No sé si es errar demasiado el tiro, si el olfato es un desliz, si la traducción nos trae resonancias que no son, pero me parece que Meridiano de sangre tiene algo de Cervantes. Y no es la traducción, que me parece que debe de reproducir con fidelidad las sensaciones del original (aquí hablo por pura intuición; pero el resultado es notable). Hay alguna forma de narrar que recuerda a la novela picaresca (ese comienzo en la infancia del protagonista, “el chaval”), solo que su ascenso es un ascenso hacia el horror, y no hacia posiciones sociales más elevadas. Aparte de las entradas a cada capítulo con un resumen epigráfico de lo que va a suceder después (que también recuerdan a las entradas de cada capítulo en la obra cervantina, como en los libros de caballería), aunque en Meridiano a veces oscurecido por juegos de palabras con los que el autor nos quiere despitar, hay pasajes que recuerdan al Quijote en la forma de narrar, como por ejemplo este:
El guarnicionero vivía en una cabaña de madera que había construido él mismo y tenía esposa y dos hijos todos los cuales le tenían por loco y solo esperaban la oportunidad de huir de él y de aquel paraje inhóspito adonde los había llevado. Así que acogieron con agrado al huésped y la mujer le dio de cenar. Pero mientras comía, el viejo empezó a insistir otra vez para sacarle algún dinero y dijo que eran pobres como en efecto lo eran y el viajero le escuchó y luego sacó dos monedas que el viejo no había visto jamás y el viejo las cogió y las examinó y se las enseñó a su hijo varón y el joven terminó de cenar y le dijo que podía quedarse con las dos. Pero la ingratitud abunda más de lo que os imagináis y, como no estaba satisfecho, el guarnicionero empezó a preguntarle si no tendría por casualidad otra moneda de aquellas para su esposa. El viajero apartó su plato y se encaró al viejo y le soltó un discurso y en aquel discurso el viejo oyó cosas que ya sabía pero había olvidado y oyó cosas nuevas que ligaban con las primeras. El viajero concluyó diciéndole al viejo que estaba perdido tanto para Dios como para los hombres y que no dejaría de estarlo mientras no aceptara a su hermano en su corazón como si fuera él mismo y no acudiera en auxilio de sus semejantes en algún lugar desértico del ancho mundo.
De la versión de Debolsillo, Random House Mondadori, traducida por Luis Murillo Fort.
En este párrafo contribuye mucho para la semejanza ese abuso intencionado de oraciones copulativas, tan del uso en el español de los siglos XVI y XVII. Es taimadamente cándido, porque precede a un acto de terror.
Meridiano de sangre se desarrolla como un cuadro grotesco en el que ciertos personajes recorren un territorio repleto de seres, lugares y situaciones para ir hilvanando una aventura absurda, donde un loco dirige trágicamente la acción. Hay algún pasaje donde los miembros de esta banda inhumana que transita por desiertos, cañones, sierras y pastizales de las tierras fronterizas entre EE UU y México, charlan bajo las estrellas y alrededor de una hoguera, trayéndonos remembranzas del diálogo de los cabreros. Pero claro, este parecido estructural, esta especie de cita literaria ampliada, acaba ahí. Todo recuerdo cervantino es en esta novela reducido a la quintaesencia de lo abyecto y lo pérfido. Meridiano es un western macabro, una pesadilla sostenida hasta el final. Como en los libros de caballería, en ocasiones tanta fatiga y cambio de paisaje, tanta debacle física se hace increíble; pero no inverosímil, porque la novela está escrita en clave mítica. Se agradece que el autor incorpore los diálogos sin solución de continuidad con los párrafos descriptivos, dejando a la inteligencia del lector ese evidente discernimiento de cuándo un personaje habla o cuándo habla otro o cuándo se trata de la voz del narrador omnisciente (yo creo que hay desterrar las rayas de diálogo, y así de paso haremos un poco de daño a tanta novela bestselérica donde los diálogos bobalicones se intercalan con descripciones cursis y manidas durante 700 o más páginas y a ese producto le llaman novela y se venden a millares, además).
Meridiano de sangre es otra cosa, alta literatura. No literatura de pensamiento, pero sí para pensar. Por decir algo más de su técnica narrativa, a veces los tiempos implícitos son abusivos, las elipsis temporales, y surgen sin previo aviso; pero el autor es consciente de lo que hace y lo cierto es que el lector no pierde el hilo narrativo en ningún momento. Al final del libro, por ejemplo, hacia la página 371, en medio de un capítulo, el autor pega un brinco de 12 años, cuando a lo largo de toda la novela, esto es, de 370 páginas, solo habían transcurrido 2. Curioso. Pero no importa, porque la novela es tan intensa que se le acepta al autor casi cualquier cabriola estructural.
La traducción a mi parecer es buena, con alguna mácula, incluso algún catalanismo (aunque perfectamente entendible y que creo incorporable al castellano –«malfiar»–). Traducir esta novela es una hazaña, y en toda hazaña hay razón para resbalar en algún párrafo que se hace ligeramente farragoso; pero es loable el trabajo y en general sumamente expresivo, respetando una riqueza léxica que suponemos está en su original. Los campos semánticos son asombrosos por su presencia monumental a lo largo de toda la obra: las armas, la orografía y los accidentes geográficos, la vegetación, las caballerías, el clima, el cielo y sus astros. La novela está ricamente trufada de frases en español y de mexicanismos.
Una delicia catártica, un horror deleitoso. Meridiano de sangre: una enorme parábola del mal. Un goce estético.
El guarnicionero vivía en una cabaña de madera que había construido él mismo y tenía esposa y dos hijos todos los cuales le tenían por loco y solo esperaban la oportunidad de huir de él y de aquel paraje inhóspito adonde los había llevado. Así que acogieron con agrado al huésped y la mujer le dio de cenar. Pero mientras comía, el viejo empezó a insistir otra vez para sacarle algún dinero y dijo que eran pobres como en efecto lo eran y el viajero le escuchó y luego sacó dos monedas que el viejo no había visto jamás y el viejo las cogió y las examinó y se las enseñó a su hijo varón y el joven terminó de cenar y le dijo que podía quedarse con las dos. Pero la ingratitud abunda más de lo que os imagináis y, como no estaba satisfecho, el guarnicionero empezó a preguntarle si no tendría por casualidad otra moneda de aquellas para su esposa. El viajero apartó su plato y se encaró al viejo y le soltó un discurso y en aquel discurso el viejo oyó cosas que ya sabía pero había olvidado y oyó cosas nuevas que ligaban con las primeras. El viajero concluyó diciéndole al viejo que estaba perdido tanto para Dios como para los hombres y que no dejaría de estarlo mientras no aceptara a su hermano en su corazón como si fuera él mismo y no acudiera en auxilio de sus semejantes en algún lugar desértico del ancho mundo.
De la versión de Debolsillo, Random House Mondadori, traducida por Luis Murillo Fort.
En este párrafo contribuye mucho para la semejanza ese abuso intencionado de oraciones copulativas, tan del uso en el español de los siglos XVI y XVII. Es taimadamente cándido, porque precede a un acto de terror.
Meridiano de sangre se desarrolla como un cuadro grotesco en el que ciertos personajes recorren un territorio repleto de seres, lugares y situaciones para ir hilvanando una aventura absurda, donde un loco dirige trágicamente la acción. Hay algún pasaje donde los miembros de esta banda inhumana que transita por desiertos, cañones, sierras y pastizales de las tierras fronterizas entre EE UU y México, charlan bajo las estrellas y alrededor de una hoguera, trayéndonos remembranzas del diálogo de los cabreros. Pero claro, este parecido estructural, esta especie de cita literaria ampliada, acaba ahí. Todo recuerdo cervantino es en esta novela reducido a la quintaesencia de lo abyecto y lo pérfido. Meridiano es un western macabro, una pesadilla sostenida hasta el final. Como en los libros de caballería, en ocasiones tanta fatiga y cambio de paisaje, tanta debacle física se hace increíble; pero no inverosímil, porque la novela está escrita en clave mítica. Se agradece que el autor incorpore los diálogos sin solución de continuidad con los párrafos descriptivos, dejando a la inteligencia del lector ese evidente discernimiento de cuándo un personaje habla o cuándo habla otro o cuándo se trata de la voz del narrador omnisciente (yo creo que hay desterrar las rayas de diálogo, y así de paso haremos un poco de daño a tanta novela bestselérica donde los diálogos bobalicones se intercalan con descripciones cursis y manidas durante 700 o más páginas y a ese producto le llaman novela y se venden a millares, además).
Meridiano de sangre es otra cosa, alta literatura. No literatura de pensamiento, pero sí para pensar. Por decir algo más de su técnica narrativa, a veces los tiempos implícitos son abusivos, las elipsis temporales, y surgen sin previo aviso; pero el autor es consciente de lo que hace y lo cierto es que el lector no pierde el hilo narrativo en ningún momento. Al final del libro, por ejemplo, hacia la página 371, en medio de un capítulo, el autor pega un brinco de 12 años, cuando a lo largo de toda la novela, esto es, de 370 páginas, solo habían transcurrido 2. Curioso. Pero no importa, porque la novela es tan intensa que se le acepta al autor casi cualquier cabriola estructural.
La traducción a mi parecer es buena, con alguna mácula, incluso algún catalanismo (aunque perfectamente entendible y que creo incorporable al castellano –«malfiar»–). Traducir esta novela es una hazaña, y en toda hazaña hay razón para resbalar en algún párrafo que se hace ligeramente farragoso; pero es loable el trabajo y en general sumamente expresivo, respetando una riqueza léxica que suponemos está en su original. Los campos semánticos son asombrosos por su presencia monumental a lo largo de toda la obra: las armas, la orografía y los accidentes geográficos, la vegetación, las caballerías, el clima, el cielo y sus astros. La novela está ricamente trufada de frases en español y de mexicanismos.
Una delicia catártica, un horror deleitoso. Meridiano de sangre: una enorme parábola del mal. Un goce estético.
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