jueves, 20 de julio de 2017

DEL USO DEL SÍMBOLO: MOTOR PERVERTIDO DE LA EVOLUCIÓN


Del uso del símbolo: motor pervertido de la evolución



La pequeña iglesia del siglo XVII
Hace días que no escribo nada. Escribir en un sentido libertador. Hoy, esta tarde, incómodo, rígido y dolorido me gustaría disolverme en el entorno de prados, bosques y montañas a mi alrededor. Estoy en esa naturaleza ambigua entre la meseta castellana y la franja cantábrica. Para escapar del dolor físico y de cierta desesperación que a veces puja por madurar me voy solo con mi silla. Llevo un cojín entre las piernas y un artefacto electrónico que me permite jugar al ajedrez. Me sitúo, me pongo, me aposto, me aparco detrás del cementerio y la pequeña iglesia del siglo XVII, frente a un campo verde, un pequeño arroyo, un exiguo robledal (bosques más grandes me rodean a oriente y occidente) y frente a la pequeña colina que me gustaba llamar la montaña del Eremita. Recuerdos. 
Alrededores de la iglesia y el pueblo


Comienza la partida de ajedrez al tiempo que entro y salgo de ella para aspirar el aroma en ráfagas caprichosas, de pronto vaharadas de humedad y hierba, de pronto una brisa seca del sur… Enciendo el botón de mi silla, un torpe cuerpo que sólo sabe rodar, y ruedo unos metros, hasta esconderme en el minúsculo atrio de la iglesia, donde sigo con la partida de ajedrez. 
Sorteo de piezas, negras o blancas. La Muerte juega negras. Lógico
Pienso en aquel caballero que regresaba de las Cruzadas en El séptimo sello, Antonius Block (Max von Sydow), a quien se le presenta la Muerte después de haber tomado una siesta, igual que su escudero, entre guijos y arena de aquella playa nórdica y penumbrosa. Suele pintar la imaginería a una vieja enfundada en negras telas y con una guadaña, pero Ingmar Bergman presenta a la parca como un hombre inexpresivo, sin guadaña, pero, eso sí, enfundado bajo su capa y su capucha negras. Levanta el brazo y se alza un ala de su capa para envolver al cruzado hacia el lado de las sombras, «hace días que te vengo siguiendo», le explica; pero al caballero se le ocurre la idea de emprender un combate ajedrecístico con su fatal perseguidora. «Tengo entendido que juegas bien al ajedrez», tienta a la Muerte. «Sí: soy buen jugador de ajedrez», remacha sin atisbo de modestia, ¿quién hay más poderosa que ella? Y lo sabe. Antonius Block: «si pierdo, me llevas contigo; pero si gano, me dejas vivir». Sabe que es un ente orgulloso y aceptará el reto. Al final siempre vencerá. Por unos breves instantes se me ocurre esa posibilidad. Que viniera la Muerte y yo le ofreciera la partida de ajedrez definitiva. La garantía es que yo perdería irremediablemente y en poco tiempo, mientras que Antonius Block sobrevive por los largos, hermosos días en los que transcurre la historia; y no recuerdo si termina burlándola —siempre será un aplazamiento provisional— o si por el contrario gana la partida la Encapuchada. No me importa ahora. Porque es imposible jugar al ajedrez mejor que la propia Muerte. Sería como jugar al póquer con Rockefeller. Una y otro terminarían embolsándose en última instancia, sin elusión posible, una insignificante alma o una exigua fortuna más a sus respectivos caudales, casi infinitos. Concentrado en que la máquina no me haga sentir ridículo por algún torpe movimiento de las piezas, el dolor se disipa, o no me acuerdo de él, en tanto que logro estar profundamente concentrado. Pero el estado de concentración —algo semejante a la felicidad— se ha vuelto inestable; es un instante y enseguida la mordedura del dolor óseo, muscular y nervioso se hace patente. Intento mover los brazos, tronar los huesos de las escápulas. Las hago tronar todo el tiempo, en la silla y en la cama. Como si me calmara. Intento rumiar presente puro por muy subvertido que se encuentre todo. Cualquier cosa antes de que los fantasmas del pasado se deslicen entre las malezas, los robles, fresnos y oquedades y me asedien con sus sombras sibilinas nutridas del luminoso ayer. Cuando estaba completamente vivo.
Más alrededores
La espadaña. La campana pequeña
trae fecha de 1713; se libró de ser fundida
para los cañones de la Guerra de
Independencia o los de la Guerra Civil
Pienso en Guzmán y Blanca. Aparece él, mi hijo, Guzmán. Ha heredado de mí el placer de los paseos solitarios por prados y bosques. Apareció entre los sauces y los olmos, que retoñan incansablemente en un intento por superar la grafiosis, olmos recién nacidos, moribundos o muertos del linde que separa el espacio de la iglesia y el campo abierto, los bosquetes de robles. Guzmán me habla, me demuestra ciertos saltos que sabe hacer apoyándose en el muro de la sacristía y brincando el murete del atrio por uno de sus arcos. Por fin, tras algún intercambio de frases, termina yéndose a casa. Me dice que vaya con él, pero le ruego que se vaya, que ya iré yo solo cuando termine la partida. Los hijos son imanes invisibles de una fuerza desmesurada que mantienen las piezas del tablero erguidas, el inútil rey con un vigor que no merece, sin permitirle arrojar su cabeza coronada al suelo en señal de derrota definitiva.
Los problemas de los hombres provocan risa. Uno parece haber descubierto lo que de verdad importa. El ser humano, animalillo dotado de lenguaje; especie fraguada de estulticia, empeñada, bajo un estado de total ceguera, en perseguir símbolos por los que encontrar una obsesiva defensa, una causa inventada, un espejismo criminal. Da igual que sean patrias, religiones o dinero. Yo sé lo que de verdad importa. Trato de enfrascarme con la máxima concentración durante estos días en el transcurso de los acontecimientos que narra Arthur Koestler en sus Memorias. También él y también los supervivientes, buena parte de los muertos y los sacrificados de la primera y la segunda Guerra Mundial terminaron por conocer cuáles son las cosas que en verdad importan. Mientras tanto, los líderes mantienen fanatizada a la población y de forma cíclica vuelven a conseguir rebaños de estúpidos que afilien sus cuernos, entreguen su vida y pierdan toda inteligencia para embestir los símbolos del enemigo en defensa de los propios. La raza humana debe trascender la mezquindad de los símbolos malignos (que creemos benignos), desenmascararlos e ir en pos de la eticidad pulcra, diamantina y simbolizable sin trucos sucios, igual que sabemos hacer con el lenguaje. 
No pretendo ahora desentrañar los entresijos de lo simbólico (por mucho que en ello se centre mi investigación hasta el día en que desaparezca). No importa tanto el símbolo en sí como nuestro desciframiento. En nuestra autocondecoración taxonómica triunfó el sapiens; pero se ha intentado en ocasiones innúmeras definir al género humano, Homo, de acuerdo a su más definitoria característica de especie: lúdico, humorístico, religioso, etcétera. Tal vez sea "simbólico" lo más conveniente. Simbolicus. Aunque especulemos, parece difícil llegar a saber de qué modo perciben el mundo el resto de las especies, y, sin embargo, para la humana, cada una de las cosas a nuestro alrededor, todo es terminalmente convertido en un símbolo. Hasta lo más abstracto.
¿Qué simboliza este cielo en mi regreso a la casa?
Pero sobre mí, ni los sentimientos patrióticos ni la codicia ni el pensamiento religioso, nada simbolizado bajo argumentos arrojadizos parece capaz de triunfar jamás. La catástrofe me ha inmunizado. Ahora sé lo que de verdad importa.
Parece que hablo con Arthur y me entiende. Y sabe igual que yo las cosas que de verdad importan en este mundo. Igual que él, aunque el húngaro con más motivos todavía, tengo la certeza de que no soy nadie. Odiseo lo diría con más gracia: ¡soy Nadie!
Hay una frase de su libro, Memorias de Koestler, una expresión simplemente política, que me ha seducido y a la que he apostillado un colofón: «la dialéctica marxista es un método para conseguir que cualquier idiota pase por alguien notablemente inteligente». La frase y su sentido me parecen óptimos y yo añado mi aludida reverberación: «la dialéctica de cualquiera de las tres religiones del Libro es un método para que alguien inteligente pase por alguien notablemente estúpido». Lo mismo los patriotas, los nacionalistas, los fundamentalistas y no tanto de toda laya, los abanderados en la variante que convenga. El futuro está abierto a la estupidez y la vesania de la especie simbólica por excelencia. La paz es perezosa. Tímida y perezosa. Se cansa de ser. Atizan con nuevos o viejos símbolos las bajas pasiones disfrazadas de elevados ideales y las huestes se arrojarán al vacío sin remedio, en esta repetición de la historia que no cesa. ¿O sí?
No estoy seguro, y mientras tanto, sigo buscando a la vieja contrincante encapuchada que mueva las piezas negras en el tablero de mi ajedrez.

Llamera, León, 20 de julio de 2017.


UN JUEGO


Escoja diez personas de abajo. ¿Por
qué signo ideológico de aquí arriba 
o que usted conozca quiere asesinarlas?
                Escoja el conjunto de las banderitas de arriba, los signos , y cualquier otro símbolo en que pueda estar pensando, ¿por la salvación de qué única persona de este conjunto le gustaría que desaparecieran?
 Si el planteamiento le parece demagógico, plantéese que con toda probabilidad tenga usted un grave problema







1 comentario:

  1. Me gustó mucho el escrito del paseo, pero transmite demasiada tristeza y pesimismo.

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