miércoles, 6 de noviembre de 2013

El hombre medular, Cap. I, 1

Cap. I
¿Final o principio? Lo onírico


Santiago de Querétaro, 11 de abril de 2013


Un jueves de nuestra nueva vida en México. Como cada mañana, Mildred había salido a llevar a los niños al colegio. Detrás de ella me levantaba yo, casi de forma inmediata; en ocasiones los niños eran quienes me despertaban subiéndose a la cama y queriendo volver a dormirse conmigo; a veces era yo quien les pedía que subieran a darme un beso de despedida antes de irse al colegio. Salían de casa y me quedaba unos minutos más en mi dormitorio. Cuando salía de la habitación ya duchado y vestido hacia la cocina, en la cafetera permanecían algunos fríos residuos de café del día anterior y tenía que prepararme café nuevo porque Mildred había salido sin tomarlo, calentaba leche en una taza, vertía un poco de café y lo ponía sobre la mesa. Detrás se encontraba uno de nuestros muebles favoritos, una alacena que habíamos comprado después de casarnos, confeccionada con madera de pino de Ronda y comprada en una pequeña tienda del barrio de Cascorro en Madrid. Había viajado con nosotros primero hasta nuestra casa de Asturias y después, en un contenedor repleto de muebles, cajas de libros, cajas de juguetes, las bicicletas de los cuatro y una innumerable cantidad de objetos más o menos inútiles, cruzando el mar había llegado hasta la ciudad de Querétaro.
Abrí la hermosa alacena en busca de algo que desayunar, probablemente algo de pan dulce, algún bollo, o cereales, alguna pasta. ¿Por qué Mildred no había preparado café aquella mañana? Recordé que habíamos quedado en el centro, cerca del colegio de los niños. Podía gozar a través de los grandes ventanales de un sol ya golpeando en la araucaria del jardín, en los incipientes frutales del fondo o en el granado del rincón. Si íbamos a desayunar Mildred y yo juntos, no tenía sentido comer nada, así que cerré el armario, me senté de lado frente a la mesa redonda, pegué unos tragos de café y me levanté del comedor. Sin demasiada prisa, me enfundé la chamarra de cuero que agarré de la percha, mi casco y mi mochila cargada sobre las espaldas. De pronto recordé tomar mi cámara de video. En el traslado desde España se me había extraviado el cable para recargar su batería y debía buscar en alguna tienda otro cargador compatible. Metí la pequeña cámara en mi mochila y volví a colgármela detrás de las espaldas. Al correr la puerta de entrada de la casa, una ráfaga de aire fresco, una temperatura suave y los rayos del sol recién nacido inundaron mi alma de la dicha de saber que comenzaba un nuevo día.
En el garaje abierto, cuyo techo correspondía a una de las terrazas de la segunda planta, el Honda Accord con el que Mildred y los niños acababan de salir hacia el colegio había dejado un hueco, y mi moto solitaria, una Kawasaki Vulkan 750 del año 2004 de color azul cobalto. Las insignificantes portezuelas de metal se encontraban abiertas de par en par. Como cada mañana, introduje la llave, la giré y después de un par de intentos arranqué el motor. Mirando hacia atrás, dejé caer la moto poco a poco hasta aparcar de forma provisional en el centro de la calzada, apoyada sobre la pata de cabra. Cerré las portezuelas de metal porque recordé que aquel día Mildred y yo desayunaríamos juntos en el Tulipe, un hermoso restaurante de estilo francés próximo al colegio.


Era algo estúpido, porque me consideraba a mí mismo como un atavista, alguien a quien los vehículos no le deberían hacer demasiada ilusión; sin embargo, la visión de la Kawasaki arrancada en posición ligeramente inclinada y en medio de la calle me parecía una estampa atractiva. Como motivaciones vitales, amén de las cuestiones afectivas atingentes a mi familia, a lo que confería auténtica importancia era a la literatura, al camino emprendido hacia un mayor grado de sabiduría, a los amigos, a una buena conversación, a la observación de la naturaleza. Así que con una delectación algo absurda, me subí a la moto y emprendí la marcha. Un olor a fresco, riego reciente y a ciertas plantas esparcidas por el fraccionamiento que exhalaban sus primeros alientos de la mañana golpeaba mi cara. Excepto en carretera, solía ir en la moto siempre con la quijada levantada. Me paré frente a la caseta de los guardas del fraccionamiento, saludé a uno de ellos y me abrió la barrera. Después de bajar la gran cuesta llena de socavones que dejaba a mi derecha un poblado de calles sin asfaltar y casas maltrechas o a medio construir, me fui incorporando a la autopista del Libramiento Sur. Me bajé la quijada del casco hasta escuchar el clic de los cierres y me puse a una velocidad tranquila de 110 kph. El tráfico era fluido e iba entrelazando con suaves curvas adelantamiento tras adelantamiento. Al llegar a los espléndidos arcos giré a la izquierda en dirección al restaurante. Los arcos suponen el emblema de la ciudad de Santiago de Querétaro y son los restos casi intactos de un acueducto construido en el siglo XVII. Serían en torno a las ocho de la mañana cuando aparqué la moto sobre el caballete al tiempo que miraba en el interior del restaurante a través de la ventana para ver si se encontraba dentro a Mildred. Ya de pie y con el casco en la mano miré en derredor y divisé a lo lejos a Mildred acercarse por la banqueta.
La saludé con un beso y abrimos las puertas del restaurante. El mesero nos conocía y saludó afectuosamente para después ubicarnos en la mesa habitual, frente a la ventana. Solíamos desayunar juntos en el Tulipe una vez a la semana. Un nutrido desayuno de chilaquiles con huevo frito, jugo de naranja, panecillos dulces y un buen café. Después de una breve charla, pagamos nuestra consumición, salimos a la calle y Mildred volvió a caminar calle arriba. Me la quedé mirando un rato, y desde lejos volteó y nos dimos un adiós con las manos. Me enfundé el casco, subí a la moto, arranqué y desaparecí entre las calles de la ciudad.