lunes, 7 de marzo de 2011

El fruto que no cae

El tiempo pasa... El sueño dorado de estar largas horas encerrado en mi torre de marfil, zambullido en la lectura, el estudio improvisado y sin orden, el caos perfecto proveniente de una curiosidad ávida de sorpresas e improvisación, tal vez la música del siglo XVI español sonando en el fondo del desván... algún poema, alguna novela que escribir. Ese sueño de flotar por encima de la realidad en la escogida conversación con los difuntos. Todo cuanto quiero ser, ha de ser pospuesto por la indiferente supervivencia, a la que nada le importan mis planes. O falta arrojo o sobra materia o no hay quien pueda ser dueño de su destino. Admiro a quien pasa la vida embelesado por los psicotrópicos, quien, finalmente por cobardía, ha buscado un escape, aunque pueril y dañino, un recoveco obligatorio que lo expulse de la cotidianidad, lo adulto, lo obligario, la responsabilidad, la búsqueda abúlica de los garbanzos. Solo el paraíso de la imaginación puede igualarlo. Sobrepuja incluso esos paraísos que resquebrajan el espíritu. La imaginación es el rincón, la patria auténtica, el estadío definitivo del no-tiempo. Si hay alguna clase de alienación o locura en la que podríamos precipitarnos llenos de gozo, ésa sería sin duda la locura por el pasado. Don Quijote no estaba loco, simplemente pretendía sobrevivir. El futuro es de los cuerdos, que Dios los maldiga.



xvi cuándo, noble eclosión

Remedio a desalientos

y vestigios de sombra,

se apociman las palabras

en caldo resurrector de ambages y cimientos;

borbotea dentro un ser distinto

―como el príncipe Jenri,

crisálida gamberra y luminosa

para la regia eclosión de ser al fin Enrique IV―

pero no halla nunca el punto de inflexión,

la gravedad postrera

que rompa el cascarón de

la sutilidad.

¿Qué decepción final nos hará mudos?

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