La vida es extraña. Esto ya lo sabíamos. Casi todo el mundo lo sabe. Los únicos que viven satis-fechos en ese orden de cosas tan raro son los niños, aunque un sistema educativo abstruso trata de sojuzgar su libertad desde edades cada vez más tempranas. Y los sabios, pero por razones diferentes. Yo dejé de ser niño hace años, la extrañeza de la vida y la conciencia del paso del tiempo, cada vez más fugaz, se me vinieron encima por sorpresa (el primer punto de inflexión fue el nacimiento del primer hijo, el segundo la muerte de mi padre), como un torbellino, una tormenta de arena que ves venir a lo lejos y cuando quieres darte cuenta ha cegado tus ojos, te empuja con el capricho del viento tornadizo, inunda de arena tus pulmones. La tormenta de arena no pasa. Dejé de ser niño y ahora que observo la extrañeza a mi alrededor y la confusión sembrada en el concierto, aspiro a hacerme sabio. Es la única vía. En mitad de la tormenta miro al horizonte, no distingo su punto más lejano, me basta con saber la dirección, bajo la cabeza, me ciño a las cintas de mi mochila y emprendo la metáfora de la vida, el viaje. Cierto desapego funda el espíritu del sabio, que alcanza finalmente la ataraxia. Mildred, han transcurrido los días y si pienso en Guz y Blanch noto ese mordisco en la boca del estómago. No soy un sabio todavía, por supuesto. No podría esperar haberme hecho sabio en la primera semana de mi huida. No. Transcurrirán años, no tengo prisa, y por eso creo hallarme en el buen camino. El mundo excitado en que vivimos, el hombre exacerbado, nunca encontrará la paz ni el auténtico saber. Os invito a encontraros conmigo en algún lugar, pero para eso también vosotros deberéis perder la identidad. Mildred, amor, no lo dejes pasar, coméntalo con los niños y decidid emprender conmigo una búsqueda común de libertad.
Tenía que quemar el coche y provocar mi muerte antes de cruzar el estrecho de Gibraltar. Es lógico. No podía entrar con el coche en Marruecos para luego darme por muerto. Pero claro, se me presentaba una enorme dificultad para cruzar el estrecho sin tener que presentar mi documentación en la aduana. Así que busqué una playa no demasiado multitudinaria en algún punto ligeramente al oeste de Tarifa y robé una barca con un motor fueraborda. Es fácil robar en mis nuevas condiciones de vida. Yo, que no sabía lo que era robar, actué como si toda mi vida lo hubiera hecho. Es la supervivencia, pero, sobre todo, es haber puesto los valores de la vida en su orden. Robar es un verbo sin significado real. ¿Roban los inversores financieros a gran escala? Sí. ¿Roban los gobiernos a sus ciudadanos? Sí. ¿Roban los bancos sistemáticamente? Sí. Esos eran robos. ¿Roba quien tiene una necesidad? No. Ignoro si mi nuevo orden de valores es correcto o incorrecto, moral o inmoral. Creo que será ético, que me importa más. Las reglas las pondré yo a partir de ahora. Ningún libro de leyes interpretadas al antojo de los poderosos me afecta a partir de este momento. La sociedad para mí ya no existe; existen las personas. Era de noche. Aunque la playa estaba bastante en calma, el camarero de un chiringuito precariamente iluminado servía las últimas copas a un grupo de extranjeros rubios y borrachos. Desaté el cabo de una vieja valla de madera donde se encontraba amarrada la barca. Eché el macuto al interior. Fue un momento emocionante. La aventura implica que cada acción siguiente es una incógnita. No sabía si saldría de allí o alguien gritaría, ¡eh, la barca! y vendrían por mí para evitar que pudiera llevar a cabo la minúscula fechoría que me permitiría cruzar la porción de mar que divide Occidente de Oriente. Busqué el extremo de la correa de arranque, y agarré con decisión la pieza de plástico ergonómica, jalé con fuerza y el motor no hizo ningún intento de ponerse a funcionar. Revisé ávidamente el motorcillo y di con una llave de gasolina que se encontraba en posición cerrada. También había una especie de llave en el tapón, un grifo pequeño superpuesto, con las palabras open y close. Lo abrí. Antes de volver a jalar de la cuerda abrí el gas en el puño del timón. Ahora sí bastó un tirón decidido para que el motor comenzase a berrear enérgicamente. En el chiringuito, aunque la música no estaba muy alta, no parecían preocupados por mi presencia. La noche era cálida, y en medio de la total oscuridad me bastó poner rumbo a algunos reflejos que pronto descubrí al otro lado del Estrecho. Era una patera de lujo, la patera que parte del sueño material al espiritual, no la que parte de la necesidad material a la miseria del espíritu. Una barca con motor para un solo hombre. Y gratis. Fue un viaje increíblemente corto. Me desvié de la playa donde había varias construcciones y luz artificial y me dirigí a un pequeño golfillo rocoso. Até la barca a una roca, levanté mi macuto en el aire y lo lancé a unas rocas con algo de hierba seca en la parte de arriba. Por poco se me cae al mar, pero quedó la mitad más pesada apoyada en el suelo. Luego escalé a esa pequeña zona cubierta de vegetación y emprendí en la oscuridad mi incursión en algún punto de Marruecos del que ignoro el nombre, seguramente alguna zona entre Taláa Cherif y Tánger.
¡Si te digo cómo me dispuse para dormir, Mildred! Ni en mis poemas podría haber imaginado algo así. Boca arriba, en las afueras de un pequeño poblado sin iluminación, hallé una pradera metida entre árboles. No todo es desierto aquí en Marruecos, es lo primero que pensé. Las estrellas sobre mi cabeza. Las miraba fijamente, dejaba la mente en blanco y era tanta su luz y claridad que parecían descender. Entonces, no sentía el suelo bajo mi espalda y tenía la impresión de haber subido hacia el cielo y encontrarme directamente entre ellas. Y, claro, lo comprendí, es así. En realidad estamos dentro de las estrellas. El comienzo fue tan místico, pero al rato comencé a sentir frío. Me arropé con una pequeña manta que traía en mi mochila. Descansé por tramos, pero pasé una noche difusa, en un estado de duermevela no demasiado placentero, con frío cada vez mayor y más penetrante. Mis hijos se me perfilaban con una nitidez como la de las estrellas. Pensaba en Guz, los paseos por el río con él, los juegos, su encanto, su mirada ilusionada siempre, su piel perfecta. Mi hijo. Lloré. Y comprendí, Mildred, que mi viaje en solitario solo puede ser circunstancial, que al final habré de convenceros para que os unáis. Sé que Guz estaría aquí conmigo (estoy en una fonda deglutiendo un cuscús), pero quiero que tú también estés convencida, no quiero que pienses que te he robado nada. Robo barcas, hasta ahora, pero no hijos. Os quiero.
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