Era extraño que en esa época, en torno a 1929, una mujer buscara trabajo en unas oficinas. Era muy extraño porque, al revés que en nuestros días, las oficinas no abundaban de forma tan exagerada, porque en las oficinas había pocas mujeres, porque además en ese año de 1929 la ya por aquel entonces primera economía mundial se quebró como una inmensa galleta de barquillo y aquella debacle o desmigajamiento que lleva aparejados la ambición del sistema repercutió en cada rincón del planeta, provocando el cierre de todo tipo de oficinas tales como bancos, compañías de seguros, sucursales de multinacionales… Pero más extraña aún fue la respuesta de tía Laura al director de aquella fábrica cuando le preguntó que si había trabajado en otras oficinas, y mintió, dijo que sí, que en muchas, y le siguió preguntando aquel hombre rechoncho y de manos regordetas y lampiñas que qué tipo de oficina había sido la última en la que había trabajado:
―Cuadrada.
Esa fue su respuesta, la de la tía Laura, a un gran jefe a quien solicitaba un puesto de trabajo.
Así que no sólo el sentido del humor sino también la mentira parecían formar parte de las capacidades genéticas de la familia, y esto lo regocijaba, lo redimía frente a sus oscuros pensamientos de que su familia era monótona, conservadora y falta de toda extravagancia, exceptuando el tío materno Lisardo y la tía paterna Gelina, sus dos antecesores predilectos. Y mientras él fragmentaba en su memoria aquel lejano pasado familiar, el avión sobrevolaba un océano azul que parecía vacío, bajo un cielo más azul y más vacío que el océano, gas. Miraba el pelo de la señora dos o tres asientos más adelante que él, en el pasillo central del aquel enorme fuselaje alfombrado. La luz era tenue para que los pasajeros pudieran echarse una cabezada. Aquel cabello algo caoba, con el moño aplastado contra la almohada de la compañía aérea, el borde de la oreja, la nariz en escorzo, el perfil de aquella mujer durmiente, su piel, era lo más parecido a la tía Laura. Luego desvió su mirada hacia el portaequipajes, donde llevaba su maletín y un enorme neceser repleto de objetos innecesarios pero que arreglan la apariencia de un rostro mal dormido o asean y perfuman un par de axilas viajeras; en el maletín llevaba, pensó, todos los papeles. Trató de hacer un repaso pormenorizado sobre una abstracta y difusa lista de documentos que podría necesitar para recuperar el cuerpo de Dora en un país como México. Todo lo burocráticamente imprescindible. En México, pensó también, el papel imprescindible para lograr cualquier operación administrativa es el dólar. Pero pensar pormenorizadamente en listas difusas es algo que puede llevar a la somnolencia. En ese inmenso depósito de objetos innecesarios que era el neceser también acarreaba su pastillario, en cuya letra «v» yacían cómodamente esparcidos los crujientes redondelitos azules con su hendidura formando dos medias lunas. No había querido administrarse medio Valium, o uno o uno y medio, quizá por la pereza de levantarse a por él, quizá por el irredento deseo de ser un hombre sano, y aunque pensaba que no se iba a dormir, que iba a ser un viaje terrible, cansado, insomne, de pronto, al repasar listas imposibles, sus ojos comenzaron a sentir la arena de los párpados, y con la tía Laura durmiendo tres filas por delante de él, se fue quedando sopa, con la respiración automatizada y profunda. Un ligero ronquido recorría los suaves oídos de una chica joven que lo acompañaba.
En el sueño, pronto la tía Laura se transformó en Dorothy, cuyo cuerpo trataría de trasladar a España desde México. Ése era su viaje. Un mordisco en su calvo pecho jadeante le dictó en sus ensoñaciones que seguía queriendo a Dora por encima de lo normal. La chica que llevaba a su lado era preciosa, tenía al menos treinta y cinco años menos que él, Mario. Mario el pecador. El hombre de las cien mujeres (le decía siempre Anne, su hija mayor, con arrogante tono de enfado). Él callaba porque se sentía pecador de verdad, pero no sólo había decidido dedicar su vida a las mujeres y al dinero. Su eterna diletancia alcanzaba las artes más esquinadas del panorama cultural. Y entre las grandes fichas del inmenso juego de la Cultura, era un adicto al jazz, a la música culta, a la literatura y a la psiquiatría. ¿No podía ser el sexo la quinta ficha en este caso? En absoluto, le decía siempre tío Lisardo: el sexo es un impulso primario, demasiado primario, sólo que con una respuesta orgánica de tanto placer que resulta claramente adictivo; ninguna adicción es cultura. Así que, sintiendo esta complicación conceptual en la que nos vemos tontamente involucrados, si Mario era adicto a ciertas parcelas de la cultura esto significaba que había desacralizado hasta la carnalidad todas esas cosas que para otros son tótems simplemente reverenciales. Él, por su parte, seguía dudando sobre si las adicciones eran parte o no de la cultura.
Igual que las enfermeras, las azafatas llega un momento en el que deciden despertar a sus pacientes. A sus pacientes pasajeros, en este caso. Abren las pestañas de los ventanucos, arrastran sus carritos metálicos apestando a café, hablan con las señoras sobre dónde deben dejar guardadas sus mantitas y si quieren un vaso de agua con el desayuno o si prefieren zumo. Faltan al menos dos horas para aterrizar sobre la ciudad monstruo. Siefken ha agarrado una pequeña novela de Steinbeck que trata sobre un autocar perdido, ―mis fetiches―, lo mismo que el librito de poemas de Blake, y una libreta. Aún ignora si se dará un brevísimo paseo por el valle de Salinas para estirar sus piernas neuronales o se insuflará una dosis de vitalismo al saber que el gusano perdona al arado que lo corta, que la prudencia es la capa de la incapacidad o que quien desea y no obra engendra pestilencia; tal vez anote algún pensamiento en su libreta en vez de releer a sus fetiches, tal vez anote algo como que Dora no ha podido resistir el tiempo suficiente, debería haber aguantado cinco, o diez o tal vez quince años más, y tal vez entonces habría descubierto la verdad; pero aquí estoy yo, sobre México D. F., y luego en Querétaro, para levantar un velo que cubrirá su rostro exánime, echada sobre una camilla, y lloraré, el pecho estallará de tristeza y reventaré a llorar frente a los funcionarios (ellos solo estarán preocupados por saber si su cadáver coincide con mi ex mujer). La muerte sigue sin tener sentido para nosotros los vivos. Sigo teniendo esa impresión de que algo se oscurece dentro de mí cuando trato de comprender qué diablos significa todo esto si al final…
Marina le acarició el rostro. Casi da un respigo, se asustó Mario cuando su amiga lo tocó cariñosamente. Le estaba siendo infiel con el pensamiento de su ex mujer muerta. Hay algo inexplicable en las casualidades, en las conexiones sorprendentes de dos cabezas que han pasado a menos de cuatro centímetros unas horas apoyadas en el mismo almohadón.
―¿Cuántos hijos?
Además de sacarlo del ensimismamiento de su nota mental que estaba a punto de transferir al papel, le formuló una pregunta que él pensaba consabida. ¿Cómo dices, Marina?
―Que, al final, no me acuerdo, ¿cuántos hijos tenías?
Lo pronunció como una metralleta: Ian, Roger, Anne, Rylan y Rachel eran sus hijos.
―¿Por qué todos con nombres extranjeros?
Pero él le explicó a esa chica tan hermosa, con esa piel tan delicada, tan sin huellas todavía, tan cándida y tan ferozmente erótica sin embargo, que el hecho de que un nombre fuera extranjero o no sólo dependía del punto de vista: esos nombres son extranjeros para ti, pero para otros no lo son. Siempre esas respuestas tan maduras. Eso era lo que a ella le hacía comprender la sabiduría de la edad y entregar después con agradecida generosidad su terso cuerpo, su musculatura de gacela, sus senos perfectos a un hombre algo panzudo, sin deformidad sin embargo, de carne blanda por los años, la piel algo descolgada, las manos con esas manchas como una crepa, las canas atractivas y esa frente con arrugas visibles. Sus pliegues favoritos eran los de los bordes de sus ojos color miel. Esas manos también le gustaban a ella, porque al mismo tiempo estaban bien cuidadas y contenían experiencia, eran hermosas, viriles, y las dejaba subir y bajar por ella con placer, sin reparos, como el viejo automóvil recorriendo las relucientes nuevas autopistas.
―Además, ―añadió para hacer su explicación algo más diáfana―, mi ex mujer Dora, Dorothy, era francesa.
―Pero Dorothy es un nombre inglés, no francés.
Marina tenía una inteligencia postmoderna, así que ella misma se respondió:
―Ya, ya sé: eso da igual; un nombre es un nombre, y ella puede ser francesa y tener el nombre que sea. Los nombres no tienen nacionalidad. Y si ella era francesa y tenía nombre inglés, decidió poner nombres ingleses también a sus hijos.
Sonrieron, miraron alrededor y sin ser vistos se dieron un corto beso en los labios. No querían impresionar a los otros pasajeros, porque la mayoría pensaría que eran padre e hija. No obstante, los nombres de sus cinco hijos, tres varones y dos hembras, los había escogido todos él, no Dora. Ni siquiera le pareció pertinente tener que explicárselo a Marina, que ahora trataba de colocarse los auriculares de su reluciente walkman, ese aparato que comenzaba a extenderse entre los jóvenes, para darse una dosis de Pink Floyd. El suave zumbido que salía de sus orejas llegaba casi imperceptible hasta los oídos de Mario. Le haré comprender a Brahms, pensó él; de vuelta en Madrid, en la casa de la sierra, le haré comprender el concierto número 1, mientras miramos a través de los cuarterones de vidrio el jardín otoñal. Mario solía zafarse de la realidad a cada momento con este tipo de evocaciones; se lo pedía el cuerpo.
―¿Quieren zumo con el café? ―les preguntó la azafata―.
Luego pensó que la probabilidad de que él mismo se encontrase en el sofá de piel beige, mientras observaba la parra enrojecida y el jardín revestido de la dulce morbidez del otoño, con el fondo del concierto número 1 de Brahms, era realmente elevada, pero que aquella preciosidad que lo acompañaba siguiera con él era algo más remoto. Aunque para el otoño sólo quedaban un par de meses, ahora esa distancia parecía insalvable. Y las mujeres que pasaban últimamente por su vida solían durarle unas semanas. Marina se postulaba como una persona más inquietante, y por tanto, a parte del sexo, podría ofrecerle un poco más de placer en las meninges, y por tanto durar al menos unos meses. Eso pensaba, mientras trataba frustradamente de perfilar las nalgas de la azafata a través de su falda nada voluptuosa.
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