jueves, 31 de marzo de 2011

La muerte

La muerte desde el punto de vista ego-céntrio (separo con guión para desconnotar el término de su significado peyorativo, único según el DRAE), es decir, desde la perspectiva propia, decía Epicuro que no nos debe hacer temer nada, porque la muerte es ausencia de sensibilidad, y el dolor o el sufrimiento no se pueden aparejar a lo insensible. El epicureísmo, doctrina filosófica que alabo, centraba la búsqueda de la felicidad en los placeres sencillos y saludables, tanto físicos como del "espíritu" (entendiendo ahora por "espíritu" los del intelecto, la sensibilidad y el sentimiento). Y siendo así, el punto de discordia con la muerte no es tanto el que esta nos pueda aportar sufrimiento durante su estancia ("cuando la muerte está, nosotros ya no estamos"), sino el que cuando ella prevalece nosotros ya no podemos gozar. Esta privación del goce, esta negación de estar vivos que nos brinda la parca es lo que nos debe hacerla temer. Ahí encontramos un nudo gordiano que se nos atora en la garganta. Pero al final, uno puede decidir vivir cada día como si fuera más o menos el último, gozar de los días con auténtica pasión, admirar la belleza del mundo, y esperar que al final, al menos, hayamos pasado por la existencia dejando una mínima obra de la que sentirnos orgullosos (valen también las obras genéticas). Cuando pensamos en la muerte propia, un mínimo de valentía nos debería bastar para asumir el pensamiento epicúreo y consolarnos porque seremos insensibles, inertes. Es decir, no seremos. Sobre la propia muerte y lo que despierta en nosotros su autoconcepción, Emile Cioran, puestos aparte otros fronterismos suyos, establecía una imagen más poética que filosófica, pero con la que uno se siente fácilmente identificado: el cadáver provoca pavor metafísico, pero los huesos ya limpios por la acción de los años nos tranquilizan, su visión purga nuestra inquietud, venía más o menos a decir. Esto conecta con lo que afirmaba el filósofo del Jardín, y es que el cadáver nos recuerda aún al ser sensible y con capacidad de sufrimiento, mientras que en los huesos nada adivinamos que pueda generar dolor o malestar. Cuando los filósofos hablan, o las religiones, suelen centrar el tema de forma ego-céntrica. No es que lo diga por decir, pero a mí el problema de la muerte, si es que de algún modo puede enunciarse como "problema", me parece más complejo e incomprensible cuando se trata de una manera alio-céntrica. No sé si concebimos o no nuestra propia muerte (podemos imaginar que es como cuando dormimos y no soñamos); de algún modo venimos de la nada y podemos genéticamente comprender su naturaleza. Pero nos cuesta más aún comprender la muerte de los otros. Mi padre falleció hace tres días. Su presencia sigue. Durante los instantes en que no pienso en él, mi vida parece fluir de la misma manera a cuando él vivía. El pensamiento de su presunta desaparición me sobrecoje de repente, en ráfagas de incomprensión me asalta y un dolor fugaz me raspa el interior del pecho. Trato de fijarlo en mi mente y pienso, no en su presencia postrada y demacrada de los últimos días, sino en su imagen saludable de hace unos meses o unos años. Y ese es mi padre. Quien fue es. En mi memoria sobrevive. No lo puedo matar, porque tal vez seamos más benignos que la propia naturaleza, o porque esta nos defiende del sufrimiento a través de la ignorancia y la incomprensibilidad. Sé que ahora me toca rendirle honores con mi labor futura, y que poco a poco iré dedicándome a lo que a mí me satisface más profundamente y a él también. Con el tiempo, lo sé, es una arrogancia, he de proseguir de alguna manera sus tendencias genéticas y voluntarias de un intelecto siempre ávido de conocimiento, siempre apurando la razón, investigando por qué las cosas de nuestro entorno son como son, tratando de encontrar su naturaleza; él desde la ciencia, yo desde un pensamiento más abstracto, incluso tal vez explorando los caminos de la imaginación. La lección más clara que me da es que no es necesaria nuestra implicación sentimental para estudiar el mundo y tratar de comprender los fenómenos externos; ni siquiera para pasarse una vida haciendo el bien a su alrededor.

lunes, 7 de marzo de 2011

El fruto que no cae

El tiempo pasa... El sueño dorado de estar largas horas encerrado en mi torre de marfil, zambullido en la lectura, el estudio improvisado y sin orden, el caos perfecto proveniente de una curiosidad ávida de sorpresas e improvisación, tal vez la música del siglo XVI español sonando en el fondo del desván... algún poema, alguna novela que escribir. Ese sueño de flotar por encima de la realidad en la escogida conversación con los difuntos. Todo cuanto quiero ser, ha de ser pospuesto por la indiferente supervivencia, a la que nada le importan mis planes. O falta arrojo o sobra materia o no hay quien pueda ser dueño de su destino. Admiro a quien pasa la vida embelesado por los psicotrópicos, quien, finalmente por cobardía, ha buscado un escape, aunque pueril y dañino, un recoveco obligatorio que lo expulse de la cotidianidad, lo adulto, lo obligario, la responsabilidad, la búsqueda abúlica de los garbanzos. Solo el paraíso de la imaginación puede igualarlo. Sobrepuja incluso esos paraísos que resquebrajan el espíritu. La imaginación es el rincón, la patria auténtica, el estadío definitivo del no-tiempo. Si hay alguna clase de alienación o locura en la que podríamos precipitarnos llenos de gozo, ésa sería sin duda la locura por el pasado. Don Quijote no estaba loco, simplemente pretendía sobrevivir. El futuro es de los cuerdos, que Dios los maldiga.



xvi cuándo, noble eclosión

Remedio a desalientos

y vestigios de sombra,

se apociman las palabras

en caldo resurrector de ambages y cimientos;

borbotea dentro un ser distinto

―como el príncipe Jenri,

crisálida gamberra y luminosa

para la regia eclosión de ser al fin Enrique IV―

pero no halla nunca el punto de inflexión,

la gravedad postrera

que rompa el cascarón de

la sutilidad.

¿Qué decepción final nos hará mudos?