Pequeña nota preliminar antes de compartir un par de ejemplos destinados a una primera y muy escueta comparativa: Jorge Luis Borges y Horacio Quiroga, el primero, gran denostador del estilo del segundo
Al leer o releyendo, hemos de notar, al autor boomlatinoamericano de lenguaje más pulido y al más descuidado con los asuntos que atañen a la belleza lingüística per se, esto es, a Borges y a Horacio Quiroga, se corroboran ambas verdades. Sin embargo, los cuentos de Quiroga se adhieren a la memoria y señalan la insania de la vida de los hombres mediante la parábola de lo grotesco, lo monstruoso, lo terrorífico; mientras que a Borges se lo lee con cierta delectación, pero uno siente después haber perdido el tiempo en una reconstrucción apócrifa de lo improbable, circunloquios sobre un riguroso vacío de geometrías solamente estéticas. A estas alturas, y al releer textos con los que fuimos deslumbrados antes de cumplir los veinte y hacerlo ahora como puro ejercicio de estudio malicioso, espulgador de sintagmas ajados por la memoria, uno ya no encuentra demasiado sentido a la tarea. Nada nos descubre, excepto la constatación de que el tiempo no pasa en vano, ni para bien ni para mal. Sólo nos importan las obras donde anida verdadera, a veces hermosa, otras, terrorífica y siempre deslumbrante, la memoria de la existencia humana, la vida misma y cuanto gira en torno a ella, bajo una nueva luz, el destello de una descodificación simbólica con el suficiente grado de mitologización. Las obras clásicas a las que se vuelve o algunas que por sorpresa discontinua y rara podemos todavía descubrir, inadvertidas aún a nuestra demostrada asténica capacidad —frente a la fuente inagotable, claro está, de lo escrito, interpretado, filmado o de cualquier manera representado—.
No obstante, he aquí los prometidos ejemplos para la gustosa comparación de quien guste comparar.
De Ficciones (1944): dos cuentos de Jorge Luis Borges
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Jorge Luis Borges se volvió ciego, nació en Buenos Aires en 1899 y falleció en
1986 —con 86 años: de haber resucitado, él mismo habría escrito un cuento sobre
esta singular numerología—, el hiperbólico Luis Buñuel, quien conoció al genio
argentino, rajaba de Borges, de quien decía que, lo mismo que la mayoría de los
ciegos que había conocido en su vida, era un mal tipo, retorcido como un
alambique («como un "alambique"» lo digo yo, y también
"retorcido"; simplemente, parafraseo; también es cosa mía lo de
"mal tipo"; pero que lo dijo, lo dijo —léase Mi último suspiro—).
Luis Buñuel adoraba sin embargo a los enanos, de quienes decía que eran
vitales, energéticos y de una gran potencia sexual, que a las mujeres les
gustaban los enanos porque sentían que tenían un amante y un hijo a la vez—.
Jorge Luis Borges era extremadamente neurótico, según me contó un vecino
psiquiatra que tuve cuando contaba yo con siete añitos de edad y que me
trataría en su consulta once años después. Para muestra de la rareza fóbica de
Borges, un par de anécdotas: 1ª: En su noche de bodas pidió refugiarse bajo el
amparo materno, para lo que ordenó que lo llevaran a su casa de niño, muerto de
miedo frente a la idea de vérselas en el lecho matrimonial con su recién
esposa, y tener que proceder a esa cirugía amatoria del desvirgamiento; 2ª:
Cuando viajaba en automóvil, si su comitiva topaba con un túnel, hacía parar al
conductor y se negaba a atravesarlo, ¿fobia a los agujeros? —no sé si le daban
un valium, un golpe, un electroshock,
o si sencillamente le quitaban la montaña de en medio, pues todo apunta a que
fue un niño mimado hasta el final de sus días—.
Tema del traidor y del héroe
So
the Platonic Year
Whirls out new right and wrong,
Whirls in the old instead;
All men are
dancers and their tread
Goes to the
barbarous clangour of a gong.
W. B. YEATS,
«The Tower»
Bajo
el notorio influjo de Chesterton (discurridor y exornador de elegantes
misterios) y del consejero áulico Leibniz (que inventó la armonía
preestablecida), he imaginado este argumento, que escribiré tal vez y que ya de
algún modo me justifica, en las tardes inútiles. Faltan pormenores,
rectificaciones, ajustes; hay zonas de la historia que no me fueron reveladas
aún; hoy, 3 de enero de 1944, la vislumbro así.
La acción transcurre en un país oprimido y tenaz: Polonia, Irlanda, la
república de Venecia, algún Estado sudamericano o balcánico… Ha transcurrido,
mejor dicho, pues aunque el narrador es contemporáneo, la historia referida por
él ocurrió al promediar o al empezar el siglo XIX. Digamos (para comodidad
narrativa) Irlanda; digamos 1824. El narrador se llama Ryan; es bisnieto del
joven, del heroico, del bello, del asesinado Fergus Kilpatrick, cuyo sepulcro
fue misteriosamente violado, cuyo nombre ilustra los versos de Browning y de
Hugo, cuya estatua preside un cerro gris entre ciénagas rojas.
Kilpatrick fue un conspirador, un secreto y glorioso capitán de
conspiradores; a semejanza de Moisés que, desde la tierra de Moab, divisó y no
pudo pisar la tierra prometida, Kilpatrick pereció en la víspera de la rebelión
victoriosa que había premeditado y soñado. Se aproxima la fecha del primer
centenario de su muerte; las circunstancias del crimen son enigmáticas; Ryan,
dedicado a la redacción de una biografía del héroe, descubre que el enigma
rebasa lo puramente policial. Kilpatrick fue asesinado en un teatro; la policía
británica no dio jamás con el matador; los historiadores declaran que ese
fracaso no empaña su buen crédito, ya que tal vez lo hizo matar la misma
policía. Otras facetas del enigma inquietan a Ryan. Son de carácter cíclico:
parecen repetir o combinar hechos de remotas regiones, de remotas edades. Así,
nadie ignora que los esbirros que examinaron el cadáver del héroe, hallaron una
carta cerrada que le advertía el riesgo de concurrir al teatro, esa noche;
también Julio César, al encaminarse al lugar donde lo aguardaban los puñales de
sus amigos, recibió un memorial que no llegó a leer, en que iba declarada la
traición, con los nombres de los traidores. La mujer de César, Calpurnia, vio
en sueños abatida una torre que le había decretado el Senado; falsos y anónimos
rumores, la víspera de la muerte de Kilpatrick, publicaron en todo el país el
incendio de la torre circular de Kilgarvan, hecho que pudo parecer un presagio,
pues aquél había nacido en Kilgarvan. Esos paralelismos (y otros) de la historia
de César y de la historia de un conspirador irlandés inducen a Ryan a suponer
una secreta forma del tiempo, un dibujo de líneas que se repiten. Piensa en la
historia decimal que ideó Condorcet; en las morfologías que propusieron Hegel,
Spengler y Vico; en los hombres de Hesíodo, que degeneran desde el oro hasta el
hierro. Piensa en la trasmigración de las almas, doctrina que da horror a las
letras célticas y que el propio César atribuyó a los druidas británicos; piensa
que antes de ser Fergus Kilpatrick, Fergus Kilpatrick fue Julio César. De esos
laberintos circulares lo salva una curiosa comprobación, una comprobación que
luego lo abisma en otros laberintos más inextricables y heterogéneos: ciertas
palabras de un mendigo que conversó con Fergus Kilpatrick el día de su muerte
fueron prefiguradas por Shakespeare, en la tragedia de Macbeth. Que la historia
hubiera copiado a la historia ya era suficientemente pasmoso; que la historia
copie a la literatura es inconcebible… Ryan indaga que en 1814, James Alexander
Nolan, el más antiguo de los compañeros del héroe, había traducido al gaélico
los principales dramas de Shakespeare; entre ellos, Julio César. También
descubre en los archivos un artículo manuscrito de Nolan sobre los Festspiele
de Suiza; vastas y errantes representaciones teatrales, que requieren miles de
actores y que reiteran episodios históricos en las mismas ciudades y montañas
donde ocurrieron. Otro documento inédito le revela que, pocos días antes del
fin, Kilpatrick, presidiendo el último cónclave, había firmado la sentencia de
muerte de un traidor, cuyo nombre ha sido borrado. Esta sentencia no condice
con los piadosos hábitos de Kilpatrick. Ryan investiga el asunto (esa
investigación es uno de los hiatos del argumento) y logra descifrar el enigma.
Kilpatrick fue ultimado en un teatro, pero de teatro hizo también la
entera ciudad, y los actores fueron legión, y el drama coronado por su muerte
abarcó muchos días y muchas noches. He aquí lo acontecido:
El 2 de agosto de 1824 se reunieron los conspiradores. El país estaba
maduro para la rebelión; algo, sin embargo, fallaba siempre: algún traidor
había en el cónclave. Fergus Kilpatrick había encomendado a James Nolan el
descubrimiento de este traidor. Nolan ejecutó su tarea: anunció en pleno
cónclave que el traidor era el mismo Kilpatrick. Demostró con pruebas
irrefutables la verdad de la acusación; los conjurados condenaron a muerte a su
presidente. Éste firmó su propia sentencia, pero imploró que su castigo no
perjudicara a la patria.
Entonces Nolan concibió un extraño proyecto. Irlanda idolatraba a
Kilpatrick; la más tenue sospecha de su vileza hubiera comprometido la
rebelión; Nolan propuso un plan que hizo de la ejecución del traidor el instrumento
para la emancipación de la patria. Sugirió que el condenado muriera a manos de
un asesino desconocido, en circunstancias deliberadamente dramáticas, que se
grabaran en la imaginación popular y que apresuraran la rebelión. Kilpatrick
juró colaborar en ese proyecto, que le daba ocasión de redimirse y que su
muerte rubricaría.
Nolan, urgido por el tiempo, no supo íntegramente inventar las
circunstancias de la múltiple ejecución; tuvo que plagiar a otro dramaturgo, al
enemigo inglés William Shakespeare. Repitió escenas de Macbeth, de Julio César.
La pública y secreta representación comprendió varios días. El condenado entró
en Dublin, discutió, obró, rezó, reprobó, pronunció palabras patéticas, y cada
uno de esos actos que reflejaría la gloria, había sido prefijado por Nolan.
Centenares de actores colaboraron con el protagonista; el rol de algunos fue
complejo; el de otros, momentáneo. Las cosas que dijeron e hicieron perduran en
los libros históricos, en la memoria apasionada de Irlanda. Kilpatrick,
arrebatado por ese minucioso destino que lo redimía y que lo perdía, más de una
vez enriqueció con actos y palabras improvisadas el texto de su juez. Así fue
desplegándose en el tiempo el populoso drama, hasta que el 6 de agosto de 1824,
en un palco de funerarias cortinas que prefiguraba el de Lincoln, un balazo
anhelado entró en el pecho del traidor y del héroe, que apenas pudo articular,
entre dos efusiones de brusca sangre, algunas palabras previstas.
En la obra de Nolan, los pasajes imitados de Shakespeare son los menos
dramáticos; Ryan sospecha que el autor los intercaló para que una persona, en
el porvenir, diera con la verdad. Comprende que él también forma parte de la
trama de Nolan… Al cabo de tenaces cavilaciones, resuelve silenciar el
descubrimiento. Publica un libro dedicado a la gloria del héroe; también eso,
tal vez, estaba previsto.
Las ruinas circulares
And if he left off dreaming about you…
Through the Looking-Glass, VI
Nadie lo vio desembarcar en la unánime noche, nadie vio la canoa de
bambú sumiéndose en el fango sagrado, pero a los pocos días nadie ignoraba que
el hombre taciturno venía del Sur y que su patria era una de las infinitas
aldeas que están aguas arriba, en el flanco violento de la montaña, donde el
idioma zend no está contaminado de griego y donde es infrecuente la lepra. Lo
cierto es que el hombre gris besó el fango, repechó la ribera sin apartar
(probablemente, sin sentir) las cortaderas que le dilaceraban las carnes y se
arrastró, mareado y ensangrentado, hasta el recinto circular que corona un
tigre o caballo de piedra, que tuvo alguna vez el color del fuego y ahora el de
la ceniza. Ese redondel es un templo que devoraron los incendios antiguos, que
la selva palúdica ha profanado y cuyo dios no recibe honor de los hombres. El
forastero se tendió bajo el pedestal. Lo despertó el sol alto. Comprobó sin
asombro que las heridas habían cicatrizado; cerró los ojos pálidos y durmió, no
por flaqueza de la carne sino por determinación de la voluntad. Sabía que ese
templo era el lugar que requería su invencible propósito; sabía que los árboles
incesantes no habían logrado estrangular, río abajo, las ruinas de otro templo
propicio, también de dioses incendiados y muertos; sabía que su inmediata
obligación era el sueño. Hacia la medianoche lo despertó el grito inconsolable
de un pájaro. Rastros de pies descalzos, unos higos y un cántaro le advirtieron
que los hombres de la región habían espiado con respeto su sueño y solicitaban
su amparo o temían su magia. Sintió el frío del miedo y buscó en la muralla
dilapidada un nicho sepulcral y se tapó con hojas desconocidas.
El propósito que lo guiaba no era imposible, aunque sí sobrenatural.
Quería soñar un hombre: quería soñarlo con integridad minuciosa e imponerlo a
la realidad. Ese proyecto mágico había agotado el espacio entero de su alma; si
alguien le hubiera preguntado su propio nombre o cualquier rasgo de su vida
anterior, no habría acertado a responder. Le convenía el templo inhabitado y
despedazado, porque era un mínimo de mundo visible; la cercanía de los
leñadores también, porque éstos se encargaban de subvenir a sus necesidades
frugales. El arroz y las frutas de su tributo eran pábulo suficiente para su
cuerpo, consagrado a la única tarea de dormir y soñar.
Al principio, los sueños eran caóticos; poco después, fueron de
naturaleza dialéctica. El forastero se soñaba en el centro de un anfiteatro
circular que era de algún modo el templo incendiado: nubes de alumnos taciturnos
fatigaban las gradas; las caras de los últimos pendían a muchos siglos de
distancia y a una altura estelar, pero eran del todo precisas. El hombre les
dictaba lecciones de anatomía, de cosmografía, de magia: los rostros escuchaban
con ansiedad y procuraban responder con entendimiento, como si adivinaran la
importancia de aquel examen, que redimiría a uno de ellos de su condición de
vana apariencia y lo interpolaría en el mundo real. El hombre, en el sueño y en
la vigilia, consideraba las respuestas de sus fantasmas, no se dejaba embaucar
por los impostores, adivinaba en ciertas perplejidades una inteligencia
creciente. Buscaba un alma que mereciera participar en el universo.
A las nueve o diez noches comprendió con alguna amargura que nada podía
esperar de aquellos alumnos que aceptaban con pasividad su doctrina y sí de
aquellos que arriesgaban, a veces, una contradicción razonable. Los primeros,
aunque dignos de amor y de buen afecto, no podían ascender a individuos; los
últimos preexistían un poco más. Una tarde (ahora también las tardes eran
tributarias del sueño, ahora no velaba sino un par de horas en el amanecer)
licenció para siempre el vasto colegio ilusorio y se quedó con un solo alumno.
Era un muchacho taciturno, cetrino, díscolo a veces, de rasgos afilados que
repetían los de su soñador. No lo desconcertó por mucho tiempo la brusca
eliminación de los condiscípulos; su progreso, al cabo de unas pocas lecciones
particulares, pudo maravillar al maestro. Sin embargo, la catástrofe sobrevino.
El hombre, un día, emergió del sueño como de un desierto viscoso, miró la vana
luz de la tarde que al pronto confundió con la aurora y comprendió que no había
soñado. Toda esa noche y todo el día, la intolerable lucidez del insomnio se
abatió contra él. Quiso explorar la selva, extenuarse; apenas alcanzó entre la
cicuta unas rachas de sueño débil, veteadas fugazmente de visiones de tipo
rudimental: inservibles. Quiso congregar el colegio y apenas hubo articulado
unas breves palabras de exhortación, éste se deformó, se borró. En la casi
perpetua vigilia, lágrimas de ira le quemaban los viejos ojos.
Comprendió que el empeño de modelar la materia incoherente y vertiginosa
de que se componen los sueños es el más arduo que puede acometer un varón,
aunque penetre todos los enigmas del orden superior y del inferior: mucho más
arduo que tejer una cuerda de arena o que amonedar el viento sin cara.
Comprendió que un fracaso inicial era inevitable. Juró olvidar la enorme
alucinación que lo había desviado al principio y buscó otro método de trabajo.
Antes de ejercitarlo, dedicó un mes a la reposición de las fuerzas que había
malgastado el delirio. Abandonó toda premeditación de soñar y casi acto
continuo logró dormir un trecho razonable del día. Las raras veces que soñó
durante ese período, no reparó en los sueños. Para reanudar la tarea, esperó
que el disco de la luna fuera perfecto. Luego, en la tarde, se purificó en las
aguas del río, adoró los dioses planetarios, pronunció las sílabas lícitas de
un nombre poderoso y durmió. Casi inmediatamente, soñó con un corazón que
latía.
Lo soñó activo, caluroso, secreto, del grandor de un puño cerrado, color
granate en la penumbra de un cuerpo humano aún sin cara ni sexo; con minucioso
amor lo soñó, durante catorce lúcidas noches. Cada noche, lo percibía con mayor
evidencia. No lo tocaba: se limitaba a atestiguarlo, a observarlo, tal vez a
corregirlo con la mirada. Lo percibía, lo vivía, desde muchas distancias y
muchos ángulos. La noche catorcena rozó la arteria pulmonar con el índice y
luego todo el corazón, desde afuera y adentro. El examen lo satisfizo.
Deliberadamente no soñó durante una noche: luego retomó el corazón, invocó el
nombre de un planeta y emprendió la visión de otro de los órganos principales.
Antes de un año llegó al esqueleto, a los párpados. El pelo innumerable fue tal
vez la tarea más difícil. Soñó un hombre íntegro, un mancebo, pero éste no se
incorporaba ni hablaba ni podía abrir los ojos. Noche tras noche, el hombre lo
soñaba dormido.
En las cosmogonías gnósticas, los demiurgos amasan un rojo Adán que no
logra ponerse de pie; tan inhábil y rudo y elemental como ese Adán de polvo era
el Adán de sueño que las noches del mago habían fabricado. Una tarde, el hombre
casi destruyó toda su obra, pero se arrepintió. (Más le hubiera valido
destruirla). Agotados los votos a los númenes de la tierra y del río, se arrojó
a los pies de la efigie que tal vez era un tigre y tal vez un potro, e imploró
su desconocido socorro. Ese crepúsculo, soñó con la estatua. La soñó viva,
trémula: no era un atroz bastardo de tigre y potro, sino a la vez esas dos
criaturas vehementes y también un toro, una rosa, una tempestad. Ese múltiple
dios le reveló que su nombre terrenal era Fuego, que en ese templo circular (y
en otros iguales) le habían rendido sacrificios y culto y que mágicamente
animaría al fantasma soñado, de suerte que todas las criaturas, excepto el
Fuego mismo y el soñador, lo pensaran un hombre de carne y hueso. Le ordenó que
una vez instruido en los ritos, lo enviaría al otro templo despedazado cuyas
pirámides persisten aguas abajo, para que alguna voz lo glorificara en aquel
edificio desierto. En el sueño del hombre que soñaba, el soñado se despertó.
El mago ejecutó esas órdenes. Consagró un plazo (que finalmente abarcó
dos años) a descubrirle los arcanos del universo y del culto del fuego.
Íntimamente, le dolía apartarse de él. Con el pretexto de la necesidad pedagógica,
dilataba cada día las horas dedicadas al sueño. También rehízo el hombro
derecho, acaso deficiente. A veces, lo inquietaba una impresión de que ya todo
eso había acontecido… En general, sus días eran felices; al cerrar los ojos
pensaba: Ahora estaré con mi hijo. O, más raramente: El hijo que he engendrado
me espera y no existirá si no voy.
Gradualmente, lo fue acostumbrando a la realidad. Una vez le ordenó que
embanderara una cumbre lejana. Al otro día, flameaba la bandera en la cumbre.
Ensayó otros experimentos análogos, cada vez más audaces. Comprendió con cierta
amargura que su hijo estaba listo para nacer —y tal vez impaciente. Esa noche
lo besó por primera vez y lo envió al otro templo cuyos despojos blanqueaban
río abajo, a muchas leguas de inextricable selva y de ciénaga. Antes (para que
no supiera nunca que era un fantasma, para que se creyera un hombre como los
otros) le infundió el olvido total de sus años de aprendizaje.
Su victoria y su paz quedaron empañadas de hastío. En los crepúsculos de
la tarde y del alba, se prosternaba ante la figura de piedra, tal vez
imaginando que su hijo irreal ejecutaba idénticos ritos, en otras ruinas
circulares, aguas abajo; de noche no soñaba, o soñaba como lo hacen todos los
hombres. Percibía con cierta palidez los sonidos y formas del universo: el hijo
ausente se nutría de esas disminuciones de su alma. El propósito de su vida
estaba colmado; el hombre persistió en una suerte de éxtasis. Al cabo de un
tiempo que ciertos narradores de su historia prefieren computar en años y otros
en lustros, lo despertaron dos remeros a medianoche: no pudo ver sus caras,
pero le hablaron de un hombre mágico en un templo del Norte, capaz de hollar el
fuego y de no quemarse. El mago recordó bruscamente las palabras del dios.
Recordó que de todas las criaturas que componen el orbe, el Fuego era la única
que sabía que su hijo era un fantasma. Ese recuerdo, apaciguador al principio,
acabó por atormentarlo. Temió que su hijo meditara en ese privilegio anormal y
descubriera de algún modo su condición de mero simulacro. No ser un hombre, ser
la proyección del sueño de otro hombre ¡qué humillación incomparable, qué
vértigo! A todo padre le interesan los hijos que ha procreado (que ha
permitido) en una mera confusión o felicidad; es natural que el mago temiera
por el porvenir de aquel hijo, pensado entraña por entraña y rasgo por rasgo,
en mil y una noches secretas.
El término de sus cavilaciones fue brusco, pero lo prometieron algunos
signos. Primero (al cabo de una larga sequía) una remota nube en un cerro,
liviana como un pájaro; luego, hacia el Sur, el cielo que tenía el color rosado
de la encía de los leopardos; luego las humaredas que herrumbraron el metal de
las noches; después la fuga pánica de las bestias. Porque se repitió lo
acontecido hace muchos siglos. Las ruinas del santuario del dios del Fuego
fueron destruidas por el fuego. En un alba sin pájaros el mago vio cernirse
contra los muros el incendio concéntrico. Por un instante, pensó refugiarse en
las aguas, pero luego comprendió que la muerte venía a coronar su vejez y a
absolverlo de sus trabajos. Caminó contra los jirones de fuego. Éstos no
mordieron su carne, éstos lo acariciaron y lo inundaron sin calor y sin
combustión. Con alivio, con humillación, con terror, comprendió que él también
era una apariencia, que otro estaba soñándolo.
De Cuentos de amor de locura y de muerte: dos cuentos de Horacio
Quiroga
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Horacio Quiroga no era ciego, pero murió pronto, a
las 5:30 de la madrugada —broma—, pronto relativamente, a los 58 años, lo cual
no tiene por qué considerarse tampoco demasiado pronto, pues tal cifra en la
vida de un hombre, siempre que lo acompañe una naturaleza y circunstancias
propicias, muy bien puede considerarse edad provecta. Era el año 1937. Había
nacido en Salto (Uruguay) en 1878. Su vida tiene poco que ver con la de Jorge
Luis Borges. Si en éste era singularmente apreciable la evitación del riesgo, una
vida de apariencia átona sin heroicidad reseñable, nada que se pareciera a la
aventura, Horacio, por el contrario, tuvo una vida bastante novelesca. Diría
que su biografía y hasta los nombres de su genealogía parecía el material de
una novela de realismo mágico. Su padre llevaba la gracia de Prudencio Facundo
Quiroga y su madre la de Pastora Forteza. Era bisnieto de Facundo Quiroga,
caudillo argentino, inmigrante gallego asentado en la provincia de San Juan en
el siglo xvii, quien moriría por
un escopetazo autopropinado involuntariamente frente a toda su familia. Horacio,
joven de 18 años, presenció el suicidio de su padrastro, quien se asestó, una
vez más, un disparo con su escopeta, pero esta vez voluntario, tras haberse
quedado hemipléjico y mudo por un derrame cerebral. Con la herencia recibida,
viajó a París con gastos y maneras de rico, y tras gastárselo todo, regresó con
una larga y descuidada barba negra, barba que nunca más abandonaría su rostro,
en tercera clase y sin dinero. La historia de la literatura argentina se apoderaría
de Horacio Quiroga como autor propio. De Buenos Aires viajó a la región de
Misiones y se convertiría en un adicto de la selva. Allí llevó a su joven
esposa Ana María Cires, alumna menor de edad, con quien tuvo dos hijos, Eglé y
Darío, a quienes, llegado el momento, educaría en plan salvajes, para que
supieran sobrevivir en la selva, manejar la escopeta para cazar animales, etc.
Ana María no aguantaría la soledad de la selva, cuando su marido se largaba a
Buenos Aires con cualquier propósito, y, solitaria, impotente, presa de aquella
vida silvestre y asocial, acabó suicidándose. Horacio Quiroga obtuvo cierto
éxito literario —escritos en prensa, libros—, sobre todo como cuentista,
llegando a ser considerado uno de los mejores autores del género. Tuvo mil historias
en la selva y cuando salía de ella para siempre volver, entre la misantropía,
la filantropía, el naturalismo, la laboriosidad mecánica en su taller —construía
y vendía canoas—, la literatura, claro está; adorado y repudiado por sus
«desterrados» de Misiones. Su segunda esposa, María Elena Bravo, y su hija, lo
abandonaron, solo y enfermo de la próstata, en la selva; sin embargo, cuando
ingresó notablemente agravado en un hospital de Buenos Aires, ya diagnosticado
de cáncer prostático, su segunda mujer y sus amigos lo acompañaron en el
hospital. Se rumorea en Wikilandia sobre un hecho que convierte a Horacio en un
altruista humanitario, al conseguir que la dirección del hospital subiera a su
habitación a un hombre a quien se tenía, enfermo, encerrado en el sótano debido
a su aspecto monstruoso, semejante al famoso Hombre Elefante.
El escritor salió un buen día del hospital con un permiso,
supuestamente para darse un garbeo, y compró cianuro, con el cual terminaría
suicidándose en presencia de un amigo. Acerca de la muerte, había escrito en una
carta: «Cuando consideré que había cumplido mi obra,
es decir, que había dado de mí todo lo más fuerte, comencé a ver la muerte de
otro modo. Algunos dolores, inquietudes, desengaños, acentuaron esa visión. Y
hoy no temo a la muerte, amigo, porque ella significa descanso». En esta última frase, no puedo sentirme más
identificado.
El raro Horacio debió de hacer algo mal como padre, con
torpe inteligencia emocional, pues resulta difícil atribuir a la casualidad el que,
en esa su existencia rodeada de suicidios, recurrieran también a la autólisis sus
tres hijos, Darío, Eglé y María Elena.
Muy recomendable un
documental, que puede verse en YouTube: Horacio Quiroga, el
desterrado.
También, Horacio Quiroga,
cuentista, en Octubre TV.
La gallina degollada
Todo el día, sentados en el patio en un banco, estaban los cuatro hijos
idiotas del matrimonio Mazzini-Ferraz. Tenían la lengua entre los labios, los
ojos estúpidos y volvían la cabeza con la boca abierta.
El patio era de tierra, cerrado al oeste por un cerco de ladrillos. El
banco quedaba paralelo a él, a cinco metros, y allí se mantenían inmóviles,
fijos los ojos en los ladrillos. Como el sol se ocultaba tras el cerco al
declinar, los idiotas tenían fiesta. La luz enceguecedora llamaba su atención
al principio, poco a poco sus ojos se animaban; se reían al fin
estrepitosamente, congestionados por la misma hilaridad ansiosa, mirando el sol
con alegría bestial, como si fuera comida.
Otras veces, alineados en el banco, zumbaban horas enteras, imitando al
tranvía eléctrico. Los ruidos fuertes sacudían asimismo su inercia, y corrían
entonces, mordiéndose la lengua y mugiendo, alrededor del patio. Pero casi
siempre estaban apagados en un sombrío letargo de idiotismo, y pasaban todo el
día sentados en su banco, con las piernas colgantes y quietas, empapando de
glutinosa saliva el pantalón.
El mayor tenía doce años, y el menor ocho. En todo su aspecto sucio y
desvalido se notaba la falta absoluta de un poco de cuidado maternal.
Esos cuatro idiotas, sin embargo, habían sido un día el encanto de sus
padres. A los tres meses de casados, Mazzini y Berta orientaron su estrecho
amor de marido y mujer, y mujer y marido, hacia un porvenir mucho más vital: un
hijo. ¿Qué mayor dicha para dos enamorados que esa honrada consagración de su
cariño, libertado ya del vil egoísmo de un mutuo amor sin fin ninguno y, lo que
es peor para el amor mismo, sin esperanzas posibles de renovación?
Así lo sintieron Mazzini y Berta, y cuando el hijo llegó, a los catorce
meses de matrimonio, creyeron cumplida su felicidad. La criatura creció, bella
y radiante, hasta que tuvo año y medio. Pero en el vigésimo mes sacudiéronlo
una noche convulsiones terribles, y a la mañana siguiente no conocía más a sus
padres. El médico lo examinó con esa atención profesional que está visiblemente
buscando la causa del mal en las enfermedades de los padres.
Después de algunos días los miembros paralizados recobraron el
movimiento; pero la inteligencia, el alma, aun el instinto, se habían ido del
todo; había quedado profundamente idiota, baboso, colgante, muerto para siempre
sobre las rodillas de su madre.
—¡Hijo, mi hijo querido! —sollozaba ésta, sobre aquella espantosa ruina
de su primogénito.
El padre, desolado, acompañó al médico afuera.
—A usted se le puede decir; creo que es un caso perdido. Podrá mejorar,
educarse en todo lo que le permita su idiotismo, pero no más allá.
—¡Sí!… ¡sí!… —asentía Mazzini—. Pero dígame: ¿Usted cree que es
herencia, que…?
—En cuanto a la herencia paterna, ya le dije lo que creí cuando vi a su
hijo. Respecto a la madre, hay allí un pulmón que no sopla bien. No veo nada
más, pero hay un soplo un poco rudo. Hágala examinar bien.
Con el alma destrozada de remordimiento, Mazzini redobló el amor a su
hijo, el pequeño idiota que pagaba los excesos del abuelo. Tuvo asimismo que
consolar, sostener sin tregua a Berta, herida en lo más profundo por aquel
fracaso de su joven maternidad.
Como es natural, el matrimonio puso todo su amor en la esperanza de otro
hijo. Nació éste, y su salud y limpidez de risa reencendieron el porvenir
extinguido. Pero a los dieciocho meses las convulsiones del primogénito se
repetían, y al día siguiente amanecía idiota.
Esta vez los padres cayeron en honda desesperación. ¡Luego su sangre, su
amor estaban malditos! ¡Su amor, sobre todo! Veintiocho años él, veintidós
ella, y toda su apasionada ternura no alcanzaba a crear un átomo de vida
normal. Ya no pedían más belleza e inteligencia como en el primogénito; ¡pero
un hijo, un hijo como todos!
Del nuevo desastre brotaron nuevas llamaradas de dolorido amor, un loco
anhelo de redimir de una vez para siempre la santidad de su ternura.
Sobrevinieron mellizos, y punto por punto repitiose el proceso de los dos
mayores.
Mas, por encima de su inmensa amargura, quedaba a Mazzini y Berta gran
compasión por sus cuatro hijos.
Hubo que arrancar del limbo de la más honda animalidad, no ya sus almas,
sino el instinto mismo abolido. No sabían deglutir, cambiar de sitio, ni aun
sentarse. Aprendieron al fin a caminar, pero chocaban contra todo, por no darse
cuenta de los obstáculos. Cuando los lavaban mugían hasta inyectarse de sangre
el rostro. Animábanse sólo al comer, o cuando veían colores brillantes u oían
truenos. Se reían entonces, echando afuera lengua y ríos de baba, radiantes de
frenesí bestial. Tenían, en cambio, cierta facultad imitativa; pero no se pudo
obtener nada más.
Con los mellizos pareció haber concluido la aterradora descendencia.
Pero pasados tres años desearon de nuevo ardientemente otro hijo, confiando en
que el largo tiempo transcurrido hubiera aplacado a la fatalidad.
No satisfacían sus esperanzas. Y en ese ardiente anhelo que se
exasperaba, en razón de su infructuosidad, se agriaron. Hasta ese momento cada
cual había tomado sobre sí la parte que le correspondía en la miseria de sus
hijos; pero la desesperanza de redención ante las cuatro bestias que habían
nacido de ellos, echó afuera esa imperiosa necesidad de culpar a los otros, que
es patrimonio específico de los corazones inferiores.
Iniciáronse con el cambio de pronombres: tus hijos. Y como a más del
insulto había la insidia, la atmósfera se cargaba.
—Me parece —díjole una noche Mazzini, que acababa de entrar y se lavaba
las manos— que podrías tener más limpios a los muchachos.
Berta continuó leyendo como si no hubiera oído.
—Es la primera vez —repuso al rato— que te veo inquietarte por el estado
de tus hijos.
Mazzini volvió un poco la cara a ella con una sonrisa forzada:
—De nuestros hijos, me parece…
—Bueno; de nuestros hijos. ¿Te gusta así? —alzó ella los ojos.
Esta vez Mazzini se expresó claramente:
—Creo que no vas a decir que yo tenga la culpa, ¿no?
—¡Ah, no! —se sonrió Berta, muy pálida—, ¡pero yo tampoco, supongo!… ¡No
faltaba más!… —murmuró.
—¿Que no faltaba más?
—¡Que si alguien tiene la culpa, no soy yo, entiéndelo bien! Eso es lo
que te quería decir.
Su marido la miró un momento, con brutal deseo de insultarla.
—¡Dejemos! —articuló, secándose por fin las manos.
—Como quieras; pero si quieres decir…
—¡Berta!
—¡Como quieras!
Éste fue el primer choque y le sucedieron otros. Pero en las inevitables
reconciliaciones, sus almas se unían con doble arrebato y locura por otro hijo.
Nació así una niña. Vivieron dos años con la angustia a flor de alma,
esperando siempre otro desastre. Nada acaeció, sin embargo, y los padres
pusieron en ella toda su complacencia, que la pequeña llevaba a los más
extremos límites del mimo y la mala crianza.
Si aún en los últimos tiempos Berta cuidaba siempre de sus hijos, al
nacer Bertita olvidose casi del todo de los otros. Su solo recuerdo la
horrorizaba, como algo atroz que la hubieran obligado a cometer. A Mazzini,
bien que en menor grado, pasábale lo mismo.
No por eso la paz había llegado a sus almas. La menor indisposición de
su hija echaba ahora afuera, con el de terror de perderla, los rencores de su
descendencia podrida. Habían acumulado hiel sobrado tiempo para que el vaso no
quedara distendido, y al menor contacto el veneno se vertía afuera. Desde el
primer disgusto emponzoñado habíanse perdido el respeto; y si hay algo a que el
hombre se siente arrastrado con cruel fruición, es, cuando ya se comenzó, a
humillar del todo a una persona. Antes se contenían por la mutua falta de
éxito; ahora que éste había llegado, cada cual, atribuyéndolo a sí mismo,
sentía mayor la infamia de los cuatro engendros que el otro habíale forzado a
crear.
Con estos sentimientos, no hubo ya para los cuatro hijos mayores afecto
posible. La sirvienta los vestía, les daba de comer, los acostaba, con visible
brutalidad. No los lavaban casi nunca. Pasaban casi todo el día sentados frente
al cerco, abandonados de toda remota caricia.
De este modo Bertita cumplió cuatro años, y esa noche, resultado de las
golosinas que era a los padres absolutamente imposible negarle, la criatura
tuvo algún escalofrío y fiebre. Y el temor a verla morir o quedar idiota, tornó
a reabrir la eterna llaga.
Hacía tres horas que no hablaban, y el motivo fue, como casi siempre,
los fuertes pasos de Mazzini.
—¡Mi Dios! ¿No puedes caminar más despacio? ¿Cuántas veces?…
—Bueno, es que me olvido; ¡se acabó! No lo hago a propósito.
Ella se sonrió, desdeñosa:
—¡No, no te creo tanto!
—Ni yo, jamás, te hubiera creído tanto a ti… ¡tisiquilla!
—¡Qué! ¿Qué dijiste?…
—¡Nada!
—¡Sí, te oí algo! Mira: ¡no sé lo que dijiste; pero te juro que prefiero
cualquier cosa a tener un padre como el que has tenido tú!
Mazzini se puso pálido.
—¡Al fin! —murmuró con los dientes apretados—. ¡Al fin, víbora, has
dicho lo que querías!
—¡Sí, víbora, sí! ¡Pero yo he tenido padres sanos! ¿Oyes?, ¡sanos! ¡Mi
padre no ha muerto de delirio! ¡Yo hubiera tenido hijos como los de todo el
mundo! ¡Ésos son hijos tuyos, los cuatro tuyos!
Mazzini explotó a su vez.
—¡Víbora tísica! ¡Eso es lo que te dije, lo que te quiero decir!
¡Pregúntale, pregúntale al médico quién tiene la mayor culpa de la meningitis
de tus hijos: mi padre o tu pulmón picado, víbora!
Continuaron cada vez con mayor violencia, hasta que un gemido de Bertita
selló instantáneamente sus bocas. A la una de la mañana la ligera indigestión
había desaparecido, y como pasa fatalmente con todos los matrimonios jóvenes
que se han amado intensamente una vez siquiera, la reconciliación llegó, tanto
más efusiva cuanto hirientes fueran los agravios.
Amaneció un espléndido día, y mientras Berta se levantaba escupió
sangre. Las emociones y mala noche pasada tenían, sin duda, gran culpa. Mazzini
la retuvo abrazada largo rato, y ella lloró desesperadamente, pero sin que
ninguno se atreviera a decir una palabra.
A las diez decidieron salir, después de almorzar. Como apenas tenían
tiempo, ordenaron a la sirvienta que matara una gallina.
El día radiante había arrancado a los idiotas de su banco. De modo que
mientras la sirvienta degollaba en la cocina al animal, desangrándolo con
parsimonia (Berta había aprendido de su madre este buen modo de conservar
frescura a la carne), creyó sentir algo como respiración tras ella. Volviose, y
vio a los cuatro idiotas, con los hombros pegados uno a otro, mirando
estupefactos la operación. Rojo… rojo…
—¡Señora! Los niños están aquí, en la cocina.
Berta llegó; no quería que jamás pisaran allí. ¡Y ni aun en esas horas
de pleno perdón, olvido y felicidad reconquistada, podía evitarse esa horrible
visión! Porque, naturalmente, cuanto más intensos eran los raptos de amor a su
marido e hija, más irritado era su humor con los monstruos.
—¡Que salgan, María! ¡Échelos! ¡Échelos, le digo!
Las cuatro pobres bestias, sacudidas, brutalmente empujadas, fueron a
dar a su banco.
Después de almorzar, salieron todos. La sirvienta fue a Buenos Aires, y
el matrimonio a pasear por las quintas. Al bajar el sol volvieron, pero Berta
quiso saludar un momento a sus vecinas de enfrente. Su hija escapose enseguida
a casa.
Entretanto los idiotas no se habían movido en todo el día de su banco.
El sol había traspuesto ya el cerco, comenzaba a hundirse, y ellos continuaban
mirando los ladrillos, más inertes que nunca.
De pronto, algo se interpuso entre su mirada y el cerco. Su hermana,
cansada de cinco horas paternales, quería observar por su cuenta. Detenida al
pie del cerco, miraba pensativa la cresta. Quería trepar, eso no ofrecía duda.
Al fin decidiose por una silla desfondada, pero faltaba aún. Recurrió entonces
a un cajón de kerosene, y su instinto topográfico hízole colocar vertical el
mueble, con lo cual triunfó.
Los cuatro idiotas, la mirada indiferente, vieron cómo su hermana
lograba pacientemente dominar el equilibrio, y cómo en puntas de pie apoyaba la
garganta sobre la cresta del cerro, entre sus manos tirantes.
Viéronla mirar a todos lados, y buscar apoyo con el pie para alzarse
más.
Pero la mirada de los idiotas se había animado; una misma luz insistente
estaba fija en sus pupilas. No apartaban los ojos de su hermana, mientras una
creciente sensación de gula bestial iba cambiando cada línea de sus rostros.
Lentamente avanzaron hacia el cerco. La pequeña, que habiendo logrado calzar el
pie, iba ya a montar a horcajadas y a caerse del otro lado, seguramente,
sintiose cogida de la pierna. Debajo de ella, los ocho ojos clavados en los
suyos le dieron miedo.
—¡Soltame! ¡Dejame! —gritó sacudiendo la pierna.
Pero fue atraída.
—¡Mamá! ¡Ay, mamá! ¡Mamá, papá! —lloró imperiosamente.
Trató aún de sujetarse del borde, pero sintiose arrancada y cayó.
—Mamá, ¡ay! Ma… —No pudo gritar más. Uno de ellos le apretó el cuello,
apartando los bucles como si fueran plumas, y los otros la arrastraron de una
sola pierna hasta la cocina, donde esa mañana se había desangrado a la gallina,
bien sujeta, arrancándole la vida segundo por segundo.
Mazzini, en la casa de enfrente, creyó oír la voz de su hija.
—Me parece que te llama —le dijo a Berta.
Prestaron oído, inquietos, pero no oyeron más. Con todo, un momento
después se despidieron, y mientras Berta iba a dejar su sombrero, Mazzini
avanzó en el patio:
—¡Bertita!
Nadie respondió.
—¡Bertita! —alzó más la voz, ya alterada.
Y el silencio fue tan fúnebre para su corazón siempre aterrado, que la
espalda se le heló de horrible presentimiento.
—¡Mi hija, mi hija! —corrió ya desesperado hacia el fondo. Pero al pasar
frente a la cocina vio en el piso un mar de sangre. Empujó violentamente la
puerta entornada, y lanzó un grito de horror.
Berta, que ya se había lanzado corriendo a su vez al oír el angustioso
llamado del padre, oyó el grito y respondió con otro. Pero al precipitarse en
la cocina, Mazzini, lívido como la muerte, se interpuso, conteniéndola:
—¡No entres! ¡No entres!
Berta alcanzó a ver el piso inundado de sangre. Sólo pudo echar sus
brazos sobre la cabeza y hundirse a lo largo de él con un ronco suspiro.
El almohadón de plumas
Su luna de miel fue un largo escalofrío. Rubia, angelical y tímida, el
carácter duro de su marido heló sus soñadas niñerías de novia. Ella lo quería
mucho, sin embargo, a veces con un ligero estremecimiento cuando volviendo de
noche juntos por la calle, echaba una furtiva mirada a la alta estatura de
Jordán, mudo desde hacía una hora. Él, por su parte, la amaba profundamente,
sin darlo a conocer.
Durante tres meses —se habían casado en abril—, vivieron una dicha
especial. Sin duda hubiera ella deseado menos severidad en ese rígido cielo de
amor, más expansiva e incauta ternura; pero el impasible semblante de su marido
la contenía siempre.
La casa en que vivían influía no poco en sus estremecimientos. La
blancura del patio silencioso —frisos, columnas y estatuas de mármol— producía
una otoñal impresión de palacio encantado. Dentro, el brillo glacial del
estuco, sin el más leve rasguño en las altas paredes, afirmaba aquella
sensación de desapacible frío. Al cruzar de una pieza a otra, los pasos
hallaban eco en toda la casa, como si un largo abandono hubiera sensibilizado
su resonancia.
En ese extraño nido de amor, Alicia pasó todo el otoño. No obstante,
había concluido por echar un velo sobre sus antiguos sueños, y aún vivía
dormida en la casa hostil, sin querer pensar en nada hasta que llegaba su
marido.
No es raro que adelgazara. Tuvo un ligero ataque de influenza que se
arrastró insidiosamente días y días; Alicia no se reponía nunca. Al fin una
tarde pudo salir al jardín apoyada en el brazo de su marido. Miraba indiferente
a uno y otro lado. De pronto Jordán, con honda ternura, le pasó muy lento la
mano por la cabeza, y Alicia rompió enseguida en sollozos, echándole los brazos
al cuello. Lloró largamente todo su espanto callado, redoblando el llanto a la
menor tentativa de caricia. Luego los sollozos fueron retardándose, y aún quedó
largo rato escondida en su cuello, sin moverse ni pronunciar una palabra.
Fue ése el último día que Alicia estuvo levantada. Al día siguiente
amaneció desvanecida. El médico de Jordán la examinó con suma atención,
ordenándole calma y descanso absolutos.
—No sé —le dijo a Jordán en la puerta de calle con la voz todavía baja—.
Tiene una gran debilidad que no me explico. Y sin vómitos, nada… Si mañana se
despierta como hoy, llámeme enseguida.
Al otro día Alicia amanecía peor. Hubo consulta. Constatose una anemia
de marcha agudísima, completamente inexplicable. Alicia no tuvo más desmayos,
pero se iba visiblemente a la muerte. Todo el día el dormitorio estaba con las
luces prendidas y en pleno silencio. Pasábanse horas sin que se oyera el menor
ruido. Alicia dormitaba. Jordán vivía casi en la sala, también con toda la luz
encendida. Paseábase sin cesar de un extremo a otro, con incansable
obstinación. La alfombra ahogaba sus pasos. A ratos entraba en el dormitorio y
proseguía su mudo vaivén a lo largo de la cama, deteniéndose un instante en
cada extremo a mirar a su mujer.
Pronto Alicia comenzó a tener alucinaciones, confusas y flotantes al
principio, y que descendieron luego a ras del suelo. La joven, con los ojos
desmesuradamente abiertos, no hacía sino mirar la alfombra a uno y otro lado
del respaldo de la cama. Una noche quedó de repente con los ojos fijos. Al rato
abrió la boca para gritar, y sus narices y labios se perlaron de sudor.
—¡Jordán! ¡Jordán! —clamó, rígida de espanto, sin dejar de mirar la
alfombra.
Jordán corrió al dormitorio, y al verlo aparecer Alicia lanzó un alarido
de horror.
—¡Soy yo, Alicia, soy yo!
Alicia lo miró con extravío, miró la alfombra, volvió a mirarlo, y
después de largo rato de estupefacta confrontación, se serenó. Sonrió y tomó
entre las suyas la mano de su marido, acariciándola por media hora temblando.
Entre sus alucinaciones más porfiadas, hubo un antropoide apoyado en la
alfombra sobre los dedos, que tenía fijos en ella los ojos.
Los médicos volvieron inútilmente. Había allí delante de ellos una vida
que se acababa, desangrándose día a día, hora a hora, sin saber absolutamente
cómo.
En la última consulta Alicia yacía en estupor mientras ellos la
pulsaban, pasándose de uno a otro la muñeca inerte. La observaron largo rato en
silencio, y siguieron al comedor.
—Pst… —se encogió de hombros, desalentado, el médico de cabecera—. Es un
caso inexplicable… Poco hay que hacer…
—¡Sólo eso me faltaba! —resopló Jordán. Y tamborileó bruscamente sobre
la mesa.
Alicia fue extinguiéndose en subdelirio de anemia, agravado de tarde,
pero que remitía siempre en las primeras horas. Durante el día no avanzaba su
enfermedad, pero cada mañana amanecía lívida, en síncope casi. Parecía que
únicamente de noche se le fuera la vida en nuevas oleadas de sangre. Tenía
siempre al despertar la sensación de estar desplomada en la cama con un millón
de kilos encima. Desde el tercer día este hundimiento no la abandonó más.
Apenas podía mover la cabeza. No quiso que le tocaran la cama, ni aun que le
arreglaran el almohadón. Sus terrores crepusculares avanzaban ahora en forma de
monstruos que se arrastraban hasta la cama, y trepaban dificultosamente por la
colcha.
Perdió luego el conocimiento. Los dos días finales deliró sin cesar a
media voz. Las luces continuaban fúnebremente encendidas en el dormitorio y la
sala. En el silencio agónico de la casa, no se oía más que el delirio monótono
que salía de la cama, y el sordo retumbo de los eternos pasos de Jordán.
Alicia murió, por fin. La sirvienta, cuando entró después a deshacer la
cama, sola ya, miró un rato extrañada el almohadón.
—¡Señor! —llamó a Jordán en voz baja—. En el almohadón hay manchas que
parecen de sangre.
Jordán se acercó rápidamente y se dobló sobre aquél. Efectivamente,
sobre la funda, a ambos lados del hueco que había dejado la cabeza de Alicia,
se veían manchitas oscuras.
—Parecen picaduras —murmuró la sirvienta después de un rato de inmóvil
observación.
—Levántelo a la luz —le dijo Jordán.
La sirvienta lo levantó, pero enseguida lo dejó caer y se quedó mirando
a aquél, lívida y temblando. Sin saber por qué, Jordán sintió que los cabellos
se le erizaban.
—¿Qué hay? —murmuró con la voz ronca.
—Pesa mucho —articuló la sirvienta, sin dejar de temblar.
Jordán lo levantó; pesaba extraordinariamente. Salieron con él, y sobre
la mesa del comedor Jordán cortó funda y envoltura de un tajo. Las plumas
superiores volaron, y la sirvienta dio un grito de horror con toda la boca
abierta, llevándose las manos crispadas a los bandós. Sobre el fondo, entre las
plumas, moviendo lentamente las patas velludas, había un animal monstruoso, una
bola viviente y viscosa. Estaba tan hinchado que apenas se le pronunciaba la
boca.
Noche a noche, desde que Alicia había caído en cama, había aplicado
sigilosamente su boca —su trompa, mejor dicho— a las sienes de aquélla,
chupándole la sangre. La picadura era casi imperceptible. La remoción diaria
del almohadón sin duda había impedido al principio su desarrollo; pero desde
que la joven no pudo moverse, la succión fue vertiginosa. En cinco días, en
cinco noches, había el monstruo vaciado a Alicia.
Estos parásitos de las aves, diminutos en el medio habitual, llegan a
adquirir en ciertas condiciones proporciones enormes. La sangre humana parece
serles particularmente favorable, y no es raro hallarlos en los almohadones de
pluma.