jueves, 9 de diciembre de 2010

El puente de la Constitución nos deja el recuerdo de muchas horas de lluvia en los cristales, un pozole que preparé para unos amigos, poca lectura, poca música y muchas horas con mis hijos, Blanch y Guz: luchas en el suelo y en la cama, juegos por toda la casa, alguna película juntos, paseo en bicicleta hasta Oviedo por una senda verde (por la noche no sabía si estaba enfermo o simplemente agotado; tras el sueño resurgí de mis cenizas, como acostumbro hacer cada cierto tiempo). Guz cumplirá estos días 8 años; Blanch acaba de cumplir los 4. ¡Prodigio de vida, energía y exprimir el presente! El saldo de estos días de asueto en casa (rara vez nos quedamos en ella y casi siempre aprovechamos días libres para hacer alguna escapada), por mucho que mis lecturas y otros pasatiempos de diletantillo se hayan visto muy mermados, es absolutamente positivo en réditos de paz interior y cariño desplegado hacia mi progenie descendiente.
Durante mis días en México, con los que empiezo a tomar distancia, mantuve mi estómago en perfecto estado de salud gracias al milagroso omeprazol. No sé si tiene efectos adversos, pero sí sé que tiene una facultad mágica: hace desaparecer el estómago. Y esto es agradable, porque comes pantagruélicamente, con especias, comida muy picante, no importa, el estómago no existe, y la digestión y las visitas al servicio son puntuales y perfectamente ortodoxas.
Pues bien, presumí durante estos días de dos aspectos que esperaba se hubieran mostrado más adversos: no tuve jet lag, y el estómago seguía perfecto incluso días después de haber suspendido mi dosis diaria de omeprazol (basta uno genérico) y manteniendo mis comidas picantes (me traje una bolsa repleta de chiles verdes -jalapeños, seranillos y habaneros- y secos -de árbol, habaneros, guajillo, pasilla, ancho-). Hoy, sin embargo, vuelvo a sentir acidez. Si sigo así, me someteré con dignidad al omeprazol una vez más, como si tengo que vivir con él todas las Navidades.
En mi humildísimo jardín, en un arriate pegado a la pared, planté cilantro hace un par de meses o tres, y llevo todo este tiempo fabricando mis salsas con la deliciosa hierba, de un frescor que sobrepuja con mucho las alegrías del perejil, a mi parecer. Un placer de los auténticos, los frugales, los de la mesa tosca de madera, la jarra de vino y el tasajo de queso con pan, los placeres filosóficos, propios del antiguo hedonismo de los filósofos del Jardín (Epicuro): salir al jardincillo, arrancar unos manojos de cilantro, lavarlo bien con agua fría, tumbarlo sobre la tabla y comenzar a cortar con el cuchillo, a golpes, acercando las narices para absorber el aroma fresquísimo de esta yerba también llamada perejil indio. Se le agrega a la cebolla, los chiles y el tomate muy picados, un poco de sal. Ya está: pico de gallo. Puedo comerlo a cucharadas.
Sobre el pozole: a mi entrada en el aeropuerto de Oviedo, un amable guardiacivil me preguntó:
-¿De dónde viene?
-De México -le respondí.
-¿Trae usted comida fresca, algo verde, carnes... de Mexico?
-No, agente... bueno, sí -retraje mi tono de voz, como en tono cómplice con él, y agregué, mientras le miraba al profundo de los ojos-: traigo una botellita de tequila.
-Pase -me dijo.
Y llegué indemne hasta mi casa con ¡dos botellas de tequila!, los chiles verdes, una lata de ¡tres kilos! de maíz gordo para hacer pozole, varias bolsas de chiles secos y un par de botes de cajeta. No es delito, agente, que lo único que se les puede alegar es que producen algo de acidez, si no se toma omeprazol.
Como Pablo Jauralde dice que sea breve en mis entradas, me reservo para la próxima vez la receta del pozole y cómo me quedó.

martes, 7 de diciembre de 2010

Nuevas reglas ortográficas

Desde hace días aguarda en despensa de Diarius material para una nueva entrada a costa de las nuevas reglas ortográficas que ha decidido incorporar la Real Academia de la Lengua en su última Ortografía.



Se dice que «doctores tiene la Iglesia». Y con este adagio nos quitamos de encima la responsabilidad de tener que decidir. O no, lo que quizá es peor. La opinión es libre, y generalmente el vulgo (entre quienes me incluyo) esgrime disparates sobre cualquier cosa que escucha. Son legión abundantísima, inagotable, quienes muestran opiniones fuertes y apodícticas sobre temas políticos, sociales, económicos; más allá, hay quienes se atreven, apelando al criterio excelso de que lo mismo vale su subjetividad que la de otro cualquiera, a opinar y clasificar las más dispares obras de arte; pero también se atreve el personal de forma masiva a esgrimir chorradas ante cuestiones científicas. Por eso, las nuevas reglas ortográficas no se han mantenido indemnes al común opinar de los mortales hispanohablantes. Opinar sin saber no es indicio de una sociedad culta, sino de una sociedad verborrágica. Pero las cuestiones de la lengua parece que atemorizan más que, pongamos por caso, las aseveraciones escatológicas (en su sentido metafísico, ¡oh, ambivalencias semánticas!) de un tipo llamado Stephen Hawking, que inmediatamente han provocado un polvorín de críticas entre fervientes religiosos de toda laya, que juzgan al conspicuo esclerótico (no mental) como intruso inoportuno en teología. Frente a esta sociedad parlanchina, criticona, opinadora y facunda, cuando la Real Academia de la Lengua edita un texto normativo, todo el mundo traga saliva, hunde la mirada, agacha la testuz y reverencia a sus señorías las autoridades lingüísticas. La norma hecha libro convierte un diccionario, una ortografía o una gramática en textos religiosos; incluso los más rebeldes irán en unos años a consultarlos para resolver verdades acerca de la lengua. Puede haber quien al principio repruebe alguna de las medidas, pero generalmente yerra en el tiro y denuesta las nuevas normas por razones desviadas, escudando su defensa generalmente en un exceso de conservadurismo. Acierta en la crítica, pero cree que se trata nada más de medidas de laxitud propias de una época donde predomina el pensamiento líquido. Y no se trata de eso.

Llevamos observando, y es sólo (con tilde) una opinión vulgar más, que, cada cierto tiempo, la ilustrísima institución que nació para limpiar, fijar y dar esplendor, siente la apremiante necesidad de publicar, anunciándolo a los cuatro vientos, un nuevo libro, generalmente a un precio disparatado y en un formato de excesivo lujo. Y como somos malpensados, nos huele a negocio. Y donde hay negocio no hay más verdad científica que la de la economía.

 

Después de lo cual, declaramos:

Relajar la necesidad de marcar con tilde el adverbio sólo frente a su homónimo el adjetivo solo me parece una mala, malísima decisión que les habrá de pesar a sus señorías con el transcurrir del tiempo. Podría alargarme con disquisiciones lingüísticas que he ido mascullando durante años, pues la norma no se la han sacado de la manga ahora sino que llevan ya mucho tiempo anunciando el cambio, y de hecho, si es que no me equivoco, la tilde sobre el morfema «solo» era desde hace tiempo únicamente optativa y cada uno podía decidir; pero trataré de resumir. Frente a los muchos argumentos con los que la Real Academia de la «Luenga» trata de mostrarse progresista y modelna, aduciendo en su proceder adecuación a los tiempos tecnológicos, accesibilidad de sus obras al vulgo, y otras simplezas retóricas y de pura mercadotecnia a las que parecen venderse incluso algunos de los sabios que sí existen repartidos entre sus conspicuos, aterciopelados y púrpuras asientos, frente a esto, existen razones simplemente científicas. El uso escrito de la lengua, se haga con ordenador o a mano, con pluma, bolígrafo o lápiz y papel, debe atender, me parece a mí, a una máxima elemental: la fluidez. La escritura debe ser lo más automática posible para no entretener al proceso intelectual paralelo, aunque este proceso intelectual sea simplemente acordarse de la lista de la compra y dejarla escrita a tu cónyuge para que se acuerde de pasar por el supermercado. El uso discrecional de la tilde al que invita la Academia disrumpe en el acto espontáneo que debería prevalecer en el proceso de escribir. Máxime cuando contamos con la suerte de tener una lengua de extremada claridad fonética, en la que cada sílaba se pronuncia, groso modo, de una única manera y como tal se transcribe en su código escrito.
Regresemos al caso de la lista de la compra que una esposa escribe a su marido. A la hora de escribir «recoge a los niños y trae solo lo que pongo en la lista», deberá pararse para ver si hay en la oración casos de ambigüedad, y si debe poner o no tilde; si, finalmente, la señora no pone tilde, entonces el marido leerá y quedará confuso: «si voy por los niños y tengo que llevar solo la compra a casa, ¿dónde dejo a los niños mientras tanto?». Vale, la Academia dice que los niños no quedarán abandonados en la calle, sino que el marido sabrá resolver la duda solo. Solo. ¿Me quieren decir sus señorías, según el contexto, qué quiero decir con este último «solo»?: ¿Sabrá resolver la duda él solo, sin nadie más; o sabrá resolver la duda solo, únicamente, y no sabrá resolver otras cosas? Seremos insumisos y seguiremos escribiendo «recoge a los niños y trae sólo lo que pongo en la lista», y de esta manera, el marido sabrá que se trata de comprar únicamente lo escrito en la lista, y no de comprar en soledad. Seguiremos escribiendo «sólo sé que no sé nada», porque si no nos vamos a hacer un lío. ¿O se escribe «lio»?, porque ahora resulta que la Academia considera «truhán», «guión» y otras palabras, hasta ahora bisílabas y cuyo hiato quedaba claro sólo gracias a la tilde, como monosílabas, y dicen que les sobran las tildes: «truhan», «guion».


Espectrograma donde se aprecia la transición de un hiato.


En un espectrógrafo, hasta los más académicos podrán comprobar que la tilde marca hechos fónicos reales. Si quitamos la tilde de «truhán» y el hablante se apercibiera de la realidad fónica que se está violando (perceptible visualmente en un espectrograma), tal palabra pasaría en unos años a desarrollar, según las leyes fonéticas del español, una reducción vocálica, y muy probablemente terminaría evolucionando hasta dar en «tran». De hecho, encontramos ejemplos de cómo el hablante intenta hacer lo contrario: preservar mediante pronunciaciones forzadamente acentuadas, incluso donde no lo deberían ser, grupos vocálicos que interpreta al oído como diferenciados; así, es normal escuchar «adecúa» en vez del correcto «adecua». Esto sucede porque si no, al hablante se le diluye ese grupo /ua/.

A mí, que la /y/ se llame «ye» o «i griega» no me parece muy relevante, es pura nomenclatura. Que la /v/ se denomine «uve» —en España— o «be chica» —en Latinoamérica— tampoco nos afecta mucho a la realidad de la escritura ni de la lengua. La «ch» y la «ll» han desaparecido de facto del orden alfabético (contra natura, la verdad, pero todo sea por la unificación del alfabeto internacional y su indexación). La explicación nos llevaría otra vez a escribir demasiado para no poder evitar nada. Que «Irak» sea esto en vez de «Iraq», o «Qatar» «Catar» (aunque se confunda con un verbo tan simpático) también me parece, a humo de pajas, peccata minuta. Pero que «éste» adverbio no se marque con tilde frente a «este» adjetivo, igual que «solo», o se cambien formas de acentuación que hasta ahora han resultado perfectamente claras y que parecen de acuerdo con realidades fónicas concretas, me parece un disparate.

Habrá que esperar años hasta que se rectifique de nuevo. El nacimiento de la Real Academia de la Lengua Española en 1713 constituyó un acto de magnífico despotismo ilustrado, pero que a estas horas sigan funcionando por impulsos... Los arrebatos son ahora, en vez de aristocráticos (mucho más simpáticos), probablemente comerciales. En el siglo XX, la ortografía del español se perfeccionó tanto que es prácticamente imposible, y sobre todo innecesario, proceder a su periódica revisión, sin la cual no hay libros que vender. Gracias a cierta simplicidad fonética, a que el español sea una lengua que «se escribe como se habla», resulta ser la ortografía de nuestra lengua un sistema aprendible en una hora o dos de estudio, tras el cual debería ser imperdonable cualquier falta ortográfica, con la excepción de algunos casos como el de la /b/ y la /v/, la hache muda, y poco más. Lo de haber tocado las tildes en el sistema de los pronombres demostrativos o de la pareja homónima «sólo/solo» ha servido únicamente para complicar lo que estaba meridianamente claro y respondía además a una sustancia fónica comprobable mediante el espectrógrafo; craso error el de desautomatizar el proceso de la escritura. 

Mi invitación a la rebeldía es clara —y no puede ser más inocua—: ¡disientan con toda la razón! y sigan escribiendo el adverbio «sólo» con su tilde diacrítica,* igual que los pronombres demostrativos «éste, ésta, éstos, éstas», o palabras como guión, truhán, etc.

La académica casa prescribió en su día, por ejemplo, algo que, en definitiva, es mucho más baladí: que en vez de «whisky» se pudiera escribir el chocarrero «güisqui»; tras años de fracaso estrepitoso y rebeldía de la mayor parte de los escribientes, terminó por ceder y dar por buena su grafía anglosajona original. Después de todo, ¿alguien querría beberse un brebaje llamado güisqui? Pero para brebajes, los de los doctores de la Iglesia.



*Un signo diacrítico, en este caso una tilde diacrítica, sirve para diferenciar dos palabras homónimas con significados o funciones gramaticales diferentes, aun cuando no les corresponda el signo acentual según las reglas generales de acentuación —marcamos «sí» afirmativo con acento ortográfico para diferenciarlo de la conjunción condicional «si», cuando en principio ningún monosílabo debe ir acentuado—. De este modo, tanto a «sólo» como a «éste» no les correspondería llevar la tilde sobre la penúltima sílaba por ser palabras llanas terminadas en vocal. La tilde diacrítica serviría para diferenciarlas del «solo» adjetivo y el «este» igualmente adjetivo («sólo me gusta el café con leche» —función adverbial—, frente a «me gusta el café solo» —función adjetival—; o «mira éste lo que hace» —función de pronombre demostrativo—, frente a «este coche gasta muy poco combustible» abrir — función adjetiva—).

domingo, 28 de noviembre de 2010

Douglas Tompkins en un artículo de la prensa

Voy a transcribir literal y completo un artículo que leí en el dominical de El País. A veces me veo fuera de casi cualquier movimiento en lo que se refiere a mi ecologismo radical, y defiendo que sólo los niños y la naturaleza merecen ser sinceramente defendidos. Los niños porque representan lo único de inocencia y benignidad de nuestra raza; y la naturaleza porque es como los niños: viva y sometida a los latigazos del progreso mal entendido, indefensa e inocente. La naturaleza en sí misma ha de ser defendida, no escudando su defensa en el desplazamiento de otros intereses, como los agricultores, la biodiversidad de la flora potencialmente utilizable para futuros medicamentos, el cambio climático... La naturaleza tiene un valor en sí misma, y ningún ser producto de su propio devenir, por atrofiado que quiera ser, debería tener la arrogancia de acabar con su equilibrio. Encuentro a un multimillonario que en vez de filántropo es naturófilo (aunque quien defiende al todo defiende a sus partes), y es perteneciente a un movimiento al que de inmediato me adscribo: deep ecology (ecología profunda). Lean:


Imagen tomada de la publicación online del New Statesman, publicada el 25 de enero de 2007.

Publicado el domingo 28 de noviembre en El País semanal

REPORTAJE: REPORTAJE

Yo quiero tener un millón de hectáreas

Douglas Tompkins ha decidido invertir su enorme fortuna en un proyecto polémico: comprar tierras para, dice, salvarlas de la depredación humana. Empezó con 300.000 hectáreas en chile. Ahora se propone hacer lo mismo en Argentina.

Nadie pone pegas a Bill Gates por gastar una parte considerable de su fortuna personal en erradicar la polio en África. Nadie critica a George Soros por financiar a fondo perdido una red de fundaciones que promueve los derechos humanos, la justicia y la transparencia política y económica. Solo hay un millonario filántropo en el mundo que despierte todo tipo de sospechas y que suscite todo tipo de rumores sobre intenciones siniestras y ocultas. Es Douglas Tompkins y se dedica a comprar centenares de miles de hectáreas de tierras más o menos vírgenes, sobre todo en el cono sur de América Latina, para asegurar su conservación y restauración.

Tompkins milita en lo que se llama deep ecology (ecología profunda), una filosofía enunciada por el noruego Arne Naess en los ochenta según la cual no se hace bien al planeta en interés de hombres y mujeres, sino por la naturaleza en sí misma: su valor es intrínseco, mantiene Naess, y trasciende a los valores humanos. Es ese toque de ecologista radical lo que suscita el fondo de desconfianza que rodea a Tompkins y a su Conservation Land Trust (CLT). De poco sirve que asegure que, una vez garantizada por ley la conversión de esas tierras en parques nacionales, con el máximo nivel de protección posible, está dispuesto a regalárselas a los Estados implicados. El filántropo tiene que pelear día a día para convencer a vecinos y autoridades de que realmente aspira a entregarles en algún momento ese formidable legado y de que no está acumulando esa inmensa cantidad de suelo, agua y aire en beneficio de nadie en particular, sino del planeta.

"Terminarán comprendiendo de qué se trata porque, al fin y al cabo, ¿qué político se va a negar a recibir 250.000 hectáreas?", se ríe Tompkins en su hacienda de El Rincón del Socorro, en la provincia argentina de Corrientes. Estamos en los Esteros del Iberá, su último gran proyecto conservacionista, una zona que quizá se podría comparar con un gigantesco Doñana (su extensión equivale a media Comunidad Valenciana, más o menos) por su valor biológico y ambiental. Son 1,3 millones de hectáreas: medio millón (tierras anegadas que forman una laguna de pequeña profundidad) ha sido declarado ya parque provincial; las otras 800.000 hectáreas (el preparque que rodea la laguna) están en manos privadas: es ahí donde Tompkins, que aterrizó aquí hace unos diez años, o mejor dicho el CLT, ha comprado ya unas 139.000 hectáreas.

Douglas Tompkins tiene 67 años y una figura delgada y fibrosa, que responde muy bien a su historial de antiguo alpinista. Resulta más raro imaginarle como astuto empresario textil californiano, pero eso es exactamente lo que hizo durante muchos años y de donde sacó su fortuna. Él y su primera esposa fueron los fundadores de la marca The North Face, que se especializó en ropa y equipo para montañeros, esquiadores y atletas de resistencia, y que terminó consiguiendo vender polares como ropa de uso diario en todo el mundo. Cuando vendieron la firma, crearon otra marca, que también tuvo éxito, Esprit ("ropa para gente real", fotografiada publicitariamente por el famoso Oliverio Toscani). Finalmente, Tompkins se separó, vendió su parte a su esposa, con quien comparte dos hijas, y se metió de lleno en lo que era su otro medio mundo, la ecología, que ahora es su vida entera.

Su primer gran y polémico proyecto conservacionista le llevó, junto a su segunda esposa, también militante ecologista, a Chile, donde compró 298.800 hectáreas de hermosísimos valles, montes y bosques para crear el espectacular Parque Pumalín, la mayor reserva privada del mundo. Tras multitud de peleas y enfrentamientos, el parque fue declarado oficialmente, por fin, santuario de la naturaleza y, aunque sigue en manos privadas (el CLT), se gestiona ya como una verdadera reserva nacional. La segunda gran operación es esta, en los Esteros del Iberá, un terreno pantanoso completamente distinto al chileno, en el corazón de una de las provincias más tradicionales y conservadoras de Argentina, donde ha sido acogido con gran recelo y revuelo.

A Tompkins parece importarle muy poco que le tengan simpatía o no. "Yo no le compré esta tierra [139.000 hectáreas] a pequeños productores endeudados, sino a grandes terratenientes y hacendados", recuerda. Vive la mitad del año en El Rincón del Socorro, adonde suele llegar en avioneta y donde ha restaurado el casco de la hacienda, que forma ahora un conjunto de casas muy hermosas. En una de ellas se ha instalado un pequeño hotel, lleno de encanto, de muebles antiguos y de libros sobre la naturaleza o contra la explotación brutal de recursos naturales, que gestiona una familia del lugar. Se supone que debe servir de ejemplo para que en los pueblos vecinos se empiece a pensar más en la promoción del turismo ecológico y menos en plantar arroz y en la explotación forestal.

"Muchos pequeños municipios de la zona ya ven en el ecoturismo su tabla de salvación", explica Sofía Heinonen, una bióloga argentina, de origen finlandés, que Tompkins ha puesto al frente del proyecto conservacionista. El caso más evidente es un pueblo que se llama Carlos Pellegrini, que tiene 600 habitantes y 23 bonitas hosterías, un camping pegado a la laguna y un negocio de lanchas en las que guardianes uniformados te llevan a ver enormes serpientes o yacarés (pequeños caimanes).

Sofía vive todo el año en El Rincón. Sus hijos van a una escuela levantada allí mismo, junto con los de otros empleados de Tompkins y algunos niños que se traen desde el pueblo, "para completar el número". El edificio escolar es pequeño y muy bonito, con pupitres restaurados de otras épocas, que alternan con algunos ordenadores conectados a Internet y delicadas acuarelas de pájaros y flores que pinta el propio maestro. A la entrada, en una especie de porche, hay lo que parece una pista de esgrima, de rica madera pulida. Es, efectivamente, una instalación para la práctica del florete y la espada, y en algunas estanterías se pueden ver las armas, los cascos y los chalecos que usan los aprendices. Es una casualidad, aseguran, porque un amigo del maestro es profesor de esgrima.

"Es verdad que mucha gente de Corrientes desconfía de este proyecto", explica Heinonen. "Unos, porque quieren explotar la zona para la madera y plantar pinos, lo que supone el peor peligro para la zona. Otros, simplemente porque no entienden que se pueda regalar la tierra al Estado. Comprenderían perfectamente que un filántropo regalara al país una colección de pintura, por ejemplo, pero no un parque nacional".

"Douglas asume la desconfianza como parte del proceso. Tiene mentalidad de deportista, ama los retos", bromea Sofía. Ella no tiene la menor duda sobre la importancia del proyecto. Explica que los Esteros del Iberá son una joya de biodiversidad y que gracias a Tompkins, mucha gente en Argentina empieza a darse cuenta. "El peor enemigo, más que el ganado o las arroceras tradicionales de la zona, son las nuevas plantaciones de pino. Hay ya 65.000 hectáreas plantadas en propiedades privadas en torno al lugar y todos sabemos que la semilla del pino vuela hasta 40 kilómetros más allá de la propia explotación forestal", se queja. La pelea para evitar la extensión de la madera pasa por los tribunales locales, los periódicos y las asociaciones de agricultores y ganaderos, enfadados por la militancia ecologista de quienes habitan El Rincón.

"La deep ecology", protesta Mabel Moulin, que vive en Mercedes (30.000 habitantes) y representa a un grupo de pequeños y medianos hacendados locales opuestos a Tompkins, "prescinde del ser humano, quiere someter todo a un estricto régimen de conservación, y en estas 800.000 hectáreas hay gente, productores". Mabel asegura que la gente del lugar "ama la tierra" y que "no necesita que venga nadie de fuera para cuidar de lo nuestro". Según ella, el ecoturismo y la artesanía no son premisas de una economía sostenible, sino maneras de morirse de hambre. "Tompkins se ocupa de un mundo que no es humano", sentencia.

El director de Recursos de la Naturaleza de Corrientes, doctor Marcelo Beccaceci, mantiene posiciones más moderadas y más interesadas en el proyecto de Tompkins. Es un experto en conservación que ha llegado desde Buenos Aires con la idea de mediar y armonizar la protección ecológica de la zona con los intereses de sus habitantes. "La verdad es que desde que Tompkins llegó aquí, los Esteros han empezado a tener repercusión nacional. Aquí había gente, en los pueblos cercanos, que nunca se había acercado a ver el humedal", explica. Beccaceci cree también que la explotación maderera, de rápido retorno, es un peligro que debe ser controlado, pero reivindica el papel del Estado, en este caso de la provincia de Corrientes, en todo ese proceso.

Tompkins nos invita a cenar en su casa en El Rincón. A la mañana siguiente, el fotógrafo y yo le acompañaremos en su avioneta a ver los humedales y a buscar los hermosos ciervos de las pampas que se esconden cerca del agua. Antes de cenar proyecta un documental elaborado con la galería de "retratos correntinos" que él mismo ha tomado en estos años. Es una colección de magníficas fotografías de hombres y mujeres del lugar que parece desmentir su desinterés por los seres humanos. Lo que efectivamente quedará claro a lo largo de la conversación es que no tiene mucha confianza en las habilidades de esos seres humanos para preservar la naturaleza. "El concepto de conservación es muy importante. Hay una necesidad absoluta de conservar, nada es más importante que eso, que mantener el aire, el agua, la tierra, la biodiversidad. Si no se logra, se detiene el proceso de evolución del ser humano", afirma.

Douglas Tompkins cree que la humanidad va rumbo al colapso. "Es un problema de escala: civilización global, colapso global", explica. El filántropo habla de cosas bastante horribles con un tono nada dramático, sino con la voz enérgica de quien tiene una visión pragmática del asunto y se dedica a tomar medidas concretas para intentar limitar los daños. "La demanda está fuera de control. Todo el mundo sopla, pensando que el globo no va a estallar. Todos los empresarios soplan. Pero es inevitable. Estallará".

-Señor Tompkins, usted tiene dos hijas, ¿qué consejos les da?

-Que compren casas con un buen huerto detrás y que enseñen a sus hijos a cultivar y a hacer cosas prácticas. Que sepan hacer cosas ellos mismos.

(Los niños de la escuela de El Rincón llevan precisamente dos días liberados de clases, aprendiendo cómo se puede construir con relativa facilidad una casa de madera).

Pero Tompkins no es solo un pragmático, dispuesto a apostar por que la economía china terminará derrumbándose, con lo que eso acarreará para el resto del mundo. Es también una persona con una acentuada preocupación estética, que se refleja en todo lo que hace. Desde la restauración del casco de la hacienda, cuidada en el menor detalle, hasta las señales que marcan los nuevos caminos, desde los tejados del camping de Pellegrin hasta los hermosos libros que edita la Conservation Land Trust. La belleza le atrae y la naturaleza no termina de estar completa ni de ser bella sin los animales que debían poblarla. Por eso, una parte importante del proyecto de los Esteros del Iberá consiste en la recuperación de especies desaparecidas o en grave peligro de extinción.

El responsable de ese renacer de la fauna es un biólogo español. Ignacio Jiménez, de 41 años, casado, con dos hijas, vive en Buenos Aires, pero pasa parte del mes en El Rincón del Socorro. Está especializado en la recuperación de especies amenazadas y llegó a Argentina procedente de Costa Rica, el país de Centroamérica que realmente más ha confiado su futuro a la ecología y a la economía sostenible. "Aquí, en los Esteros, llegó a haber miles de venados de las pampas. Ahora están casi extinguidos. El Estado argentino paga más por plantar pinos que para ayudar a que no desaparezca una especie tan hermosa como ese venado". En los años sesenta desaparecieron también dos especies importantes: el oso hormiguero gigante y el hermoso yaguareté (jaguar).

Bajo la dirección de Ignacio se han traído ejemplares de osos hormigueros gigantes de otras zonas de Argentina y se ha conseguido adaptar a varios ejemplares. "Ya hay dos generaciones que han nacido aquí, que han vuelto a nacer aquí", confirma satisfecho. "Pero lo esencial sería traer de vuelta al jaguar". Jiménez sueña con aclimatar cinco parejas que vengan del pantanal brasileño. "Es el mayor proyecto de restauración ecológica de toda América Latina".

"Esto ya no es un proyecto personal. Llevará muchos años y será una fundación la que lo culmine", asegura Douglas Tompkins. Pero mientras él esté al frente, no dejará de ejercer una dirección estricta. "Vivo varios meses al año aquí no solo porque me gusta, sino porque es necesario estar cerca, generar una política de liderazgo", explica. El paseo en avioneta no es solo un placer, sino un trabajo: pasada tras pasada, Tompkins vigila el estado de un terraplén que ha levantado un vecino y cuya demolición ha exigido el ecologista; controla el estado de los caminos, vigila que no se hayan quitado señales... Comienza a atardecer y la luz es magnífica. Es el momento para relajarse y disfrutar plenamente de la belleza. "Conservar, conservar, proteger todo esto". ¿Para el ser humano? ¿Por su valor en sí mismo? "Lo que sucede con Douglas", bromea Ignacio, "es que la gente piensa que su proyecto es demasiado bueno para ser cierto".

Publicado el domingo 28 de noviembre en El País semanal

México: el viaje, su sentido, los lugares y las personas II


México D. F. desde el avión. Esto es apenas un pequeño fragmento de su monstruosidad luminosa.

Han pasado catorce días desde que empecé a introducir esta entrada y desde entonces, a falta de poder completarla con su segunda parte, no he vuelto a crear ninguna nueva entrada en este blog. Ahora cobra más que nunca sentido el nombre de este cuaderno de bitácora: Diarius Interruptus. Por supuesto, sabía que habría de pasar, que habría veces en las que no pudiera mantener la continuidad, que pasarían días sin que tuviera tiempo para ponerme a escribir en condiciones. Y desde que volví de México, la llegada, la toma de contacto con la realidad, solucionar cosas pendientes, retomar la vida del día a día, no había tenido tiempo de reemprender el camino. ¡Qué decir de mi novela en ciernes!

Leo los epígrafes a los que confié la composición de esta entrada, y pienso que puedo cercenar su edición y arrancar alguno de ellos o ser fiel y arriesgarme a su consecución. Me refiero a que según reza el escueto índice, me proponía hablar de los "mitos familiares". Esto es tan delicado que lo tendré que dejar para mi diario en papel, donde me despacho en asuntos de mayor delicadeza y discreción. El escritor finalmente ha de decirlo todo, no puede ser de otra forma, pero ya irá saliendo de forma espasmódica, soterrada y bajo el disfraz de la ficción a lo largo de las novelas que se escribirán; porque se debe tener claro que, salvo interrupción inesperada del proceso biológico, es decir, salvo que se muera, aún quedan unas cuantas historias que contar. Si se tienen tres novelas escritas, cinco poemarios, algún pequeño ensayo y unos cuantos relatillos, y sin embargo no se ha publicado nada, la razón es de peso: pudor. Ahora veo el momento, casi la obligación, desde luego la necesidad, de publicar mi primera novela, y lo estoy intentado hacer, sin el énfasis preciso tal vez, a través de un par de premios literarios y a través de su presentación en alguna editorial que resulta de mi agrado. Pablo Mazo, editor de Salto de Página, me ha llamado por teléfono y se ha mostrado interesado por el texto de El hombre diminuto, que tal es el nombre de la novela. Ha sido enormemente cordial y podríamos decir que, frente a los formalismos con que te despachan otras editoriales, ha sido tremendamente moral y amistoso. Sólo esto ya es de tener en cuenta ("sólo" sin tilde es una barbaridad). Además diría que se mostró incluso encomiástico a la hora de juzgar la obra. No sabe cuánta alegría me ha proporcionado (esto no excluye alguna nota crítica sobre algún punto concreto; doble agradecimiento). Por "razones extraliterarias" me comenta Pablo que este año que entra, desafortunadamente, y salvo que se les cayera alguno de los proyectos ya cerrados, no cabe la publicación de El hombre diminuto, pero me pone en contacto con un colega suyo, creador, junto con otros socios, de Tropo Editores. Reconozco que no había comprado nunca un libro de la editorial, pero resulta un proyecto hermoso, edita con primor y consiguió los derechos para publicar, hasta ahora inédito en castellano, un libro de relatos de John Cheever, Fall River. Será el primer libro de esta editorial que pienso comprar. Como soy belowista (partidario de Saul Below), y el autor de Herzog ha dicho que Cheever "es indispensable si se desea sinceramente saber lo que le está ocurriendo al alma humana en los Estados Unidos" (según se lee en la página de Tropo), pues está claro que me interesa. Además, debemos añadir, lo que les pasaba a las almas de los estadounidenses de hace 5 o 6 décadas seguramente nos pasa a casi todas las almas de hoy en día.
Richard Old, o Shawn, como también se le puede llamar, me escribió un correo electrónico estando yo en México. Le atraía en ese momento el aliento de aquel país, su clima... Y sí, aparte del cariño que me vincula con México, cariño que debe de ser incluso de índole genética, es un país donde muy bien podría vivirse. Para expresar esos pros y contras, tanto del huir de España como de la posibilidad de vivir en México, nada mejor que una carta dirigida a Richard Shawn (espero que no le moleste su publicación en este blog, que por otro lado no sé si alguien leerá alguna vez). Me sirve para cerrar de momento mi sección sobre el último viaje a México:

CARTA QUE ALGUIEN ESCRIBIÓ A RICHARD SHAWN

Dilecto Richard:

Gracias, gracias, gracias. Gracias porque entre toda esta vulgaridad que me rodea leo tu correo-e. Y al leerlo me congratulo de mis escasos amigos con inquietudes más allá de la vil materia; me congratulo y se me hincha el alma de mis escasos amigos con espíritu. No exagero, Richard, pero el mundo me parece una gran farsa. Todo el mundo, incluso aquellos que se jactan de no sé qué principios morales tan férreos, una inmensa mayoría a mi alrededor sólo sueña en verdad con la prosperidad, la apariencia, el poder demostrar a quienes los conocen que han tenido éxito; no tanto el éxito ansían como su notoriedad, el poder demostrarlo a amigos y enemigos. No es que la prosperidad sea perniciosa ni poco deseable, es que esa prosperidad es una carcasa vacía. Es de justicia aseverar que no todos los que nos rodean estos días son vulgares, también he compartido horas, muchas, con personas magníficas.
Un puestecito de comida. En cada calle pueden encontrarse decenas. Si se quiere caer en la tentacion de comerse un taco en uno de ellos, el cuerpo debe estar convenientemente poblado de una flora intestinal asesina de bacterias; el omeprazol nada podría hacer en este caso.

La personalidad es algo extraño. Uno no sabe a veces si la tiene o si le falta. Aun cuando algunos de los que te quieren te digan que te sobra. Me refiero a que si uno sacase su más profunda personalidad sería una desgracia para los demás, por eso se está todo el día observando a los otros, sin poder decir lo que se piensa y menos aún hacer lo que se quiere. Entonces me vuelvo vulgar, digo chistes, suelto procacidades, hablo de dinero como hacen todos, pregunto sobre banalidades. Nadie me conoce y no puedo decir que me dé igual. Me conoce Mildred, supongo, pero pocos más. Creo que tú experimentas cosas semejantes. A veces no sé quién soy. De pronto, en un viaje mundano en el que no he sentido la concentración necesaria para poder leer y escribir, sólo ante tu breve correo soy capaz de reaccionar y te escribo estas líneas absolutamente sinceras.


La ciudad de Guadalajara, México, es un pequeño monstruo. Una vez dentro de ella, el centro colonial es hermoso, y hay zonas donde la vida parece relajada y agradable, al estilo de la vida de casita norteamericana; pero para eso debes pertenecer al mundo A.



Restaurante Santo Coyote de Guadalajara. Hay restaurantes donde te olvidas de los problemas. Las salsas de molcajete (mortero de piedra volcánica) hechas con productos frescos junto a tu mesa (jitomate, cilantro, chiles a escoger, cebolla...) deben pedirse bien picantes; la cerveza bien fría apagará las llamas.

Te escribo en papel, sobre un cuaderno. Y lo hago en el autocar que me lleva desde Querétaro al aeropuerto de México DF. Y te confesaré que pensaba antes de acordarme de tu correo y leerlo tranquilamente, pensaba justo antes en la posibilidad de venir aquí con la familia para “buscarme la vida”. Incluso hacía cuentas pensando en si sería posible una emigración inmediata. No sé. Siento profundamente Asturias y sus paisajes; en realidad, aunque mis planteamientos metafísicos ponen por delante de cualquier consideración patriótica la importancia de la vida y al ser humano, sin embargo siempre aflora un yo patriota, y quiero a España y a Asturias. También siento un mordisco en el pecho al pensar en la gente a la que quiero y debería dejar para llevar a cabo mis planes de fuga. Y la fuga viene de un clima social asfixiante en España, de un sistema de vida con cada vez menos margen para la libertad. El control, la estrechez de miras, la mala educación. Por el contrario, sorprende la generalizada buena educacion y amabilidad del mexicano.

El centro de Querétaro es una joya colonial. Se encuentran edificios tan hermosos como este de la imagen. La ciudad, aunque alberga aproximadamente un millón de habitantes, es muy vivible y de gente hospitalaria. En la ciudad todavía hay algún local, como el restaurante de La Mariposa, donde mis padres iban para pasar un rato agradable, beber y comer algo. De pronto aparecen calles cuyos nombres he escuchado en las historias familiares, y no puedo evitar el despertar de una suerte de memoria genética.

Hablabas en tu correo del clima de México: es cierto, en este clima el ánimo parece más alegre y estable que en Asturias. El sol brilla, el horizonte es amplio. Hay bullicio en las calles. Mucho. Demasiado. Aunque la densidad de población es menor que en España, y aunque las ciudades crecen horizontalmente a través de casas bajas, la sensación de bullicio humano es mayor. En nuestra patria abundan falsedad, miseria y mentira; pero hay que considerar que la falsedad, la miseria y la mentira alcanzan niveles catastróficos en México. El primer y el tercer mundo se mueven en el mismo plano físico, sólo que uno ignora al otro. Sólo me atrae éticamente la gente indígena del campo (los pocos que he podido ver); pero en lo demás, México me parece, claro que con sus excepciones, una sociedad hipócrita y superviviente, ¿no lo es España y el mundo entero? Sería difícil una competición al respecto. El aspecto material, la necesidad de supervivencia, hace a los hombres superfluos. Capaces de engañarte, pero en puridad mucho menos apercibidos de las realidades intangibles del ser humano. Otro aspecto que hay que superar a la hora de decidir emigrar de España es el de la naturaleza. El México donde hay que vivir es muy urbano, y la urbe allí es caótica (muy humana, sí), sucia, demasiado bulliciosa y llena de gente. Es evidente que en México se pueden encontrar regiones exuberantes y una naturaleza mucho más cercana a su origen prístino que la de Europa. Aparte de la Altiplanicie Mexicana (Anáhuac), todo hacia los extremos y el sur es selvático y feraz, y hacia el norte, el desierto también me atrae poderosamente, ese vacío, el silencio, la ausencia de todo, solo el sol. Y esa meseta del Anáhuac donde se encuentra el Distrito Federal, Querétaro y Guadalajara tampoco carece de hermosura. Por momentos me recuerda a algunas partes de Castilla. Le faltan los castillos en lo alto de los cerros y le sobran los nopales y otros tipos de cactus y árboles llenos de púas (huanacaxtle o acacia).
En cualquier caso, sobre México pesa algún tipo de memoria genética que llevo conmigo, y creo descubrir en ciertos rincones o imágenes el pasado de la familia, como si reviviera historias que he escuchado o simplemente imaginado.
Entonces, me gusta México y no sería descartable la huida. Además, si pudiera llevar a cabo algún tipo de proyecto para ayudar a los más necesitados, estaría en el lugar más apropiado; con muy poco ¡se puede mejorar tanto aquella sociedad!
Sobre Patrick Leigh Fermor y el libro que me recomiendas, Un tiempo para callar, pues debo ir a la librería y comprarlo en cuanto pueda. Apetece. Y mucho. Y también Mani ¿?.
"Escribir o no escribir, esa es la cuestión", dices. Claro. Es que el tiempo rinde tan poco. Y estamos con la empresa, sobreviviendo, haciendo negocios, que ya sabes que son lo contrario al ocio. Para lo nuestro necesitábamos mucho ocio y poco negocio, pero sigo consolándome pensando que aplico esa máxima que tanto te gusta a ti, primum vivere…, y que lo que estoy haciendo es acopio de material vivencial para después eclosionar como escritor. O tal vez no. Quién sabe. Al final, Richard, lo que realmente debería preocuparnos es alcanzar la paz interior y, en mi caso, ir limando egoísmos y bajos instintos. Siempre tengo presente esos versos de William Blake: el que desea y no obra engendra pestilencia. Ese afán de vitalidad tal vez desenfrenada, ese eros sincero y desaforado quizá fue el desencadenante de su locura y de la de tantos otros que intentaron liberarse de toda represión interna. Lucha ese impulso de libertad suprema, de gozar y de comerse el mundo, con tantos filtros que nos reprimen. Y algunos de estos filtros represores quizá sean necesarios, no tanto para nosotros como para el resto de la sociedad. Son filtros morales, no éticos. ¿Dónde nos quedamos, Richard? Pero estas contradicciones nos invaden, forman parte de nuestra personalidad compleja: ateo- cristiano; liberal-socialista utópico; naturaleza-civilización; progreso-atavismo; huir-permanecer; abdicar del dinero-persistir en la supervivencia; escribir-no escribir; … La lista es interminable. Ojalá sólo sintiéramos contradicción a la hora de decidirnos por beber en la comida vino o cerveza, pero va mucho más allá.


En fin, ya ves, una respuesta larga y extraña.

Autocar de Querétaro hacia DF, 20 de noviembre de 2010

domingo, 14 de noviembre de 2010

México: el viaje, su sentido, los lugares y las personas

Finalmente volé. Solo. Esto está bien, porque no desvías la atención de cuanto te rodea. Lo cierto es que tengo el espíritu más proclive al relato estrictamente privado que al relato publicable en este blog; privado, sí, íntimo, tal vez, pero publicable. Tengo en el ánimo algunas vagas sensaciones que me están demandando la purga interior.
Pero voy a intentar hacer una catarsis a la inversa. La siguiente entrada, al revés que en otras ocasiones, se atendrá a un plan menos divagante:
1. Los aeropuertos y el sentido de los viajes.
3. Los negocios y Querétaro.
5. Los mitos familiares.
6. Los planes.
7. Mi ideal.
1. Los aeropuertos:
Cuando era pequeño y me acercaba a algún aeropuerto, sus pasillos y salas me parecían un ameno escaparate del mundo y sus afanes. Había algo de aventura en muchos de los viajeros. Las maletas, las vestimentas extravagantes, los aliños y las apariencias. Los fines: ¿quién es quién? ¿Cuál es la misión de cada viajero?

Aeropuerto Charles de Gaulle, París. Antes de embarcar en E34 comí un bocadillo y bebí una cerveza.
Aunque queda algo de aquellas viejas aprehensiones, ahora veo los viajes como algo más vulgar. Se ha llegado al paroxismo del viaje. Viajar es un mecanismo más de evasión y además se observa que ya no hay tipos o tipas tan interesantes. Parece que todos nosotros nos hemos igualado. Es la homogeneización social, la globalización. Los aeropuertos intentan ser el mostrador luminoso de las naciones: diseños de arquitectos grandilocuentes, boatos tecnológicos (me extraña que se quiera hacer negocio en los aeropuertos restringiendo el uso de la conexión inalámbrica a Internet sólo a quien la pague, y que este servicio no sea completamente accesible y gratuito; quizá haya algunas razones más, como la seguridad, o que la gestión de estos servicios es concedida a empresas privadas).
Aparte de toda esta vulgaridad, es interesante el intercambio de miradas y de curiosidades. El ser humano es un animal al que su sociabilidad y su carácter gregario le hacen auténticamente un mirón. Hay miradas de búsqueda sexual, de seducción, de afrenta, de sospecha, de miedo, de complicidad, de acercamiento, de repulsa, de desprecio, de lástima, de burla. Pero entre tanta gente anónima uno piensa en el sentido la humanidad. Se siente el amor hacia la especie, pero también un cierto desprecio. La masa no importa, tratamos de mirar individualmente, porque sabemos que el todo no es nada, que en cada persona está lo interesante y lo valioso. La contraria es la mirada del dictador, de quien se cree superior, de quien piensa en crear un mercado que lo enriquezca por encima de consideraciones morales, de quien desprecia al individuo. Los policías en este contexto se humanizan, se vuelven más sagaces que aquellos otros de los que hablo, porque miran a cada individuo tratando de descubrir aquellas psicologías capaces de infligir algún delito, presuntos culpables. Para ello, deben "despreciar" como inocentes a una gran mayoría de humanos en cuyos ojos escudriñan a diario. En esto, debo declarar, sin saber si se trata de un signo positivo o negativo, que mi fisonomía o los rasgos de mi cara nunca atraen las sospechas de la policía. En seguida, según percibe mi sensibilidad, saben que no porto nada pernicioso en mi equipaje. La seguridad hoy es máxima, y volvemos a ciertos ensayos sociológicos que señalan a nuestra sociedad como un ente atemorizado, siempre alerta de los peligros del terrorismo (sobre todo), la droga, la delincuencia. ¿Quizá la rebeldía? Tal vez llegue el día en que el control sea tan férreo que ya no se persiga a grandes delincuentes (extinguidos como subespecie para entonces) sino a cualquier modesto ciudadano que deba unos ochavos a la hacienda del supra-Estado o acaudale en su mente alguna idea subversiva.
Rodeándome por todas partes en la cola del avión viajaba un grupo de músicos pertenecientes a la Camerata Academica des Mozarteum Salzburg. La posibilidad de un accidente aéreo, con aterrizaje forzoso en alguna isla paradisiaca y como únicos supervivientes ellos, yo y alguna de las azafatas del avión, me habría otorgado un privilegio extraño. No habría sido una mala opción, porque son músicos con muchísimos discos editados y un gran repertorio. A mi izquierda se sentaba un tal Marco, italiano, fagot. Más allá un viola, no recuerdo su nombre, rumano, de aspecto muy fino, rubio (parecía tan austríaco como la mayoría de los componentes de la orquesta).
A mi derecha, sin tener nada que ver ya con la orquesta, se sentaba un tipo de edad algo avanzada, frisaría los sesenta y cinco, polaco. Resultaba un tipo absolutamente antipático. Para mí, se ha quedado en mi memoria como algo parecido a un arquetipo: el polaco antipático. Me pareció que se le había caído algo al suelo, e intenté ayudarle a buscarlo. Él, con desanimada gestualidad, me decía que no se le había caído nada, y casi parecía molesto conmigo. No entendí de qué tipo de cultura provenía, tan lejana a la mía como la de un extraterrestre. Con él viajaban más personas de Polonia, todos mayores, y tal vez algún grupo de otro país del Este. Ya en México, en la zona de salida, donde hay que hacer cola, mostrar pasaportes y tratar de escapar por fin con todo el equipaje en la mano, esa grey de señoras polacas, o húngaras o no sé, me ofrecieron alguna que otra escena de patetismo social. Parecían lerdas, un policía mexicano las llamaba a voces para que aligeraran la marcha y pasaran por nuevas taquillas abiertas con el fin de desatascar la cola de pasajeros, pero ellas parecían sordas. No se movían, eran como ovejas necias. Luego, taponaron un pasillo, un policía joven trataba de darme paso a mí con mi equipaje, porque no cabía entre el grupo de eslavos, y no se inmutaban, manteniendo aquel atasco absurdo sin dejarme vía libre. El poli mexicano tuvo que empujarlas un poco para que entendieran.
A partir de ahí pensé en la vieja Europa; ya sé, es un salto grande. Pero pensé en las guerras mundiales también. Después de todo, aunque la cultura europea tenga esa especie de arrogancia, ¡qué triste ha sido su historia! Aquellas personas parecían provenir de aquella Europa del horror.
2. Los negocios.
Ya se sabe, nec ocium, de esta etimología que niega el tiempo libre es de donde procede la palabra "negocio". Así que el acto de viajar, que muchas veces se hace como forma de ocio, y el hacerlo bajo la dudosa inspiración de los negocios, supone una estúpida contradicción. En verdad, y enlazando con el epígrafe anterior, el viaje a mí no me parece ocio. Al final de esta entrada intenaré cerrar como conclusión final cuál es el verdadero ocio a mi parecer.
En México DF me recogieron del aeropuerto para traerme a Querétaro Juan Carlos, nuestro contador (asesor fiscal) y su hermano Antonio. Fueron muy amables al ir por mí. La ciudad monstruo, con su miseria callejera muy patente en cada punto recorrido, puestos de comida callejeros sembrados por doquier, visiblemente faltos de higiene, gente de aquí para allá, moviéndose siempre en lo que a uno le parece el terreno de la supervivencia urbana tercermundista. Hay dos Méxicos, el A y el B. El B está en la calle. El A, en algunas empresas, en restaurantes, en centros comerciales ("moles" según nomenclatura local) y en las casas de la clase media. En esos ámbitos, uno tiene la sensación de vivir en un mundo rico, con todos los bienes de consumo al alcance de "gringos", japonenes o europeos. Cuando vengo a este país, me gusta pasearme por la calle e indagar. Desde abajo, cuando se trasiega por las miradas y las maneras de vivir apreciables en en la calle y los portales de las casas, y aunque suene a pensamiento new age, se descubre que en términos de felicidad es difícil determinar qué mundo resulta más dichoso. Excluyendo aquellos que por su fisonomía denotan un rango de pobreza extrema, miradas deshechas, gestos mortecinos, ropas raídas, hay un mínimo de bienes materiales desde el cual cualquier ser humano puede desarrollar una vida con pleno sentido. Todo dependerá de sus elecciones interiores, de su relación con los otros, de su particular interpretación de la existencia.

Al día siguiente, con apenas tres horas de sueño, nos reunimos Juan Carlos y Ernesto (nuestro socio aquí) en un restaurante del centro de Querétaro (cuánto me gustan estos lugares y su ambiente colonial y relajado, con ese aire anticuado -al margen de la hermosa arquitectura hispana y sus colores-). Evidentemente atiendo a las advertencias de desconfianza que muchas personas me hace, pero debemos confiar en nuestros apoyos de México si queremos hacer algo. En ese sentido, Ernesto me ofrece todas las garantías. Lo demás está dicho. Sigo sintiéndome un traidor ocupándome de asuntos de dinero, burocracias para formalizar la empresa, formas de facturar, gestión de los empleados, etc. Mierda. Pero sigo aprendiendo. Debo hacer un esfuerzo mantenido por concentrarme en estos asuntos. Por momentos lo logro. Otras veces sigo la dirección de los demás y simplemente vigilo que no se desvíen del objetivo. En las maneras sociales de este país la negación directa está proscrita, suena descortés, así que todo son "síes", aunque a veces se dispensan ante declaraciones que ni siquiera han sido cabalmente entendidas. Todo, según parece, es posible; el camino es siempre llano, siempre expedito, "no te preocupes que esto se arregla de ésta o de aquélla otra manera". Siempre dicen poder solventar cualquier escollo. Son infantiles en el planteamiento de futuros éxitos, albergan una suerte de ingenuidad o candidez en exceso optimista; y sin embargo son capaces de traicionar o dejar en la estacada cualquier proyecto cuando sienten próxima la derrota o ya no les interesa.
Sigo mi aprendizaje.
Desde 1993, fecha en la que vine con Mildred, no había vuelto a Querétaro, ciudad donde vivieron mis padres muchos años, y donde puedo encontrar en sus calles referencias de mi biografía familiar. Esto me hace disfrutar como si estuviera inmerso en la máquina del tiempo.




SEGUIRÉ CON LA ENTRADA... TENGO QUE SALIR

sábado, 6 de noviembre de 2010

Sobre Zygmunt Bauman y sus Tiempos líquidos

Conocía a este sociólogo por referencias, sobre todo a partir de la lectura de una reseña en mi separata cultural predilecta, ABCD las artes y las letras y quise haber leído su Modernidad líquida. Lo que el crítico decía de él me interesaba, parecía muy próximo a mi propio pensamiento sobre los tiempos que vivimos. El otro día, mientras aguardaba a que el funcionariado local tuviese a bien recibirme, descubrí en el nutrido escaparate de una librería el último libro de Zygmunt Bauman: Tiempos líquidos. No habría estado en ese escaparate de no haber sido porque a este sociólogo de origen polaco le habían concedido hacía unos días el Premio Príncipe de Asturias de humanidades 2010. Me metí en la librería y lo ojeé. Luego lo hojeé y finalmente lo compré. 14 euros.
...
Debo dejar esta entrada a medias porque estoy sintiendo minuto a minuto cómo algún tipo de virus o bacteria se está apoderando de mí... Mañana (si esta sensación abdominal me engaña y simplemente es cansancio repentino lo que siento, y, si no, si en efecto estoy cayendo enfermo, cuando mi ánimo se restablezca) seguiré con el comentario u anotación a mi lectura de Bauman. Se ve que mi hijo Guz me lo ha pegado. Me voy a la cama.

Virus de la gripe




domingo 7 de noviembre de 2010

No era hipocondria, lo juro. O sí. El caso es que esta mañana me he despertado sin gripe aparente. Esto significa que estoy obligado a proseguir con Bauman.

Reviso en la red su biografía muy sucinta y veo que le habían reconocido con anterioridad (1998) un premio que lleva el nombre de Theodoro W. Adorno, de la ciudad de Fráncfurt. Lo cual me da la razón, porque me había parecido un epígono en cierto modo de la Escuela de Fráncfurt. Y como resulta que aún proseguía yo con las lecturas de Horkheimer y Adorno, pues me caen estos Tiempos líquidos en el vaso propicio y siento que son bebidas de parecida graduación y gusto. Pero aquéllos estaban en su sazón histórica, y me atrevo a decir que eran más radicalmente anti-progreso, en tanto que éste lleva a un sistema anti-humano (y en esto los secundo), y Zygmunt Bauman lo siento un poco rezagado, más soso, simple y menos tajante o concluyente. No entiendo bien por qué los señores del Príncipe de Asturias, premio con unas formas tan elitistas e incluso diría "pijas", otorgan su galardón a un tipo de pensamiento con visible raíz marxista. Estos siguen yendo en pos del acierto mediático, quieren ponerse equis en las casillas de "acierte el próximo Nobel". A mí me encandilan Horkheimer y Adorno, pero no me está encandilando Bauman, y eso que me creía completamente identificado con su pensamiento de Modernidad líquida. Y es que, tal vez, su definición de la sociedad y la cultura de este siglo sea muy adecuada, pero no las conclusiones que después extrae o los augurios que subraya. Hablar de modernidad líquida se me antoja sinónimo de posmodernidad (¿o postmodernidad?). Ante ésta se antepone la modernidad, modernidad sólida. Hoy en día, quien se considere moderno en los términos de toda esta batalla dialéctica pseduo-filosófica se está declarando en realidad, y sobre todo en ciertos aspectos, como conservador, incluso retrógrado. Creer en la razón y la imposición de las mejores ideas sobre las peores para mejorar el mundo, es anti-posmoderno, y por ende un retraso según los más progresistas. Debo declararme, si es que pudiera salirme de mi contexto histórico, como pre-moderno. Salto el pensamiento religioso previo y me estanco confortablemente en las sencilleces epicúreas.
Bauman afirma obviedades, no por obvias menos ciertas:

"Si quieres paz, preocúpate por la justicia", aseveraba la sabiduría antigua, y, a diferencia del conocimiento, la sabiduraía no envejece. Hoy, igual que hace dos mil años, la ausencia de justicia obstruye el camino hacia la paz. [Tiempos líquidos, Tusquets Ensayo, 2010, p. 13]

¿Alguien disiente? Pues que se mire los niveles de sensibilidad. De aquí pasa a afirmar que ahora la justicia en una cuestión planetaria, a causa de: 1. "las autopistas de la información" hacen que "el sufrimiento humano de lugares lejanos y modos de vida remotos, así como el despilfarro de otros lugares y modos de vida también remotos, entran en nuestras casas a través de las imágenes electrónicas de una manera tan vívida y atroz, de forma tan vergonzosa o humillante, como la miseria y la ostentacion de los seres humanos que encontramos cerca de casa durante nuestros paseos cotidianos por las calles de la ciudad", y 2. vivimos en un "planeta abierto a la libre circulación del capital y de las mercancías". Más adelante descubrimos que todo esto es "globalización", pero después se epiteta como "globalización negativa", ¿quizá para dejar abierta la posibilidad a que exista una globalización positiva?

El mercado sin fronteras es una receta perfecta para la injusticia y para el nuevo desorden mundial que invierte la célebre fórmula de Clausewitz, de tal modo que ahora le toca el turno a la política de convertirse en una continuación de la guerra por otros medios. La liberalización, que desemboca en la anrquía global, y la violencia armada se nutren entre sí, se refuerzan y revigorizan recíprocamente; como advierte otra vieja máxima, inter arma silente leges (cuando hablan las armas, callan las leyes).

A partir de aquí, y sin dejar de dar ejemplos concretos con la guerra de Irak, Bush y las Torres Gemelas, Bauman establece que se está instalando el miedo en el centro de la sociedad globalizada, con una base en el miedo existencial.



El "progreso", en otro tiempo la manifestación más extrema del optimismo radical y promesa de una felicidad universalmente compartida y duradera, se ha desplazado hacia el lado opuesto, hacia el polo de expectativas distópico y fatalista.


La cita es larga, pero merece la pena y además me permitirá, después de alguna que otra cita más que sea suficientemente elocuente para comprender cuál es el camino que quiere seguir Bauman, hacer mi análisis posterior:



Incapaces de aminorar el ritmo vertiginoso del cambio (menos aún de predecir y controlar su dirección), nos centramos en aquello sobre lo que podemos (o creemos que podemos o se nos asegura que po­demos) influir: tratamos de calcular y minimizar el riesgo de ser noso­tros mismos (o aquellas personas que nos son más cercanas y queridas en el momento actual) víctimas de los innumerables e indefinibles peligros que nos depara este mundo impenetrable y su futuro incierto. Nos dedicamos a escudriñar «los siete signos del cáncer» o «los cinco síntomas de la depresión», o a exorcizar los fantasmas de la hipertensión arterial y los ni­veles elevados de colesterol, el estrés o la obesidad. Por así decirlo, buscamos blancos sustitutivos hacia los que dirigir nuestro excedente de temores existenciales a los que no hemos podido dar una salida natural y, entre nuestros nuevos objetivos improvisados, nos topamos con advertencias contra inhalar cigarrillos ajenos, la ingesta de alimentos ricos en grasas o en bacterias "malas" (mientras se consume de manera ávida líquidos que prometen proporcionar las que son "buenas"), la exposicion al sol o el sexo sin protección. Quienes podemos permitírnoslo, nos fortificamos contra todo peligro visible o invisible, presente o previsto, conocido o por conocer; difuso aunque omnipresente; nos encerramos entre muros, abarrotamos de videocámaras los accesos a nuestros domicilios, contratamos vigilantes armados, usamos ve­hículos blindados (como los famosos todoterrenos), vestimos ropa igualmente protectora (como el «calzado de suela reforzada») o vamos a clases de artes marciales. «El problema», sugiere de nuevo David L. Altheide, «es que estas actividades reafirman y contribuyen a producir la sensación de desorden que nuestras mismas acciones provocan». Cada cerradura adicional que colocamos en la puerta de entrada como respuesta a sucesivos rumores de ataques de criminales de aspecto foráneo ataviados con túnicas bajo las que esconden cuchillos; cada nueva dieta modificada en respuesta a una nueva «alerta alimentaria» hacen que el mundo parezca más traicionero y temible, y desencadenan más acciones defensivas (que, por desgracia, darán alas a la capacidad de autopropagación del miedo).


De la inseguridad y del temor se puede extraer un gran capital co­mercial, como, de hecho, se hace. «Los anunciantes», comenta Stephen Graham, «han explotado deliberadamente los miedos generalizados al terrorismo catastrófico para aumentar las ventas, ya de por sí rentables, de todoterrenos.» Estos auténticos monstruos militares engullidores de ga­solina, mal llamados «utilitarios deportivos», han alcanzado ya con el 45 por ciento de todas las ventas de coches en Estados Unidos y se están incorpo­rando a la vida urbana cotidiana como verdaderas «cápsulas defensi­vas». El todoterreno es: "un símbolo de seguridad que, como los vecindarios de acceso restrin­gido por los que a menudo circulan, aparece retratado en los anuncios como algo inmune a la arriesgada e impredecible vida urbana exterior [...]. Estos vehículos parecen disipar el temor que siente la clase media urba­na cuando se desplaza por su ciudad de residencia o se ve obli­gada a detenerse en algún atasco”. [pp. 93-95]

El esquema de análisis es interesante y anoto a un lado del libro de Bauman el siguiente escolio, con dibujito incluido:


El análisis es mío, pero creo que no dista mucho de lo sugerido en el texto: el individuo desplaza sus temores existenciales a los temores externos, éstos intentan ser aplacados en tanto que simples amenazas y no riesgos del todo reales, nuevos leviatanes menores y terroríficos, por protecciones externas. Yo añado a esto que tales protecciones son además favorecedoras del comercio y el flujo de dinero, porque para protegerse hay que gastar, comprar, firmar contratos; y además, estas medidas de protección son a-metafísicas, no provienen de educación sentimental o ética alguna, simplemente de disponen en el mercado como una mercancía más de las que se pueden adquirir externamente, no vienen del interior del individuo, de su formacion psicológica o, si se quiere, espiritual.

Pero entonces, Bauman se desliza a terrenos encenagados por ciertos prejuicios, a mi parecer, ideológicos, y de nuevo cito largo para poder hacer mi análisis concluyente:

La primera esfera, progresivamente despojada de la protección institucionalizada, garantizada y mantenida por el Estado, ha quedado expuesta a los caprichos del mercado [...].
Ahora, con el progresivo desmantelamiento de las defensas contra los temores existenciales, construidas y financiadas por el Estado, y con la creciente deslegitimación de los sistemas de defensa colectiva (como los sindicatos y otros instrumentos de negociación colectiva) sometidos a la presión de un mercado competitivo que erosiona la solidaridad de los más débiles, se ha dejado en manos de los individuos la búsqueda, la detección y la práctica de soluciones individuales a problemas originados por la sociedad, todo lo cual deben llevar a cabo mediante acciones individuales, solitarias, equipados con instrumentos y recursos que resultan a todas luces inadecuados para las labores asignadas. [...]
[...] En la forma política del "Estado de la seguridad personal", el fantasma de la degradación social contra el que el Estado social juró proteger a sus ciudadanos está siendo sustituido por la amenaza de un pedófilo puesto en libertad, un asesino en serie, un mendigo molesto, un atracador, un acosador, un envenenador, un terrorista o, mejor aún, por la conjunción de todas estas amenazas en la figura del inmigrante ilegal, contra el que el Estado moderno, en su encarcación más reciente, promete defender a sus súbditos.
[...] En definitiva, se ha demostrado, más allá de cualquier duda razonable, que el empeño por centrar la atención en la criminalidad y en los peligros que amenazan la seguridad física de los individuos y de sus propiedades está íntimamente relacionado con la "sensación de precariedad", y sigue muy de cerca el ritmo de la liberalización económica y de la consiguiente sustitución de la solidaridad social por la responsabilidad individual.
[...] El miedo está ahí, y explotar su caudal en apariencia inagotable y autorrenovable para reconstruir un capital político agotado es una tentación a la que muchos políticos estiman difícil resistirse. También está afianzada la estrategia de capitalizar el miedo, una tradición que aparece en los primeros años del asalto neoliberalista al Estado social.

Todos esos miedos sociales es verdad que son estimulados y aprovechados sin duda por otros sectores del mercado y por el propio Estado para afianzar sus garras de control sobre los ciudadanos; pero cabe preguntarse en qué sociedad humana de cierta complejidad no se apeló al miedo como forma de control. Si miramos atrás nos quedaríamos pasmados y no nos quedaría más remedio que reconocer que probablemente ésta sea la época en la que menos miedo existe en el sentido de aquella presión sobre la sociedad ejercida por autoridades moralmente coaccionadoras, ya empujadas por la ley religiosa ya por un programa legal de fuerza ideológica extrema. Yo no sé a qué sociedades apela Bauman cuando habla de ese Estado que preservó los derechos sociales, porque sí hubo algún Estado que se aproximó durante algunos años a mantener una distancia deseable entre el Estado social y la libertad individual, pero no se puede estar refiriendo a ningún Estado comunista no democrático, donde la coaccion y el miedo eran singulares y secundados si era necesario por juicios sumarios y ejecuciones. Si se refiere a algunos sistemas de la democracia escandinava durante ciertos años, o en general a los niveles alcanzados en la Europa social rica y democrática de las décadas de los cincuenta hasta los ochenta, podría ser aceptable su apreciación y valorar que tales sistemas llegaron en efecto al punto más dulce entre todos los ensayos de gobierno de sociedades complejas desde tiempos antiguos hasta nuestros días. Pero tal edén parece haber terminado. Donde falla Bauman es mezclar la doctrina liberal, porque no creo que la doctrina liberal en su sentido ideológico y no puramente económico apele al miedo sino todo lo contrario. La liberalidad por esencia debe estar exenta de miedo. No creo por otro lado que ningún Estado pueda proveer como afirma Bauman de formas de amortiguar los temores existenciales de la población, salvo que dispense por decreto algún tipo de fármaco psicotrópico. No es el asunto del Estado. Habría que apelar a la filosofía, incluso, para quien quiera, a la religión, a la psicología, a la educación ética, a la sabiduría (a la que en algún momento apela el autor) para tratar los asuntos de los miedos existenciales. El Estado sí se apoya para ejercer cada vez más control sobre la población en el miedo, porque el ser humano es proclive a temer y es fácil el desarrollo de nuevos temores sociales que mantengan siempre en vilo las libertades individuales.
En conjunto, como dije al principio, el análisis es adecuado: mercados aparentemente libres y abiertos, globalización informativa, miedos contra los que favorecer un nuevo sistema de control so pretexto de servir de égida social; pero el meollo de la cuestión está en que el futuro del mundo tal vez sea el de un Estado cada vez más universal, unificado, con cada vez mayor control sobre la sociedad, presto a saciar, a través de ese control y coadyuvado por la técnica científica, sus necesidades orgánicas y a calmar sus miedos existenciales. Es decir, se logrará inventar, sin saberlo, el camino hacia el total comunismo (comunidad, control absoluto sobre sitemas de producción, injerencia directa del Estado en cualquier proceso material e incluso espiritual) dando un rodeo por el capitalismo o bajo su cáscara de libertades económicas, que caerán básicamente en un simple empuje desaforado de consumo dirigido. Como prueba de que es posible que el mundo vaya por ahí, el ejemplo chino es suficientemente elocuente: comunismo-consumismo en una sola sociedad.

Si un libro inquieta y estimula a pensar, incluso a coincidir y rebatir al mismo tiempo, es que merece la pena, y Zygmunt Bauman resulta un excelente ensayista, mucho más fácil de leer que sus predecesores de la Escuela de Fráncfurt.










lunes, 1 de noviembre de 2010

Reflexión a partir de un fragmento ramplón de biografía


Trufaré esta entrada del Diarius con viñetas de uno de los mejores humoristas gráficos, o filósofos ácidos



Dentro de poco viajaré a México por motivos de trabajo en mi empresa. Mi socio estuvo allí la semana pasada para arreglar cosas de una de las vías de negocio que queremos abrir; y ahora me toca a mí ir para arreglar otras. Soy un empresario que viaja en avión y todo. Solo frente a N&V durante estos días, no paraba de recibir y hacer llamadas, de ir de un lado a otro, de tratar de sostener pequeños problemas por aquí y por allá, de invitar a nuestros clientes a que por favor pagaran ya... Elaborar presupuestos esta semana ha sido imposible, porque no tenía tiempo, pero corregí alguno que había preparado nuestro encargado.


Esta viñeta la tengo encima de mi despacho

Revisar los trabajos, ir visitando las diferentes obras abiertas y controlar que todo se hace lo mejor posible. Convencer a nuestra directora del banco de que sostenga unos días más los números en rojo, que aguante un poco más, que nos deben una pasta y pronto la situación se verá más desahogada. El contexto de crisis económica está lastrando cada proceso en la normal transacción comercial. Nadie se fía de nadie, y cuando esperas un pagaré por una cantidad importante que permitirá a la empresa poder pagar a sus proveedores, llega el cliente y te dice que no podrá ser hasta que no refinancie su deuda. ¿Cómo es eso? Entonces uno debe retrasar sus pagos también, y la cadena se hace cada vez más tensa o los eslabones más gruesos; hay ocasiones en que nos salva la campana. De momento vamos librándonos.





Pero todo esto ¿me pertenece? Durante el desarrollo incesante del día apenas puedo pensar, porque cada llamada hace brotar una nueva ocupación, una nueva entrada en la agenda. Sin embargo llega la noche y salgo a dar el paseo con mi perro, un santo peludo, negro, de cuarenta y ocho kilogramos de peso, me interno en el camino que corre paralelo al río, los árboles comienzan a invadir mi espacio, la oscuridad se hace total y camino tranquilo. El gran momento cotidiano, en el que logro unos minutos para divagar. Las piezas del día parecen entonces caer desde arriba y colocarse en algún rincón de mi mente con una disposición algo más ordenada. No es que yo lo fuerce, es que mi subconsciente así lo quiere. En casa, Mildred acuesta a los niños. Cipi, el santo can, me sigue o va por delante de mí. A veces una familia de jabalíes nos sale al paso. Un día me tuve que subir a un árbol, porque la madre pareció enfurecerse y comenzó a gritar ante la persecución de Cipi a uno de sus jabatos. Yo había leído en La vida privada en la Edad Media, dirigida por Georges Duby, que en esos tiempos (alto medievo) se temía tanto al jabalí macho como al lobo; así que me subí al árbol susodicho, por si acaso la señora jabalí iba acompañada por su marido. Y ahora me estoy yendo por las ramas. En esos paseos oscuros por el río, en que normalmente no aparece ningún jabalí, mi mente puede reflexionar con algo más de calma. La sensación general que tengo al haberme hecho empresario, no sé por qué laberínticas razones, es la de que me estoy prostituyendo. Reconozco aprender cada día aspectos muy difíciles de conocer si estuviera en un ambiente meramente intelectual, o sentado en mi escritorio escuchando a Chopin. Apelo a esa máxima que tanto gusta a mi amigo Ricardo Old: primum vivere deinde philosophari y en ella exculpo mi retraso por no forzar la eclosión del escritor que llevo dentro. Es cierto, aprendo sobre los hombres, sobre las cuestiones más materiales y pragmáticas de la vida; en ocasiones, como tiendo a literaturizar la propia realidad, me encuentro inmerso en una novela o una película de cine negro: el dinero lo mueve todo. En este mundo de empresa y trabajo se encuentran tipos malos, regulares e incluso aceptables desde un punto de vista ético. Abunda el interés propio, es cierto, pero mi lección final es favorable si se compara la realidad con la que me encuentro y los prejuicios e ideas preconcebidas con cuyo bagaje había comenzado en este mundo.




Está claro: si pudiera haber hecho de la literatura un modus vivendi probablemente habría legado mi parte de la empresa a mi buen socio y amigo, a quien realmente le apasiona todo esto, y me habría dedicado en exclusiva a la divagación, al estudio desordenado de cuanto me va interesando y a la escritura. Al salir de la universidad fui cobarde o me faltó confianza, o no sé; aunque tras regresar de EEUU y durante el año que Mildred y yo pasamos en Salamanca viviendo me puse a escribir y terminé dos libros de poemas y una novela (Dioses y mosquitos), más algún que otro cuento, en realidad forcejeaba en mi interior esta educación burguesa que he recibido, esta moralina judeo-cristiana, y no me imaginaba escribiendo en aquel apartamento antiguo mientras mi mujer ganaba los garbanzos. Esto producía en mí un cierto desasosiego, y aún no podía controlar ciertos malestares o zozobras de la conciencia como lo logro hacer hoy. Mi deber como varón parecía ser ingresar dinero en la nueva estructura familiar, no sólo ideas y comentarios más o menos ingeniosos sobre el mundo circundante. Además, mi ánimo se hacía cada día más acre y vivía una etapa psicológica en la que todavía era incapaz de escindir vida mental y vida social. Relacionarme con los otros era perder el tiempo, y no lograba estar cómodo hasta que no me encontraba frente a un libro, un cuaderno abierto o el teclado del ordenador. Llegaba a sentirme francamene ansioso en un entorno social en el que hipotéticamente se debía estar relajado mientras se tomaba una cerveza. Creo que es francesa esa expresión que he hecho mía: "echarse el alma a las espaldas", algo muy recomendable, pese a sus connotaciones negativas, y que sólo con el paso de los años he aprendido a hacer.
Ahora vivo momentos de dulce desdoblamiento de mi personalidad. Soy "inelectual" porque mi posición ante el mundo es de máxima curiosidad y tiendo a analizar cuanto me rodea. Por las noches, a ráfagas, con demasiado poco tiempo para ejercer, me salen colmillos literarios y en el desván me enfrento al papel vacío, o leo con fruición hasta que el cuerpo aguanta. Por el día comienzo la jornada tratando de ser padre de familia, ayudo a Mildred con los niños y los llevo al colegio. Luego me transformo en empresario, voy, vengo y me bato el cobre con empleados, clientes, proveedores y bancarios. En los últimos días, es tanto el tráfago en la empresa, que cuando llego a casa los niños, sobre todo Blanch, están ya dormidos; así que atiendo a los animales y casi no tengo tiempo de mirar a los ojos a mi esposa, cuánto menos de hacer otras cosas.