De todas las mitologías existentes, tal vez sea la griega la más atractiva; no por la enunciación de decálogos morales más o menos indigestos, sino
precisamente por todo lo contrario, léase: la imparable concatenación de
acciones parangonables a las humanas, concatenación de hechos humanos despojados de
ningún otro sentido que el de la multiplicación y la puesta en práctica de los
placeres —por otro lado muy terrenales, como no podía ser menos—.
Por encima,
por debajo o desde el mismo corazón y entre medias del devenir de la sociedad
norteamericana y su barniz —con vocación de materialidad— de moral protestante,
como la herrumbre en los rectos raíles de un ferrocarril, transitan las vidas
cargadas de realidad, la intrahistoria de una multiplicidad de razas y culturas
que trufan su existencia con todo el despliegue posible de “pecados”
imaginables (violencia, adulterio, transgresión de "la ley", incesto, pederastia, hurto, ambición,
desmesura cirenaica…) en fin, toda esa panoplia que conforman las armas de la
supervivencia y el afán por sobrevivir y multiplicarse. No es sólo en el
desfile de seres que habitan en la ficción (en el caso griego, su mitología y
su literatura; en el norteamericano, el de su literatura y su cine) sino también
en el de los habitantes más pedestres de su sociedad. Tal vez esa lejana
concomitancia (lejana en tiempo, aditamentos y actitud) es lo que, de manera
poética, me ha servido para explicar mi atracción irrefrenable por la cultura
del Imperio y la Historia de sus intrahistorias. Metonimia que me asalta a
partir del siguiente fragmento leído en un resumen wikipédico sobre la
biografía del músico Chuck Berry:
Durante estos años, Berry era un músico consolidado, realizando
varias giras alrededor de Estados Unidos y apareciendo en programas de
televisión. Aprovechando su éxito económico, el guitarrista invirtió parte del
dinero en bienes raíces cerca de Saint Louis, así como en clubes nocturnos. En
1958 fundó un club llamado Club Bandstand, que admitía la entrada sin segregar
a los clientes por su raza.
Sin embargo, en diciembre de 1959 enfrentó una de las
acusaciones más graves de su carrera. Chuck Berry conoció a una joven apache llamada Janice Norine Escalanti en Juárez (Texas). La muchacha, que provenía de Yuma (Arizona),
le dijo al músico que tenía 21 años de edad, pero en realidad tenía 14. Berry
le ofreció un trabajo de camarera en su club Bandstand, así que la llevó a
Saint Louis con él. Algunas semanas después, la joven fue arrestada por
ejercer la prostitución en un hotel de la ciudad. Este hecho
llevó a que Berry fuese arrestado por infringir la ley Mann, por "transportar a una
menor de edad a través de la frontera del estado para fines inmorales". El guitarrista fue condenado a cinco
años de prisión y al pago de una multa de 5.000 dólares. La sentencia fue apelada, debido a los
comentarios racistas que había hecho el juez durante el juicio, y la condena
fue finalmente rebajada a tres años.
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