miércoles, 24 de enero de 2018

De Cuentos condensados

El melancólico

Le parecía la chica más hermosa que se había topado en su vida. Otras estaban simplemente buenas; pero aquella aparición casi espectral estaba tocada por la gracia nímbica de la fragilidad; su sonrisa, sus ademanes esquivos, su mirada, la voz que tan raramente llegaría a oír algún día, todo reflejaba en aquella criatura una debilidad que solicitaba su protección de caballerito medieval. Su predilección por chicas con ese halo de fragilidad, que viene a ser como la virginidad del espíritu, ablandaba su corazón. Le invadía la ternura; incluso parecía que se le aflojaban las piernas, como si quisiera caerse al suelo, tal vez ponerse de rodillas, juntar las palmas de la mano y ofrecerle a esa muchacha su protección para siempre. Su amor. Era morena, con sonrisa de niña, con seriedad de niña, abrigo azul y una falda corta. La vio en la misa de un sábado por la tarde, en la parroquia de su barrio, un local sin gracia en un sótano dentro de un bloque de ladrillos; esto le proporcionaba una fecha bastante aproximada del día que se enamoró de ella, puesto que era el último año en que sus progenitores lo habían obligado a asistir a la iglesia. Así que tendría aproximadamente catorce años. Ella era aún menor, trece años, una niña.
Pasó el tiempo y por mucho que hubiera picoteado en mieses diversas, algunas muy sabrosas, durante aproximadamente cinco años, aquella muchacha de una tarde nostálgica de otoño, de la que ni siquiera sabía todavía el nombre, permanecía instalada en su plectro, esa ramificación en el pecho que enerva todas las pasiones.
Esos cinco años después creyó reconocerla a la puerta del pub junto con un grupo de tres amigas más y un tipo delgado y sonriente agarrándola por la cintura. Pasó al lado del grupo y escuchó su nombre. Montse. También la oyó reír y hablar, lo suficiente para completar su delirio.
El hombre, ya casado y con hijos y una vida de responsabilidades rutinarias, repasaba los sucesos en una tarde pálida de otoño —la creyó idéntica a aquella otra tarde sin luz en la iglesia medio vacía—, mientras sus ojos se clavaban en la ventana y una pieza de Chopin amortecía su biblioteca. Nunca más volvió a verla. Su vida conllevaba un hueco irreparable en el pecho, una desazón perenne; aquel nimbo de fragilidad en la niña de sus sueños lo había convertido para siempre en un hombre melancólico.

De Cuentos condensados