Vuelve el otoño, la estación que recalcitra los sensores; la nitidez de la atmósfera es directamente proporcional a la nitidez de algo que reside en el pecho, no necesariamente trascendente, pero, sí, llamémosle alma. El ardor poético, una claridad contemplativa que, por contra, trata de eludir la horrenda responabilidad de la supervivencia. Dejarse llevar, apetece. Vuelve el anhelo de aventura interior. Los sensores del poeta se anticipan a las fechas del calendario; pero no son solo los sensores, hay algo ahí afuera que lo atestigua.
Los proyectos intelectuales se apelotonan en el desván del cuerpo, la mente, y en las escaleras de acceso a esta parte alta de la casa un montón de trastos, mucha mierda, cajas que obstruyen nuestros pasos... Sabemos que hay tantos problemas prácticos por resolver, que el lunes siguiente volveremos al día a día de sinsabores económicos, problemas con quienes te tienen que pagar y con aquellos a quienes tú tienes que pagar. La lucha con los bancos, los problemas con las obras, la exigencias vacías de sentido. En las escaleras de acceso a lo más alto de la casa, donde más allá aguardan los libros, los sueños, los proyectos, las visiones, una enorme telaraña nos recuerda que mañana seguirmos este intento ajetreado por zafarnos de los hilos pegajosos, antes de que los enormes quelíceros del artrópodo nos aniquilen.
Toca usar este espacio interrupto para insertar una porción de vida, usar el Diarius como auténtico diario, igual que se hizo al comienzo de esta bitácora extraña.
Desde el pasado jueves 8 de septiembre vino para visitarnos nuestra sobrina Polishkova. Aunque su primer objetivo fue reunirse conmigo y con Arnald, para ver si acercamos posiciones hacia un futuro proyecto de negocio común, donde mezclar lo lucrativo con lo ético, finalmente la visita, una vez transcurrido ese jueves, se convirtió en una visita auténticamente de placer. Disfrutamos enormemente con ella. Polishkova, aunque ya era de mis sobrinas más queridas, ha confirmado la imagen que en sucesivos encuentros se me había ido trasluciendo. Pero esta imagen se debía a conjeturas de su tío, más que a una convivencia suficientemente larga o rica para concerla en profundidad. Lo que se dice de mis sobrinas mayores en las comidillas familiares suele ser todo bueno, desde hace unos años. Su respuesta de cariño y apoyo entrañable tras la muerte de su abuelo, su continua atención a la abuela Hermi, constituye el último gesto evidente de que estas "niñas" han ido ganando puntos en las valoraciones familares. No siempre fue así. Algunos de sus tíos, entre los que me encontraba, necesitaron gastar mucha saliva para defenderlas de los ataques dialécticos y reprobaciones gratuitas vertidas por la camarilla crítica de la familia. Que si eran muy "modernas", que si eran muy "libres", que si lucían un estilo descarado y eran materialistas, bla bla bla. Los que las defendimos cuando eran simplemente niñas, nos congratulamos ahora de que estas mujercitas sean unas tías tan cojonudas. Cada una de las cuatro combinan una serie de dones comunes, a mi parecer: son cariñosas con todos los miembros de la familia (sin rencores sobre esas posibles maledicencias más producto de la ignorancia que de la mala voluntad), atentas a las necesidades de los demás, desprendidas, resueltas ante la vida, con una mente abierta para comprender diferentes puntos de vista, con sentido del humor. Además, tienen un sentido ético de la existencia y creen en la justicia social y el respeto por el medio ambiente. Si acaso estos fueran valores de una supuesta "modernidad" (donde dicen eso querrían decir las lenguas ignorantes más bien "postmodernidad"), pues viva la posmodernidad. Pero lo dudo. Son valores suyos, propios, heredados de la educación y acendrados por sus propias vivencias.
Me gustó convivir estos días pues con Polishkova, porque la he re-conocido y las expectativas se han satisfecho con creces. Tengo una sobrina completamente encantadora, posiblemente una de las personas favoritas que puedo encontrar a mi alrededor.
El sábado trabajó Mildred. Pero Polishkova, Guz, Blanch y yo (también llevamos al perro), nos trazamos unos planes sencillos que cumplimos milímetro a milímetro: fuimos a ver los osos, caminar por la ruta, llegar hasta la cascada, subir un poco más y, a orillas de un riachuelo exquisito, de limpias y frescas aguas, comimos nuestras provisiones; terminamos la tarde en el pantano, montando en las canoas. Muy divertido todo. Por la noche, vimos en el "cine hippie" del desván la película Apocalypto. Una película sanguinolenta con una fotografía y un color bastante hipnóticos, una fabulación sobre los mayas y las tribus de la selva a las que aquellos aplastaron y usaron como víctimas sacrificiales. Nada que no sea una posible verdad, tamizado por la inverosimilitud de nuestro tiempo y una visión historiográfica un tanto zarramplina, pero no nula. Espectacularidad, sonora y visual, una historia de acción que hace pequeñas las machadas increíbles de James Bond, y casquería revestida de lo sagrado. Ni siquiera logró dar miedo a Guz.
A Blanch la habíamos dejado en el cumpleaños de una amiguita del colegio, y Mildred la recogió al regresar de su trabajo.
El día anterior, la tarde del viernes al sábado, mientras los niños jugaban libremente por el jardín o en casa de los vecinos Charles y Dacilea, Polishkova y yo tuvimos una conversación de varias horas, sobre la familia, nuestras vidas, los proyectos del futuro... Muy gratamente reveladora la velada. Solo el profundo afecto que mi sobrina continuamente muestra hacia mi hermano mayor, su padre, es prueba suficiente de que delante tenía una chica de sentimientos profundos y benignos. Un goce, igual que Mildred piensa. Por la noche, llegó con nosotros Charles y la conversación tomó otros derroteros, por razones diferentes también muy interesantes. Proseguimos la cháchara ya con Mildred en casa de los vecinos, hasta la una y media de la madrugada.
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