¡Ah, Dios! Se encontraba en su habitación, media hora después de levantarse. El sol brillaba. Había asistido a una terapia de grupo al más puro estilo yanqui. Era hermosa porque preservaba buena parte de su beldad de juventud, cuando los chicos se la rifaban en riñas incesantes. Pero fue Fernando el elegido, estaba a su altura en lo que respecta a la belleza física, y, más allá de haber sido un poco crápula, había terminado por demostrar su valía personal, sus encantos, su talante divertido y hasta su inteligencia.
En la terapia, junto a un grupo de mujeres con pareja etiología, aunque diferentes resultados sintomáticos, le habían dado las claves para superar la devastación producida por aquella auténtica plaga social. Sin embargo, en medio de su habitación, sobre la alfombra central, aquella refulgente mañana primaveral pletórica de luz, comenzó sintiendo zumbar a su alrededor un grupo de langostas que fue creciendo, a las cuales se les fue sumando un rebaño volador de mantis religiosas; después fueron las cucarachas por el suelo cada vez más omnipresentes hasta dejar invisible la tarima, los rincones y la propia alfombra amarilla en la que ella se encontraba de pie. Luego llegaron las hormigas, lombrices, arañas... La cabeza se le iba a salir del cuello disparada, la agarraba con fuerza, abría y cerraba los ojos, se tapaba los oídos para no ser aturdida por el zumbido creciente, el crujido viscoso bajo sus pies. Pese a encontrarse recién levantada, o por ello mismo, su melena desordenada y una expresión de niña sin pintar, sin rastro de maquillaje, sombra de ojos ni pintalabios, en su apariencia natural, prístina, le hacía estar más hermosa que nunca; en braguitas, desnuda, porque se disponía a vestirse, cuando, de pronto, comenzaron los síntomas. Se agarró la cabeza como si fuera a perderla. Pobrecita. Tan hermosa, con tanto encanto, tan en su punto todavía, apetecible como las fresas maduras; pero su cabeza no paraba de imaginar insectos que iban invadiendo su entorno incluso cuando cerraba los ojos.
No había bebido nada la noche
anterior, ni la anterior ni la anterior a la anterior. No bebía desde hacía
meses. Sólo mitigaba su sed con agua o refrescos o leche semidesnatada. Ni gota
de alcohol. Pongamos que se llamara Azucena. La última cerveza que recuerda
haber ingerido fue hace meses, en la terraza de un modesto restaurante, mientras
charlaba distendida con dos amigas y compartían una ración de pulpo. Qué demonios,
Azucena nunca en su vida había bebido alcohol; lo que se dice beber alcohol.
Habría sido un milagro contradictorio, es decir, un castigo divino y, por
encima de cualquier otro diagnóstico, algo científicamente imposible, que pudiera haber contraído ninguna clase de alcoholismo.
Ella sabía perfectamente por qué se
producía aquel síntoma aterrador de artrópodos y lombrices. La estúpida terapia
estaba orientada a superar el desorden psicológico propiciado por los
matrimonios rotos. Por mi parte, estaba perdonada, la comprendía, nada de
reproches. Hacía aproximadamente tres meses, una deliberación unilateral, tras
veinte años de relación amorosa, la impelió a romper conmigo, a abandonarme
después del accidente que desfiguró buena parte de mi rostro.
Springtime, 1873, Pierre-Auguste Cot
Añadido al libro Relatos condensados
No hay comentarios:
Publicar un comentario