La ciudad soñada

 Sé que existe un libro de ciudades escrito por Italo Calvino. Este manojillo de ciudades que yo traigo aquí no trata de ser en absoluto una imitación. Se me ocurrió hace tiempo y luego caí en la cuenta de que hacía algo muy parecido, y además, cosa que atribuyo más a la convergencia de la inspiración humana (si es que a lo mío cabe llamarlo inspiración) que a una memoria no consciente, con un enfoque y unas directrices muy semejantes. Por ejemplo, ciudades tan maravillosas como estas no pueden tener nombres comunes como Londres o Madrid; igual que en Calvino, mis ciudades tienen nombres exóticos y nunca oídos, pero que dicen algo, ya sea por semejanza, etimología o pura onomatopeya. Además, a cada ciudad se le atribuyen una o unas cuantas abstracciones que tienen casi siempre que ver con sentimientos, potencias y subpotencias del alma. Cualquier ciudad, por otra parte, es exótica y maravillosa, pues también Madrid o Londres se fundaron y se nombraron dentro del cortejo mágico de las palabras y de las ideas. La idea que el hombre tiene para vivir. El lugar donde pretende ahogar sus penas y dar alborozo a su posibilidad de dicha. La ciudad. La ciudad hoy es todo menos un tránsito hacia lo maravilloso. Por eso reivindico con estas ciudades criaturas mías un trozo de magia para la realidad necesaria del gregarismo urbano.
Espero que les guste. Todos hemos soñado con ciudades raras. La ciudad es el lugar donde no nos quedó más remedio que habitar. Qué menos que imaginarla otra vez.
Además, las ciudades se van introduciendo en primera persona; pero esa primera persona no es un solo narrador. Son voces que también son imaginarias. Son distintos yoes ajenos al mío.


LA CIUDAD MENÍNGEA

Hace tiempo que quería contar esta historia, la de esta ciudad que podéis ver aquí. Esta es la ciudad en la que he nacido y que por la inercia, la costumbre, la impericia y, sobre todo, las propias leyes, me he visto obligado a habitar hasta estos días. El infame planificador, el alarife despreciable que concibió esta idea desapareció hace siglos, y nadie conoce el paradero de su cadáver. Si se supiese yo puedo asegurar que sería desenterrado, por mí o por cualquier otro, y se le pondría a caminar por la calle como uno más, para que viese ya muerto lo que no pudo siquiera imaginar de vivo. Algunos aseguran que resulta divertido. Incluso hay extraños que han venido a parar aquí por su propio gusto. Un placer, según dicen.

Los barrios de esta ciudad no son como los de la tuya. En la tuya, como mucho, habrá un casco viejo, tumba de recuerdos apenas respetados por sucesivas generaciones, uno un poco menos viejo, el ensanche del siglo XIX, que trataba de ser grandilocuente y elegantón, uno gris y sucio de los años 60 y uno nuevo que crece imparable, disperso y lleno de ladrillos rojos y restaurantes a los que nadie va. En mi ciudad hay tantos barrios como puedas soñar. Porque cuando uno quiere, el espacio que va pisando se va convirtiendo en aquel escenario con el que ensueña. De modo que uno va por un bosque de pronto, porque quería ir por un bosque; pero de pronto piensa en Nueva York, y aquellos árboles se convierten en rascacielos. Un ascensor en medio de la nada que condujese a una altura equivalente a una planta 314. Luego se abría la puerta y estabas en mitad del cielo; el vértigo te hacía imaginar enseguida otra cosa. Si acaso, si al abrirse la puerta del ascensor y caminar, uno se caía, en el aire podía imaginar al final una enorme red. No es necesario desplazarse en Meníngea, claro, porque si uno desea tomar un café no tiene más que elegir un lugar, un tipo de lugar donde hacerlo, y al instante aparece frente a ti una idea exacta y aun perfeccionada hasta el más mínimo detalle de aquello que imaginaste. Ahora no tendría más que meterse dentro y pedir su café. El mejor café que jamás haya tomado, por cierto.
¾¿Me cobras en doblones, nena?

 

CIUDAD CERBERA

A simple vista era una ciudad vulgar: edificios sin gracia, de ladrillos rojos o piedra gris  o marrón, como tantas otras ciudades, y más bien una arquitectura monótona. Su casco antiguo era insignificante. Además, Cerbera es una ciudad de interior, sin mar; y ni siquiera tiene río. Un solo parque central la oxigena, y en el parque, cosa extraña, hay un gran maizal perenne donde los niños juegan al escondite. No es, de las ciudades que he conocido, la que más me ha llamado la atención; si no fuera por este detalle: en el interior de cada piso había un portal con el lujo de los grandes hoteles (en fuerte contraste con el resto del edificio, en todo vulgar) y un portero que al saludarte con una sonrisa diáfana como los manantiales y sincera como la mueca de un niño hacía crecer en uno el optimismo y la fe. Al despedirse de él antes de ir a trabajar, uno creía de nuevo en la especie humana, y todo el día era armonía. Me metí en más de cien portales y en todos encontré un portero a cuál más agradable.



LÚMINA

De todas cuantas vi, visité y llegué a gozar, mis ciudades predilectas fueron y seguirán siendo siempre aquellas que trajeron hasta mí la sublime virtud del embeleso de los siglos. Quiero decir, aquellas que me hicieron viajar en el tiempo, esencial, y a través de su alquimia lograron mantener mi alma suspendida, como flotando, igual que un plumón en el aire espeso del estío. Hay una uniforme y amplísimamente extendida ignorancia en lo tocante al viaje. La gente común y también la gente que se considera por encima del vulgo suele viajar de forma turística. Hoy ya no existe otro tipo de viaje que el viaje turístico, salvo el del comerciante, el emigrante o el traficante de cualquier cosa. Esto hace que nadie sea capaz de descubrir ciudades como Lúmina, cuya ubicación sin embargo la hace tan accesible como una alcoba en un prostíbulo.



TELA

Tela tiene un millón de millones de habitantes. La esperanza de vida es de 678 años para los hombres y 678,5 para las mujeres. La tasa de natalidad de Tela ya la querría para sí más de una secta cristiana que preconiza el conejismo: 12 niños y 36 niñas. Sí: una tasa de natalidad de 48 hijos por habitante. Cada hombre en Tela tiene tres mujeres, como habrán podido deducir, pues no hay solteros.
La estructura de Tela es sencilla, y se complica sólo por lo indiferenciable de su continental superficie. Se trata de una planicie de 3.333.525.564.362  de kilómetros cuadrados. Los edificios son todos milimétricamente iguales. Al contrario de lo que se pudiera pensar en un principio, llevados sin duda por una imaginación desaforada, no se trata de pisos de cientos de plantas. No. Son estructuras redondas, sin ventanas en las fachadas exteriores, excepto un balcón corrido acristalado, de sólo tres plantas de altura. Son edificios de arenisca (una piedra de color dorado). Pero el solar donde estos edificios están levantados, es decir, la superficie circular comprendida desde su fachada exterior hacia dentro, tiene un área de 30.000 metros cuadrados. En mitad del círculo, dentro, a modo de gigante patio interior, hacia el que miran las ventanas, hay un pequeño monte que sobresale bastante por encima de la altura del edificio. Del monte baja un río que refrigera e hidrata a la comunidad (de varios cientos de vecinos). En una ladera del monte (este-sur) hay un bosque de vegetación mixta (atlántica y mediterránea) donde uno puede leer un libro a la sombra de un abedul sin que nadie le moleste, mientras escucha el río pasar. Alrededor del montecillo, hay recoletos pero variopintos cultivos de diferentes vegetales y árboles frutales. Los niños y niñas de Tela van a un pequeño colegio cerca de la ladera norte del monte de cada uno de los círculos comunitarios. Cada centro del círculo, cada patio interior, está regido por cada comunidad. Cuando la mala gestión, el descuido o el abandono de los comunitarios lleva a la ruina su ecosistema, el alcalde de Tela (del que nadie sabe su nombre) no se hace responsable y todos los vecinos fenecen sin más conmiseración ni la posibilidad de emigrar a otro edificio, a otra comunidad. En los huecos que dejan los edificios cuyo amplísimo patio ha sido desolado por el desánimo o vejación de sus vecinos, se impide el acceso de nadie y se deja de la mano de Dios o del diablo. Del edificio se cierran a cal y a canto sus portones exteriores, el interior se ve asaltado por un asilvestramiento fatídico y es poblado de forma misteriosa por toda laya de plantas y animales exóticos y sin clasificar. Hay que decir en descargo de tan rigurosas medidas, que en sus 555.758.799.098 años de vida, en Tela sólo encontramos 1234 círculos salvajes, como son denominados.
Los edificios de Tela no distan unos de otros más de tres metros, y la estructura de la ciudad forma una suerte de colmena de celdas circulares de extensión casi infinita. Por sus calles sólo transitan en silenciosas plataformas levitantes los funcionarios del Ayuntamiento, conocidos como unidades de control; cada vez que estos descubren a alguien circulando por las estrechas pero ordenadas calles, lo detienen, lo identifican electrónicamente y lo almacenan en los enormes depósitos de la fábrica de cápsulas proteicas con que se alimentan las autoridades de la ciudad.
Un par de datos interesantes: en Tela se consumen al día 13.444.678.777.894 tomates. Y, al revés de lo que podríamos pensar por su alta esperanza de vida, en Tela no consumen aceite de oliva ni beben buen vino.
Otro dato curioso: en Tela hay 876.123.403.834.976 calles, pero se pueden considerar, si se piensa en su estructura, como una sola. El nombre de la calle donde dormí: “Avda. de los círculos s/n”.


AMOR

Creo haber dicho antes que una de mis predilecciones al ir conociendo tantas y tan desemejantes urbes es la de poder viajar en el tiempo. Amor es una ciudad a la que tendríamos claras tentaciones de denominar “eterna”. Pero sería una simpleza. Amor es bella en las estaciones más húmedas. Es más bella que todas las demás  sobre la tierra y más allá. Sus construcciones están hechas de grandes piedras. Piedras o sillares ciclópeos, como las que usaran antaño algunas civilizaciones remotas. Pero muy pocas de sus construcciones de mayor volumen están terminadas. Los edificios más comunes, sin embargo, no son siempre de sillares de piedra caliza o arenisca; sino también de ladrillos y otro tipo de mazacotes levantamuros compuestos de diversos tipos de arcillas, que oscilan entre los ocres y amarillos y los rojos o amarronados. Por lo general, es frecuente ver estos ladrillos o adoquines en combinación con la madera como material de construcción. Se trata de edificios de un simplicidad arquitectónica notable, rematados, cuando lo están, por un tejado de tejas rojizas (valga la redundancia) a dos aguas con sendos achaflanados en los extremos más estrechos. Pues constan tales edificios de una planta rectangular, las más de las veces. Sin embargo, dista mucho Amor de ser una ciudad como otras que hemos podido ver antes, en las que la monotonía aparente o el monocordismo constructivo era la nota predominante. Incluso la franca alienación. No. Aquí en Amor no hay en absoluto monotonía. En realidad, este modelo de edificio que hemos descrito está diseminado por ahí, y, si bien es cierto que se deja ver bastante, no lo es menos que hay otros diez o quince modelos arquitectónicos que tienen su asiento en esta orgánica y deliciosa urbe. Debemos decir también humanamente caótica. A veces nos encontramos con casitas más pequeñas. En ocasiones con casas que evidencian la existencia de marcadas y desemejantes clases sociales; casas de aparente sencillez, pero rodeadas de grandes terrenos, bosquetes, jardines y otras dependencias que con toda probabilidad hagan las veces de gimnasios, bibliotecas, balnearios, etc.
El bullicio de Amor no creo que nunca me llegase a resultar fastidioso. Pero es mucho, desde luego. A mí me gusta el bullicio, cuando no está amplificado por una máquina eléctrica de sonido y unos inmensos y estúpidos cajones dispuestos a ensordecernos.




VÉRTIGO

Ya se imaginan. Sí. Estuve en Vértigo, una de las urbes que más fascinación me han producido, para dar una pequeña charla sobre mi último libro. La presentación tuvo lugar en la planta 855, a unos 1770 metros de altura, y sobre nosotros se levantaban todavía 75 plantas más. Me acompañaba una amiga que sufría de mareos si se subía a la boardilla de mi chalé, y debido a tal aprensión, tuve que rogar a los organizadores que, por favor, la celebración del  acto tuviera lugar en el edificio más bajo que existiera en la ciudad, consciente y avisado sobre las empíreas dimensiones de Vértigo. Me dijeron que sí, que lo celebrarían en el edificio más bajito. Desde el pequeño ventanuco del avión, en el horizonte, divisamos la ciudad como una formación cuarcítica flotante en el espacio, y parecía que nos íbamos directos a estrellar sobre su brillo azulino, como si nos hubiéramos convertido en maníacos suicidas asesinos. Pero por fortuna la nave comenzó un repentino descenso que nos produjo en la boca del estómago una sensación de asco solo comparable a la de los sueños más nauseabundos. El aeropuerto terminaba bruscamente donde comenzaba la ciudad, o al menos esa era la impresión; como si pegada a uno de los extremos de las pistas de aterrizaje se alzase la mole de edificios, una pared descomunal y oscura cuyos extremos superior y laterales se hacían invisibles a la vista, porque no se alcanzaba a ver los límites. Así que uno se sentía hundido en el aeropuerto. Un leve agarrón de náusea  estomacal  se instaló tanto en mí como en mi amiga y ya no nos abandonaría hasta tres horas después de haber abandonado Vértigo y regresar a nuestra villa habitual. Aunque el aeropuerto de Vértigo era de dimensiones muy considerables, con toda probabilidad más grande que el de cualquier capital del mundo, sin embargo se empequeñecía bajo la sombra de aquella masa de hormigón, vidrios, hierros y automóviles flotantes. Lo más nauseabundo de Vértigo era la ausencia total de vegetación a lo largo y ancho de sus abisales avenidas. Y lo más artificial y a un tiempo asombroso era la gestión de la luz y su descomunal gasto de electricidad. Las partes bajas de la ciudad estaban día y noche iluminadas por luz eléctrica que salía de focos enterrados en el suelo bajo cristales muy gruesos pero siempre perfectamente limpios y cuidados; o de pequeños faroles sujetos a las fachadas de los edificios. Cada cinco pisos había una hilera de estos faroles que formaban líneas inacabables de luz doble, orientados arriba y abajo. La altura de las luces marcaban en el aire las pistas para los vehículos, que se movían impulsados por energía o fuerza magnética. Me explicaron cómo funcionaban. Un dispositivo sencillo producía una contramagnetización con respecto a la fuerza de atracción de la tierra. Luego, bajo el vientre de cada uno de estos tecnificados vehículos, se disponía una esfera contramagnética que iba generando impulsos en diferentes direcciones, al criterio del conductor. En vez de volante, se pasaban las manos suavemente por una bola de material indefinible, híbrido entre metacrilato y metal caliente. Entonces se podía girar, subir, bajar, acelerar o decelerar, todo con la misma bola, en verdad susceptible de ser llamada “bola mágica”, que era como se la conocía en la lengua vernácula. Eran unos artefactos sutiles, que se manejaban más como un ingenio de adivinación que como un automóvil de los convencionales que todos nosotros conocemos. Me extraña que yo mismo, tan poco dado a observar con ninguna admiración ni detenimiento los productos de la tecnología, me detuviera tanto en aquellas máquinas; pero es que no podías quedar indiferente. Al contrario que los coches de cualquier otra ciudad o carretera, cada vez más complicados y llenos de botones cuya función llegamos a olvidar por completo, estos vehículos flotantes disponían únicamente de los asientos y las bolas mágicas de conducción. Eran cómodos. Y había tantas bolas como asientos. Esto significa que podía conducir el vehículo cualquiera de los pasajeros. Si una bola mágica estaba siendo la que enviaba las instrucciones a la esfera desmagnetizadora bajo los asientos, entonces las otras se bloqueaban. Si este conductor soltaba las manos de la bola, otro podía tomar la suya y hacerse con el mando del vehículo flotante. Es bastante absurdo que esté describiendo estos coches voladores, dignos de una historia barata de ciencia ficción, pero es que si lo pensamos un poco, en esta ciudad de Vértigo no había otra forma de desarrollo lógico. La evolución de la ciudad había posibilitado, es más, forzado la invención de estas máquinas.
De modo que en las capas bajas y medias de la ciudad uno no sabía cuándo era de día y cuándo era de noche. Sólo a partir de la planta 850 se hacía innecesaria la iluminación eléctrica, fuera ya de las profundidades oscuras y los entresijos de calles y cruces, espacio aéreo atravesado por un constante flujo de vehículos flotantes que se desplazaban en todas las direcciones con aparente y engañoso caótico movimiento, despidiendo rayos de luz eléctrica. Era lo que se denominaba Línea de Luz Solar. A partir de esta altura, unos 1750 metros más o menos sobre el nivel inferior, la ciudad era como una ciudad moderna cualquiera, como podría ser, por ejemplo, el centro de una ciudad norteamericana. Si no fuera, claro está, porque carecía de suelo en las calles, y se abría bajo nuestros pies un enorme laberinto de avenidas, plazas, cruces, calles y callejuelas de una profundidad abismal. Así que a partir de la Línea de Luz Solar era como una ciudad independiente y flotante toda ella. De hecho estaba prohibido volar con los vehículos a partir de esa altura. Desde allí sólo se podía ascender más a través de los edificios, por sus escaleras o, mejor, por sus ascensores, que, eso sí, funcionaban con una vertiginosa perfección y una celeridad pasmosa. Uno podía subir 1000 pisos en apenas un minuto, y no había grandes sensaciones de aceleración. Sin embargo, generalmente la gente prefería moverse en vehículo flotante hasta la Línea de Luz Solar y una vez allí tomar el ascensor o sencillamente quedarse a esa altura, donde proliferaban los establecimientos de ocio, las oficinas y otros lugares públicos de la ciudad. Como confluía allí tanto vehículo varado, suspenso en el aire de la Línea de Luz Solar, la organización municipal debía de ser máxima y los atascos resultaban inevitables incluso para máquinas tan sutiles como aquellos vehículos flotantes. La policía andaba rápida para despejar de artefactos las segundas, triples y cuádruples filas que se formaban. Desde la sala de conferencias donde presenté mi libro podía verse ventanas abajo la inmensa, levemente angustiosa, profundidad abisal, entre oscura e iluminada de luz halógena y fluorescente. Mi amiga intentó no poner los ojos en aquellos laberintos e iba con la cabeza hacia arriba, pues desde allí aún llegaba luz solar que se colaba por las ventanas con pereza a esas horas de la tarde.
La vida era bulliciosa en la Línea de Luz Solar. Cines, teatros e incluso peatones, de los que aún no hemos hablado. Los peatones de la capa denominada “cero”, donde se hallaban aquellos focos acristalados de luz potente y homogénea, que no llegaba a deslumbrar, podían ocupar todo el espacio de la calle, porque de hecho no circulaba ningún tipo de vehículos. Estos empezaban a hacerlo a partir de la primera línea de faroles dobles, esas infinitas líneas de luz que enfrisaban cada fachada de Vértigo, y que se iban remontando arriba hasta la Línea de Luz Solar en un número de 170 líneas lumínicas. Hasta allí, los vehículos se movían en el aire como abejas sin zumbido. Dicen que algunas personas no habían subido hasta la Línea de Luz Solar en toda su vida, y que lo único que conocían era la capa “cero”. Yo no quise descender, y menos aún mi amiga, tan aprensiva como hermosa. De hecho, la ciudad se estaba dividiendo cada vez más entre la extraña gente de la “zona cero” y la gente bulliciosa y alegre que trataba de vivir con la mayor jovialidad posible a partir de la Línea de Luz Solar. Nos tocó por suerte, durante nuestra estancia de apenas cinco días, disfrutar de la campaña electoral para los últimos comicios a la alcaldía. Uno de los candidatos llevaba entre las promesas más golosas de su programa electoral crear una estructura de calcio, metales preciosos y finalmente asfalto para dejar definitivamente soterradas las capas lumínicas y abisales que conducían hasta la “zona cero” de Vértigo. Allí encerradas y con la capa de nuevas calles, plazas y parques entre las fachadas de los edificios, crecería la nueva ciudad de Vértigo. Los vehículos flotantes perderían su poder desmagnetizador, desde luego, pero podrían transformarlos en hermosos coches con asientos de piel, un volante circular, tres pedales o dos, si se optaba por el cambio automático, un aparato de música y tantos botones que uno no supiera ya ni para qué sirven.
Desde mi casa pude escuchar en la radio, ver por televisión y leer en la prensa cómo se terminaron de dirimir aquellas disputadas elecciones de Vértigo. Finalmente ganó la opción que proponía dejar la ciudad abierta a los abismos. Al menos la gente, no tan torpe, había optado por algo nada absurdo, evitar poner a Vértigo patas arriba con las eternas obras y sus molestas incomodidades para los ciudadanos.
 

PAZ

Después de los abruptos montes de Ucivilós, una barrera de rocas agudísimas, desfiladeros, nieves perpetuas, gargantas infinitas, bosques de especies desconocidas con acículas empozoñadas, hojas y cortezas letales, con una media de altura que frisa los 3.000 metros, su clima adverso y tempestuoso y las lluvias de granizo longuilíneo y afilado, que podrían dejar picado como una masa informe de carne, vísceras y sangre al más protegido de los mortales, después de atravesar esta infranqueable puerta de la naturaleza gracias a las artes y la sabiduría de mi amigo y cicerone Pácilus, quien conoce, junto con una piña escasa de hombres sabios, los accesos arcanos a la ciudad de Paz, atravesando las entrañas de la tierra, después, se sale por una boca de gruta y se encuentra la más dulce llanura verde que uno pueda imaginar; frente a los ojos, tras haber dejado atrás diez horas de camino subterráneo, mefítico y oscuro, húmedo, con un penetrante olor a cal, a tierra empapada y, por momentos, a amoníacos y azufres pestilentes, al llegar a aquella extensión de tierra plana, reverdecida y soleada, uno siente algo muy semejante a lo que un alma ha de sentir cuando arriba al paraíso. No puede ser superior. La vegetación se nos antoja conocida. Está esparcida con una apacibilidad y armonía más allá de cualquier técnica jardinera. Agrupaciones de árboles de hoja caduca en levísimas ondulaciones y suaves colinas que no restan la visión del horizonte. A media vista, un lago de agua espejada a cuyas orillas se ve lo que parece una manada de ciervos paciendo hierba y bebiendo agua. Todavía no he divisado la ciudad prometida, a la que tantas ganas tenía de visitar. Paz. Por mucho que me esfuerzo en columbrar de lejos algún tipo de aglomeración humana, algún destello rojizo de tejas muy en lontananza, algún brillo vítreo de ventanas donde refleje su luz el sol, no podía descubrir nada. Los árboles, como decía, dan la impresión de ser tilos pequeños, manzanos y perales, almendros y toda clase de rosáceas, muchas de ellas en flor; también se podían ver castaños, y, más allá, a un lado de la extensísima, infinita vega, en la margen nororiental, subiendo por leves colinas, un bosque de hayas con algún roble entreverado y abedules en las partes altas. Lo demás, el suelo, estaba cubierto por una hierba que se diría cortada brizna a brizna. No había senda, sino que uno caminaba por un todo alfombrado, que por algunos lugares se convertía en un suave pastizal de hierbas altas con color cetrino y un olor dulzón, tal vez proveniente de las flores color calabaza que de vez en cuando se esparcían en vivarachos grupos. «¿Cuándo llegaremos a Paz? No se puede ver desde aquí aún». Habíamos dejado atrás Ucivilós. Tan atrás que ya no se podía sino adivinar su perfil azulado con cien líneas superpuestas hacia el horizonte. El terror que inspiraba de cerca aquella sierra de montañas infernales se había diluido en un perfil de inocente y lejana hermosura. «Tranquilo: ya pronto la podrás vislumbrar», me respondió el bueno de Pácilus. El cielo estaba tan limpio, la temperatura era tan perfecta, que uno sentía miedo a estar en un lugar de donde ya nunca pudiera regresar. Todo tan verde. Todo tan benigno. Una feracidad tan poco feroz. «Dime, Pácilus, ¿por qué es tan verde esta tierra tuya si el clima es tan apacible como parece?». Sin dejar de mirar al frente, caminando con sosiego de santo, y apoyando su bastón a cada paso, respondió lacónico: «Porque en la Euvega de Paz el cielo riega la región tres noches cada nueves días». Tardé un rato en entender algo tan aparentemente sencillo. Y repetí internamente: Vamos a ver: tres noches cada nueve días. Bien: «¿quieres decir que por el día nunca llueve?». «Nunca, salvo días muy señalados en los que conviene; para que los niños salgan a las puertas de las casas y jueguen bajo los cálidos y copiosos chubascos, y para que las viejas puedan lavar las habichuelas esparcidas sobre los cendales». Durante este intento por comprender algo sobre la climatología de tan hermosa e inexplicable región, llegamos a un pequeño alto de cima redonda, y abajo, a notable distancia, podía otearse Paz, por fin, nacida como si se tratara de un brote espontáneo de la orografía o del alma. La luz de la tarde caída como un manto violáceo sobre las construcciones de adobe y piedra. Por eso todo era una confusión de tonos entre el naranja y el azul. No era una ciudad grande, claro; pero era una ciudad de una armonía tan excelsa que bien merecería que la escribiéramos con “h”: harmonía, pues es como debería ser esta palabra a la que la progresía fonética ha ido desnudando. Destacaba entre todas las construcciones una con su torre muy alta de piedra ocre, que por la luz crepuscular parecía flotar en el cielo tibio del atardecer. Un aroma de azafrán dulce inundaba el aire. Cuatro arcos de medio punto pequeños culminaban la torre antes de comenzar su tejado de tejas de arcilla a cuatro aguas. Bajo estos vanos se abrían dos filas más de arcos, que iban siendo más grandes a medida que descendían. En total, tres pisos con cuatro arcos cada uno, orientados hacia los cuatro puntos de la rosa de los vientos. «Es la iglesia, ¿verdad?», pregunté a Pácilus, quien se sonrió con toda la sorna que es capaz de manifestar un hombre tan bondadoso. Cuando fuimos llegando a Paz, volví a parar mientes en aquella torre. La esperada iglesia que debería sustentarla no existía; en verdad aquella torre estaba suspendida y flotando en el aire; no era una apariencia producida por la luz, la tibieza o el olor del azafrán dulce. La torre estaba en volandas sobre la ciudad. Era la ciudad de Paz.