En ocasiones frecuentes recurro a alguna artimaña de la imaginación para escapar de la realidad, imagino que vivo de otra manera o, mejor dicho, que sobrevivo con un oficio por el que mi ánimo se siente más proclive, y no sufro las veleidades con las que el destino me ha condenado -provisionalmente-. Los cruces de camino son riesgosos, y en algún punto hemos escogido alguna vereda que engañosamente nos está obligando a dar grandes rodeos hasta llegar a la tierra donde queremos habitar.
De vez en cuando recurro, entre otros ardides, al recuerdo de algún libro o película, mejor dicho, al recuerdo del espíritu de algún libro o alguna película donde me refugio de la vulgaridad de los días. Hay imágenes y ese fondo biográfico de C. S. Lewis en la película que me han servido para soñarme en un ambiente parecido, pasando mis días dedicado al estudio, la escritura, el cultivo de la imaginación, los paseos reflexivos por verdes y apacibles valles, la búsqueda de la sabiduría, algo de enseñanza, alguna cerveza con colegas en un pub.
Bajamos Mildred, Guz, Blanch y yo a pasar Nochebuena y Navidad a Madrid. El día de Navidad por la mañana Mildred salió a un parque a pasear y dar esparcimiento a los churumbeles. Así que me quedé solo y pude revisar Tierras de penumbra (había encontrado esta película la noche anterior en la biblioteca de mi padre). Al volver a encontrarme con ella, después de años, descubro con sorpresa (y me avergüenzo al mismo tiempo de mi débil memoria), que había deformado completamente el sentido dramático, diría más, trágico de este fragmento en la vida del autor de Cartas del diablo a su sobrino. También me percato de que hacía años que no veía un dramón, no sé por qué causas.
Lo terrible, y no quiero ponerme más pesimista de lo necesario, es que el drama ya no es una ficción reflejada en la pantalla. La muerte omnipresente en la vida, el cáncer que nos roba al ser querido, la iniquidad de un Dios incomprensible, "el goce de entonces -dice el personaje que narra la película- es el sufrimiento de ahora". El C. S. Lewis del final de la película corre por un valle con su hijastro Douglas detrás de él. Ya ha perdido a Joy (Gresham), su mujer.
Lo que antes era un reflejo improbable en la pantalla, un invento del arte para hacernos llorar, el drama, hoy es una realidad que nos rodea y amenaza cada día, o que ya se va cumpliendo en parte, arrasando parcela a parcela el valle dichoso donde habitábamos (los campos donde habitan ahora Guz y Blanch).
También descubrí con sorpresa que, en el momento apropiado, uno todavía tiene capacidad para llorar, aunque sea reflexionando al mismo tiempo.
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