domingo, 25 de marzo de 2012

El progreso
















Ya la había visto hace tiempo, esta pintada en el muro de una antigua estación de tren reconvertida en centro de interpretación de aves, ahora abandonado. La pintada me gusta. Me gusta mucho. Paseábamos en bicicleta Charles, Nicholas, Guz, Marcus y yo, dejando a los lados un paisaje grato de laderas, bosquetes, un pequeño cañón con el río al fondo y, de pronto, también, un solar de máquinas aparcadas, como monstruos devoradores aguardando el próximo embate contra la montaña, y el gran socavón infértil de las canteras; luego, cruzando la autopista por el puente de madera, llegamos hasta el lugar de esta antigua estación; fue el punto donde dimos la vuelta y esta vez decidí hacerle una foto a este grafito enigmático (no hay pintadas alrededor que puedan hacer pensar en la adscripción de su autor a ninguna ideología tribal). No sé qué personaje anónimo la habrá pintado, pero hay veces que quien hace una pintada se convierte en la mano de Dios, del Diablo o de algún otro tipo de Revelación. En este caso, la Revelación es la de una verdad, aun cuando la verdad no me interese demasiado. La ciencia, y antes la filosofía occidental, con la excepción de las escuelas estoica y epicúrea, buscan la verdad; la filosofía oriental persigue sin embargo la salvación. La verdad se sabe que conduce a callejones sin salida. La ciencia se sirve de ella para elaborar objetos funcionales, porque la ciencia mayoritariamente está entregada a la técnica. La revelación de que aquello que conocemos por "progreso" no es sino el camino que conduce a la catástrofe es un tipo de verdad sin posibilidad de desarrollo técnico, y por eso es una verdad de rango superior, por ejemplo, a la de que el agua hierve a los cien grados. No "sirve" para nada pero nos conduce a la sabiduría. De nada sirve agitarse ante lo irremediable. Son escasos quienes conocen o, mejor, quienes reconocen esta verdad, porque en el hombre laborioso o en sus adoctrinados hay un afán de contagio infinito, su voluntad poderosamente dotada de herramientas (el progreso podría convertir en apenas un año toda la superficie de la Tierra en una losa de hormigón) se rebela contra la pervivencia del hombre salvaje, del hombre libre, del hombre marginal. En su fuero más interno probablemente saben que el progreso es antiprogreso. Que el progreso es destrucción y plaga. Que la usura es su aliento. Se podría haber sido feliz en cualquier tiempo, ¿o alguien podría afirmar que en el pasado las mujeres y los hombres eran menos felices que ahora? Aun para quienes lo ignoran y aun lo niegan, ese placer estable, esa conformidad con el tiempo que transcurre, la paz interior, la sofrosiné, lo que comunmente entendemos por felicidad tiene mucho que ver con la naturaleza: a medida que el hombre se aleja de ella, va perdiendo el horizonte de toda aquella panoplia de buenos sentimientos. En el futuro, es posible que la raza humana vea apaciguadas sus emociones por métodos científicos, pero esa no será una raza de seres felices, precisamente. La humanidad incardinada en esta maquinaria de progreso arrasa el Orbe, extingue especies y aniquila su esencia; pero al fin todo le sobrevivirá. Alguien afirmó que el hombre aspira a construir un sistema tan perfecto que el individuo no tenga que ser bueno (Eliot a través de Pond). Ese será el final.
Dejo dos perlas como apostillas a esta reflexión:
Cualquier paso adelante, cualquier forma de dinamismo lleva consigo algo de satánico: el «progreso» es el equivalente moderno de la Caída, la versión profana de la condenación. Y los que creen en él son sus promotores. Y todos nosotros no somos más que réprobos en marcha, predestinados a lo inmundo, a esas máquinas, a esas ciudades que únicamente un desastre exhaustivo podría suprimir. Esa sería la oportunidad de demostrar cuán útiles son nuestros inventos, y rehabilitarlos (Emil Cioran, La caída en el tiempo, Barcelona, Tusquets, 1996).
Este mundo es un lugar de ajetreo. ¡Qué incesante bullicio! Casi todas las noches me despierta el resoplido de la locomotora. Interrumpe en mis sueños. No hay domingos. Sería maravilloso ver a la humanidad descansando por una vez. No hay más que trabajo, trabajo, trabajo. Yo creo que no hay nada, ni tan siquiera el crimen, más opuesto a la poesía, a la filosofía, a la vida misma, que este incesante trabajar [...].
Si un hombre pasea por el bosque por placer todos los días, corre el riesgo de que le tomen por un haragán, pero si dedica el día entero a especular cortando bosques y dejando la tierra árida antes de tiempo, se le estima por ser un ciudadano trabajador y emprendedor. ¡Como si una ciudad no tuviera más interés en sus bosques que el de talarlos! [...].
(David Thoreau (1817-1862), La desobediencia civil).