lunes, 4 de marzo de 2019

¿«Desobediencia civil» eso del independentismo?


En el denominado «Juicio al Procés» (proceso judicial de los encausados por el extravagante conato de independencia de Cataluña, llevado a cabo en el entorno de fechas que rodean al referéndum del 1 de octubre de 2017), Jordi Cuixart, presidente de Òmnium, ha afirmado que aquel primero de octubre (1-O) supuso un acto de «dignidad colectiva» —casi una contradicción y en cualquier caso una perversión del concepto de 'dignidad', virtud necesariamente individual—, y que todos los españoles deberían sentirse orgullosos por «el mayor ejercicio de desobediencia civil en Europa». Esta «desobediencia civil» está siendo salmodiada (salmo-Diada) de manera repetitiva por buena parte del independentismo catalán y sus defensores.
Resulta incómodo escuchar tal cosa para quienes podamos sentirnos inclinados por los beneficios morales de la «desobediencia civil». Es más, para quienes vemos más defectos que virtudes en buena parte de la prepotencia de los Estados y su atrabiliario «Imperio de la Ley». Sin embargo, ni Sócrates ni Séneca ni Gandhi, con quienes de manera megalómana quieren sentirse identificados algunos líderes del nacionalismo, ni su ejerciente desobediencia civil tienen nada que ver en absoluto con el movimiento político y social del independentismo catalán. Veremos por qué.

La desobediencia civil, trad. esp. por José Gabriel Baena
La desobediencia civil, trad. esp. José Gabriel Baena
Desobediencia civil: ¿dónde podríamos encontrar su definición originaria, su sentido más pulcro, para poder establecer después qué tipo de movimientos sociopolíticos podrían considerarse como tales y cuáles no?
Se nos ocurre pensar en antecedentes conceptuales, pero no se nos ocurre ningún antecedente en el que coincida el concepto con su expresión concreta «desobediencia civil» más allá de la obra de David Thoreau La desobediencia civil (1848). Este discurso convertido en libro, e incluso manual, es el resultado de una desobediencia personal efectuada por el simpático pensador estadounidense, a quien admiro intelectualmente y en quien se podrían ver antecedentes de cierto anarquismo moderado e incluso de cierto ecologismo; David Thoreau se negó, de forma pública y notoria, a pagar impuestos a un Gobierno, el de los Estados Unidos, que invertía parte del erario en hacer la guerra a México. David Thoreau, al considerar tal guerra como algo injusto, invitaba a la libre desobediencia ciudadana a no pagar, a no contribuir con su dinero a una causa inicua. En su desobediencia civil podemos rastrear los elementos que conforman, definen y acotan necesariamente este acto concreto de rebeldía:
elevado grado de conciencia;
transgresión de la ley establecida;
notoriedad (actuación pública, vocación divulgativa);
forma pacífica;
sacrificio personal (aceptar poder ser castigado judicialmente);
toma de decisión individual;
superioridad moral;
y, finalmente, actuar con aspiraciones de contagio social.

He leído en algún lugar que la desobediencia civil debe ser colectiva y no individual. Creo todo lo contrario. La desobediencia civil debe partir necesariamente de la libre voluntad consciente de un individuo cuyo objetivo político pueda ser contagiado a una larga cadena o masa de individualidades. Así que, lejos de convertirse en un movimiento colectivo, aspira a ser movimiento de individualidades conscientes sinérgicas. Pero puede quedarse dignamente en acto de uno solo.
Es fácil pensar en subsiguientes formas de genuina «desobediencia civil» en el movimiento pacifista independentista de Gandhi. La India era una colonia británica sostenida a miles de kilómetros de distancia mediante el uso de la fuerza militar. Se trataba de una colonia en el sentido más perfecto del término: un territorio que nada tiene que ver con la potencia colonizadora y que es conquistado y utilizado como fondo de riqueza (extracción minera variopinta, poder geoestratégico, etcétera).
Podemos ver que esa desobediencia civil de Gandhi cumple los elementos definitorios: Gandhi emprende el movimiento tras un elevado grado de conciencia, transgrede una ley establecida por el imperio británico, lo hace como altavoz público con anhelo de notoriedad —que su lucha sea conocida, reconocida y secundada por la mayoría—, se ejerce bajo la forma de un pacifismo paradigmático, su impulsor conocía las posibles consecuencias judiciales en su contra, fue una toma de decisión individual, su superioridad moral estaba completamente clara y, por último, logró que su lucha se contagiara hasta que miles, millones de individuos despertaran en su conciencia su mismo objetivo y secundaran con sus acciones individuales una desobediencia civil sinérgica, que en ningún caso debe confundirse con movimiento de masas o colectivización promovidos por entes políticos.
Martin Luther King encarna otro de los grandes hitos de la «desobediencia civil». No vamos a repasar su estricto cumplimiento con cada uno de los elementos definitorios que exige el noble ejercicio de la desobediencia civil; que lo haga cada uno.
Nelson Mandela merece con todos los honores incardinarse entre los grandes desobedientes civiles.

Sobre figuras históricas cuya acción resulta a las claras un antecedente del concepto, no así del concepto y su expresión terminológica concreta, está claro que nadie supera a Jesucristo.
Otro antecedente, aunque mucho menos claro en lo que respecta a su afán proselitista en el mejor sentido, podríamos encontrarlo en Sócrates. Pienso, con Bertrand Russell, que en lo que respecta al carácter profundamente ético, el filósofo condenado a muerte por el tribunal ateniense era con toda probabilidad un ejemplo mucho más perfecto de «hombre bueno» que el del fundador inconsciente del cristianismo; y digo «inconsciente» porque la religión cristiana se construye sobre la tumba vacía de Jesús, después de su existencia y sin que él pudiera llegar a imaginarse tan siquiera las consecuencias históricas que su desobediencia civil iría a generar. Claro que se postulaba como el hijo de Dios, que no es cualquier cosa.

En todos los casos anteriores y en cualesquieras que se quiera pensar y que cumplan los elementos definitorios de la virtuosa «desobediencia civil», la conciencia y su ejercicio de libertad individual prevalece y en todo caso niega ningún ulterior movimiento político de masas. La coincidencia de voluntades individuales en la sinergia que hemos descrito anteriormente puede llegar a generar un cambio político o a lograr que se incluyan sus demandas en algún tipo de ideario de cierta ideología o partido político, pero nunca hace degenerar la idea prístina de la «desobediencia civil» para terminar convirtiéndola en algo que esta misma niega desde sus cimientos: un nuevo poder político, un sistema legal sustitutorio pero paralelo, un nuevo Contra-Estado, un Imperio de la Ley de nuevo cuño. Esto buscan los nacionalismos segregacionistas.

No creo que me tenga que implicar demasiado en un juicio político concreto, más allá de mi animadversión intelectual por los nacionalismos, para demostrar que el movimiento sociopolítico del independentismo catalán nada tiene que ver con la «desobediencia civil».

Elevado nivel de conciencia. Abogar por la independencia política de un territorio de más de 32.000 km² y 7 millones y medio de habitantes que ha formado parte de un mismo territorio de cerca de 500.000 km², no sometido sino simplemente integrado —con aporte y recepción política, cultural, económica, poblacional—, implica tal cantidad de elementos de juicio que resulta imposible tener una «conciencia clara». ¿Sobre qué se tiene conciencia?, ¿sobre que «España nos roba»?, ¿sobre que nuestra cultura es demasiado diferente?, ¿sobre que nuestro idioma debe ser el único que se hable?, ¿sobre que nuestra economía iría mejor si estamos separados del resto? ¿Se puede tener conciencia suficiente para negar siglos de implicaciones culturales y humanas con el resto de regiones! ¿Cada una de las conciencias individuales de los aproximadamente 2 millones de posibles seguidores del independentismo coinciden en una misma visión de la nueva patria que se quiere construir y de la vieja de la que se quiere salir? Conciencia clara la pudo tener David Thoreau y aquellos que quisieran sentirse adscritos a su lucha, porque era algo perfectamente aislable, identificable: luchar contra la guerra a México, querer la paz en un punto concreto. Gandhi abogaba también por el pacifismo y por la independencia de una colonia, lo que implicaba simplemente que la situación se revirtiera a como era unas pocas decenas de años atrás, no como algo futurible que hay que construir sino simplemente como era antes; no hay que tener conciencia clara sobre un constructo complejo, sobre la construcción identitaria de un colectivo, sino sobre una simple devolución de la soberanía preexistente. La lucha contra la discriminación racial en Estados Unidos resulta también algo bastante nítido sobre lo que tener una conciencia clara. Etc.
Transgresión de una ley. No se trató de individuos saltándose una ley, sino de un ente político, la Generalitat, tratando de vulnerar las leyes mismas por las que ella misma existe y se rige para suplantarlas por otras, las «leyes de desconexión», que ella misma construye. Esto es lo que se dice desvestir a un santo para vestir a otro.
Notoriedad, vocación propagadora. Lo mismo que en los dos casos anteriores, un nacionalista independentista tendría la tentación de sentirse perfectamente adscrito a esta vocación; sin embargo, también de manera idéntica a los dos elementos anteriores, lo que tenemos aquí no es un individuo ejerciendo su «desobediencia civil» para que otros lo secunden, sino una institución pública, un cuerpo político legalmente constituido, un poder establecido que convoca a la ciudadanía. Posteriormente, y también de manera institucional, se ejerce un plan propagandístico a nivel internacional.
Forma pacífica. Formalmente y de manera explícita en sus consignas, el movimiento independentista catalán ha abogado siempre por la manifestación pacífica. El problema es que el enfrentamiento de un poder establecido contra otro poder establecido resulta un pulso que por sus proporciones difícilmente va a poder evitar convertirse de algún modo en un choque. Y está claro que, recurriendo a la metáfora manida de los trenes, estrellar un convoy pequeño contra otro mayor supone en sí mismo una convocatoria irrevocable a la violencia aplazada. Por seguir con la metáfora, se invita a los pasajeros y al maquinista a subir civilizadamente a los vagones y a sacar banderas con la paloma de la paz por las ventanas, mientras la locomotora se dirige por la vía de sentido contrario y de manera inesquivable al estrellamiento; eso sí, tal vez, con extraña ingenuidad política, pensando que el tren grande va a apartarse en el último momento. Pero es que se sabe que los trenes transitan por raíles fijos, sin margen de maniobra una vez que dejan atrás las estaciones con guardagujas.
Sacrificio personal (aceptar poder ser castigado judicialmente). Sí creo que los organizadores intelectuales (políticos y parapolíticos) del plan secesionista pecaron de ingenuos. La democracia española y su nuevo Estado después de 40 años de distancia con el franquismo hizo pensar a los políticos de la Generalitat que las estructuras estatales mostrarían una indulgencia de impecable naturaleza posmoderna. Pero hasta yo, casi un analfabeto político, sé que la historia se nutre de cientos de ejemplos para poder haber sospechado antes que los Estados se muestran inflexibles cuando de lo que se trata es de defender su integridad. Más aún cuando la región segregacionista supone casi una cuarta parte de la riqueza de toda la nación. La política real es muy cruda. ¿Sabían los líderes del «Procés» que se arriesgaban a la pena judicial? Quizá sí, aunque simplemente sospecho que el respaldo multitudinario les hacía sentirse inmersos en un fluido demasiado populoso, caliente y ácido para sentirse vulnerables frente a los tribunales y hacerles ver así diluidas sus responsabilidades. Es probable que en su fuero interno retumbase: «no creemos que se atrevan a responder».
Toma de decisión individual. Claro que detrás de cualquier decisión, incluso la de salir a la calle para fundirse en un movimiento multitudinario de masas, presupone una voluntad individual; hay que sentirse concernido por la llamada de los convocantes, programar la fecha, y, el día señalado, ponerse ropa cómoda, abrir la puerta y decidir salir a la calle. Pero ya se acaba de decir: sentirse concernido por los convocantes, esto es, transferir nuestra decisión al sonido de los cuernos. El llamamiento de los pífanos (travestidos de dulzaina catalana) no es llevado a cabo por un civil, por una individualidad disidente, sino por una organización política y asociaciones satelitales parapolíticas. La toma de decisión individual se torna entonces perifrástica: decido aceptar que me convoquen para decidir.
Superioridad moral. Es de suponer que el prosélito y seguidor de cualquier doctrina debe pensar que ésta es superior moralmente. Pero no está tan claro que la desiderata de los nacionalismos sea analizable históricamente en términos de superioridad moral. Sí de «sentimiento de superioridad», moral, y hasta cultural y étnica; superioridad racial en el peor de los casos. Me parece lógico inferir que cuando un conjunto de ciudadanos autoproclamados como «pueblo» quiere separarse de un conjunto mayor es porque sus integrantes se consideran superiores en algunos términos, más capaces para progresar si se quitan de encima el lastre de una masa inútil a la que ya no quieren pertenecer. En su imaginario colectivo se perfila una República casi perfecta de hombres y mujeres demasiado inspirados para compartir ningún proyecto con la medianía.
Y, finalmente, actuar con aspiraciones de contagio social. En cierto modo esta última condición tiene que ver con las aspiraciones a la notoriedad. Está claro que esa aspiración es fundamental para el movimiento secesionista. En la medida en que amplíen el ancho de sus acólitos su proyecto se verá más próximo a realizarse, puesto que se trata de poner en marcha no otra cosa que un proyecto político inserto en un sistema democrático, cuyo motor se alimenta de los votos en una urna, la suma de escaños para una representación parlamentaria mayoritaria. Los devotos preceden a los votos. Esta es la cuestión. Primero se crea el contagio social y después se empuja a la masa de partidarios. Como vemos, el orden está invertido.



Hecho todo este análisis más o menos válido, he de apostillar que sigo profesando una adhesión, al menos teórica, a la genuina «desobediencia civil». Que no me gusta la prepotencia de los Estados ni el absolutismo de la Ley; pero los Estados contemporáneos, sobre todo en Europa, después de siglos de iniquidad y de un siglo XX modélicamente cruel en la primera mitad de su centuria, han ido incorporando irrenunciables componentes benéficos para el conjunto de las sociedades: la justicia y los derechos sociales, la libertad ciudadana, el juego de las posibilidades para allanar el camino por el cual transitar los individuos en pos de su felicidad, la igualdad de la justicia, la separación de los tres poderes de Montesquieu… Ninguna época histórica ha llegado al nivel de los actuales Estados del bienestar y la cuestión parece demasiado palmaria para detenerse en posibles detalles contradictorios. Abogaría más por un desdibujamiento de las fronteras que por la creación de otras nuevas. Repudio el nacionalismo, pero no creo que el Estado al que se enfrenta el nacionalismo catalán —ya flagrante secesionismo— sea todo lo ejemplar que debería. No me gusta ver en la cárcel a cierto grupo de políticos independentistas, o a dos presidentes de sendas asociaciones culturales, ANC y Òmnium. Pero tampoco me gusta la escisión social inevitablemente beligerante que se ha creado en la sociedad catalana y en el conjunto de España. No me gusta la denigración sistemática de España y sus pueblos, excepto el de esa Cataluña que él tiene dibujada en su cabeza, una mancilla sistemática que el expresidente Puigdemont propala por Europa y el mundo casi como único objetivo vital, convencido de que la derrota —icónica, imaginaría— del Estado grande abrirá el espacio para la realización del Estado menor, pero idílico, claro. El expresident de la Generalitat basa su condición de prófugo de la justicia en la pervivencia activa del proyecto de independencia —parece sufrir complejo de Guy Fawkes—, lo cual, sin embargo, nos es difícil de creer; este tozudo mesías (lo primero, «tozudo», viene de la definición que hizo de él algún compañero próximo, y lo segundo, lo de «mesías», se colige de algunas frases de un librejo que ha publicado y en el que, según parece, aflora cierto tufo a delirio de grandeza de sesgo paranoide-mesiánico: «nunca he creído en los líderes mesiánicos, pero tal vez la historia me quite la razón», se despacha el pavo para nuestro regocijo), personaje de apariencia apocada, mediocre y mendaz, parece estar pasándolo bastante bien entre entrevistas y mítines, fiestas, vinos y langostas. Mientras tanto, sus correligionarios, entre los que se encuentra, como dijo el pintor de izquierdas Eduardo Arroyo, «ese gordo al que se le aparece la Virgen [Oriol Junqueras]», llevan bastante más de un año en prisión preventiva. Una prisión que no los mantiene completamente aislados y desde cuya posición y a su manera, hasta donde pueden, continúan igualmente con su lucha, dando menos credibilidad aún a la maniobra escapista de Puigdemont, quien más bien se nos muestra como un cobarde fanatizado y maledicente.
Siempre estaré con las palabras de George Bernard Shaw: hasta no extirpar el patriotismo de la faz de la Tierra —el nacionalismo es un patriotismo inflamado— no se conseguirá la paz entre la raza humana. O algo parecido.