El dolor del motorista
El Sol comenzaba a teñir el horizonte por oriente con colores malvas. Jirones de nubes deshilachadas adictas a la madrugada irían difuminándose hasta dejar un cielo extremadamente azul.
El motorista se encontraba en el exterior del bar de una estación de tren abandonada muchos años atrás. En las inmediaciones, vías de tren oxidadas con sus traviesas de roble untadas de creosota o brea, el coqueto edificio de la que había sido una estación ferroviaria rural, con ese encanto de las construcciones proyectadas con cariño. Quedaban los letreros de la estación, herrumbrosos o desportillados, y los de las distintas dependencias: la oficina, los baños, «caballeros» y «señoras»; «cantina», decía el más hermoso de ellos, frente al que se encontraba él. Alrededor, prados verdes, montañas pequeñas de roca caliza y bordes afilados, en las laderas, los bosques de hayas, robles y algún tilo. La masa maciza de sus copas comenzaba a teñirse de tonos pardos, amarillentos, cetrinos y la hojarasca desvanecida de otoños anteriores, o de los inviernos, se había convertido en el humus fértil del nuevo sustrato del suelo, muerte que da vida; si nos acercáramos al interior del bosque podríamos distinguir los helechos, con un poco de suerte, algún pequeño arbusto de arándanos, las setas, de naturaleza gastronómica unas y deletéreas otras. Frente a la estación, al otro lado de la vía, corría paralelo durante un buen trecho un camino de tierra con hierba a los lados y en el centro, allí donde las rodadas de algún que otro vehículo no pisaban el terreno. Era el único acceso a la olvidada estación. Y un poquito más allá, una carretera estrecha, de asfalto irregular, llena de curvas entre taludes alfombrados de verde, bordeando montañas, retorciéndose entre los bosques, y, por supuesto, justo al final de una recta de considerable longitud para la pequeña carretera local, aquel tremendo barranco, advertido con varias señales de peligro por el riesgo de caída hacia un profundo abismo, primordialmente rocoso. Por la noche, alguno de esos letreros de advertencia quedaba enmarcado por un borde de luces eléctricas intermitentes. Al terminar esta carretera, a varios kilómetros, entroncaba una autopista.
La moto, un artefacto grande y seguramente muy poderoso, sobre cuya marca, cilindrada, potencia y todo eso no podemos especificar nada, debido a nuestra más pura ignorancia en todo lo referente a artefactos mecánicos, se encontraba aparcada sobre su caballete, solitaria, a un lado del camino; únicamente sabemos que era potente y veloz como un meteorito caído del cielo. Y él, el motorista, parecía encontrarse esperando, con total quietud, a que se produjera algún tipo de acontecimiento, sentado al borde del andén fantasma. Se deleitaba en mirar la naturaleza de los alrededores, inhalar el aroma de los bosques próximos, incluso percibir muy lejanamente el sonido del río.
Llegó caminando un hombre no precisamente joven, aunque de ningún modo pudiera afirmarse que se trataba de un anciano, con una trenca marrón, una prenda anticuada, pasada de moda. Subió con ágil parsimonia los cuatro escalones que conducían a la plataforma del andén. Se acercaba fumando. El motorista se puso en pie, descolgando sus pies de las vías. Frente a frente se sonrieron, se dieron un abrazo y el visitante habló primero:
—¿Por qué me
has citado aquí?
—Porque
consideré que es un lugar cuyas decadencia, soledad y hermosura se adaptan bien
a las circunstancias.
—Ah caray,
pues si es así…
Apenas dicho esto, aparecieron dos personas a lo lejos, un hombre y una mujer algo mejor vestidos, o simplemente más acordes con la moda imperante. Se acababan de apear de un coche que estacionaron al borde del camino, sobre la hierba. Paso tras paso, mientras hablaban entre ellos, la pareja, a cierta distancia el uno de la otra, sin darse la mano ni nada parecido, terminaron por llegar, tras cruzar los oxidados rieles, allí donde estaban el motorista y el visitante. Y tras los saludos, idéntica curiosidad:
—¿Por qué nos
citas aquí?
El
motorista miró al cielo, cuyo primer tono rojizo había desaparecido hacía ya
mucho tiempo, porque él se encontraba allí, en la estación abandonada, desde
hacía varias horas, justo desde antes del alba, todavía de noche. Quiso ver
amanecer. Y aquellos tempraneros velos de nubes rosáceas habían dado paso al Sol
sobre un lienzo azul, una gracia climática no del todo habitual en aquella
región. Desde luego, un fenómeno casi insólito con aquella claridad; soplaba
además la leve brisa «de las castañas», un aire templado procedente del sur,
propio de los principios del otoño, cuando se recogen los frutos del castaño, de
ahí la denominación del fenómeno atmosférico. Miró hacia el cielo como si
quisiera inspirarse para responder algo nuevo, pero:
—Porque
consideré que es un lugar cuyas decadencia, soledad y hermosura se adaptan bien
a las circunstancias.
El
visitante de la trenca sonrió sardónico, con el privilegio de haber escuchado
el primero de todos aquella consigna nada baladí, perfectamente estructurada y
plena de sentido, como casi todo lo que hacía el motorista. Y enseguida, se oyó
el ruido del motor de otro vehículo, un automóvil más grande que el anterior en
el que había llegado la pareja. De él saltó un tipo grandote, con la nariz
prominente y un andar firme, poderoso, como de un gigante, que lo ubicó en
apenas unos segundos junto al grupo que iba formándose.
—¿Por qué nos
citas aquí? Me gusta mucho esta estación abandonada. A veces vengo paseando.
—Entonces
—agregó el motorista con la emoción de haber encontrado una respuesta con un
matiz novedoso—, si te gusta, te debería parecer un buen lugar para la cita.
Consideré que es un lugar cuyas decadencia, soledad y hermosura se adaptan bien
a las circunstancias.
Un coche rojo, harto conocido para el motorista, se aparcó continuando la fila de
automóviles que iba formándose en el borde del camino. Esta vez salieron dos
niños, una niña y la madre que iba conduciendo. Eran la esposa y los hijos del
motorista. Las chicas corrieron, y el más pequeño detrás de ellas, cruzando la
vía, parándose un momento a hacer equilibrios sobre uno de los rieles, para
salir enseguida y trepar al andén y saludar a su papá.
Fueron llegando, una tras otra, cada una de las personas que habían sido congregadas. Entre quienes iban haciendo corro sobre la plataforma, frente a la cantina, se saludaban recíprocamente, con mayor o menor efusión. Algunos mantenían entre ellos una amistad semejante a la que mantenían con el motorista y otros simplemente se conocían gracias a su intermediación. Todos se habían visto en alguna ocasión. Habían coincidido en alguna fiesta en casa del motorista u organizada por la familia. Llegó a juntarse un grupo de más de una docena: algún varón de edad provecta, mujeres y caballeros de menor edad, aproximadamente de la misma que la del motorista y su esposa. Niños, se encontraban los de estos últimos y una parejita de chico y chica con edades similares, hijos de una pareja que había llegado entre los últimos concitados a la ceremonia.
El motorista practicó una desaparición repentina, como si se hubiera esfumado hacia la parte de atrás de la estación. A un lado de la cantina, pegada a la pared, mantenía escondida una maleta grande y rígida, con ruedas. Reapareció al tiempo que la hacía rodar hasta la zona del andén donde se encontraban aquellos seres queridos, aquellos amigos, su propia familia. Al abrir aquella especie de baúl mágico, comenzaron a salir copas y vasos de vidrio, algunas botellas de buen vino, un par de refrescos que sabía les gustarían a los niños y una buena cantidad de viandas convenientemente guardadas en recipientes de aluminio o de cristal. Se desplegó un mantel y, con la ayuda de algunos, dispusieron sobre él toda aquella bebida y comida propia de un pequeño festín. Como era la hora del aperitivo, en torno a la una de la tarde, todos estuvieron encantados de aceptar aquella colación. Una extraña reunión cuyo propósito el motorista había guardado en estricto secreto.
Pasó algo de tiempo tras haber bebido y comido casi todo. Entonces, aquel a quien podríamos llamar el anfitrión, el motorista, de forma muy discreta fue despidiéndose de cada uno, en el orden en que habían ido llegando. Primero lo hizo del visitante del abrigo pasado de moda, luego, de la pareja llegada después, del hombre fornido de poderosa nariz, y así hasta terminar de despedirse de todos. Sólo cambió el orden con su propia familia, cuya despedida dejó para el final. Se acercó a su mujer con una dulzura extrema, le acarició las mejillas y le dio un beso profundo, mantuvo una distancia mínima con sus ojos negros, y extractó tanto amor del corazón destilado en su mirada que ella se sintió presa de un enamoramiento sin límites, tranquila y amada, muy amada; después, el motorista se acercó a los hijos, abrazó a sus dos niñas, a su hijo de ocho años, y los colmó de caricias, besos y abrazos.
Se trataba de un hombre lleno de misterios. Guardaba cosas con las que sólo podría hacer infelices a los demás, las acaudalaba en el fondo de su alma y nunca perdía el buen humor o una sonrisa oportuna que procurara al prójimo un sentimiento de alegría. Su esposa era la única que alguna noche lo había oído quejarse sin remedio, sin represión factible. Sufría de unos torturantes dolores neurálgicos en la parte alta de su espalda.
—Te quejas como si te doliera algo muchísimo. ¿Es la espalda?
El dolor |
Él quedaba mudo, como si lo hubiera sorprendido su esposa, como si hubiera desnudado su secreto. Pero siempre insistía en que serían pesadillas, que no le pasaba nada. De alguna forma lograba tranquilizarla en un grado suficiente para que se volviera a dormir. Pero ella, sintiéndose un poco como una espía traidora, lo había perseguido hasta la cocina en más de una ocasión y lo había descubierto tomando una pastilla o dos con un vaso de agua. En una ocasión llegó a parecerle que sacaba y engullía hasta tres y cuatro píldoras de una sola vez. Cuando él desapareció, su esposa se acercó al escondite donde guardaba aquel bote de medicinas, enterrado en el fondo de un mueble alto de trapos y sustancias de limpieza. Era oxicodona, supuestamente un potente analgésico, un opioide sintético. Pero en su relación primaba el respeto mutuo. Una confianza sin los límites con los que la mezquindad humana suele enturbiar toda relación afectiva. Si él quería mantener en secreto algo, ella no tenía por qué someterlo a ningún tipo de enjuiciamiento. Y viceversa. Tal vez, en raras ocasiones, de manera cariñosa, liviana, de manera hermosa como ella misma, trataba de extraerle algo más de información, con el único propósito de intentar ayudarlo; pero la respuesta era siempre que no se preocupara; que no era ningún yonqui, ja ja ja. Al decir esto siempre se reía con poderosa credibilidad, infinitamente amable y denotaba así, sin reproches, que era perfecto conocedor de las labores de espionaje de su amada. En cierta ocasión nocturna, al no sentir su presencia en la cama junto a ella, fue hasta el cuarto de baño y lo encontró a oscuras, agachado en una esquina, encorvado, agarrándose el cuello por detrás y, aunque no pudo verlo con detalle, parecía estar llorando silenciosamente. Él no lo advirtió, y nunca supo nada del descubrimiento in fraganti de su esposa; tan inmerso estaba en la angustia de su dolor.
En la encantadora estación de trenes, convertidos ahora en fantasmas del pasado, con una pequeña vista hacia el horizonte oriental y rodeados de montañas calizas, bosques y hasta un río en el valle próximo, sorteado por el puente abandonado de las vías del ferrocarril, tras haberse despedido ya de todos, de sus hijos los últimos, se hizo oír alzando la voz, situado más o menos en el centro de todas aquellas personas queridas:
—Gracias por
haber venido, gracias a todos vosotros. Quería daros esta sorpresa y creo que
nos lo hemos pasado muy bien. Adiós. ¡Chicos y chicas, que hermoso día; no
podría haber soñado con que justamente hoy el sol brillara de esta manera! ¡Os
quiero! —y sonrió como sólo él lo sabía hacer, con esa alacridad contagiosa.
Sin decir más,
se fue caminando hacia su moto. Todos miraban absortos, como si alguien los
hubiera sometido a un sortilegio de silencio y quietud; y su esposa, quien
conservaba todavía la esbeltez de la juventud, le gritó:
—¡No llevas
casco!
—¡No lo necesito, cariño! ¡Un beso! —y acompañó su última palabra con el gesto de un beso que se propinó en la palma de su propia mano para lanzárselo hacia ella, todavía en el andén, con un fuerte soplido.
Su esposa, su dulce esposa, la mujer y la persona a la que más quería junto a sus tres hijos, se lo quedó mirando desde lejos como si aquel beso ofrecido le hubiera llegado a los labios con la misma carnalidad del beso que le había dispensado poco antes sobre el andén. Ella bajó los ojos levemente hacia las viejas losas del suelo, casi de forma imperceptible, para volverlos a subir en milésimas de segundo con la revelación fijada repentinamente en sus pupilas, dirigiendo la amorosa mirada de nuevo hacia su hombre; y en la distancia, le regaló una sonrisa. Ella sabía. Una lágrima se escapó del interior de cada ojo, pero rápidamente se las enjugó con los nudillos, para evitar que se hicieran visibles al correr por sus mejillas; se agachó y abrazó a sus tres niños mirando en dirección a su padre, quien con su moto se incorporaba por el camino hasta tomar la estrecha carretera, con sus curvas serpenteando entre la naturaleza y la larga recta que giraba bruscamente a la derecha justo al final, donde se abría el rocoso, profundo y definitivo despeñadero.
Perteneciente a Cuentos más o menos realistas
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