Desde hace días aguarda
en despensa de Diarius material para una nueva entrada a costa
de las nuevas reglas ortográficas que ha decidido incorporar la Real Academia
de la Lengua en su última Ortografía.
Se dice que «doctores
tiene la Iglesia». Y con este adagio nos
quitamos de encima la responsabilidad de tener que decidir. O no, lo que quizá
es peor. La opinión es libre, y generalmente el vulgo (entre quienes me
incluyo) esgrime disparates sobre cualquier cosa que escucha. Son legión
abundantísima, inagotable, quienes muestran opiniones fuertes y apodícticas
sobre temas políticos, sociales, económicos; más allá, hay quienes se atreven,
apelando al criterio excelso de que lo mismo vale su subjetividad que la de
otro cualquiera, a opinar y clasificar las más dispares obras de arte; pero
también se atreve el personal de forma masiva a esgrimir chorradas ante
cuestiones científicas. Por eso, las nuevas reglas ortográficas no se han
mantenido indemnes al común opinar de los mortales hispanohablantes. Opinar sin
saber no es indicio de una sociedad culta, sino de una sociedad verborrágica.
Pero las cuestiones de la lengua parece que atemorizan más que, pongamos por
caso, las aseveraciones escatológicas (en su sentido metafísico, ¡oh,
ambivalencias semánticas!) de un tipo llamado Stephen Hawking, que
inmediatamente han provocado un polvorín de críticas entre fervientes
religiosos de toda laya, que juzgan al conspicuo esclerótico (no mental) como
intruso inoportuno en teología. Frente a esta sociedad parlanchina, criticona,
opinadora y facunda, cuando la Real Academia de la Lengua edita un texto
normativo, todo el mundo traga saliva, hunde la mirada, agacha la testuz y
reverencia a sus señorías las autoridades lingüísticas. La norma hecha libro
convierte un diccionario, una ortografía o una gramática en textos religiosos;
incluso los más rebeldes irán en unos años a consultarlos para resolver
verdades acerca de la lengua. Puede haber quien al principio repruebe alguna de
las medidas, pero generalmente yerra en el tiro y denuesta las nuevas normas
por razones desviadas, escudando su defensa generalmente en un exceso de
conservadurismo. Acierta en la crítica, pero cree que se trata nada más de
medidas de laxitud propias de una época donde predomina el pensamiento líquido.
Y no se trata de eso.
Llevamos observando, y
es sólo (con tilde) una opinión vulgar más, que, cada cierto tiempo, la
ilustrísima institución que nació para limpiar, fijar y dar esplendor, siente
la apremiante necesidad de publicar, anunciándolo a los cuatro vientos, un
nuevo libro, generalmente a un precio disparatado y en un formato de excesivo
lujo. Y como somos malpensados, nos huele a negocio. Y donde hay negocio no hay
más verdad científica que la de la economía.
Después de lo cual,
declaramos:
Relajar la necesidad de marcar
con tilde el adverbio sólo frente a su homónimo el
adjetivo solo me parece una mala, malísima decisión que les
habrá de pesar a sus señorías con el transcurrir del tiempo. Podría alargarme
con disquisiciones lingüísticas que he ido mascullando durante años, pues la
norma no se la han sacado de la manga ahora sino que llevan ya mucho tiempo
anunciando el cambio, y de hecho, si es que no me equivoco, la tilde sobre el
morfema «solo» era desde hace tiempo únicamente optativa y cada uno podía
decidir; pero trataré de resumir. Frente a los muchos argumentos con los que la
Real Academia de la «Luenga» trata de mostrarse progresista y modelna,
aduciendo en su proceder adecuación a los tiempos tecnológicos, accesibilidad
de sus obras al vulgo, y otras simplezas retóricas y de pura mercadotecnia a
las que parecen venderse incluso algunos de los sabios que sí existen
repartidos entre sus conspicuos, aterciopelados y púrpuras asientos, frente a
esto, existen razones simplemente científicas. El uso escrito de la lengua, se
haga con ordenador o a mano, con pluma, bolígrafo o lápiz y papel, debe
atender, me parece a mí, a una máxima elemental: la fluidez. La escritura debe
ser lo más automática posible para no entretener al proceso intelectual
paralelo, aunque este proceso intelectual sea simplemente acordarse de la lista
de la compra y dejarla escrita a tu cónyuge para que se acuerde de pasar por el
supermercado. El uso discrecional de la tilde al que invita la Academia disrumpe
en el acto espontáneo que debería prevalecer en el proceso de escribir. Máxime
cuando contamos con la suerte de tener una lengua de extremada claridad
fonética, en la que cada sílaba se pronuncia, groso modo, de una única manera y
como tal se transcribe en su código escrito.
Regresemos al caso de la lista de la compra que una esposa escribe a su marido.
A la hora de escribir «recoge a los niños y trae solo lo que pongo en la
lista», deberá pararse para ver si hay en la oración casos de ambigüedad, y si
debe poner o no tilde; si, finalmente, la señora no pone tilde, entonces el
marido leerá y quedará confuso: «si voy por los niños y tengo que llevar solo
la compra a casa, ¿dónde dejo a los niños mientras tanto?». Vale, la Academia
dice que los niños no quedarán abandonados en la calle, sino que el marido
sabrá resolver la duda solo. Solo. ¿Me quieren decir sus señorías, según el
contexto, qué quiero decir con este último «solo»?: ¿Sabrá resolver la duda él
solo, sin nadie más; o sabrá resolver la duda solo, únicamente, y no sabrá
resolver otras cosas? Seremos insumisos y seguiremos escribiendo «recoge a los
niños y trae sólo lo que pongo en la lista», y de esta manera, el marido
sabrá que se trata de comprar únicamente lo escrito en la lista, y no de
comprar en soledad. Seguiremos escribiendo «sólo sé que no sé nada», porque si
no nos vamos a hacer un lío. ¿O se escribe «lio»?, porque ahora resulta que la
Academia considera «truhán», «guión» y otras palabras, hasta ahora bisílabas y
cuyo hiato quedaba claro sólo gracias a la tilde, como monosílabas, y dicen que
les sobran las tildes: «truhan», «guion».
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A mí, que la /y/ se
llame «ye» o «i griega» no me parece muy relevante, es pura nomenclatura. Que
la /v/ se denomine «uve» —en España— o «be chica» —en Latinoamérica— tampoco nos afecta mucho a la realidad de
la escritura ni de la lengua. La «ch» y la «ll» han desaparecido de facto del
orden alfabético (contra natura, la verdad, pero todo sea por la unificación del alfabeto internacional y su indexación). La explicación nos llevaría otra
vez a escribir demasiado para no poder evitar nada. Que «Irak» sea esto en vez
de «Iraq», o «Qatar» «Catar» (aunque se confunda con un verbo tan simpático)
también me parece, a humo de pajas, peccata minuta. Pero que «éste»
adverbio no se marque con tilde frente a «este» adjetivo, igual que «solo», o
se cambien formas de acentuación que hasta ahora han resultado perfectamente
claras y que parecen de acuerdo con realidades fónicas concretas, me parece un
disparate.
Habrá que esperar años
hasta que se rectifique de nuevo. El nacimiento de la Real Academia de la
Lengua Española en 1713 constituyó un acto de magnífico despotismo ilustrado, pero que a estas
horas sigan funcionando por impulsos... Los arrebatos son ahora, en vez de aristocráticos (mucho
más simpáticos), probablemente comerciales. En el siglo XX, la ortografía del español se perfeccionó tanto que es prácticamente imposible, y sobre todo innecesario, proceder a su periódica revisión, sin la cual no hay libros que vender. Gracias a cierta simplicidad fonética, a que el español sea una lengua que «se escribe como se habla», resulta ser la ortografía de nuestra lengua un sistema aprendible en una hora o dos de estudio, tras el cual debería ser imperdonable cualquier falta ortográfica, con la excepción de algunos casos como el de la /b/ y la /v/, la hache muda, y poco más. Lo de haber tocado las tildes en el sistema de los pronombres demostrativos o de la pareja homónima «sólo/solo» ha servido únicamente para complicar lo que estaba meridianamente claro y respondía además a una sustancia fónica comprobable mediante el espectrógrafo; craso error el de desautomatizar el proceso de la escritura.
Mi invitación a la rebeldía es clara —y no puede ser más inocua—: ¡disientan con toda la razón! y sigan escribiendo el adverbio «sólo» con su tilde diacrítica,* igual que los pronombres demostrativos «éste, ésta, éstos, éstas», o palabras como guión, truhán, etc.
La académica casa prescribió en su día, por ejemplo, algo que, en definitiva, es mucho más baladí: que en vez de «whisky» se pudiera escribir el chocarrero «güisqui»; tras años de fracaso estrepitoso y rebeldía de la mayor parte de los escribientes, terminó por ceder y dar por buena su grafía anglosajona original. Después de todo, ¿alguien querría beberse un brebaje llamado güisqui? Pero para brebajes, los de los doctores de la Iglesia.
*Un signo diacrítico, en este caso una tilde diacrítica, sirve para diferenciar dos palabras homónimas con significados o funciones gramaticales diferentes, aun cuando no les corresponda el signo acentual según las reglas generales de acentuación —marcamos «sí» afirmativo con acento ortográfico para diferenciarlo de la conjunción condicional «si», cuando en principio ningún monosílabo debe ir acentuado—. De este modo, tanto a «sólo» como a «éste» no les correspondería llevar la tilde sobre la penúltima sílaba por ser palabras llanas terminadas en vocal. La tilde diacrítica serviría para diferenciarlas del «solo» adjetivo y el «este» igualmente adjetivo («sólo me gusta el café con leche» —función adverbial—, frente a «me gusta el café solo» —función adjetival—; o «mira éste lo que hace» —función de pronombre demostrativo—, frente a «este coche gasta muy poco combustible» abrir — función adjetiva—).
Muy interesante. Gracias.
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