viernes, 7 de abril de 2017

Desierto, creosota y paz

Entre las adicciones, ninguna más poderosa que la de la propia vida, pese al conocimiento de que resulta siempre letal. Los caracteres suicidas resultan excepcionales, son muy pocos y con toda probabilidad el día que deciden arrancarse la vida no han pensado en lo definitivo que esto resulta; es una solución que clausura para siempre cualquier otra alternativa. Por otro lado, siempre puede haber alguien que se alegre de tu muerte. Un tipo de orgullo nos preserva. "¡Que se suicide otro!", parece que exclamamos. La desolación del espíritu y la pérdida del gusto por vivir conducen al suicida hasta su postrer consumación. 
El dolor físico hace llorar algunas tardes y arrastra el ánimo hasta rincones oscuros, pero ni siquiera así es suficiente para dejar de amar la vida. Alienta la luz, el nacimiento de las hojas verdes, el rebullir de cualquier ecosistema que nos albergue. Y el no saber si detrás de alguna esquina del tiempo, igual que aquel día nos arrasó Belcebú, nos puede cubrir inesperadamente el manto de la buena fortuna. A esto le llaman esperanza, y la esperanza no es la felicidad, pero le sirve el mantel para que se siente. Podrá servirse o no el banquete, pero por de pronto se aguarda frente a la cubertería, las copas y las candelas.
Esta adicción, este delicioso vicio, no quita que podamos regocijarnos con el hipotético regreso a la paz mineral. Como fórmula de algo semejante a la meditación trascendental, contemplarse a uno mismo transformado en un esqueleto completamente limpio es algo que a mí, personalmente, me produce paz y sosiego. Y siempre que hago este ejercicio de imaginación, evoco una descomposición rápida y pulcra de mi cadáver sobre la arena del desierto. En poco tiempo, los huesos pulcros se calientan bajo el sol sin que nada les afecte, porque ya no hay carne, ni encéfalo, ni red nerviosa. En verdad, esta ensoñación nihilista parece haber nacido después de mi accidente de moto y la consiguiente tetraplejia, con su cortejo de dolores permanentes. El desierto se ha convertido, dentro de mi particular código semiótico, en el símbolo del descanso eterno.
Resulta que, poco aficionado a las series de televisión, hay una cuyos ocho capítulos digerí en un par de tardes o tres, y fui embaucado por su ritmo narrativo, la psicología bien trazada de los personajes, la reflexión sobre el mal y una ambientación paisajística que se convierte en reflexión y hechura de la soledad del ser humano. Hablo exclusivamente de la primera temporada de True Detective (2014). Desde mi punto de vista, en el último capítulo de esta primera entrega —de sentido completamente unitario, cabal y cerrado— hay una escena final en la que los dos protagonistas, los dos detectives compañeros y de rara amistad, mantienen una conversación pseudofilosófica, mediante la cual el guionista arruina por completo toda la carga de profundidad con la que estaba caracterizado el personaje principal. Era precisamente el escepticismo de Rust (Matthew McConaughey), una suerte de metafísica texana, un brote nitzschesiano en la estela de Robert Ervin Howard, lo que le otorgaba cierta complejidad subyugante. 
Martin y Rust (Woody Harrelson y Matthew McConaughey
Y también el engañoso contraste con su compañero Martin (Woody Harrelson), tan descreído como Rust, pero sin capacidad para enunciarlo, falsamente encorsetado en el conservadurismo de un sureño de Luisiana y su doble moral. Cuando al final se vierte bajo las estrellas nocturnas un mensaje ñoño, como si quisiera enmendarse el nihilismo con una dosis disfrazada de moralina creacionista, por lo tanto, ¿en qué queda el esplendor de la duda sembrada a lo largo de los ocho capítulos? ¿Para qué se siembra la duda inteligente?: ¿para arrancarla de cuajo mediante la escena final de un diálogo de renuncia a la complejidad y la incomprensión?


El caso es que la pequeña pieza folk de los títulos de crédito con los que comienza cada capítulo de True Detective, Far from any road, alcanza cierta fama gracias a la serie. El autor es Brett Sparks, quien canta con su esposa Rennie (The Handsome Family es el nombre del grupo que forman). Un ritmo sencillo, facilón y embaucador a partes iguales, con un texto de cierta envergadura lírica. El símbolo del desierto, la muerte y la paz mineral. Se me ocurre a continuación transcribir la letra en inglés, postular por mi parte una traducción libre, parafrástica, un poema paralelo que funcione en castellano con el sesgo que yo quiero darle y que se relaciona directamente con cierto fetichismo simbólico, y, finalmente, que se escuche el tema. Ahí va:
Se dice de un cactus del desierto
que sólo florece una vez cada
tantos años, y durante apenas
unas horas, y que quien lo
observa florecer
enloquece o muere.


From the dusty mesa
her looming shadow grows,
hidden in the branches
of the poison creosote.
She twines her spines up slowly
towards the boiling sun
and when I touched her skin

my fingers ran with blood.
In the hushing dusk, under a swollen silver moon,
I came walking with the wind to watch the cactus bloom.
A strange hunger haunted me, the looming shadows danced.
I fell down to the thorny brush and felt a trembling hand.
When the last light warms the rocks
and the rattlesnakes unfold,
mountain cats will come to drag away your bones.
And rise with me forever,
across the silent sand,
and the stars will be your eyes,
and the wind will be my hands.


             The handsome family, Brett Sparks, Far from any road.

Creosota o gobernadora, Larrea tridentata
común en el desierto de Chihuahua, en México 
y Estados Unidos, destila y vierte 
un aceite tóxico que mata cualquier 
otra planta a su alrededor
con el fin de ser ella quien aproveche 
la poca agua del subsuelo.

Desde la meseta polvorienta
se ciernen sus sombras inminentes,
escondida entre las ramas
de un arbusto venenoso de creosota.
Ella lentamente entrelaza sus espinas
contra el hirviente sol,
y cuando yo rocé su piel
mis dedos comenzaron a sangrar.

Mudo el crepúsculo, bajo una luna inmensa y plateada,
vine caminando con el viento para ver florecer el cactus.
Me sedujo el deseo de lo ignoto
y me arrojé a las espinas del arbusto,
bajo el baile amenazante de las sombras.
Me acarició la temblorosa mano de la muerte.

Sobre las rocas todavía ardientes
por la postrera luz del sofocante día
las serpientes de cascabel se desenroscan
y los pumas vendrán para arrastrar mis huesos.

Por fin y para siempre ascenderemos juntos
atravesando la silente arena;
serán tus ojos entonces las estrellas
y mis manos el viento que las mueve.