miércoles, 17 de septiembre de 2014

Sigue (corregido) CAPÍTULO V

Recuerdo que en el recuadro de arriba se puede pinchar en El hombre medular PDF y descargar todo lo escrito hasta el día de hoy en orden.


En la Grecia del siglo quinto a.n.e., Hipócrates, quien desacralizó la medicina para hacer de ésta una disciplina de rudimentos científicos, y prosiguiendo con técnicas de tracción ya utilizadas por los egipcios, desarrolló un artilugio denominado “escalera de Hipócrates”, escalera en la cual se ataba al paciente que había sufrido algún tipo de traumatismo vertebral y a través de estiramientos y sacudidas se trataba de corregir el daño, el desvío o la torsión que hubiera podido sufrir la columna. El creador del famoso código más antiguo de la deontología médica viajó por toda Grecia y por Egipto y dedicó algún epígrafe concreto a la cuestión de la lesión medular entre el conjunto de sus escritos médicos. En Anatomía de la espina describe aspectos más o menos redundantes con lo expresado por los médicos egipcios, con alguna otra descripción más compleja de los órganos internos y algunos intentos por tratar, por ejemplo, las úlceras por presión.[1]

En la antigua India también se trata del asunto. Súsruta, fundador de la denominada medicina aiurvédica, y en su texto Súsruta-samjita, fechado entre los siglos iii y iv d.n.e., explica cómo tratar dislocaciones cervicales a base de manipulaciones de los huesos, vendajes, férulas o reposo en cama. También enuncia un método de inmovilización colocando al paciente en una tabla atado a varios puntos con una cuerda.
Es interesantísimo el repaso histórico de la lesión medular y su tratamiento médico desde la Antigüedad; sin embargo, al haberme visto envuelto en su lectura para poder a su vez trasvasar al libro que el lector tiene entre sus manos un resumen lo más liviano posible, estoy siendo engullido por el remolino de la historia y de mi propia ignorancia en asuntos médicos. Me explico. Según voy avanzando, la curiosidad se ramifica y cada período histórico o cada nombre es una invitación a la lectura de textos cada vez más amplios; esto, en lo que respecta a lo estrictamente histórico, pero es que a cada paso me encuentro con cuestiones de carácter médico. Primero las tengo que traducir del inglés y luego ver qué diablos significan exactamente en castellano. A lo largo de este libro pretendo instigar con la palabra a la comunidad médico-científica para que se ponga las pilas en la investigación sobre la médula espinal. Pero me doy cuenta de que no puedo pretender mucho más de lo que ya sé sobre mi propia lesión, sobre anatomía, sobre el sistema nervioso y en general ni puedo ni quiero profundizar demasiado en un terreno que no es el mío. Por eso insisto: este libro no es ni de historia médica ni de medicina. Tras este excurso, me limito a justificar mi resumen histórico simplemente por que el lector más lego en la materia —como yo lo era felizmente— tenga presente una visión de conjunto. ¿Por qué considero importante la revisión histórica de la lesión medular? Porque es la premisa y la piedra de toque de lo que acabo de enunciar un poco más arriba: instigar, acicatear, reclamar, gritar y juntar todas las voces posibles para que la ciencia médica y sobre todo las fuentes de financiación de la misma (pues a buen seguro que si por la ciencia médica fuera se invertiría muchísimo más tiempo y energías en la investigación) se animen en el campo del progreso.
Durante la época imperial romana aparece uno de los nombres más famosos de la medicina antigua, cuyo nombre acaba convirtiéndose en epónimo o en sinónimo del término con que se designa a quien se dedica a la ciencia médica, el “médico”. Hemos oído muchas veces hablar de “un galeno”. El culpable de este sustantivo de profesión es Galeno de Pérgamo. Aparte de algún que otro error sobre el funcionamiento de la vejiga, que él pensaba se accionaba para la evacuación de la orina por presión de los músculos abdominales, equívoco que aún se difundiría durante los siglos xvi y xvii, este galeno Galeno describió las lesiones altas de C1 y C2 como letales e igualmente las de C3 y C4,[2] por impedir éstas la función respiratoria. Galeno, quien nació en la ciudad de Pérgamo, Asia Menor, (actual Bergama, Turquía), en 129 d. n. e., se formaría en Grecia y en Alejandría para terminar viviendo en Roma y ejerciendo como médico en esta ciudad desde aproximadamente los 32 años de edad hasta su muerte (200 o 216). De nuevo Egipto (Alejandría) se rastrea como fuente primigenia de la Antigüedad donde beben griegos y romanos para encontrar las primeras nociones, en particular sobre la lesión medular, y en general sobre otras muchas cuestiones médicas.
Un siglo antes, nacido prácticamente al mismo tiempo que nacía la época imperial romana, hay otro nombre importantísimo en la historia de la medicina. De Aulo Cornelio Celso (25 a.n.e. – 50 d.n.e.) ni siquiera se sabe si fue realmente médico, y resultó singularmente aplaudido entre los futuros humanistas del Renacimiento por su estilo literario a la hora de transmitir una gran cantidad de conocimientos médicos en su obra De Medicina ([Tratado] Sobre Medicina). Sobre la cuestión de la médula espinal, el resumen que se hace en el artículo de Ibrahim Eltorai me parece particularmente elocuente, y hasta gracioso: “[Celso] dedicó una breve argumentación sobre la lesión de la médula espinal, especialmente sobre fracturas de la apófisis espinosa. En el caso de la lesión incompleta de médula espinal, recomendó seguir el método de Hipócrates de tracción para corregir dislocaciones vertebrales. En el caso de lesiones completas de la médula espinal, [se limitó a decir], acaecería la muerte como norma.” Bueno, lo dijera Celso u otro especialista el que fuera de la Antigüedad, no es sino una expresión sincera y resignada que muy bien podría haberse puesto en boca de cualquiera de nuestros abuelos médicos con el mismo grado de crudeza. Siglos y siglos de ignorancia pura y dura. La cuestión es: ¿cuán lejos estamos de esa ignorancia? ¿Son esas épocas, oscuras en términos de grado de conocimiento, algo muy lejano y que sólo nos puede mover a la risa trágica por aquellos antepasados nuestros que dejaban morir a los lesionados medulares? No, no estamos tan lejos de esa ignorancia secular; son muy pocos los avances profundos en el conocimiento del sistema nervioso, incluso cuando nos referimos a una época de tecnología y ciencia presuntamente tan avanzada como la nuestra. Se ha conseguido que el lesionado medular no muera inmediatamente, e incluso que goce de una vida tan prolongada como si no hubiera sufrido su lesión. Pero todavía se está lejos de encontrar una cura, condenando de esta forma a unos cuantos millones de personas a vivir en silla de ruedas, a no volver a usar sus manos o a tener que sobrevivir conectados a un respirador artificial.[3] Como se ha ido avisando desde el prólogo, como se insistirá con alguna que otra salpicadura a lo largo de estas páginas y como finalmente se intentará remachar en el último capítulo, la intención es (y nunca mejor dicho) vertebrar este libro con una especie de leitmotive, un aliento animador que no puede ser otro que el de la reivindicación, amén de la inevitable reflexión existencial y la invitación a hacernos partícipes de un vitalismo inquebrantable. Para ser ecuánimes, no podemos perder de vista el horizonte de la gratitud con tantos profesionales dedicados al cuidado del prójimo (tal es la vocación de los profesionales de la medicina). Estamos convencidos de que una generosa comunidad de científicos y médicos luchan denodadamente por encontrar la manera de avanzar al máximo en sus investigaciones, por mejorar la vida de sus pacientes. No podemos olvidar que el altruismo humano de un buen médico tiene unas proporciones cósmicas. No es a ellos a quienes se debe instigar, sino más bien a los poderes públicos —y sobre todo a ellos—, así como a cualquier otra institución cuyos beneficios obtenidos gracias a su desenvolvimiento económico dentro de la sociedad pueda revertir en ésta algún provecho. Son muchas las causas de injusticia en el mundo donde poder contribuir con unos cuantos millones y aplicar políticas de apoyo social y económico. Con toda lógica, cualquier causa por la que luchar y con la que poder colaborar se sentiría particularmente abandonada si le preguntamos por sus necesidades. ¡No por favor, no necesitamos más ayuda, estamos muy contentos con nuestra miseria, o con nuestra enfermedad, o con nuestra dolencia, o con nuestra lucha!; ya han hecho ustedes bastante y no necesitamos ni dinero ni atención, olvídense de nosotros. ¿Podría manifestarse así alguna de las plataformas de exigencia social imaginables? Hay muchas de ellas con las que uno se siente identificado, incluso con las que ha colaborado dentro de sus limitaciones a lo largo de la vida. Dado que el azar me ha mostrado de manera tan palmaria la realidad de lo que significa una lesión medular y he podido comprobar a mi alrededor el desamparo económico y las dificultades de todo tipo con las que se encuentra la investigación en este campo, aunque parezca empresa demasiado egoísta, me toca levantar la voz para reclamar muchísimo más apoyo político, institucional y económico. Hubo algún punto en el proceso de mi dolencia en el que me hice tremendamente consciente de una característica definidora de la lesión medular: la desproporción. Trataré de explicarme. Llegaba a comprender después de sufrir el accidente que muchos de mis huesos se hubieran fracturado, que alguno de mis músculos se encontrara triturado como la carne picada, y que esos daños visiblemente catastróficos tuvieran sus consecuencias. Pero los huesos se sustituyen o se anclan con herrajes de titanio y los músculos se drenan, se desinfectan, se extraen parcialmente (para dejar sólo aquellos en estado funcional), y pasado el tiempo, tras las pertinentes intervenciones quirúrgicas y demás cuidados médicos, pasado el tiempo los huesos se han soldado, la masa muscular ha vuelto a resultar funcional y las heridas han cicatrizado. El cuerpo vuelve a ser solvente aun cuando perdure alguna secuela. ¿Dónde se encuentra la desproporción de la lesión medular? Pues ya el lector lo habrá adivinado. La etiología de una lesión medular es varia: por enfermedad (una infección bacteriana, un tumor, un infarto medular, una mielitis, etc.); por una mala intervención quirúrgica (al ir a operar una hernia discal o una fractura vertebral); o puede ser traumática, por el golpe sufrido en algún tipo de accidente suficientemente brusco como para fracturar la columna y afectar a la médula espinal (por torsión, por hematoma, incluso puede llegar a seccionarse del todo, etc.).[4] Normalmente no hay sección completa. Entonces, consideremos el supuesto de una lesión de la médula como resultado de una “herida”, por expresarnos de una forma general. En tal caso, la función de la médula se ve interrumpida en un punto u otro de su longitud.(fig.1)
Fig.1. Imagen obtenida del blog Temas de estudio para la anatomía humana general (http://anatolandia.blogspot.com.es/2013/10/columna-vertebral-articulaciones.html).
La médula tiene una función aferente cuando recibe por impulsos nerviosos la información sensible del cuerpo y sus extremidades desde el cuello hasta la punta de los pies y la hace llegar hasta el cerebro, donde tales señales son interpretadas; y una función eferente cuando desde el cerebro y a través de ella envía al resto del cuerpo la información para mover o controlar cualquier parte del cuerpo.  La especie de cordón que forman las distintas capas de la médula puede tener un grosor medio como el de un dedo anular, y por este “cordón” pasan millones de impulsos eléctricos. No vamos a meternos en mayores honduras sobre qué efectos tiene cada lesión según la altura a la que ésta se produce; pero vamos a poner como ejemplo una lesión cervical, de la que deviene una tetraplejia o cuadriplejia. La cuadriplejia no es una lesión producida por un accidente mientras ordeñábamos una vaca en una cuadra; ni la tetraplejia es un accidente de alguien que nos ha lanzado un tetrabrik al cuello. Ambos términos hacen referencia al número cuatro (ya en griego ya en latín), por los cuatro miembros, dos piernas y dos brazos, de que estamos dotados los seres humanos. La paraplejia se referiría a un par o a una mitad y supondría la parálisis motora y la pérdida de sensibilidad generalmente en los miembros inferiores, las dos piernas. Sea cual sea el grado, he aquí la desproporción: frente a los muchos huesos rotos, heridas, pérdida de sangre, pérdida de masa muscular, daño en otros órganos, etc. que nuestro accidente nos ha podido provocar, finalmente el gran desaguisado de un cuerpo inmóvil e insensible se produce por una lesión de un tamaño en apariencia muy pequeño (milímetros o algún centímetro de los restos de un hematoma, con la subsiguiente interrupción de los estímulos nerviosos) en un apéndice perteneciente al sistema nervioso central (SNC) y al que denominamos en castellano médula espinal. Esta desproporción me conduce a una intuición que sobrepasa toda lógica; más cerca de lo poético, desde luego, que de lo científico; una lógica, si se quiere, callejera, lega, prosaica (¡quitémosle incluso lo poético!): Es imposible que la ciencia no alcance algún día no muy lejano un mayor conocimiento del sistema nervioso, de las pérfidas neuronas y su funcionamiento al parecer tan alambicado, y nos regale un remedio sencillo para permitir que el piso de arriba de la médula y su fabuloso desván pueda volver a comunicarse con los pisos que han quedado por debajo del insignificante incendio. Tiene que haber un albañil capaz de arreglar los escalones rotos, el ascensor averiado, los cables de la luz cortocircuitados. Y precisamente este grado de desproporción anti poética y anti científica es lo que me hace concebir a nuestra era, al enfrentarla a un largo proceso histórico de muchos siglos, como una era todavía oscura e ignorante, aunque quede herido nuestro orgullo antropocéntrico. Casi no han existido épocas que no hayan pensado que las anteriores eran ridículamente más atrasadas. No nos libramos de esto, y para ello vamos a proseguir con esta “pincelada histórica”, a punto de convertirse en tratado chapucero de historia de la medicina. Con la condescendencia del lector, creo que todavía estaremos a tiempo de poder remediarlo.
Aunque perteneciente todavía a la cultura greco-latina del imperio bizantino, imperio residual del imperio romano después de la escisión de los imperios de Oriente y Occidente a finales del siglo cuarto d.n.e.,  aparece el nombre de Pablo de Egina (625-680), durante los tiempos en los que Europa occidental se encontraba ya en el período de la Alta Edad Media. A este médico, además de la compilación de varios libros, se le considera el iniciador de la técnica de la laminectomía y la extracción de fragmentos óseos que puedan haberse incrustado en nervios o en la propia médula espinal (¡qué estúpida ilusión la de saber que el padre de la extracción de pedacitos de espolones clavados en mi médula, practicada por José Luis Ortega, fue un tal Pablito del siglo VII y que sus habilidades provienen de mi adorada cultura grecorromana!).
En la Edad Media el panorama es bastante desilusionante en lo que a Europa respecta, con la excepción hecha de una península Ibérica en manos de los árabes, donde floreció la cultura en todas sus ramas, incluida la de la medicina. Pero desde la frontera con los reinos cristianos en la propia península hasta los confines de Europa en sus límites con Asia, el retroceso de una línea de conocimiento proveniente del Medio Oriente, particularmente intensa en la antigua Grecia y cuyo relevo tomaría de su mano la Roma imperial (sin que esa fuerza de cultura significara ausencia de guerras, matanzas y suplantación carnicera de unos imperios sobre otros), es un retroceso profundo, hondo, casi difícil de explicar. Aunque la historiografía europea y mayoritariamente cristiana, desde el Romanticismo hasta hoy, haya querido hacer una revisión histórica de la Edad Media como una época donde el estancamiento cultural no fue tan catastrófico como lo pintaban los historiadores del Renacimiento, del Siglo de las Luces y los estudiosos positivos de la Historia hasta nuestros días, a pesar de cualquier intento de revisionismo, por retorcido que éste sea, o por simplista, o por esteticista, para quien se acerque a los hechos y a la historia de cualquiera de las ramas de la cultura, la parálisis de las meninges y la dependencia mezquina de la cultura clásica por parte de la Europa medieval resulta completamente evidente.
Avicena fue un médico persa que parece haber seguido las fórmulas preestablecidas unos siglos antes por Pablo de Egina, haciendo descripciones sobre técnicas para el estiramiento del cuello y fijación del paciente mediante el uso de férulas. En al-Ándalus aparecen dos figuras donde poder rastrear referencias sobre el tratamiento de la lesión medular. El primero y menos conocido es Albucasis, del siglo X d.n.e., de cultura árabe y natural de los alrededores de Córdoba. Según parece, a este médico y científico se le puede atribuir el decanato de la cirugía moderna. Parece ser que sus técnicas quirúrgicas prevalecerían hasta la época del Renacimiento. En lo que respecta a las lesiones cervicales, es posible que fuera otro adepto a la extracción de trocitos de huesos clavados en el canal espinal. Llegamos al siglo XII, y en la misma meca del saber que fue Córdoba (sobre todo en el apogeo de la etapa califal durante los siglos diez y once), Maimónides se erige en el gran figurón de la medicina y la filosofía de aquella época. Este sabio judío se vio presionado por la intransigencia religiosa rampante en tiempos de los almohades, tuvo que simular una conversión al islamismo y finalmente terminó por exiliarse por varios lugares, hasta terminar en el Cairo. Otra vez Egipto. Para resumirlo de un plumazo, y puesto que debemos restringir las noticias sobre estos maravillosos personajes a lo estrictamente referente a la lesión medular, Maimónides parece haber recogido las enseñanzas de sus antecesores, en lo que supone una cadena con eslabones muy gruesos, fuertes y constantes a los que cada nuevo relevo añade nuevo brillo. Eltorai refiere, en el artículo citado, cómo Maimónides mencionó en uno de sus libros (1199) el tema de la paraplejia y algunos síntomas neurológicos. Una simple visita a la Wikipedia nos desvela que el libro publicado en 1199, y por tanto aquel en el que probablemente aparezca la mención antedicha, es el titulado Tratado sobre los venenos y sus antídotos.
Poco a poco Occidente va sedimentando una nueva cultura sobre sus propias cenizas. Con el nacimiento de las lenguas romances y las traducciones de los textos clásicos pergeñadas de forma artesanal en los monasterios a lo largo de los siglos, el saber antiguo va a ser digerido hasta constituirse en cimiento del Renacimiento y de la futura Europa. Salerno de Parma escribió Cirugía en 1210. Rebatió los métodos de Hipócrates y recomendó técnicas nuevas para tratar la lesión medular cervical, torácica y lumbar. Al traducir del inglés en el artículo de Eltorai dichas técnicas, me parece estar leyendo más bien el fragmento de algún manual de torturas. Cuerdas, ganchos y extensiones del cuello tirando de los cabellos…
Si en la Antigüedad, en la cultura clásica, en la árabe y judía de la Córdoba musulmana, los médicos y su ciencia estaban asociados a la filosofía, llegamos a una época donde cierto tipo de médicos, precisamente los cirujanos, se asocian, ¡ay madre!, a la barbería. Por mi particular inclinación a Cervantes, déjeseme recordar que su padre Rodrigo era precisamente un cirujano barbero (s. XVI). Ambrosio Paré […]




[1] Art. cit.
[2] Altura de la lesión: véase fig. 1 en página 38.
[3] Entre 250.000 y 500.000 lesionados medulares nuevos cada año en todo El mundo según la Organización Mundial de la Salud (http://www.who.int/mediacentre/factsheets/fs384/en/).

[4] La causa mayoritaria de la lesión de médula espinal es el accidente de tráfico, de un 30% a un 65%. Otros traumatismos pueden ser producidos por accidentes laborales, caídas en altura, aguas poco profundas, heridas de arma blanca y arma de fuego, etc. Cripps R. A., Fitzharris M., Lee B. B. y  Wing P. C. (2013). The global map for traumatic spinal cord injury epidemiology: update 2011, global incidence rate, Nature. Recuperado desde: http://www.nature.com/sc/journal/v52/n2/full/sc2012158a.html.


miércoles, 10 de septiembre de 2014

Comienzo de CAPÍTULO V

CAPÍTULO V
Pincelada histórica. La momia de Tutankamon viaja en primera: México-España.

Hace un montón de milenios que descendimos de los árboles y tal vez, durante el descenso, más de uno de aquellos primates que nos precedieron en la escala evolutiva caía de cabeza contra el suelo y se rompía la columna vertebral, quedando tendido sobre la hojarasca tan inmóvil como el fragmento de rama agarrado todavía entre sus manos. De estos antepasados, ni uno solo salía con vida de la experiencia. No sólo nuestros predecesores en la escala evolutiva perecían tras una lesión medular. Cualquier mamífero es susceptible de padecer una lesión medular del grado que sea. En la naturaleza, un animal herido de esta forma es animal muerto: si no hay depredadores próximos para comérselo, incluso en el supuesto caso de encontrarse en el seno de una tribu protectora, la muerte sería inesquivable. Pasando a considerar en exclusiva lo tocante a nuestra especie, no sólo morían los lesionados medulares en la época de las cavernas, y en el Neolítico, durante la Edad Media o la Edad Moderna, sino que todavía en tiempos históricos aún más recientes y hasta bien entrada la Edad Contemporánea, todo hombre o mujer a quien le hubiera acaecido un accidente que conllevara una lesión medular perecía de manera inapelable hasta momentos históricos sorprendentemente recientes. Se podría hablar de una mortandad del cien por cien hasta la segunda guerra mundial (1939-1945).
Como en tantos otros asuntos, las primeras anotaciones referidas con toda probabilidad a la lesión medular corresponden al antiguo Egipto. Y nuevamente nos admira lo mucho que sabían los egipcios y más adelante los griegos, al mismo tiempo que sorprende lo poco que desde entonces la ciencia médica ha sido capaz de avanzar. Hasta tal punto es así que desde el antiguo Egipto hasta hace apenas 50 años se sabía poco más o menos lo mismo. Es evidente que en lo que respecta al conocimiento de los órganos, a la capacidad de diagnóstico y en general a la descripción científica del asunto, desde el siglo XVI para acá y sobre todo a partir del siglo XX alguien podría llamarme loco por querer comparar el antiguo Egipto con lo que viene a ser nuestra propia época. Sin embargo —llámenme loco— en lo meramente descriptivo y, sobre todo, en la capacidad para curarla, desde el tercer milenio egipcio hasta la segunda Gran Guerra, la lesión medular se encontraba en el mismo punto. Los médicos egipcios describían en el papiro Edwin Smith, fechado entre el 2.500 y el 3.000 ane,[1] diferentes grados de lesión cervical. Se especificaba cómo en algunos casos había inmovilidad de brazos y piernas, pérdida de control sobre esfínteres, erecciones involuntarias y hasta eyaculaciones; en otros casos se habla de pérdida de movimiento de los miembros inferiores y pérdida del control de esfínteres. Para quienes irremediablemente hemos tenido que aprender sobre lo que significa una lesión medular resulta particularmente sorprendente el que los egipcios ya describieran efectos secundarios de la lesión como las úlceras por presión (escaras) o que escribieran en jeroglífico instrucciones como la de que es inútil una intervención quirúrgica para salvar la vida —así era hasta hace poco— o que se recomendara ¡el sondaje a través de un catéter de bronce fabricado ex professo! Ahora ya me extraña menos el haber leído hace muchos años que en el antiguo Egipto también se había desarrollado un preservativo fabricado con tripa de cordero.
Yo, aquí, no sé qué hacen estos egipcios




[1] Ibrahim M. Eltorai, M. D., “History of Spinal Cord Medicine”, en http://www.demosmedical.com/media/wysiwyg/pdf/LinChapterOne.pdf