Le parecía la chica más hermosa que se había topado en
su vida. Otras estaban simplemente buenas; pero aquella aparición casi
espectral estaba tocada por la gracia nímbica de la fragilidad; su sonrisa, sus
ademanes esquivos, su mirada, la voz que tan raramente llegaría a oír algún
día, todo reflejaba en aquella criatura una debilidad que solicitaba su
protección de caballerito medieval. Su predilección por chicas con ese halo de
fragilidad, que viene a ser como la virginidad del espíritu, ablandaba su corazón.
Le invadía la ternura; incluso parecía que se le aflojaban las piernas, como si
quisiera caerse al suelo, tal vez ponerse de rodillas, juntar las palmas de la
mano y ofrecerle a esa muchacha su protección para siempre. Su amor. Era
morena, con sonrisa de niña, con seriedad de niña, abrigo azul y una falda corta. La vio en la misa
de un sábado por la tarde, en la parroquia de su barrio, un local sin gracia en
un sótano dentro de un bloque de ladrillos; esto le proporcionaba una fecha
bastante aproximada del día que se enamoró de ella, puesto que era el último
año en que sus progenitores lo habían obligado a asistir a la iglesia. Así que
tendría aproximadamente catorce años. Ella era aún menor, trece años, una niña.
Pasó el tiempo y por mucho que hubiera picoteado en
mieses diversas, algunas muy sabrosas, durante aproximadamente cinco años,
aquella muchacha de una tarde nostálgica de otoño, de la que ni siquiera sabía
todavía el nombre, permanecía instalada en su plectro, esa ramificación en el
pecho que enerva todas las pasiones.
Esos cinco años después creyó reconocerla a la puerta
del pub junto con un grupo de tres amigas más y un tipo delgado y sonriente
agarrándola por la cintura. Pasó al lado del grupo y escuchó su nombre. Montse.
También la oyó reír y hablar, lo suficiente para completar su delirio.
El hombre, ya casado y con hijos y una vida de
responsabilidades rutinarias, repasaba los sucesos en una tarde pálida de otoño
—la creyó idéntica a aquella otra tarde sin luz en la iglesia medio vacía—,
mientras sus ojos se clavaban en la ventana y una pieza de Chopin amortecía su
biblioteca. Nunca más volvió a verla. Su vida conllevaba un hueco irreparable
en el pecho, una desazón perenne; aquel nimbo de fragilidad en la niña de sus
sueños lo había convertido para siempre en un hombre melancólico.
De Cuentos condensados
Así son esas primeras sensaciones: no van a ningún sitio pero se recuerdan siempre. Con nostalgia. Lo que pudo ser, idealizado porque no fue.
ResponderEliminarAsí son los primeros amores. Vemos solo aquello que nos gusta pero no sabemos qué podría haber ocurrido.
EliminarLo que sucede en nuestra infancia y juventud es muy profundo pero tenemos solo unas visión parcial, las sensaciones y emociones que en un momento dado se produjeron en nosotros y que durarán siempre. Probablemente no habrían sido las cosas como nos imaginábamos pero nunca lo sabremos. La melancolía no es buena compañera.
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