sábado, 26 de diciembre de 2020

La pierna del jardín, de Relatos condensados

La pierna del jardín



Vivían bajo un mismo techo una señora de 95 años y un tetrapléjico. 

    Junto a otros comensales, durante la reunión cotidiana del almuerzo, a un nivel muy básico, hablaban del sufrimiento provocado por el dolor físico. La señora le dijo al tetrapléjico, quien sufría de dolores y molestias tales que a veces lo rebajaban sin remedio al más furioso de los estados de ánimo, un hombre de unos 49 años:

—¡Ay, cariño!, hay momentos en los que a una le duele tanto la pierna que quisiera cortársela y enterrarla en el jardín.

En el lapso de cuatro segundos de reflexión, el cuadripléjico, denominación utilizada en Latinoamérica para quien sufre una lesión medular que afecta a las cuatro extremidades, quedando tetrapléjico/a para el español de la península Ibérica, valoró la posibilidad de contratar a alguien y hacer el favor a aquella señora que tanto amaba, que le aserrara su pierna aquejada y la plantara en el jardín a metro y medio de profundidad; pero enseguida rectificó su ocurrencia demasiado realista para lo que sólo era una metáfora por parte de la anciana. Así que le respondió a ésta:

    —No lo hagas, Dionisia: a cuenta del dolor fantasma o neuropático, conseguirás que la pierna cortada te siga doliendo, y que además te duela también la que entierres en el jardín.


Cuento extraído de Relatos condensados

sábado, 7 de noviembre de 2020

El dolor del motorista, de Cuentos más o menos realistas



 El dolor del motorista

        

El Sol comenzaba a teñir el horizonte por oriente con colores malvas. Jirones de nubes deshilachadas adictas a la madrugada irían difuminándose hasta dejar un cielo extremadamente azul.

    El motorista se encontraba en el exterior del bar de una estación de tren abandonada muchos años atrás. En las inmediaciones, vías de tren oxidadas con sus traviesas de roble untadas de creosota o brea, el coqueto edificio de la que había sido una estación ferroviaria rural, con ese encanto de las construcciones proyectadas con cariño. Quedaban los letreros de la estación, herrumbrosos o desportillados, y los de las distintas dependencias: la oficina, los baños, «caballeros» y «señoras»; «cantina», decía el más hermoso de ellos, frente al que se encontraba él. Alrededor, prados verdes, montañas pequeñas de roca caliza y bordes afilados, en las laderas, los bosques de hayas, robles y algún tilo. La masa maciza de sus copas comenzaba a teñirse de tonos pardos, amarillentos, cetrinos y la hojarasca desvanecida de otoños anteriores, o de los inviernos, se había convertido en el humus fértil del nuevo sustrato del suelo, muerte que da vida; si nos acercáramos al interior del bosque podríamos distinguir los helechos, con un poco de suerte, algún pequeño arbusto de arándanos, las setas, de naturaleza gastronómica unas y deletéreas otras. Frente a la estación, al otro lado de la vía, corría paralelo durante un buen trecho un camino de tierra con hierba a los lados y en el centro, allí donde las rodadas de algún que otro vehículo no pisaban el terreno. Era el único acceso a la olvidada estación. Y un poquito más allá, una carretera estrecha, de asfalto irregular, llena de curvas entre taludes alfombrados de verde, bordeando montañas, retorciéndose entre los bosques, y, por supuesto, justo al final de una recta de considerable longitud para la pequeña carretera local, aquel tremendo barranco, advertido con varias señales de peligro por el riesgo de caída hacia un profundo abismo, primordialmente rocoso. Por la noche, alguno de esos letreros de advertencia quedaba enmarcado por un borde de luces eléctricas intermitentes. Al terminar esta carretera, a varios kilómetros, entroncaba una autopista.

    La moto, un artefacto grande y seguramente muy poderoso, sobre cuya marca, cilindrada, potencia y todo eso no podemos especificar nada, debido a nuestra más pura ignorancia en todo lo referente a artefactos mecánicos, se encontraba aparcada sobre su caballete, solitaria, a un lado del camino; únicamente sabemos que era potente y veloz como un meteorito caído del cielo. Y él, el motorista, parecía encontrarse esperando, con total quietud, a que se produjera algún tipo de acontecimiento, sentado al borde del andén fantasma. Se deleitaba en mirar la naturaleza de los alrededores, inhalar el aroma de los bosques próximos, incluso percibir muy lejanamente el sonido del río. 

    Llegó caminando un hombre no precisamente joven, aunque de ningún modo pudiera afirmarse que se trataba de un anciano, con una trenca marrón, una prenda anticuada, pasada de moda. Subió con ágil parsimonia los cuatro escalones que conducían a la plataforma del andén. Se acercaba fumando. El motorista se puso en pie, descolgando sus pies de las vías. Frente a frente se sonrieron, se dieron un abrazo y el visitante habló primero:

    —¿Por qué me has citado aquí?

   —Porque consideré que es un lugar cuyas decadencia, soledad y hermosura se adaptan bien a las circunstancias.

    —Ah caray, pues si es así…

    Apenas dicho esto, aparecieron dos personas a lo lejos, un hombre y una mujer algo mejor vestidos, o simplemente más acordes con la moda imperante. Se acababan de apear de un coche que estacionaron al borde del camino, sobre la hierba. Paso tras paso, mientras hablaban entre ellos, la pareja, a cierta distancia el uno de la otra, sin darse la mano ni nada parecido, terminaron por llegar, tras cruzar los oxidados rieles, allí donde estaban el motorista y el visitante. Y tras los saludos, idéntica curiosidad:

     —¿Por qué nos citas aquí?

    El motorista miró al cielo, cuyo primer tono rojizo había desaparecido hacía ya mucho tiempo, porque él se encontraba allí, en la estación abandonada, desde hacía varias horas, justo desde antes del alba, todavía de noche. Quiso ver amanecer. Y aquellos tempraneros velos de nubes rosáceas habían dado paso al Sol sobre un lienzo azul, una gracia climática no del todo habitual en aquella región. Desde luego, un fenómeno casi insólito con aquella claridad; soplaba además la leve brisa «de las castañas», un aire templado procedente del sur, propio de los principios del otoño, cuando se recogen los frutos del castaño, de ahí la denominación del fenómeno atmosférico. Miró hacia el cielo como si quisiera inspirarse para responder algo nuevo, pero:

    —Porque consideré que es un lugar cuyas decadencia, soledad y hermosura se adaptan bien a las circunstancias.

    El visitante de la trenca sonrió sardónico, con el privilegio de haber escuchado el primero de todos aquella consigna nada baladí, perfectamente estructurada y plena de sentido, como casi todo lo que hacía el motorista. Y enseguida, se oyó el ruido del motor de otro vehículo, un automóvil más grande que el anterior en el que había llegado la pareja. De él saltó un tipo grandote, con la nariz prominente y un andar firme, poderoso, como de un gigante, que lo ubicó en apenas unos segundos junto al grupo que iba formándose.

    —¿Por qué nos citas aquí? Me gusta mucho esta estación abandonada. A veces vengo paseando.

    —Entonces —agregó el motorista con la emoción de haber encontrado una respuesta con un matiz novedoso—, si te gusta, te debería parecer un buen lugar para la cita. Consideré que es un lugar cuyas decadencia, soledad y hermosura se adaptan bien a las circunstancias.

    Un coche rojo, harto conocido para el motorista, se aparcó continuando la fila de automóviles que iba formándose en el borde del camino. Esta vez salieron dos niños, una niña y la madre que iba conduciendo. Eran la esposa y los hijos del motorista. Las chicas corrieron, y el más pequeño detrás de ellas, cruzando la vía, parándose un momento a hacer equilibrios sobre uno de los rieles, para salir enseguida y trepar al andén y saludar a su papá.

    Fueron llegando, una tras otra, cada una de las personas que habían sido congregadas. Entre quienes iban haciendo corro sobre la plataforma, frente a la cantina, se saludaban recíprocamente, con mayor o menor efusión. Algunos mantenían entre ellos una amistad semejante a la que mantenían con el motorista y otros simplemente se conocían gracias a su intermediación. Todos se habían visto en alguna ocasión. Habían coincidido en alguna fiesta en casa del motorista u organizada por la familia. Llegó a juntarse un grupo de más de una docena: algún varón de edad provecta, mujeres y caballeros de menor edad, aproximadamente de la misma que la del motorista y su esposa. Niños, se encontraban  los de estos últimos y una parejita de chico y chica con edades similares, hijos de una pareja que había llegado entre los últimos concitados a la ceremonia.

    El motorista practicó una desaparición repentina, como si se hubiera esfumado hacia la parte de atrás de la estación. A un lado de la cantina, pegada a la pared, mantenía escondida una maleta grande y rígida, con ruedas. Reapareció al tiempo que la hacía rodar hasta la zona del andén donde se encontraban aquellos seres queridos, aquellos amigos, su propia familia. Al abrir aquella especie de baúl mágico, comenzaron a salir copas y vasos de vidrio, algunas botellas de buen vino, un par de refrescos que sabía les gustarían a los niños y una buena cantidad de viandas convenientemente guardadas en recipientes de aluminio o de cristal. Se desplegó un mantel y, con la ayuda de algunos, dispusieron sobre él toda aquella bebida y comida propia de un pequeño festín. Como era la hora del aperitivo, en torno a la una de la tarde, todos estuvieron encantados de aceptar aquella colación. Una extraña reunión cuyo propósito el motorista había guardado en estricto secreto.

    Pasó algo de tiempo tras haber bebido y comido casi todo. Entonces, aquel a quien podríamos llamar el anfitrión, el motorista, de forma muy discreta fue despidiéndose de cada uno, en el orden en que habían ido llegando. Primero lo hizo del visitante del abrigo pasado de moda, luego, de la pareja llegada después, del hombre fornido de poderosa nariz, y así hasta terminar de despedirse de todos. Sólo cambió el orden con su propia familia, cuya despedida dejó para el final. Se acercó a su mujer con una dulzura extrema, le acarició las mejillas y le dio un beso profundo, mantuvo una distancia mínima con sus ojos negros, y extractó tanto amor del corazón destilado en su mirada que ella se sintió presa de un enamoramiento sin límites, tranquila y amada, muy amada; después, el motorista se acercó a los hijos, abrazó a sus dos niñas, a su hijo de ocho años, y los colmó de caricias, besos y abrazos.

    Se trataba de un hombre lleno de misterios. Guardaba cosas con las que sólo podría hacer infelices a los demás, las acaudalaba en el fondo de su alma y nunca perdía el buen humor o una sonrisa oportuna que procurara al prójimo un sentimiento de alegría. Su esposa era la única que alguna noche lo había oído quejarse sin remedio, sin represión factible. Sufría de unos torturantes dolores neurálgicos en la parte alta de su espalda.

     —Te quejas como si te doliera algo muchísimo. ¿Es la espalda? 

Fotografía tomada de: https://revistainvitro.cl/actualidad/dolor-neuropatico-y-fibromialgia-cuando-el-dolor-es-mas-que-una-sensacion/
El dolor

    Él quedaba mudo, como si lo hubiera sorprendido su esposa, como si hubiera desnudado su secreto. Pero siempre insistía en que serían pesadillas, que no le pasaba nada. De alguna forma lograba tranquilizarla en un grado suficiente para que se volviera a dormir. Pero ella, sintiéndose un poco como una espía traidora, lo había perseguido hasta la cocina en más de una ocasión y lo había descubierto tomando una pastilla o dos con un vaso de agua. En una ocasión llegó a parecerle que sacaba y engullía hasta tres y cuatro píldoras de una sola vez. Cuando él desapareció, su esposa se acercó al escondite donde guardaba aquel bote de medicinas, enterrado en el fondo de un mueble alto de trapos y sustancias de limpieza. Era oxicodona, supuestamente un potente analgésico, un opioide sintético. Pero en su relación primaba el respeto mutuo. Una confianza sin los límites con los que la mezquindad humana suele enturbiar toda relación afectiva. Si él quería mantener en secreto algo, ella no tenía por qué someterlo a ningún tipo de enjuiciamiento. Y viceversa. Tal vez, en raras ocasiones, de manera cariñosa, liviana, de manera hermosa como ella misma, trataba de extraerle algo más de información, con el único propósito de intentar ayudarlo; pero la respuesta era siempre que no se preocupara; que no era ningún yonqui, ja ja ja. Al decir esto siempre se reía con poderosa credibilidad, infinitamente amable y denotaba así, sin reproches, que era perfecto conocedor de las labores de espionaje de su amada. En cierta ocasión nocturna, al no sentir su presencia en la cama junto a ella, fue hasta el cuarto de baño y lo encontró a oscuras, agachado en una esquina, encorvado, agarrándose el cuello por detrás y, aunque no pudo verlo con detalle, parecía estar llorando silenciosamente. Él no lo advirtió, y nunca supo nada del descubrimiento in fraganti de su esposa; tan inmerso estaba en la angustia de su dolor.

    En la encantadora estación de trenes, convertidos ahora en fantasmas del pasado, con una pequeña vista hacia el horizonte oriental y rodeados de montañas calizas, bosques y hasta un río en el valle próximo, sorteado por el puente abandonado de las vías del ferrocarril, tras haberse despedido ya de todos, de sus hijos los últimos, se hizo oír alzando la voz, situado más o menos en el centro de todas aquellas personas queridas:

    —Gracias por haber venido, gracias a todos vosotros. Quería daros esta sorpresa y creo que nos lo hemos pasado muy bien. Adiós. ¡Chicos y chicas, que hermoso día; no podría haber soñado con que justamente hoy el sol brillara de esta manera! ¡Os quiero! —y sonrió como sólo él lo sabía hacer, con esa alacridad contagiosa.

    Sin decir más, se fue caminando hacia su moto. Todos miraban absortos, como si alguien los hubiera sometido a un sortilegio de silencio y quietud; y su esposa, quien conservaba todavía la esbeltez de la juventud, le gritó:

    —¡No llevas casco!

    —¡No lo necesito, cariño! ¡Un beso! —y acompañó su última palabra con el gesto de un beso que se propinó en la palma de su propia mano para lanzárselo hacia ella, todavía en el andén, con un fuerte soplido.

     Su esposa, su dulce esposa, la mujer y la persona a la que más quería junto a sus tres hijos, se lo quedó mirando desde lejos como si aquel beso ofrecido le hubiera llegado a los labios con la misma carnalidad del beso que le había dispensado poco antes sobre el andén. Ella bajó los ojos levemente hacia las viejas losas del suelo, casi de forma imperceptible, para volverlos a subir en milésimas de segundo con la revelación fijada repentinamente en sus pupilas, dirigiendo la amorosa mirada de nuevo hacia su hombre; y en la distancia, le regaló una sonrisa. Ella sabía. Una lágrima se escapó del interior de cada ojo, pero rápidamente se las enjugó con los nudillos, para evitar que se hicieran visibles al correr por sus mejillas; se agachó y abrazó a sus tres niños mirando en dirección a su padre, quien con su moto se incorporaba por el camino hasta tomar la estrecha carretera, con sus curvas serpenteando entre la naturaleza y la larga recta que giraba bruscamente a la derecha justo al final, donde se abría el rocoso, profundo y definitivo despeñadero.


Perteneciente a Cuentos más o menos realistas

        

miércoles, 21 de octubre de 2020

Los signos de los tiempos y la «Visita a Freud» de Gog

A propósito de «Visita a Freud», en Gog, de Giovanni Papini 


Nos guste o no, estamos sujetos, hasta el encorsetamiento más absoluto, a lo que algún iluminado ha dado en llamar «el signo» o «los signos de los tiempos». Desde que la expresión apareciera en los evangelios —por eso la literalidad de «algún iluminado»—, la expresión ha terminado significando lo que significa. Me gusta su plasticidad, su elocuencia, su carácter de símbolo por excelencia, antonomasia para la jerga lingüística —¿desde Ferdinand de Saussure?—. El emperador Constantino vio en el cielo el anuncio de un dios que le ayudaría a vencer en la guerra, Dios como amuleto de batallas y matanza: «in hoc signo vinces», y en su supuesta alucinación creo que iba aparejado el Crismón, quizá una espada, una cruz. El Dios de Constantino, su Edicto de Milán, su conversión y la oficialidad del cristianismo como religión del Imperio no tenía nada que ver en absoluto con el de los desarrapados cristianos que predicaban la fraternidad y la paz. El «signo», como buen símbolo, es susceptible de tergiversación.

Si extrapolamos o simplemente ampliamos la abarcabilidad del «paradigma» de Thomas Kühn, quien, en tanto que filósofo de la ciencia, se refería en particular a los modelos científicos que dominan un determinado tiempo en los distintos confines de las ciencias (La estructura de las revoluciones científicas, 1962), el paradigma social, las corrientes dominantes del pensamiento, que ahora se anglosajonizan con el término mainstream, nos envuelven y, hasta cierto punto, nos convierten en una suerte de almacenes de paquetitos ideológicos bastante predecibles, como paquetitos de Amazon, que llegan a nuestro domicilio con la previsibilidad consabida. Lo malo es que, al contrario que el paquete material recibido en casa, el cual podemos devolver si no se ajusta a lo que queremos o sale defectuoso, los paquetitos ideológicos nos los tragamos con toda su imperfección. Son sumamente resistentes a la reparación. No se admite su devolución. Por supuesto, dentro de los signos de los tiempos que condicionan nuestro pensamiento, nuestra cosmovisión, existen los matices de las capillas ideológicas. Hay quienes se piensan más listos que el resto y, coadyuvados por ideologías particularmente alienantes —extremismos hemipléjicos, podría haber afirmado Ortega—, sufren la paradoja de negar los signos de los tiempos y al mismo tiempo estar sujetos a ellos quieran o no. Alguien definió con buena intuición lo que significaba ser «un clásico» como aquel de quien se conoce parte de lo dicho sin saber la procedencia. Aquel cuyas frases o conceptos están en boca del pueblo como mascotas dialécticas sin dueño. Hay tres figuras del siglo xx sobre las que existe consenso en lo que se refiere a su carácter de clásicos, pensamientos influyentes, estigmatizadores sociales que delimitan su buena parcela en los signos de los tiempos. Marx, Nietzsche y Freud. Hay muchos más, antes y después, pero centrémonos en el último de esta manida e insoslayable terna; probablemente el mayor prescriptor de todos ellos —¿el mayor influencer de toda la Historia?—, por seguir con los anglicismos chafarrinos, signos también inequívocos de nuestros tiempos.

Hasta la vecina del quinto que se lanza a la calle con la bata rosa y los rulos nos habla de que sale así ataviada de manera inconsciente, de que para ella no es ningún tabú porque no tiene ningún complejo. «Inconsciente», «tabú» y «complejo». Ahí queda eso. Su cerebro está lleno de engramas del clásico al que ignora.

Si Gog, el personaje que utiliza Giovanni Papini para poner en su boca opiniones propias o teorías esbozadas con el hábil recurso del «manuscrito encontrado», ardid archiutilizado en la literatura —el Cide Hamete Benengeli del Quijote—, que es un «monstruo», palabra de Papini, «parecía que estuviesen unidos en él Asmodeo, con su agudeza cínica, y Calibán, con su ciega torpeza de bruto»,[1] si ese Gog hubiera existido en realidad y su visita a Freud hubiera destilado de éste todas las aseveraciones que vierte el psiquiatra, la revolución del pensamiento occidental debería haber sufrido un vuelco proverbial. Se habría desdeñado el grueso del acervo freudiano y mandado el psicoanálisis directamente a la basura.

Lo increíble es que he topado por ahí con alguna tesis doctoral en la que se toman las palabras de Freud dictadas a Gog tras su visita como si hubieran sido reales; como si su confesión secreta a Gog fuera cierta y no un juego apócrifo de la ficción literaria. ¿Es que no se ve que tal cosa habría sido como encontrar un vídeo grabado por Jesucristo en el que dijera que Dios no existe?

Pero claro, el autor italiano es tan sobradamente fino e inteligente que, antes de que su personaje le dejara en sus manos el paquete con el manuscrito escrito en tinta verde, se encarga de desacreditarlo como algo muchísimo menos fidedigno que si se tratara simplemente de un loco. ¿Lo desacredita? Al presuntamente enajenado Gog, explica Papini en su pequeña introducción, lo conoce tras un encuentro fortuito, en el jardín de un psiquiátrico, bajo la sombra de cedros y castaños de Indias, cuando se encontraba visitando a un amigo y poeta dálmata ingresado en el mismo frenopático; y a Gog lo infama, para curarse en salud, diciendo de él:

Es preciso tener en cuenta la peligrosa mezcla que había en él; un semisalvaje inquieto que tenía bajo su dominio las riquezas de un emperador. Un descendiente de caníbales que se había apoderado, permaneciendo bruto, del más espantoso instrumento de creación y de destrucción del mundo moderno.

[…]

Gog es, por decirlo con una sola palabra, un monstruo, y refleja por eso, exagerándolas, ciertas tendencias modernas. Pero esta misma exageración ayuda al fin que me propongo al publicar los fragmentos de su Diario, puesto que se perciben mejor, en esta ampliación grotesca, las enfermedades secretas (espirituales) de que sufre la presente civilización.

Introducción, «Cómo conocí a Gog»

Excelso marmolillo de Narciso

Giovanni Papini, hay que recordar para poder enmarcar su obra literaria en el contexto biográfico-espiritual del autor, educado en un ambiente paterno francamente ateo, es de aquellos autores saulianos caídos del caballo y transformados en fervientes católicos; y creo, si no me equivoco, que cuando escribe este libro en 1931, el autor florentino ya había sufrido esa transformación espiritual que lo ponía contra un mundo en decadencia —criterio, por otro lado, completamente excusable cuando estamos hablando del periodo de la primera y la segunda guerra mundiales, probablemente la época más paradójicamente atroz de la humanidad—. Tras la égida del enajenado Gog, esboza su propia tesis sobre la génesis del genio del doctor vienés, genera una hipérbole —o no, por qué, ¿eh?— que confiere a la Literatura un poder superior al de la Ciencia misma. Desde nuestro punto de vista, éste es el quid de la cuestión, o al menos uno de los puntos más relevantes. 

El mito de Narciso por William Waterhouse; me gustan los prerrafaelitas alitas
El mito de Narciso por William Waterhouse; me gustan los prerrafaelitas 

Gog explica el afortunado lance de haberse podido reunir con el ínclito doctor gracias a que compró en Londres una estatuilla en mármol de Narciso, perteneciente, según los expertos, a la época helenística —Gog-Papini escribe «helénica», inexacto, a mi parecer—, después se la envía de regalo «al descubridor del Narcisismo» y éste, congratulado, lo invita para agradecérselo personalmente. Veamos en esta «Visita a Freud» algunas de las delicias y magníficas barbaridades puestas en boca de Sigmund sexagenario. Antes, Gog lo define en dos rasgos de estricta contextualidad biográfica:

Me ha parecido un poco melancólico y abatido.

Y:


—Las fiestas de los aniversarios —me ha dicho— se parecen demasiado a las conmemoraciones y recuerdan demasiado a la muerte.

Me ha impresionado el corte de su boca: una boca carnosa y sensual, un poco de sátiro, que explica visiblemente la teoría de la libido.

[…]

¡Ja!

¡Oh, las imágenes de creadores en los jardines!

Y ahora, pasemos y veamos, en unos centones que recolecto, esta maravilla de un subgénero que podríamos denominar como ucronía del pensamiento, fragmento de lo supuestamente desvelado por Sigmund Freud:

Todos creen —añadió— que yo me atengo al carácter científico de mi obra y que mi objetivo principal es la curación de las enfermedades mentales. Es una enorme equivocación que dura desde hace demasiados años y que no he conseguido disipar. Yo soy un hombre de ciencia por necesidad, no por vocación. Mi verdadera naturaleza es de artista. Mi héroe secreto ha sido siempre, desde la niñez Goethe. Hubiera querido entonces llegar a ser un poeta y durante toda la vida he deseado escribir novelas.

[…]

Literato por instinto y médico a la fuerza, concebí la idea de transformar una rama de la medicina —la psiquiatría— en literatura. Fui y soy poeta y novelista bajo la figura de hombre de ciencia. El Psicoanálisis no es otra cosa que la transformación de una vocación literaria en términos de psicología y de patología.

[…]

La confesión es liberación, esto es, curación. Lo sabían desde hace siglos los católicos, pero Víctor Hugo me había enseñado que el poeta es también sacerdote, y así sustituí osadamente al confesor. El primer paso estaba dado.

[…]

La poesía decadente llamó entonces mi atención sobre la semejanza entre el sueño y la obra de arte y sobre la importancia del lenguaje simbólico. El Psicoanálisis había nacido, no, como dicen, de las sugestiones de Breuer o de los atisbos de Schopenhauer y de Nietzsche, sino de la transposición científica de las Escuelas literarias amadas por mí.

[…]

Me explicaré más claramente. El Romanticismo, que, recogiendo las tradiciones de la poesía medieval, había proclamado la primacía de la pasión y reducido toda pasión al amor, me sugirió el concepto del sensualismo como centro de la vida humana. Bajo la influencia de los novelistas naturalistas, yo di del amor una interpretación menos sentimental y mística, pero el principio era aquél.

[…]

El Naturalismo, y sobre todo Zola, me acostumbró a ver los lados más repugnantes, pero más comunes y generales, de la vida humana; la sensualidad y la avidez bajo la hipocresía de las bellas maneras: en suma, la bestia en el hombre. Y mis descubrimientos de los vergonzosos secretos que oculta el subconsciente no son más que una nueva prueba del despreocupado acto de acusación de Zola.

[…]

El Simbolismo, finalmente, me enseñó dos cosas: el valor de los sueños, asimilados a la obra poética, y el lugar que ocupan el símbolo y la alusión en el arte, esto es, en el sueño manifestado. Entonces fue cuando emprendí mi gran libro sobre la interpretación de los sueños como reveladores del subconsciente, de ese mismo subconsciente que es la fuente de la inspiración. Aprendí de los simbolistas, que todo poeta debe crear su lenguaje, y yo he creado, de hecho, el vocabulario de los sueños, el idioma onírico.

[…]

Para completar el cuadro de mis fuentes literarias, añadiré que los estudios clásicos —realizados por mí como el primero de la clase— me sugirieron los mitos de Edipo y de Narciso; me enseñaron, con Platón, que el estro, es decir, el surgir del inconsciente, es el fundamento de la vida espiritual, y finalmente, con Artemidoro, que toda fantasía nocturna tiene su recóndito significado.

[…]

…en Totem y Tabú me he ejercitado incluso en la novela histórica.

Esta aseveración es insuperable, de un humor simple y a un tiempo cósmico.

[…]

[Soy] un literato aun haciendo, en apariencia, de médico. En todos los grandes hombres de ciencia existe el soplo de la fantasía, madre de las intuiciones geniales, pero ninguno se ha propuesto, como yo, traducir en teorías científicas las inspiraciones ofrecidas por las corrientes de la literatura moderna.

 

Y ahora, cerremos los ojos, pensemos atrás e imaginemos que todo esto, esta hipótesis preterible de esquematización tan sinóptica como elemental sobre lo que constituyó la obra de Freud fuera verdad. Los dichosos «signos de los tiempos» habrían sido otros y todo lo habrían transmutado. Ahora habitaríamos otro mundo. No lo duden. O sí.







Bibliografía. 
Fue harto prolijo. 
Aquí una muy mínima muestra de algunos títulos de Giovanni Papini (Florencia, 1881-1956):

·         El espejo que huye (1906)

·         El piloto ciego (1907)

·         Un hombre acabado (1913)

·         Historia de Cristo (1921)

·         Gog (1931)

·         El libro negro (prolongación de Gog, de lectura insoslayable) (1951)

·         El Diablo (de lectura soslayable, prescindible) (1953)




[1] Todo esto en la introducción «Como conocí a Gog» al principio del libro.

lunes, 21 de septiembre de 2020

TÍA ROCÍO


Tu hermosura no tiene nombre

       Tía Rocío








La memoria alcanza a recordarte

cantándome una nana a orillas de mi cuna.

Viviste con nosotros

o nosotros contigo,

habitamos el mismo hogar,

el arca de Noé

navegando errabunda en el diluvio de la vida.

Niña que duermes niña que gimes

niña descansa niña en la cama

de un hospital que es como un barco con la proa dirigida hacia el norte, hacia tu casa de Asturias, hacia el mar Cantábrico. Naciste delicada como resultan los objetos preciosos o las flores o una caña de cristal. Creciste con el corazón desmesurado y la muerte te busca desde tu infancia; pero te protege la luz de tus ojos grandes, ojos faro que reclaman siempre a los ángeles de la luz y de la vida. La vieja de la túnica oscura y la guadaña la pulverizaron tus ángeles, convertida la vieja Parca en una efigie de carbón inútil, quebradizo como un terrón oscuro de azúcar caducado. No soportó tu luz nunca la muerte, le fue imposible siempre doblegar tu espíritu de niña alegre.

Tu corazón grandote no entiende menudencias corporales, con sus válvulas, sus muelles, sus arreglos mecánicos, lo asemejan a un motor. Motor de sangre y pasiones contenidas. Solterona. Muchos pensaron que por siempre, pero igual que venciste a la muerte tantas veces, igual que venciste el carácter de niña timorata tímida trémula tiritona trinadora, tía Rocío, timidez ahogada en esa bonhomía, en tus modales que eran espadas y dagas disfrazadas, tu finura, ese civismo galante tan semejante a la bondad ingenua; y cuando el mundo te puso la etiqueta de eterna solterona, solicitaste tu belleza a caminar sobre el océano hasta las tierras de tu dichoso nacimiento y en México sorprendiste a todos cuantos creían conocerte, tomaste el timón de tu barcaza, fijo el rumbo hacia el hombre que empezaste a amar. Y amarraste su corazón con el tuyo. La señorita Rocío, cristiana, conservadora y española, naciste en México algún hermoso día de 1944, buscaste el amor apartando escombros, desbrozando la escoria de prejuicios y diretes hasta encontrar a tu hombre verdadero, de origen asturiano igual que tú, hispanomexicano igual que tú, pero no como el marqués de Bradomín que era feo, católico y sentimental, sino uno de carne y hueso, músico, con mucho de sabio, de quien calla y piensa, republicano y ateo. Lo casaste por la Iglesia, «y que más da si es el amor lo que nos une, no importa el ritual sino sus ojos, sus manos de pianista que acarician mi alma». 

En mi silla de ruedas, tu sobrino querido, tu sobrino de dolor transido, con algo del tuyo compartido, te visita en la habitación 38, sexta planta del hospital de León. Los pináculos de la catedral, las gárgolas y hasta la virgen Blanca te miran no tan lejos. Te voy a ver y aparco mi silla junto a ti, me aproximo cuanto puedo a tu hermosa cabeza, tu delegado cuello de gacela donde se aprecia tu latido. Te hablo y te cuento que hace sol, que los campos están verdes y el cielo azul, y te reclamo, te sugiero con la máxima energía que estés en paz, que estés tranquila, que te dejes llevar por el tiempo. Y te miro parte a parte, tu frente, tu nariz y tu boquita. Emites gemidos imposibles, respiras por la boca porque te han enchufado la nariz a unos tubos de plástico; y en noches sin nombre, con esa inaparente rebeldía, te lo arrancas, nos dicen que inconsciente, pero lo arranca tu mano izquierda con una extraña furia, arma en el arcón de tus secretos. Me fijo en tus manos y siguen siendo hermosas, las uñas bien pintadas de rosa pálido, tus dedos delicados que toma entre los suyos Marbelý, esta nueva amiga que tenemos, querida tía Rocío, esta nueva compañera de alacridad indecible, más allá de leyendas o cuentos infantiles. Toma tu mano porque yo no puedo hacerlo con las mías, paralizadas para siempre. Pero con mis nudillos insensibles acaricio tu brazo. Te vuelvo a ver y miro tus dos ojos cerrados, y tus párpados son como cortinas transparentes, porque veo tus ojos, ojos grandes, ojos buenos, ojos desmesurados como tu corazón; te vuelvo a ver y una ternura me agarra las entrañas y pronuncio palabras que mis labios expelen, como lava en el volcán de mi zozobra: «mi niña». No puedo hacer que vuelvas, no puedo obrar el milagro que pensaba ingenuamente, con torpeza. De verdad lo pensaba, tía Rocío. Pensaba que al verte y al sentirme tú, alguna chispa mágica se encendería en la caverna de tus sueños. Algún relumbre que pudiera despertarte para siempre, de nuevo, darte el habla, la lucidez, el movimiento. Decirte, como a nuevos Lázaros, insólitos Lázaros indoblegables, lo que a mí mismo me digo con infatigable esperanza: levántate y anda.

Rocío es tu nombre, del agua impensable en la mañana, las gotas de vida y frescor que rezuman las hojas en praderas, sobre las hierbas sedientas, hasta que el sol todo evapore, pero a todo vivifique, la naturaleza aligere con la luz. Los jardines esperan alegres madrugadas donde tus dedos refresquen su piel, verde epidermis de fragancias, sus flores de color.


Me acerqué cuanto pude con mi silla de ruedas hasta tu cabecera. La ternura mordió mis entrañas, la ternura de quien ve a una niña a punto de morir. No rabia, blandura de lo que se funde. 


Intenté sembrar en tu inconsciente elementos diáfanos, las palabras más pueriles para una alegría visceral: «tía preciosa, tienes las manos muy bonitas, muy cuidadas, labradoras hábiles, quiero tu pastel de zanahoria o el arroz con leche que preparas, tus uñas están perfectas, pintadas de un rosa pálido, el sol brilla en un cielo azul, tía querida, como tu corazón, que es tan grande, el campo está verde y los pájaros cantan y todo está bien, tía Rocío, bonita, tía querida, estate bien, estate en paz, tranquila, que pase el tiempo, que todo está bien, que el cielo está azul y te rodea la gente que te quiere y estamos aquí contigo… Que todo se encuentra bajo la gracia de los ciclos.
 Verdes están los campos, azul el cielo».

La memoria alcanza a recordarte

cantándome una nana a orillas de mi cuna.

Déjame que te diga mi nana

a orillas ahora de la tuya,

porque te veo yacer en una cuna de oro.

domingo, 19 de julio de 2020


Después de meses de sequía absoluta para los versos, como si se me hubiera calcinado la glándula poética, una pequeña verruga del tamaño de un piojo famélico, ubicada en la corteza somatosensorial primaria, para responder un mensaje de WhatsApp a unos amigos va y me sale un poema. La sequía, incapacidad total para intentar escribir un solo verso, tal vez se debiera a estar demasiado inmerso en la novela a punto de terminarse, Collapsus, y por tanto esclavizado por la tensión de la prosa y la concentración obsesiva para construir una maquinaria que intento se acerque lo máximo posible a la perfección. Aprovecho, y si algún editor o editora, alguna agente literaria, cayeran sobre esta entrada de Diarius Interruptus, que sepan que la novela, provisionalmente titulada Collapsus, es una gran pieza literaria, probablemente rozando en muchos sentidos la obra maestra; por favor, que no dejen de llamarme y estaré encantado en hacérsela llegar. No deberían perder tan magnífica oportunidad. ¿A qué viene esa sonrisilla irónica? No bromeo con la falta de humildad. Es sólo que ésta proviene de no tener ya nada que perder en la vida; me echo la humildad a las espaldas como respuesta a una condición de fracasado tan acendrada que, siquiera, habría de convertirme en un deslenguado.
¡Ah!, el poema es éste:












Por si acaso

Mis queridos tordos nemorosos, 
acuáticas aves que surcáis 
este mar de amistades con velámenes heridos.
Sujetos de pasiones cercenadas,
alientos bajo la tierra sepultado.
No levanté los pies sobre este mundo
ebrio de sol para encontraros,
pero aquí estáis como conchas usurpadas
por este artrópodo ermitaño.

El día más pensado será el mismo sol
quien pierda las fuerzas para escalar el horizonte.
El día más pensado. El que se espera
como niño en la escalera aguardando a un amigo.
O tal vez le entre una flojera de esclavo a media tarde
y decida quedarse para siempre
confundido por un heliocentrismo
negado por los siglos y las cruces.

Pensamos, con la inocencia de los niños
más idiotas, que la estrella que alumbra
nuestro sistema solar
tiene un poder ilimitado, una potencia atómica
de cosmos incendiado, inapagable,
que achicharra cuanto mira
y hace cenizas lo que toca.
Es la estupidez humana, 
la que un tipo como Einstein
enunció con una frase por todos conocida,
con la gracia de los paralelismos.
Indefectible. Interminable. Infinita como en el Universo; 
aunque de la infinitud de este último, dijo,
no estaba tan seguro. 
Una torpeza cognitiva con la única virtud de la conciencia.

Pero no podemos olvidar que cualquier nube
se interpone, leve, marchitando su energía en desafuero,
y se torna más débil que el candil
de una pobre capilla sin techumbre, sin nombre,
sin ya ninguna fe, con iconos de hielo.
Pobre candil bajo tormentas chorreantes
como grandes cascadas, como las fuentes del Nilo
o el aguacero de Iguazú.       
¡Tanto Sol, tanto Sol, tanto Sol! y es sólo una fogata,
una enana amarilla. Cualquier truño caliente.

Y es pues lo único que os pido, filosóficamente,
sin arrastrar las cadenas de súplicas del todo improcedentes,
con toda cortesía os insto, mis amores,
a que perduréis igual que las piedras del camino.
Aunque parezca muerto nuestro abrazo
y no resistan los espejos, no os quepan, no os cobijen,
se desborde el vidrio que les da forma
con la cera tan sólo de media oreja vuestra,
y el polen que exhalan vuestros ojos
desazogue hasta el cristal de la laguna Estigia.
Que resistáis siempre en un lugar por mí accesible,
por si acaso surgiera la ocasión propicia,
por si acaso el sol aún no se ha mojado,
por si acaso charlamos de cualquier cosa, 
bebemos, nos reímos.




Perteneciente al futuro poemario Servilumbre.