jueves, 9 de diciembre de 2010

El puente de la Constitución nos deja el recuerdo de muchas horas de lluvia en los cristales, un pozole que preparé para unos amigos, poca lectura, poca música y muchas horas con mis hijos, Blanch y Guz: luchas en el suelo y en la cama, juegos por toda la casa, alguna película juntos, paseo en bicicleta hasta Oviedo por una senda verde (por la noche no sabía si estaba enfermo o simplemente agotado; tras el sueño resurgí de mis cenizas, como acostumbro hacer cada cierto tiempo). Guz cumplirá estos días 8 años; Blanch acaba de cumplir los 4. ¡Prodigio de vida, energía y exprimir el presente! El saldo de estos días de asueto en casa (rara vez nos quedamos en ella y casi siempre aprovechamos días libres para hacer alguna escapada), por mucho que mis lecturas y otros pasatiempos de diletantillo se hayan visto muy mermados, es absolutamente positivo en réditos de paz interior y cariño desplegado hacia mi progenie descendiente.
Durante mis días en México, con los que empiezo a tomar distancia, mantuve mi estómago en perfecto estado de salud gracias al milagroso omeprazol. No sé si tiene efectos adversos, pero sí sé que tiene una facultad mágica: hace desaparecer el estómago. Y esto es agradable, porque comes pantagruélicamente, con especias, comida muy picante, no importa, el estómago no existe, y la digestión y las visitas al servicio son puntuales y perfectamente ortodoxas.
Pues bien, presumí durante estos días de dos aspectos que esperaba se hubieran mostrado más adversos: no tuve jet lag, y el estómago seguía perfecto incluso días después de haber suspendido mi dosis diaria de omeprazol (basta uno genérico) y manteniendo mis comidas picantes (me traje una bolsa repleta de chiles verdes -jalapeños, seranillos y habaneros- y secos -de árbol, habaneros, guajillo, pasilla, ancho-). Hoy, sin embargo, vuelvo a sentir acidez. Si sigo así, me someteré con dignidad al omeprazol una vez más, como si tengo que vivir con él todas las Navidades.
En mi humildísimo jardín, en un arriate pegado a la pared, planté cilantro hace un par de meses o tres, y llevo todo este tiempo fabricando mis salsas con la deliciosa hierba, de un frescor que sobrepuja con mucho las alegrías del perejil, a mi parecer. Un placer de los auténticos, los frugales, los de la mesa tosca de madera, la jarra de vino y el tasajo de queso con pan, los placeres filosóficos, propios del antiguo hedonismo de los filósofos del Jardín (Epicuro): salir al jardincillo, arrancar unos manojos de cilantro, lavarlo bien con agua fría, tumbarlo sobre la tabla y comenzar a cortar con el cuchillo, a golpes, acercando las narices para absorber el aroma fresquísimo de esta yerba también llamada perejil indio. Se le agrega a la cebolla, los chiles y el tomate muy picados, un poco de sal. Ya está: pico de gallo. Puedo comerlo a cucharadas.
Sobre el pozole: a mi entrada en el aeropuerto de Oviedo, un amable guardiacivil me preguntó:
-¿De dónde viene?
-De México -le respondí.
-¿Trae usted comida fresca, algo verde, carnes... de Mexico?
-No, agente... bueno, sí -retraje mi tono de voz, como en tono cómplice con él, y agregué, mientras le miraba al profundo de los ojos-: traigo una botellita de tequila.
-Pase -me dijo.
Y llegué indemne hasta mi casa con ¡dos botellas de tequila!, los chiles verdes, una lata de ¡tres kilos! de maíz gordo para hacer pozole, varias bolsas de chiles secos y un par de botes de cajeta. No es delito, agente, que lo único que se les puede alegar es que producen algo de acidez, si no se toma omeprazol.
Como Pablo Jauralde dice que sea breve en mis entradas, me reservo para la próxima vez la receta del pozole y cómo me quedó.

martes, 7 de diciembre de 2010

Nuevas reglas ortográficas

Desde hace días aguarda en despensa de Diarius material para una nueva entrada a costa de las nuevas reglas ortográficas que ha decidido incorporar la Real Academia de la Lengua en su última Ortografía.



Se dice que «doctores tiene la Iglesia». Y con este adagio nos quitamos de encima la responsabilidad de tener que decidir. O no, lo que quizá es peor. La opinión es libre, y generalmente el vulgo (entre quienes me incluyo) esgrime disparates sobre cualquier cosa que escucha. Son legión abundantísima, inagotable, quienes muestran opiniones fuertes y apodícticas sobre temas políticos, sociales, económicos; más allá, hay quienes se atreven, apelando al criterio excelso de que lo mismo vale su subjetividad que la de otro cualquiera, a opinar y clasificar las más dispares obras de arte; pero también se atreve el personal de forma masiva a esgrimir chorradas ante cuestiones científicas. Por eso, las nuevas reglas ortográficas no se han mantenido indemnes al común opinar de los mortales hispanohablantes. Opinar sin saber no es indicio de una sociedad culta, sino de una sociedad verborrágica. Pero las cuestiones de la lengua parece que atemorizan más que, pongamos por caso, las aseveraciones escatológicas (en su sentido metafísico, ¡oh, ambivalencias semánticas!) de un tipo llamado Stephen Hawking, que inmediatamente han provocado un polvorín de críticas entre fervientes religiosos de toda laya, que juzgan al conspicuo esclerótico (no mental) como intruso inoportuno en teología. Frente a esta sociedad parlanchina, criticona, opinadora y facunda, cuando la Real Academia de la Lengua edita un texto normativo, todo el mundo traga saliva, hunde la mirada, agacha la testuz y reverencia a sus señorías las autoridades lingüísticas. La norma hecha libro convierte un diccionario, una ortografía o una gramática en textos religiosos; incluso los más rebeldes irán en unos años a consultarlos para resolver verdades acerca de la lengua. Puede haber quien al principio repruebe alguna de las medidas, pero generalmente yerra en el tiro y denuesta las nuevas normas por razones desviadas, escudando su defensa generalmente en un exceso de conservadurismo. Acierta en la crítica, pero cree que se trata nada más de medidas de laxitud propias de una época donde predomina el pensamiento líquido. Y no se trata de eso.

Llevamos observando, y es sólo (con tilde) una opinión vulgar más, que, cada cierto tiempo, la ilustrísima institución que nació para limpiar, fijar y dar esplendor, siente la apremiante necesidad de publicar, anunciándolo a los cuatro vientos, un nuevo libro, generalmente a un precio disparatado y en un formato de excesivo lujo. Y como somos malpensados, nos huele a negocio. Y donde hay negocio no hay más verdad científica que la de la economía.

 

Después de lo cual, declaramos:

Relajar la necesidad de marcar con tilde el adverbio sólo frente a su homónimo el adjetivo solo me parece una mala, malísima decisión que les habrá de pesar a sus señorías con el transcurrir del tiempo. Podría alargarme con disquisiciones lingüísticas que he ido mascullando durante años, pues la norma no se la han sacado de la manga ahora sino que llevan ya mucho tiempo anunciando el cambio, y de hecho, si es que no me equivoco, la tilde sobre el morfema «solo» era desde hace tiempo únicamente optativa y cada uno podía decidir; pero trataré de resumir. Frente a los muchos argumentos con los que la Real Academia de la «Luenga» trata de mostrarse progresista y modelna, aduciendo en su proceder adecuación a los tiempos tecnológicos, accesibilidad de sus obras al vulgo, y otras simplezas retóricas y de pura mercadotecnia a las que parecen venderse incluso algunos de los sabios que sí existen repartidos entre sus conspicuos, aterciopelados y púrpuras asientos, frente a esto, existen razones simplemente científicas. El uso escrito de la lengua, se haga con ordenador o a mano, con pluma, bolígrafo o lápiz y papel, debe atender, me parece a mí, a una máxima elemental: la fluidez. La escritura debe ser lo más automática posible para no entretener al proceso intelectual paralelo, aunque este proceso intelectual sea simplemente acordarse de la lista de la compra y dejarla escrita a tu cónyuge para que se acuerde de pasar por el supermercado. El uso discrecional de la tilde al que invita la Academia disrumpe en el acto espontáneo que debería prevalecer en el proceso de escribir. Máxime cuando contamos con la suerte de tener una lengua de extremada claridad fonética, en la que cada sílaba se pronuncia, groso modo, de una única manera y como tal se transcribe en su código escrito.
Regresemos al caso de la lista de la compra que una esposa escribe a su marido. A la hora de escribir «recoge a los niños y trae solo lo que pongo en la lista», deberá pararse para ver si hay en la oración casos de ambigüedad, y si debe poner o no tilde; si, finalmente, la señora no pone tilde, entonces el marido leerá y quedará confuso: «si voy por los niños y tengo que llevar solo la compra a casa, ¿dónde dejo a los niños mientras tanto?». Vale, la Academia dice que los niños no quedarán abandonados en la calle, sino que el marido sabrá resolver la duda solo. Solo. ¿Me quieren decir sus señorías, según el contexto, qué quiero decir con este último «solo»?: ¿Sabrá resolver la duda él solo, sin nadie más; o sabrá resolver la duda solo, únicamente, y no sabrá resolver otras cosas? Seremos insumisos y seguiremos escribiendo «recoge a los niños y trae sólo lo que pongo en la lista», y de esta manera, el marido sabrá que se trata de comprar únicamente lo escrito en la lista, y no de comprar en soledad. Seguiremos escribiendo «sólo sé que no sé nada», porque si no nos vamos a hacer un lío. ¿O se escribe «lio»?, porque ahora resulta que la Academia considera «truhán», «guión» y otras palabras, hasta ahora bisílabas y cuyo hiato quedaba claro sólo gracias a la tilde, como monosílabas, y dicen que les sobran las tildes: «truhan», «guion».


Espectrograma donde se aprecia la transición de un hiato.


En un espectrógrafo, hasta los más académicos podrán comprobar que la tilde marca hechos fónicos reales. Si quitamos la tilde de «truhán» y el hablante se apercibiera de la realidad fónica que se está violando (perceptible visualmente en un espectrograma), tal palabra pasaría en unos años a desarrollar, según las leyes fonéticas del español, una reducción vocálica, y muy probablemente terminaría evolucionando hasta dar en «tran». De hecho, encontramos ejemplos de cómo el hablante intenta hacer lo contrario: preservar mediante pronunciaciones forzadamente acentuadas, incluso donde no lo deberían ser, grupos vocálicos que interpreta al oído como diferenciados; así, es normal escuchar «adecúa» en vez del correcto «adecua». Esto sucede porque si no, al hablante se le diluye ese grupo /ua/.

A mí, que la /y/ se llame «ye» o «i griega» no me parece muy relevante, es pura nomenclatura. Que la /v/ se denomine «uve» —en España— o «be chica» —en Latinoamérica— tampoco nos afecta mucho a la realidad de la escritura ni de la lengua. La «ch» y la «ll» han desaparecido de facto del orden alfabético (contra natura, la verdad, pero todo sea por la unificación del alfabeto internacional y su indexación). La explicación nos llevaría otra vez a escribir demasiado para no poder evitar nada. Que «Irak» sea esto en vez de «Iraq», o «Qatar» «Catar» (aunque se confunda con un verbo tan simpático) también me parece, a humo de pajas, peccata minuta. Pero que «éste» adverbio no se marque con tilde frente a «este» adjetivo, igual que «solo», o se cambien formas de acentuación que hasta ahora han resultado perfectamente claras y que parecen de acuerdo con realidades fónicas concretas, me parece un disparate.

Habrá que esperar años hasta que se rectifique de nuevo. El nacimiento de la Real Academia de la Lengua Española en 1713 constituyó un acto de magnífico despotismo ilustrado, pero que a estas horas sigan funcionando por impulsos... Los arrebatos son ahora, en vez de aristocráticos (mucho más simpáticos), probablemente comerciales. En el siglo XX, la ortografía del español se perfeccionó tanto que es prácticamente imposible, y sobre todo innecesario, proceder a su periódica revisión, sin la cual no hay libros que vender. Gracias a cierta simplicidad fonética, a que el español sea una lengua que «se escribe como se habla», resulta ser la ortografía de nuestra lengua un sistema aprendible en una hora o dos de estudio, tras el cual debería ser imperdonable cualquier falta ortográfica, con la excepción de algunos casos como el de la /b/ y la /v/, la hache muda, y poco más. Lo de haber tocado las tildes en el sistema de los pronombres demostrativos o de la pareja homónima «sólo/solo» ha servido únicamente para complicar lo que estaba meridianamente claro y respondía además a una sustancia fónica comprobable mediante el espectrógrafo; craso error el de desautomatizar el proceso de la escritura. 

Mi invitación a la rebeldía es clara —y no puede ser más inocua—: ¡disientan con toda la razón! y sigan escribiendo el adverbio «sólo» con su tilde diacrítica,* igual que los pronombres demostrativos «éste, ésta, éstos, éstas», o palabras como guión, truhán, etc.

La académica casa prescribió en su día, por ejemplo, algo que, en definitiva, es mucho más baladí: que en vez de «whisky» se pudiera escribir el chocarrero «güisqui»; tras años de fracaso estrepitoso y rebeldía de la mayor parte de los escribientes, terminó por ceder y dar por buena su grafía anglosajona original. Después de todo, ¿alguien querría beberse un brebaje llamado güisqui? Pero para brebajes, los de los doctores de la Iglesia.



*Un signo diacrítico, en este caso una tilde diacrítica, sirve para diferenciar dos palabras homónimas con significados o funciones gramaticales diferentes, aun cuando no les corresponda el signo acentual según las reglas generales de acentuación —marcamos «sí» afirmativo con acento ortográfico para diferenciarlo de la conjunción condicional «si», cuando en principio ningún monosílabo debe ir acentuado—. De este modo, tanto a «sólo» como a «éste» no les correspondería llevar la tilde sobre la penúltima sílaba por ser palabras llanas terminadas en vocal. La tilde diacrítica serviría para diferenciarlas del «solo» adjetivo y el «este» igualmente adjetivo («sólo me gusta el café con leche» —función adverbial—, frente a «me gusta el café solo» —función adjetival—; o «mira éste lo que hace» —función de pronombre demostrativo—, frente a «este coche gasta muy poco combustible» abrir — función adjetiva—).