martes, 27 de diciembre de 2011

Tierra de penumbra


En ocasiones frecuentes recurro a alguna artimaña de la imaginación para escapar de la realidad, imagino que vivo de otra manera o, mejor dicho, que sobrevivo con un oficio por el que mi ánimo se siente más proclive, y no sufro las veleidades con las que el destino me ha condenado -provisionalmente-. Los cruces de camino son riesgosos, y en algún punto hemos escogido alguna vereda que engañosamente nos está obligando a dar grandes rodeos hasta llegar a la tierra donde queremos habitar.

De vez en cuando recurro, entre otros ardides, al recuerdo de algún libro o película, mejor dicho, al recuerdo del espíritu de algún libro o alguna película donde me refugio de la vulgaridad de los días. Hay imágenes y ese fondo biográfico de C. S. Lewis en la película que me han servido para soñarme en un ambiente parecido, pasando mis días dedicado al estudio, la escritura, el cultivo de la imaginación, los paseos reflexivos por verdes y apacibles valles, la búsqueda de la sabiduría, algo de enseñanza, alguna cerveza con colegas en un pub.

Bajamos Mildred, Guz, Blanch y yo a pasar Nochebuena y Navidad a Madrid. El día de Navidad por la mañana Mildred salió a un parque a pasear y dar esparcimiento a los churumbeles. Así que me quedé solo y pude revisar Tierras de penumbra (había encontrado esta película la noche anterior en la biblioteca de mi padre). Al volver a encontrarme con ella, después de años, descubro con sorpresa (y me avergüenzo al mismo tiempo de mi débil memoria), que había deformado completamente el sentido dramático, diría más, trágico de este fragmento en la vida del autor de Cartas del diablo a su sobrino. También me percato de que hacía años que no veía un dramón, no sé por qué causas.

Lo terrible, y no quiero ponerme más pesimista de lo necesario, es que el drama ya no es una ficción reflejada en la pantalla. La muerte omnipresente en la vida, el cáncer que nos roba al ser querido, la iniquidad de un Dios incomprensible, "el goce de entonces -dice el personaje que narra la película- es el sufrimiento de ahora". El C. S. Lewis del final de la película corre por un valle con su hijastro Douglas detrás de él. Ya ha perdido a Joy (Gresham), su mujer.

Lo que antes era un reflejo improbable en la pantalla, un invento del arte para hacernos llorar, el drama, hoy es una realidad que nos rodea y amenaza cada día, o que ya se va cumpliendo en parte, arrasando parcela a parcela el valle dichoso donde habitábamos (los campos donde habitan ahora Guz y Blanch).

También descubrí con sorpresa que, en el momento apropiado, uno todavía tiene capacidad para llorar, aunque sea reflexionando al mismo tiempo.

jueves, 8 de diciembre de 2011

"Sobrecuadros": Mirada alucinada e irónica sobre: Abadía en el robledal, de Caspar David Friedrich


A Caspar David Friedrich lo asocio casi inextricablemente con Friedrich Hölderlin. En primer lugar, sus nombres se asemejan, o, mejor dicho, el nombre de uno es el apellido del otro. Son alemanes, contemporáneos y románticos a rabiar. Gracias a que el contexo social en el que los hombres nos desenvolvemos termina calando en nuestra propia psicología, uno no ha terminado sus días deambulando por el bosque, vestido con una levita, demenciado por afectos como la nostalgia, el esplín, la sensibilidad celeste, el sentimiento de pérdida de la belleza y la bondad humanas, el ansia de trascendencia, el afán de alcanzar ideales imposibles y sentimientos innombrables. Pero en la post-adolescencia tuvimos entre nuestras manos el Hiperión, Werther, Novalis, Byron y, por qué no, Bécquer. Y en nuestra cabeza, una amalgama de sueños que terminaron sepultados por la realidad de los tiempos, algún que otro alcaloide y un progresivo interés por el torneo de Roland Garros en detrimento del ansia de libertad y la escapada definitiva.
Esta Abadía en el robledal recupera de algún hondón en nuestro ombligo el rescoldo de ese romanticismo que albergamos antaño con tanto ímpetu. A Friedrich lo atribulaba la muerte, porque estuvo rodeado por sus efectos y vio morir desde niño a su madre y hermanos. Incluso, me parece, perdió un hermano cuando este trataba de salvarlo a él de un agujero en el hielo de un estanque. Al salvarlo, murió su hermano y esto lo mantuvo con un sentimiento de culpa y tristeza. Así que la muerte parece uno de sus temas.
No puedo ironizar con este crepúsculo gélido, las lápidas asomando, los robles mortecinos, la neblina que nos arrastrará hasta el horizonte oscuro. Aunque sin duda el Romanticismo, con sus cándidos excesos y sus paradógicas derrotas es como una especie de movimiento quijotesco. El progreso y la evolución del mundo no han podido ser más crueles devastadores de los valores de aquella expresón artística y de sus ideales. Un antiguo amigo mío, completamente psicótico desalmado, tras una velada de alcohol y destartale psicológico, entre risas y conversas sobre el alma humana y la literatura, cargado él de suficiencia, me pronosticó que un día dejaría el romantismo y me subiría al existencialismo. Nunca lo hice. Desmonté del romanticismo, dejé un estribo en él, salté hacia el pasado, me hice siglorista, me cautivó el siglo XIV (que es el siglo maldito de la Edad Media), me colgué finalmente de los griegos y me hice un curso acelerado de epicureísmo, aportando a su comprensión la idea clara de que conforma una misma moneda de la que el estoicismo es su segunda cara (la moneda es de oro, unos la ven desde el placer, otros desde el sufrimiento, pero ambas invitan a la sofrosine). Incluso el XVIII, más mezquino, pero en ocasiones merecedor de esas luces que se le atribuyen, con su música de gloria. El siglo XX no era tan malo, y me zambullí en su cultura, porque los siglos donde el hombre avanza hacia el abismo son buenos para el arte, y el siglo XX, con sus 60 millones de almas dilapidadas, trajo el capitalismo financiero, la bomba atómica, las atrocidades científicas y los descubrimientos de la informática y la genética que cambiarían para siempre el signo de los tiempos. Del batiburrillo, de la realidad y de la muerte omnipresente, siempre me he refugiado con el recuerdo de los tiempos pasados, desde mi propia infancia (que revivo a través de mis hijos) hasta los polvos de Mesopotamia.
Pero este cuadro me trae otra remembranza mucho más próxima, superflua y amable. La mente asocia de esta forma tan caprichosa. Me trae a la memoria una lectura que, a pesar de su simpleza, me dejó una huella indeleble. Cuando paseo cerca de casa, sobre todo en estas noches de invierno, y se dibuja el castillo próximo contra el cielo estrellado en la noche helada (estampa romántica), a veces sus torres almenadas acariciadas por las brumas, también recuerdo esta novelita para adolescentes. Se trata de El libro del cementerio, de Neil Gaiman. Sí, de pronto, entre lecturas más espesas y supongo que trascendentales, un librito sencillo y para adolescentes te deja una huella que recuerda a algo antiguo.

martes, 6 de diciembre de 2011

Reseña El hombre diminuto en Literandia

El hombre diminuto, reseña en "Literandia" de Carlos Ferrater García.
El hombre diminuto es el título de la novela escrita por Hernán Valladares Álvarez (Madrid, 1970, residente en Asturias) y publicada por Bohodón Ediciones en el año 2011. La novela relata, en la voz del psiquiatra Alfredo Dorrana, quien cuenta la historia de uno de sus pacientes, la experiencia objetiva e intrapersonal de un hombre recién doctorado en Geología, a quien se le asigna una misión para buscar los primeros indicios de petróleo en una isla desconocida, trazar algunos mapas y algún trabajo más que pudiera abrir paso a ulteriores exploraciones. Lo acompañan dos jóvenes más, un geofísico inglés, aunque de orígenes escandinavos, y otro español que será el encargado de pilotar un hidroavión hasta la isla de Serolf. Este lugar no es más que una trasposición literaria, una denominación que, invertida, se convierte en un "nombre parlante" (lo mismo que el apellido del protagonista y el del narrador) y que podría avisar a los lectores más conscientes de por dónde va a girar la trama de la novela solo con reparar en el título, El hombre diminuto, o desvelar el trasfondo paleoantropológico que subyace en esta atrayente narración. La ubicación, por tanto, se convierte en un lugar literario donde el autor puede desarrollar libremente su ficción. La propia isla, como un personaje más, parece obrar en el comportamiento del protagonista de una forma extraña, moviéndolo por una lucha continua contra sus principios morales, levantándole un afán desmedido de poder y dominiación sobre los seres que encuentra en el lugar y convirtiéndolo en un ser flagelado por el destino. Un final hecatómbico desterrará definitivamente de la isla a C. P., personaje redondo (según terminología de E. M. Forster), hasta un manicomio en el sur de España, lugar donde empieza y termina la novela de manera circular pero abierta.Aunque del autor se dice que ha escrito más novelas, esta es su primera obra narrativa publicada y hay que decir que se trata de un trabajo perfectamente maduro. El dominio estilístico de la prosa es notable, en ocasiones con algún exceso, pero con brillantísimas imágenes y metáforas de las que, sin abusar, el autor se sirve para provocar un cierto grado hipnótico en el lector. Sin caer en el amaneramiento y con una cadencia muy legible, roza en ocasiones la prosa poética, con impresionantes descripciones de la isla y una ambientación muy creíble con la que envuelve a quien disfruta de esta historia. Siendo la estructura y el universo de este trabajo literario algo verdaderamente sencillo, la fábula antropológica y psicológica no nos deja indiferentes, hace reflexionar al lector, logrando la repulsión buscada y una verosimilitud difícil de alcanzar en su contexto, y consigue, incluso diríamos que con maestría, mantenernos en vilo hasta el final. La novela se lee de una sentada, con pocos decaimientos de ritmo, si acaso con una justa demanda por parte del lector de alguna página más y una mayor prolijidad en el desarrollo de la fábula. Da la impresión de un cierto corte brusco en el final, aunque la contraportada del libro parece defenderse de esto explicando que el autor quiso evitar un "grueso volumen" y pergeñar una "novela concentrada". Desde luego, hemos de seguir los pasos de este autor, porque nos puede deparar gratas sorpresas en un panorama literario patrio en el que poca gente se atreve a escribir auténtica ficción. Una grata sorpresa, todo un descubrimiento este El hombre diminuto.


Carlos Ferrater García, reseña en Literandia