrededores de la iglesia y el pueblo |
Comienza la partida de ajedrez al tiempo que entro y salgo de ella para aspirar el aroma en ráfagas caprichosas, de pronto vaharadas de humedad y hierba, de pronto una brisa seca del sur… Enciendo el botón de mi silla, un torpe cuerpo que sólo sabe rodar, y ruedo unos metros, hasta esconderme en el minúsculo atrio de la iglesia, donde sigo con la partida de ajedrez.
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Sorteo de piezas, negras o blancas. La Muerte juega negras.
Lógico
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Pienso en aquel caballero que regresaba de las Cruzadas en El séptimo sello, Antonius Block (Max
von Sydow), a quien se le presenta la Muerte después de haber tomado una
siesta, igual que su escudero, entre guijos y arena de aquella playa nórdica y
penumbrosa. Suele pintar la imaginería a una vieja enfundada en negras telas y
con una guadaña, pero Ingmar Bergman presenta a la parca como un hombre
inexpresivo, sin guadaña, pero, eso sí, enfundado bajo su capa y su capucha
negras. Levanta el brazo y se alza un ala de su capa para envolver al cruzado
hacia el lado de las sombras, «hace días que te vengo siguiendo», le explica;
pero al caballero se le ocurre la idea de emprender un combate ajedrecístico
con su fatal perseguidora. «Tengo entendido que juegas bien al ajedrez», tienta
a la Muerte. «Sí: soy buen jugador de ajedrez», remacha sin atisbo de modestia,
¿quién hay más poderosa que ella? Y lo sabe. Antonius Block: «si pierdo, me
llevas contigo; pero si gano, me dejas vivir». Sabe que es un ente orgulloso y
aceptará el reto. Al final siempre vencerá. Por unos breves instantes se me
ocurre esa posibilidad. Que viniera la Muerte y yo le ofreciera la partida de
ajedrez definitiva. La garantía es que yo perdería irremediablemente y en poco
tiempo, mientras que Antonius Block sobrevive por los largos, hermosos días en
los que transcurre la historia; y no recuerdo si termina burlándola —siempre
será un aplazamiento provisional— o si por el contrario gana la partida la
Encapuchada. No me importa ahora. Porque es imposible jugar al ajedrez mejor
que la propia Muerte. Sería como jugar al póquer con Rockefeller. Una y otro
terminarían embolsándose en última instancia, sin elusión posible, una
insignificante alma o una exigua fortuna más a sus respectivos caudales, casi
infinitos. Concentrado en que la máquina no me haga sentir ridículo por algún
torpe movimiento de las piezas, el dolor se disipa, o no me acuerdo de él, en
tanto que logro estar profundamente concentrado. Pero el estado de
concentración —algo semejante a la felicidad— se ha vuelto inestable; es un
instante y enseguida la mordedura del dolor óseo, muscular y nervioso se hace
patente. Intento mover los brazos, tronar los huesos de las escápulas. Las hago
tronar todo el tiempo, en la silla y en la cama. Como si me calmara. Intento
rumiar presente puro por muy subvertido que se encuentre todo. Cualquier cosa
antes de que los fantasmas del pasado se deslicen entre las malezas, los
robles, fresnos y oquedades y me asedien con sus sombras sibilinas nutridas del
luminoso ayer. Cuando estaba completamente vivo.
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La espadaña. La campana pequeña trae fecha de 1713; se libró de ser fundida para los cañones de la Guerra de Independencia o los de la Guerra Civil |
Los problemas de los hombres provocan risa. Uno
parece haber descubierto lo que de verdad importa. El ser humano, animalillo
dotado de lenguaje; especie fraguada de estulticia, empeñada, bajo un estado de
total ceguera, en perseguir símbolos por los que encontrar una obsesiva defensa,
una causa inventada, un espejismo criminal. Da igual que sean patrias,
religiones o dinero. Yo sé lo que de verdad importa. Trato de enfrascarme con
la máxima concentración durante estos días en el transcurso de los
acontecimientos que narra Arthur Koestler en sus Memorias. También él y también los supervivientes, buena parte de
los muertos y los sacrificados de la primera y la segunda Guerra Mundial
terminaron por conocer cuáles son las cosas que en verdad importan. Mientras
tanto, los líderes mantienen fanatizada a la población y de forma cíclica
vuelven a conseguir rebaños de estúpidos que afilien sus cuernos, entreguen su
vida y pierdan toda inteligencia para embestir los símbolos del enemigo en
defensa de los propios. La raza humana debe trascender la mezquindad de los
símbolos malignos (que creemos benignos), desenmascararlos e ir en pos de la eticidad
pulcra, diamantina y simbolizable sin trucos sucios, igual que sabemos hacer
con el lenguaje.
No pretendo ahora desentrañar los entresijos de lo simbólico (por mucho que en ello se centre mi investigación hasta el día en que desaparezca). No importa tanto el símbolo en sí como nuestro desciframiento. En nuestra autocondecoración taxonómica triunfó el sapiens; pero se ha intentado en ocasiones innúmeras definir al género humano, Homo, de acuerdo a su más definitoria característica de especie: lúdico, humorístico, religioso, etcétera. Tal vez sea "simbólico" lo más conveniente. Simbolicus. Aunque especulemos, parece difícil llegar a saber de qué modo perciben el mundo el resto de las especies, y, sin embargo, para la humana, cada una de las cosas a nuestro alrededor, todo es terminalmente convertido en un símbolo. Hasta lo más abstracto.
No pretendo ahora desentrañar los entresijos de lo simbólico (por mucho que en ello se centre mi investigación hasta el día en que desaparezca). No importa tanto el símbolo en sí como nuestro desciframiento. En nuestra autocondecoración taxonómica triunfó el sapiens; pero se ha intentado en ocasiones innúmeras definir al género humano, Homo, de acuerdo a su más definitoria característica de especie: lúdico, humorístico, religioso, etcétera. Tal vez sea "simbólico" lo más conveniente. Simbolicus. Aunque especulemos, parece difícil llegar a saber de qué modo perciben el mundo el resto de las especies, y, sin embargo, para la humana, cada una de las cosas a nuestro alrededor, todo es terminalmente convertido en un símbolo. Hasta lo más abstracto.
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¿Qué simboliza este cielo en mi regreso a la casa?
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Pero sobre mí, ni los sentimientos patrióticos ni la
codicia ni el pensamiento religioso, nada simbolizado bajo argumentos
arrojadizos parece capaz de triunfar jamás. La catástrofe me ha inmunizado.
Ahora sé lo que de verdad importa.
Parece que hablo con Arthur y me entiende. Y sabe
igual que yo las cosas que de verdad importan en este mundo. Igual que él, aunque el húngaro con más motivos todavía, tengo la certeza de que no soy nadie. Odiseo lo diría
con más gracia: ¡soy Nadie!
Hay una frase de su libro, Memorias de Koestler, una expresión simplemente
política, que me ha seducido y a la que he apostillado un colofón: «la
dialéctica marxista es un método para conseguir que cualquier idiota pase por
alguien notablemente inteligente». La frase y su sentido me parecen óptimos y
yo añado mi aludida reverberación: «la dialéctica de cualquiera de las tres
religiones del Libro es un método para que alguien inteligente pase por alguien
notablemente estúpido». Lo mismo los patriotas, los nacionalistas, los fundamentalistas y no tanto de toda laya, los
abanderados en la variante que convenga. El futuro está abierto a la estupidez
y la vesania de la especie simbólica por excelencia. La paz es perezosa. Tímida
y perezosa. Se cansa de ser. Atizan con nuevos o viejos símbolos las bajas
pasiones disfrazadas de elevados ideales y las huestes se arrojarán al vacío
sin remedio, en esta repetición de la historia que no cesa. ¿O sí?
No estoy seguro, y mientras tanto, sigo buscando a
la vieja contrincante encapuchada que mueva las piezas negras en el tablero de mi ajedrez.
Llamera, León,
20 de julio de 2017.
UN JUEGO![]() |
Escoja diez personas de abajo. ¿Por
qué signo ideológico de aquí arriba
o que usted conozca quiere asesinarlas?
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Me gustó mucho el escrito del paseo, pero transmite demasiada tristeza y pesimismo.
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