sábado, 25 de noviembre de 2023

Pablo Posada Varela: muerte de un amigo

 

LA PERPLEJIDAD


Pablo Posada Varela, filósofo, amigo


Esta semana de sábado me encontraba leyendo algunos artículos sobre La diferencia y la repetición de Guilles Deleuze cuando, de pronto, me asalta un artículo con el título: «Pablo Posada Varela: un enigma (agosto 1975-septiembre 2023)». Pelayo Pérez. Eikasía Revista de Filosofía.

 

No entendí bien. Suscrito como estoy a algunas revistas y páginas de publicaciones diversas, de literatura, de filosofía, de historia, de ciencia —caray, de todo y sin tiempo para atender a los requerimientos que me llegan a diario al correo electrónico, el deseo insatisfecho siempre, esta voracidad ciega, este afán de aprehenderlo todo a toda costa—, solía recibir cada poco algún artículo firmado por Pablo. Pablo Posada Varela.

Así que leía y volvía a leer y de nuevo leía el título del artículo y su autor, y mi empecinamiento persistía en leer el título como autor. Tenía que ser un artículo escrito por Pablo Posada Varela, no un escrito de otro con el título y su pavoroso paréntesis «(agosto 1975-septiembre 2023)»; no. No. Ese no es el título, ese tiene que ser el autor. O, ¿de qué otro Posada Varela habla este artículo. Pero encajaba. Pablo Posada Varela, el amigo, habría nacido precisamente hacia 1975. Así que podría ser él. Y además era filósofo y la revista es de filosofía. Pero, ¿cómo Pablo no me habría avisado de algo así? ¿Cómo Pablo podría no haberme dado noticia de su muerte?

Descendiente en tres o cuatro generaciones del afamado Ortega y Gasset, estudiaba Filosofía, no necesariamente siguiendo la estela de su bisabuelo o tatarabuelo o lo que fuera. Era Pablo un alumno brillante, alguna compañera suya me había dicho que sacaba matrículas de honor en todas las asignaturas; que tenía por costumbre levantar la mano en algunas de las clases al calor de la exposición por parte del profesor o profesora y sostener ciertas discrepancias sobre el asunto tratado. Vamos, que enmendaba la plana al docente más pintiparado o con más renombre, y disentía de manera oportuna, sin prepotencia, pero sin perder el tipo; sobre todo, con una total pertinencia y una cimentación teórica de chico prodigio. 

Por algún motivo, iniciamos cierto día una conversación en la cafetería pequeña de la facultad de Filosofía y Letras. Él en Filosofía, yo en Filología Hispánica. Nos encontrábamos por el pasillo, parábamos y sosteníamos alguna charla más. De manera espontánea, parecía existir algún tipo de mutua atracción, lo que nos invitaba a departir sobre cualquier cosa, intercambiar cromos de literatura y filosofía. También en la librería, en la biblioteca, en los jardines de la Autónoma. Lo invité a venir algún viernes fin de mes a la Cofradía, una cordial cuadrilla de amigos que salíamos en los días señalados para reunirnos en horas nocturnas, viajar a algún punto próximo a Madrid —Toledo, Ávila, Segovia, Chinchón, Aranjuez, El Molar…—, cenar en algún restaurante con cierta prosapia y dedicarnos a la cháchara intelectualoide. El archimandrita de turno ponía deberes al resto del grupo, generalmente sugiriendo la lectura de algún texto, algún libro, y acompañarlo de una respuesta escrita, de propuesta para el debate. Terminábamos con unas botellas de vino a los pies de las murallas de un castillo, o en una dehesa, a veces desatados en risa, siempre absortos ebrios bajo las estrellas, la atmósfera limpia, el aire frío. Son resabios de un romanticismo que ya nadie nos puede hurtar. Quedaron ahí, como emblemas de un pasado imborrable. Recuerdo algunas de las lecturas: sonetos del Siglo de Oro; o de ciertos capítulos de las Empresas de Saavedra Fajardo; también un
inolvidable libro publicado en Anagrama, con el título de El antropólogo inocente, escrito por el británico Nigel Barley, donde se ponían en cuestión las dogmáticas corrientes antropológicas de raíz roussoniana, resacas teóricas del 68, un libro lleno de fina ironía, crítica y sorna, a veces legible como una novela humorística, con la ejemplificación del trabajo de campo —y su relativa inutilidad— a través de la descripción del pueblo africano de los disparatados dowayos. Teníamos un mes por delante y casi ninguno dejaba de hacer su trabajo. Pablo Posada Varela fue invitado, pero nunca llegó a venir. Una lástima. Sin embargo, nosotros, Pablo y yo, mantuvimos las conversaciones en el ámbito de la universidad.

Después de haber leído este mediodía el extraño artículo, me cercioré, porque no podía, no creía, no quería dar por cierto el hecho de su fallecimiento. Pero así es. Cuando yo vivía en Querétaro, Pablo me envió su opinión sobre mi novela El hombre diminuto. En correspondencia, le pedí que me enviara artículos suyos. Eran textos difíciles. Empapado de terminología fenomenológica, escribía de un modo hermético. Pero si había ganas, uno iba desentrañando las frases, encontrando el sentido y finalmente comprendiendo el conjunto del artículo. Vivía entre Toulouse y algún lugar de Alemania. Supongo que manejaba el francés y el alemán con soltura, desde luego para poder leer filosofía en ambas lenguas. Era un tipo de inteligencia muy identificable. Saltaba a la vista su agudeza, las pausas meditativas para responder del modo más preciso posible. Una inteligencia tan elegante como su presencia física. Recuerdo tratar en un cruce de correspondencia electrónica, también en los tiempos en que yo ya vivía en Querétaro, México, el concepto de epojé. Los fenomenólogos, y en particular el gran maestro Edmund Husserl, habían dotado al asunto de una carga denotativa más amplia, pero prevalecía el significado profundo original proveniente de la filosofía griega, en concreto, del escepticismo pirroniano. Creo que el filósofo Pirón acompañó al contingente de Alejandro Magno en su incursión hacia el Oriente y recogió con muchísimo provecho las nociones del escepticismo fragmentario de una rama del misticismo indio, el practicado por los gimnosofistas —«filósofos desnudos» en nomenclatura griega—, esos practicantes de la paz interior cuya representación gráfica asalta nuestro imaginario: estatuas de barbudos en actitud ascética, sentados, piernas cruzadas, hieráticos, por supuesto, y, oh, eso sí, con sus deliciosas panzas prominentes. Panzas escépticas. Panzas para mi regocijo. Panzas solares con las que me congratulo, como mi propia panza. Panzas que tienen la amabilidad de dotar a la mía con un poco de sentido y restan a mi propiocepción un cierto grado de la pestilencia estética que experimento con mi cuerpo, también sedente a perpetuidad. La panza mórbida de un tetrapléjico. Una panza que todavía no sé de qué está rellena, si de aire o agua o tal vez sólo de ideas. Sólo de inflamado escepticismo y cólera contenida por la estolidez de la raza humana. La epojé recoge una actitud meditativa muy poco practicada. La suspensión del juicio ante nuestra incertidumbre, frente a cualquier planteamiento, pregunta, incógnita, reflexión sobre la que no podemos —y en ocasiones no debemos— albergar un conocimiento previo; esto lleva a la necesidad de poner el juicio en blanco, dejar que pase el tiempo, que transcurran las nubes en el azul del cielo, que pasen decenas, cientos, tal vez millares antes de postularnos con algún tipo de respuesta próxima a una verdad, temblorosa siempre. Edmundo Husserl extendió el concepto de epojé no ya sólo a la suspensión del juicio sobre el proceso cognitivo que aspira a comprender cierto objeto de la realidad, sino a la suspensión de la propia realidad. La epojé no afectaba únicamente al sujeto pretendidamente cognoscente sino también de pleno al propio objeto. Al noúmeno.

La perplejidad. Querido Pablo. Por encima de cualquier otra, la perplejidad de la muerte es una epojé que se sabe infinita, indefinida, ilimitada, sin propósito, aceptada como sin solución posible. Me gustaría saber qué te pasó, por qué dejaste este mundo. Probablemente no lo sepas. Probablemente, si se te hubiera interpelado un minuto antes del último latido, tú habrías adoptado la suspensión del juicio hasta el más allá. Ojalá pueda servir este pequeño esbozo trémulo, lleno de congoja y algo de rabia, contristado de epojé y, desde luego, cargado de cariño, ojalá pueda servir para decirte adiós, mi querido amigo.

Epojé frente a ese abismo.

Silencio sideral.

Vacío.

Dolor.

Perplejidad.

2 comentarios:

  1. Magnifico epitafio. Descanse en paz.

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  2. I appreciate the balance of depth and simplicity in your writing.

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