Avance del capítulo I El hombre diminuto

I
Residencia psiquiátrica en algún lugar del sur de España, primavera
de 2007
V
abril los pasillos del hospital psiquiatrico como quien deambula
absorto de apaciguamiento por un balneario, sin asomo
de amargura o enajenacion en su rostro, y en la pequena bolsa
de deporte agarrada en una mano no llevaba demasiado peso
como para dibujar en su cara los gestos del esfuerzo. Los vidrios
de las galerias inundaban de sol las paredes blancas y,
abajo, el jardin florecia con esa explosion sexual de la vegetacion
en primavera. El aroma de las adelfas traspasaba las ventanas.
Un poco mas alla del perimetro de piedra y verja
metalica que rodea las instalaciones psiquiatricas, como si se
tratara de una especie de castillo o baluarte de los pensamientos
raros, se extendia el campo y los olivos. Los medicos, como
era logico, los enfermeros y enfermeras, los celadores, y en general
todo el personal empleado en la residencia, habiamos
ido adquiriendo hacia Camilo una confianza total a lo largo
de los anos. Llego conducido por unos tipos de traje caqui, y
fue ingresado cuando era un hombre joven; ahora se encontraba
de pleno en sus dias provectos, con sus sesenta y un anos
de edad. Su comportamiento introvertido y su condicion de
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mudo post-traumatico nunca habian ido aparejados a ningun
episodio de violencia. Al final de un pasillo estrecho que parecia
morir contra la pared, se abrian a mano izquierda unas
escaleras que bajaban directas hacia los jardines, a los que se
accedia a traves de una pequena puerta pintada de verde. La
salida estaba vedada al acceso de los internos, y en ningun
caso deberian bajar por aquella escalera si no era porque alguno
de ellos se habia despistado mientras vagaba desnortado,
tal vez guiado por el aturdimiento de un psicotropico.
Pero a Camilo, ningun galeno de la mente de cuantos ejerciamos
en la residencia le habiamos prescrito una medicacion
cotidiana. Yo mismo ordene que solo en momentos de
profunda desesperacion se le administrara alguna medicina
del espiritu.
Y no era precisamente aquella esplendida manana cuando
Camilo, determinado en su fatal proposito, manifestaba ninguna
perturbacion animica. La puerta verde tenia un insignificante
candado algo herrumbroso, uno de esos candados
Lince mas disuasorios que seguros, que se abren con una horquilla
convenientemente aplanada por uno de sus extremos.
Camilo poso en el suelo frio la bolsa azul oscura con el emblema
blanco de Adidas en los laterales, introdujo la horquilla
en la exigua cerradura y comenzo a forzar el candado unos
segundos. Le extranaba que tardara tanto tiempo en ceder;
volvio a intentarlo, al mismo tiempo que tiraba de la puerta
hacia el. De pronto reparo en que hacia algo estupido al intentar
abrir un candado que se encontraba ya abierto desde
el principio y por eso no cedia al tirar de la media anilla. Solo
tuvo que girarlo y deslizarlo de entre los agujeros metalicos
que lo sujetaban. Camilo agarro el manubrio de la puerta y
lo bajo despacio, sin hacer demasiado ruido. El picaporte apoyado
en el resbalon dentro de la puerta de metal emitio un
sonido semejante al de un tornillo golpeando contra una lata.
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Mantuvo el manubrio abajo y se quedo petrificado, sin moverse
un apice, en pausa. Y nervioso al pensar que aquel simple
sonido que dentro de la estancia oscura habia reverberado
como un fugaz y diminuto estruendo podria haber alertado
a alguien en el jardin. Pero fuera apenas habria resultado perceptible,
y ademas, en el jardin no habia nadie a esas horas
del mediodia, tal y como, por otro lado, lo habia previsto Camilo.
Solo durante el paseo despues del desayuno, entre las
8.00 y las 10.00 de la manana, y el paseo de la sobremesa, alrededor
de las 16.00, se dejaba salir a los enfermos afuera. Y
los jardineros solian trabajar o muy temprano o al atardecer,
cuando las hojas de los prunos y el horizonte comenzaban a
confundirse. Recogio su bolsa del suelo humedo y empujo
con la mano izquierda la hoja de metal, cuyos rincones estaban
llenos de telaranas. Los goznes tambien le jugaron una
mala pasada al chirriar mas de lo deseable. Miro atras, arriba,
a la leve luz que bajaba de las escaleras por las que el habia
descendido, tratando de descubrir si alguien lo perseguia. Ni
siquiera en esos momentos previos a la muerte podia uno
tener el corazon tranquilo, penso. Puso el primer pie en las
losas invadidas por la hierba, luego el segundo, y comenzo a
caminar sin cerrar la puerta tras de si por el sendero que corria
mas apartado de las galerias principales del edificio. Volvio
a posar su bolsa de deporte al llegar a su arbol predilecto,
un enorme magnolio bajo el cual habia dispuestos unos pequenos
taburetes construidos en piedra. El tronco centenario
del magnolio era descomunal y habia invadido la zona de
aquellas banquetas petreas. La corteza se extendia en un perimetro
sinuoso de al menos seis metros y se habia apoderado
del taburete de granito, cubriendolo con garras arrugadas.
Habitaba la residencia un interno que caminaba por todo el
centro psiquiatrico y por el jardin con una maleta repleta de
libros. Era famoso entre los otros locos porque hablaba siete
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idiomas, entre los que se encontraban el griego y el latin; el
problema es que hablaba los siete idiomas mezclados, una
proeza aun mas enrevesada que la de Friedrich Holderlin,
quien, al cabo de su locura, hacia lo mismo solo con tres: el
aleman y las dos lenguas clasicas. Demasiado viejo para ser
Holderlin, este emulo de poeta romantico, poliglota y enajenado
habia puesto un nombre hermoso a aquel banquito de
piedra que parecia transformarse con los anos en un arbol: el
banco de Dafne. De hecho, el banco se sujetaba gracias a la
fuerza del tronco que lo envolvia, y mas que para sentarse,
aquella manana iba a resultar perfecto para el proposito de
Camilo, justo alli, debajo de una gran rama. Enfrente del magnolio
descansaba apagada una pequena fuente de piedra presidida
por algun diosecillo griego y dejaba ver reflejados en
el agua quieta de su estanque las copas de los arboles, sobre
todo la del magnolio, y el cielo azul entreverado en sus sombras.
Abrio su bolsa de deporte y extrajo una soga algo mas
gruesa que su dedo pulgar. Lanzo arriba uno de los extremos,
con tan buena fortuna o tan mala que, a la primera intentona,
el cabo de la cuerda dio vuelta sobre la ancha rama y cayo de
nuevo sobre la cabeza de Camilo, quien lo agarro y tiro de el
hasta poder tenerlo a la altura convenida. Se subio al taburete
de piedra inclinado haciendo un pequeno ejercicio de equilibrismo,
tal vez poniendo a prueba en exceso la capacidad fisica
de un hombre de sesenta y un anos, cuya vida se habia
sedentarizado desde el dia de su encierro; a pesar de lo cual,
Camilo conservaba de su anterior existencia, y lo habia demostrado
durante sus anos de internado, una habilidad fisica
y una resistencia prodigiosas, una flexibilidad de faquir. Asi
que no tuvo que hacer demasiado esfuerzo para trepar con la
agilidad de un gato viejo hasta el pulpito de la muerte, aquel
trampolin que tan lejos lo habia de expeler. Por otro lado, la
improbable caida desde el banco no habria constituido otro
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riesgo anadido en su letal funambulismo que no fuera el de
frustrar su proposito de suicidio. El otro lado de la soga venia
preparado con antelacion. En el, Camilo habia resuelto un
perfecto nudo corredizo, al mas puro estilo del Oeste americano.
Introdujo su cabeza en la o, su cabeza de geologo, doctor
y especialista en cartografia del petroleo. Luego fue
tirando del extremo que colgaba de la rama y lo ato alrededor
de ella. Aprovechando la inclinacion del poyete de piedra le
costo poco dejarse caer y sentir el crujido de su cuello. El tiron
no fue lo suficientemente brusco como para descoyuntarlo y
cercenar vida y conciencia en un imperceptible golpe de gracia.
Le dolia y nunca habia pensado que setenta kilogramos
pudieran tirar tanto de sus cervicales ―≪se va a enterar ahora
mi cuello de lo que pesa mi culo≫, dicen que profirio el poeta
frances Francois Villon en circunstancias semejantes―. Enseguida
fue sintiendo la asfixia, incluso intento gritar, porque
no dejaba de ser un cobarde, y miro el agua quieta de la
fuente y se vio a si mismo ahorcado, balanceado en el aire
calido de primavera, como un fruto inmenso y prematuro
entre el espeso olor a adelfas y las rafagas de madreselva. Y
su ultimo pensamiento fue la diminuta mujercilla dorada,
Aisa. Le parecio sentir amor hacia ella, desde luego carino,
y esto lo redimio en cierta medida justo dos milesimas antes
de expirar.
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amilo Pedro Flores Padilla recorria aquella manana de