miércoles, 15 de octubre de 2014

Sigue capítulo V, finalizado el repaso histórico.CC

Ambrosio Paré es un personaje interesantísimo del que merece la pena una mínima semblanza biográfica; porque el tipo, según parece, es como uno de esos aprendices que terminan por convertirse en maestros. Si se puede dar el caso de un muchacho que aprendió a colocar ladrillos uno sobre otro manteniendo la verticalidad con un plomo y una cuerda y terminó por ser el alarife o arquitecto capaz de proyectar toda una catedral gótica, ¿por qué no empezar pasando las tijeras a un familiar barbero y terminar siendo médico y cirujano de importantes reyes de la monarquía francesa? Esto no es una boutade que me acabo de inventar, sino que responde a una semblanza biográfica grosera y urgente de Ambrosio Paré. Por fortuna para la ciencia médica y en particular para la cirugía, este aprendiz de brujo sin estudios universitarios no sintió predilección por lo chic que pueda encerrar el arte de la barbería en Francia, sino más bien por esa otra rama practicada por los barberos que era, amén de sacar muelas, intervenir quirúrgicamente en operaciones de monta menor. La marea de su saber, adquirido por los años y, supongo, por una naturaleza proclive al autodidactismo y singularmente dotada para la medicina, las olas de su conocimiento tuvieron que estrellarse contra el academicismo de los médicos de su época, quienes lo tildarían de arribista, como poco. Por otro lado, con nuestra mentalidad actual, no nos sorprende. Sin embargo, en su época demostró mayores dotes e ingenio para curar durante las campañas militares y a la postre en la corte francesa que muchos médicos con título universitario y prestigio académico muy notorio. Otro mérito rocambolesco de este Paré es el de haber consignado los avances de su ciencia por escrito y en francés (no en latín, como habría sido esperable en otro profesional con formación académica, y por tanto con conocimientos de latín y griego), para legar finalmente a la posteridad una buena pila de libros. En lo que respecta a las lesiones medulares, recurrió a técnicas empleadas por Hipócrates, las amplió y las mejoró, lo mismo que haría con la herencia recibida de Pablo de Egina, la laminectomía, la extracción de fragmentos óseos, etcétera. No recomendaba la extracción de fragmentos óseos si no era en pacientes con dolor (me imagino que el dolor de tener clavados dichos fragmentos en zonas nerviosas). ¡Cuidado con las manipulaciones, mejor dejar a un paciente a medio fastidiar que terminar de fastidiarlo con nuestra torpeza y maniobras demasiado agresivas!, tal parece haber sido una de las advertencias de este genio de la naturaleza. Es la anterior una observación de Ambrosio Paré que habla en favor de su sentido común y también nos alumbra y nos espanta al imaginarnos lo que este hombre tendría que haber visto para llegar a semejante recomendación. Mantenía al lesionado durante mucho tiempo en posición supina para un reposo adecuado, y utilizaba férulas de plomo para fijar el cuello y la columna. Describe manipulaciones de la cabeza y el cuello, así como vendajes que hacían de fijación, para arreglar problemas de dislocación cervical.
Cirujanos barberos, grabado del siglo XVII; en: http://enfeps.blogspot.com.es/2010/06/ambrosio-pare-un-aprendiz-de-barbero.html

Y nos metemos de lleno en la Edad Moderna, en los siglos XVII y XVIII. Según parece, esa cadena progresiva de pulido e incorporación de nuevos eslabones en el avance del tratamiento para lesiones medulares creció poco durante las épocas artísticas del barroco y el neoclasicismo. Se abrió la veda para la disección científica y didáctica de cadáveres, práctica prohibida por la Iglesia hasta las fechas. Las técnicas del vital y deslumbrante Ambrosio Paré serían secundadas y puestas en ejecución con cambios menores por una lista amplia de cirujanos en muchos países de Europa. No es menester el citar nombres de médicos cirujanos quienes refieran haber intervenido en Francia, Inglaterra, Italia, Alemania, etcétera, a pacientes con lesiones vertebrales y medulares mediante técnicas diversas; alguno de ellos intervenía quirúrgicamente las lesiones dorsales y lumbares, mientras que utilizaba métodos de tracción para las lesiones cervicales, colgando a los pacientes del techo para provocar el estiramiento del cuello (me imagino una escabrosa “sala de colgados” en un hospital de nuestros días, con unas cuantas filas de lesionados cervicales colgando del techo como jamones en proceso de curación). Hiperflexiones, estiramientos, encajes de huesos, bancos giratorios de estiramiento, cuerdas con ganchos… ¡puaggg! En la época en la que Bach compuso el Magnificat y Descartes escribió su Discurso del método, y un poco más adelante, cuando Mozart compusiera La flauta mágica o Goethe publicase Las desventuras del joven Werter, durante los tiempos de los grandes templos barrocos construidos por toda Europa, los grandes museos, las primeras Academias científicas y, en fin, a lo largo de dos siglos de modernidad consolidada, plataforma de acceso para la Edad Contemporánea, el avance médico en el tratamiento de lesiones medulares había variado como el pelo de una espiga de trigo desde los tiempos del antiguo Egipto. Una espiga puesta de canto.
En el siglo XIX empiezan a figurar nombres y sobre todo modos de trabajar en la ciencia y la medicina que prenuncian el siglo XX, terrorífico y magnífico al mismo tiempo, auténtico punto de enganche para un nuevo vagón en las etapas de la historia. Dice Eltorai: “El siglo XIX vio avances en anatomía, patología, fisiología y cirugía. La Medicina llegaría a ser una disciplina más científica”. Diremos que el término quadriplegia fue acuñado por un tal sir William Gull en 1881 y que hasta entonces se habían dividido las lesiones en torácico-lumbares y cervicales. Las medidas de higiene, que de forma pionera Ambrosio Paré había prescrito como imprescindibles para la curación de heridas o la intervención quirúrgica, comienzan a sistematizarse en los protocolos médicos decimonónicos y el mayor éxito alcanzado en las operaciones invita a una mayor práctica de la cirugía y a un cierto descenso de la escabechina generalizada con lesionados medulares.
No he encontrado bibliografía ni referencias en Internet tocantes a una nómina biográfica de hombres y mujeres ilustres que hayan sufrido lesión medular. Y es que en realidad el porcentaje de lesionados medulares es relativamente bajo. No hay datos muy fidedignos, exactos o certificados sobre porcentajes absolutos; es más fácil encontrar datos sobre número y porcentaje de nuevos lesionados medulares por año. Pero si se toma información de un país y de otro en diferentes fuentes y se hace una aproximación, el porcentaje vendría a rondar un 0,09 o 0,10 por ciento. Es decir, 900 o 1.000 casos por millón de habitantes. Esto supondría que tenemos que reunir al menos a 1000 habitantes para encontrarnos con un lesionado medular. Bueno, en un partido del Real Madrid con su estadio lleno deberíamos tener 85 lesionados medulares, y si fuéramos a ver al Barcelona en el suyo tendríamos que toparnos con 98; lo que pasa es que seguramente en un estadio de fútbol no encontremos a ningún lesionado medular. Mejor ver el partido en casa. Quizá por esto, los hombres y mujeres ilustres con lesión medular han sido pocos, porque, aunque siempre supongan una cantidad excesiva, su frecuencia no es por fortuna la misma que la de la gripe. Si buscáramos gente ilustre entre quienes han padecido gripe tendríamos que irnos a la enciclopedia universal.
En el artículo que está sirviendo de base para este repaso histórico, sin embargo, se citan dos casos singulares del siglo XIX. Uno es el famosísimo almirante Nelson, quien para ganar fama eterna en la refriega naval más grande de la historia se vio obligado a pagar con un sueño igual de eterno, al sufrir una herida de bala en la batalla de Trafalgar (1805). Su herida le afectó a la médula y murió poco tiempo después de recibirla. Cuestión de horas.
Pintura de Clarkson Frederick Stanfield: batalla de Trafalgar
Resulta curioso descubrir, al profundizar un poco en el siguiente ejemplo de persona ilustre con lesión medular, que el detector de metales, o de algún modo su predecesor, fue inventado para buscar una bala perdida en el cuerpo de un presidente de los Estados Unidos de América. James A. Garfield se encontraba en la estación de tren para tomar el convoy en dirección a su residencia de campo, cuando un abogado apellidado Guiteau le ofrendó dos disparos en el pecho; Garfield comenzaba su séptimo mes de presidencia y el abogado estaba cabreado por no habérsele concedido las prebendas que esperaba después dar su apoyo al presidente.[1] A Garfield los médicos que le intervinieron le hicieron una gran avería, como si fueran mineros más que cirujanos. No he podido descubrir si la lesión medular fue provocada directamente por el disparo o si fueron aquellos matasanos quienes se la propinaron con su búsqueda espeleológica. Y de pronto apareció por ahí un auténtico trepa de la historia de la ciencia, el escocés Alexander Graham Bell,[2] quien ingenió un buscador de metales y a quien no le funcionó el invento porque la cama era de hierro. El efímero presidente duró ochenta días desde el disparo hasta la muerte.
¡Siglo XX! No creo que los sesenta millones de muertos en las dos guerras mundiales hayan sido para nada necesarios en el avance de la ciencia. Es un precio inasumible para la humanidad. Sin embargo, esta especie a la que pertenecemos parece proclive a aprender a golpe de desgracias, y muchos de los avances de los que disfruta nuestra Era proceden de un progreso previo en el orden militar. En lo tocante a la lesión medular traumática, vamos a constatar en este último trayecto de nuestro viaje por la historia cómo avanzó la investigación a expensas de la tragedia de la guerra, nunca suficientemente sentenciada como acto de suma estulticia/maldad de nuestra especie. Durante la primera mitad del siglo XX, la mortalidad de la lesión medular se encontraba todavía en índices ligerísimamente menores a los de la época de las momias egipcias. Aunque después de Pasteur y Lister (s. XIX) quedó preparado el camino de los antibióticos, higiene, esterilización y asepsia aplicados a cualquier intervención quirúrgica y post-quirúrgica, lo que hizo disminuir en general la mortalidad de todo tipo de operaciones. Sin embargo, para rebajar la mortalidad en la lesión medular todavía sería necesaria la implementación de otras nuevas medidas médicas. También se descubrirían los rayos X, útiles para un diagnóstico previo a la intervención. En conflictos bélicos de la primera mitad del siglo XX (guerras balcánicas, primera y segunda guerras mundiales) se recogen estadísticas de una mortalidad todavía escandalosa, un 80 o un 95%. Eran las lesiones incompletas o suficientemente bajas (lumbares, coccígeas, sacras) las que constituían el ridículo margen de supervivencia. Añade Eltorai que “en la segunda mitad del siglo XX los avances fueron muy grandes […] en los campos de la cirugía, la rehabilitación, la educación, la urología, la farmacología […] y la investigación”.
Soldados recuperándose. Foto: Howard Markel M.D.
   
En las primeras décadas del siglo XX se comenzaron a acometer nuevas técnicas quirúrgicas en el entorno de la médula. Un amplio instrumental de cirugía fue desarrollado: varillas, tornillos, redecillas y mayas, escayolas, ganchos, etcétera; toda una ferretería. Hacia los años treinta (prosigue en su artículo Eltorai) surgirán importantísimos cambios gracias a la figura de Donald Munro, neurocirujano con un bagaje amplio en cirugía general y urológica. Se le puede considerar el fundador de los modernos cuidados protocolizados de la lesión medular. Se preocupó por la rehabilitación e incluso por atender las necesidades económicas de los pacientes lesionados, cuyos medios de vida se ven lógicamente interrumpidos. La locura maníaca y proterva del antisemitismo nazi consiguió que Ludwig Guttmann se viera obligado a emigrar a Inglaterra antes del comienzo de la Segunda Guerra Mundial. El ministro alemán Ribbentrop de Asuntos Exteriores firmó el permiso, con el fin de que el médico tratara a cierto amigo portugués del dictador Salazar. Desde Lisboa partió hacia Gran Bretaña y allí consiguió la ayuda necesaria de parte de una institución británica dedicada a la ayuda de académicos refugiados políticos, donde le consiguieron visados para su mujer y sus dos hijos.  La familia se instaló en Oxford en el año 1939. Guttmann era médico neurocirujano judío nacido en Alta Silesia (otrora parte de Alemania y actualmente Polonia). Había tratado casos de lesionados medulares víctimas de la Primera Guerra Mundial y tenía recorrido un trayecto importante en este campo. Tras sus primeros años en Inglaterra ejerciendo como médico, en 1944, alentado por el gobierno británico, fundó el National Spinal Injuries Center, en el Hospital Stoke Mandeville, en Buckinghamshire. Este Centro Nacional de Lesiones Medulares acogería principalmente a víctimas de la guerra mundial, para enseguida pasar a tratar igualmente a pacientes civiles. Por la amplitud de parcelas organizadas por Guttmann para la atención inmediata, la intervención quirúrgica y el posterior tratamiento y rehabilitación de las lesiones medulares, debe considerarse como hospital pionero en todo el mundo. El centro se convirtió en líder y decano para la enseñanza, la investigación y los cuidados clínicos. Cualquiera que haya visitado, por ejemplo, el Hospital Nacional de Parapléjicos de Toledo, y lea los diferentes departamentos del hospital fundado por Ludwig Guttmann, se dará cuenta de que se trata de una estructura similar. Tras su fama universal, el Stoke Mandeville sería replicado a un lado y otro del Atlántico, en América (sobre todo en Estados Unidos) y Europa, con una feliz y amplia proliferación. El antes citado neurocirujano Donald Munro, quien había adquirido una especial inclinación y simpatía por el problema, recordemos que fue en los años treinta, como médico en un hospital de Boston, el desarrollador pionero en reunir una comprehensiva articulación de elementos para el cuidado de la lesión medular; desbordó su especialidad como neurocirujano para convertirse en especialista en las áreas de rehabilitación, urología, psicología, necesidades socioeconómicas, investigación y enseñanza. Continuadores de los centros que proliferaron a partir del año cuarenta y cuatro según la fórmula de Guttmann en Stoke Mandeville, Ernest Bors y Estin Comarr, de un hospital en Long Beach, California, fueron quienes fijaron los protocolos urológicos que otros centros del mundo seguirían y que perduran hasta hoy; pero recordemos que antes, en los años treinta, fue Donald Munro el que comenzó a practicar drenajes intermitentes de la vejiga, con lo que disminuyeron drásticamente las infecciones del tracto urinario. Y no perdamos tampoco de la memoria el intrigante dato, milagroso y por ende inverosímil, de que en el antiguo Egipto, hace más de 4.500 años, Imhotep u otro médico lumbreras hijo de las pirámides ya había inventado y utilizado un catéter de bronce para drenar la vejiga. Por su parte, el ya británico (nacionalizado como tal en 1945) médico judío Guttmann, tras pensar en la mejor manera para una completa rehabilitación, o mejor dicho (puesto que la rehabilitación completa es imposible más allá de lo que el nivel de lesión marque) reinserción social del lesionado, organizó en Stoke Mandeville y en la misma fecha de los juegos olímpicos celebrados en Londres (1948) la primera competición para parapléjicos. Esta semilla fructificaría, con participación de atletas con discapacidad de todos los países, en los futuros juegos Paralímpicos.
Guttmann, pre-paralímpicos. Foto: archivo BBC News
La técnica va a generar a lo largo del siglo XX una amplia lista de aparatos y métodos combinados de enorme utilidad para afinar en el diagnóstico: mielografías (inyectando contraste en el conducto del líquido cefalorraquídeo de la médula), mielografía con radionucleidos, epidurografía, discografía (no la de Gustav Mahler o la de Elvis Presley, sino de los discos vertebrales), angiografía, tomografía axial computarizada, resonancia magnética, etcétera.
En mi caso, por ejemplo, conviene mejor que nunca apelar, retorciendo y chabacanizando su verdadero contexto de enunciación, al famoso apotegma socrático de que, en lo referente al estado diagnóstico de mi médula, sólo sé que no sé nada; lo que dicen los médicos es que no se me puede hacer una resonancia magnética porque las piezas de titanio ancladas en la zona de la lesión distorsionan la imagen. ¿No hay entre tantos métodos una forma de sortear el “titánico” escollo? Otra duda de carácter técnico que todavía no comprendo bien y que ningún galeno ni galena me han sabido despejar es la de cuáles son los verdaderos parámetros científicos para determinar cuándo una lesión es completa o cuándo se trata de una lesión incompleta. Según parece, tal parcela del diagnóstico es confiada únicamente al inefable método del palillo. ¿Palillografía? El médico o médica se sirve de un instrumento de máxima precisión: un pequeño palillo que por uno de sus extremos termina en punta y por el otro se remata con algodón o material suave y forma roma. Con uno u otro lado del palillo y muy suavemente el especialista comienza a pincharte con la punta o a “tocarte” con el extremo más suave, empezando desde las zonas claramente sensibles, por ejemplo cuello y hombros, y descendiendo poco a poco hacia zonas fronterizas con la insensibilidad, hasta llegar a las partes completamente insensibles. El paciente debe cerrar los ojos y responder a una pregunta semejante a ésta: “¿siente; pincho o toco?” Y el paciente:
—Pincha; pincha; toca; pincha; toca; toca; ni toca ni pincha, no siento nada; pincha; no siento, nada; nada; nada.
La prueba del palillo se la hacen al paciente en los primeros días para ver hasta dónde se tiene sensibilidad; la repiten pasado el tiempo, de tal suerte que si la frontera sigue en el mismo punto, se da por supuesto que la lesión no está descendiendo y por tanto se trata de una lesión completa. Aún vuelven a realizar el pincho-toco (¿mejor pinchotocografía?) a los tres meses, plazo estandarizado en el que se considera que la médula debe desinflamarse y dejar pasar la información sináptica y, en tal caso, demostrar así que se trata de una lesión incompleta. Yo he leído hace tiempo en un artículo científico que no he sido capaz de volver a encontrar en la Red que hay hasta un 20% de casos de lesión medular traumática en los que se producen cambios y nuevas conexiones incluso hasta pasados los tres años. Si se confía la cuestión a la estadística, sí parece claro que hay una mayoría de casos en los que el plazo de tres meses se muestra determinante. Por lo que a mi ejemplo personal se refiere, mi nivel de capacidad sensible y motora ha descendido mínimamente desde los primeros tiempos en el Hospital Ángeles de Querétaro; sin embargo, sí ha ido descendiendo muy poco a poco, hasta el punto de que he logrado mover mi muñeca izquierda pasados diez meses desde el accidente. Aunque no es éste el momento del libro donde dedicaré más líneas a este asunto, debo advertir por adelantado que no he observado en los médicos que me han tratado ningún afán de activa curiosidad científica, no he percibido que en sus visitas a mí o a otros compañeros se molestaran en recoger datos que les sirvieran para dar o quitar la razón a las estadísticas en las que incautamente se confían. Yo no observaba que ni la doctora o el doctor, ni la enfermera o el enfermero que los acompañan, tomaran nota de absolutamente nada. Si se piensa que al llegar al despacho el facultativo se pone a elaborar un minucioso informe tirando de una prodigiosa memoria es que quien esto piensa posee un alma cándida y se cree que los pájaros maman; además, si así fuera, confiar en la memoria es algo que un espíritu científico nunca se permitiría ni en los casos de mayor ensoberbecimiento.
Por no ser exhaustivo el repaso histórico que se está haciendo en este capítulo, y resaltar sobre todo aquello que me sirve para sombrear la silueta de un progreso médico débil cuyos músculos y perfiles comienzan a tornarse más fornidos y nítidos a medida que avanza el siglo XX, por ser un repaso histórico no pormenorizado y detenido en ciertos hitos que me han parecido singularmente atractivos, dejo sin anotar muchos nombres y la enunciación de pequeñas variaciones sobre progresos mínimos (sin dejar de hacer notar esa casi imperceptible acumulación de saberes que eslabón tras eslabón va forjando la cadena de un progresivo conocimiento de la lesión medular). Pero si hay una lista realmente nutrida de nombres que debo dejar atrás es en particular cuando estoy resumiendo los avances del siglo pasado. Prosigamos el último jalón de este trayecto deteniéndonos sólo en las plazas más conspicuas. El ejército norteamericano montó un centro para el tratamiento y rehabilitación de la lesión de la médula espinal (en inglés continuamente la referencia de la lesión medular se representa con las siglas SCI —Spinal Cord Injury—), en Oxford, Massachusetts, donde se adoptó la fórmula establecida por Donald Munro: cirugía, rehabilitación, urología, psicología, necesidades socioeconómicas, investigación y enseñanza. Howard Rusk, Arthur Abramson y Harry Kessler fueron figuras importantes en el campo de la rehabilitación, nos dice I. Eltorai; se desarrollan subespecialidades que hoy se encuentran perfectamente incorporadas en hospitales especializados, como el HNPT donde pasé nueve meses: rehabilitación genito-urológica, terapia sexual, fertilidad, prácticas para conducir, terapia ocupacional. Un punto crucial en la historia del conocimiento y el tratamiento de este estragante mal es cuando la Medicina, en tanto que disciplina universitaria, comienza a considerar como una especialidad o al menos como una sub-especialidad (dentro de la especialidad de Neurología) la lesión medular. Una vez más, los criterios de Donald Munro sobre neuro-traumatología y rehabilitación abren el camino para que, en esta ocasión de forma pionera en los hospitales militares, sean incorporados e inicien así un enfoque académico y clínico que habrá de convertirse en norma en todo el mundo. Eltorai:
En los siguientes cuarenta años, la Administración de Veteranos (Veterans Administration) lideró la rehabilitación de la lesión de médula espinal y se alcanzaron logros muy notables. Se celebraron conferencias cada año y las ponencias presentadas fueron registradas en actas anuales. En los años setenta, Erich Krueger, el director nacional, inició entrenamientos para preparar médicos cualificados en el cuidado de lesión de médula espinal. En los ochenta, Emanuele Manerino inició un programa de becas de dos años, con las que se graduaron muchos médicos especializados en un cuidado comprehensivo de pacientes con lesión medular. El Departamento de Salud y Servicios Humanos abrió ocho centros de lesión de la médula espinal a lo largo de los Estados Unidos, liderando el desarrollo de programas de rehabilitación en estudios universitarios superiores. [...]
La Sociedad Americana de Paraplejia, fundada en 1954 por Estin Comarr, incorporó y financió reuniones anuales para la educación. Esta sociedad también creó [una revista especializada], la Journal of Spinal Cord Medicine, que se erigió en publicación líder en este campo.
A cualquiera que haya andado, quiero decir, que haya andado o rodado por pasillos y habitaciones de un hospital especializado en para y tetra plejia (por cierto, etimológicamente “ausencia de movimiento”) no le es desconocido el acrónimo ASIA. Cuando el médico o la médica entra en la habitación de un paciente con el palillo en ristre (ya saben, la herramienta necesaria para practicar una palillografía) suele traer en la otra mano, aprisionada por la pinza de una plancha para escribir, una fotocopia con una serie de letras y números, casillas donde marcar X y el dibujito de un humanoide fragmentado por líneas que delimitan las diferentes regiones musculares. Se trata de una escala reconocida internacionalmente para indicar los niveles de sensibilidad y capacidad motora. Detrás de esas siglas que nos evocan algo oblicuo, ASIA, se esconde una institución fundada en 1971, The American Spinal Injury Association, que además de su contribución y normalización en el diagnóstico, contribuyó enormemente con la causa al promover todo tipo de reuniones, seminarios, etc. sobre un amplísimo elenco de temas en torno a la lesión medular; financió programas en el extranjero, con la consiguiente propagación del conocimiento sobre el tema por muchos países. Esta imparable progresión de centros hospitalarios especializados y organizaciones atingentes a la lesión medular alcanzó un hito a partir del cual se formaría una auténtica sinergia internacional con las reuniones anuales organizadas por La Sociedad Médica Internacional de Paraplejia (IMSOP, sus siglas en inglés), sociedad organizada por Ludwig Guttmann. Entre estas asociaciones por todo el mundo (Sudamérica, Australia, Europa, etcétera), aparte de la ya citada ASIA, encontramos la Sociedad Española de Paraplejia (SEP).
El premio Nobel (1906) español Ramón y Cajal puede ser considerado como el iniciador de la neurología contemporánea. Aparte de haber descrito la estructura neuronal del sistema nervioso central y la existencia de distintos tipos de células nerviosas, se adelantó varias décadas en considerar esta estructura como un órgano dotado de plasticidad, donde las células nerviosas se mostraban capaces de un cierto grado de regeneración. Según he podido leer en cierto artículo de la revista Jano,[3] podrían encontrarse contradicciones a este respecto en distintos trabajos de Cajal; en el conjunto del sistema nervioso central, consideró la naturaleza de esta plasticidad propia de las células nerviosas del cerebro, pero no así de la médula espinal (parte igualmente del sistema nervioso central). Estudios posteriores en anfibios y reptiles parecen apuntar a cierto grado de regeneración después de la lesión medular. No sé si esto significa que hay que ser un poco sapo o viperino para que nuestra médula se regenere.
Cuando hablamos de la segunda mitad del siglo XX y sobre todo a partir de los años 70 y 80, hablamos de una cantidad de nombres propios, centros de investigación y hospitales, generación de fármacos, modificación de mejoras en lo que respecta a cirugía, infecciones de orina, sistematización de protocolos hospitalarios y post-hospitalarios, tratamiento de úlceras por presión, y posiblemente otros aspectos tocantes a la lesión medular, de tal suerte que nos encontramos ¡por fin! con un momento histórico donde, para empezar, el lesionado medular ya no es un cadáver a las pocas horas, como aquellos homínidos que se caían del árbol al principio de este capítulo. Por el contrario, la esperanza de vida de un lesionado medular incluso con una lesión cervical alta puede ser la misma que la de una persona sin lesión. Ya inmersos de pleno en el siglo XXI se comienzan a vislumbrar puertos viables donde atracar una multiplicidad de barcos con investigaciones y armamento variopintos flotando en un océano muy extenso: tecnología, biorrobótica, farmacología, regeneración celular, estimulación eléctrica epidural de la médula, estudio con células madre. Como hemos basado este singular repaso histórico tirando de Eltorai, aunque de forma libérrima, ampliando, diversificando o reduciendo el hilo de su artículo, las últimas palabras de su conclusión me parecen perfectas como epílogo promisorio de esta larga historia de la lesión medular:
A lo largo de la historia del hombre, la lesión de la médula espinal se ha encontrado en condiciones catastróficas y su pronóstico ha sido verdaderamente sombrío. Sólo después de la Segunda Guerra Mundial, la labor de distinguidos médicos y científicos ha mejorado las perspectivas de las víctimas de la lesión medular. En universidades [y centros de investigación] por todo el mundo, los investigadores están trabajando para poder llegar a rectificar [al legendario médico de la antigüedad egipcia] Imhotep cuando afirmó que la lesión medular es "un mal que no puede ser curado". Como afirmara el profesor Max Thorek,[4] "la ciencia no tiene patria". Esperemos que los esfuerzos de los investigadores alrededor del mundo cumplan con el deseo de la humanidad para encontrar pronto una cura.

Estaban transcurriendo los últimos días de mi estancia en el Hospital Ángeles de Querétaro. Sobre todo Mildred se había convertido en mi bastión anímico. Siempre mostrando su mejor rostro, su apoyo incondicional. Vuelvo a insistir en que se produjo por nuestra parte una especie de islote de la inocencia donde poder sobrevivir como alegres náufragos, sin querer en ningún momento que ninguna embarcación de rescate nos condujera hasta las costas ásperas del realismo, ingente masa continental a la que más tarde y sin remedio terminaríamos arribando. Son procesos diferentes los vividos por Mildred y por mí en este sentido, aunque en efecto los dos habitáramos la misma isla de la inocencia; a mí me había conducido hasta ese paraje de horizontes esperanzados el puro aturdimiento, la falta de conciencia y la ignorancia, simplemente; a Mildred, supongo, la debió conducir su empatía, pero también, es verdad, un cierto grado de desinformación voluntaria, porque en verdad ella poseía más información que yo y por supuesto una conciencia muchísimo más clara. Debería preguntarle. Pero cualquiera de las suposiciones me llevan a pensar que era nuestra complicidad de siempre, la comunión de espíritu que desde años atrás había caracterizado nuestra relación lo que nos había hecho habitar un mismo vergel ficticio, de arenas blanquecinas donde poder dormir el sueño de la esperanza.
Como se dijo al final del cuarto capítulo, nuestros destinos —en sentido físico estricto y consecuentemente en el sentido más figurado del término “destino” en tanto que horizonte de vida y acontecimientos condicionados por el contexto— nos venían dados por una toma de decisiones no del todo emanadas de nuestra voluntad. De forma tal que ese “nuestro destino” (el de Mildred y el mío con la familia que habíamos formado con Guzmán y Blanca) quedó en manos de quienes podían tener más conocimiento y cuyo propósito estaba guiado por el cariño y dirigido a buscar el camino más solvente para mi recuperación: mi hermana Miñu (médica oncóloga con plaza en un hospital público de Guadalajara, España), con la complacencia de mi primo Isidro y de José Luis Ortega, más el apoyo económico de tantas personas como mis hermanos y hermanas pudieron recabar.
Prepárese Tutankamon para el viaje México-España.




[1] Jaques Chabannes, Los grandes asesinatos de la historia, Barcelona, Ediciones Martínez Roca, 1971.
[2] Trepa o medrador, porque en pos del éxito y el dinero logró patentar como propio el invento del teléfono, desplazando con trapazas a su auténtico inventor Antonio Meucci. Y es que a veces la perseverancia, con un bajo gramaje de escrúpulos y buenas palancas en posiciones de poder, logra más que el ingenio. No obstante, el teléfono parece, más que un invento espontáneo, el trabajo simultáneo de varios investigadores en distintos puntos del planeta; lo mismo que el progreso en la investigación para la cura de la lesión medular: ¡a ver si aparece nuestro Graham Bell!
[3] Luis Miguel García Segura (2005). Ramón y Cajal y la neurociencia del siglo XXI, Jano (extra noviembre), n.º 1.583. Recuperado en: http://www.jano.es/ficheros/sumarios/1/0/1583/16/1v0n1583a13081799pdf001.pdf
[4] Médico y cirujano húngaro (1880-1960).

lunes, 13 de octubre de 2014

El viaje de los malditos, por José Luis Vilanova

EL  VIAJE  DE  LOS  MALDITOS, por  José Luis Vilanova, médico 

Escribo temblando. Cuarto y mitad de tristeza, medio de indignación y el resto de miedo, puro miedo a mis propios congéneres. Miro a mi alrededor y percibo aturdidos empellones por todas partes: compañeros de trabajo alarmados reviviendo pesadillas peliculeras, colegas preocupados por protocolos de actuación, guantes y mascarillas, trajes de aislamiento y material desechable. Periodistas que agitan de forma despreciable la bandera del ombliguismo en  editoriales, columnas y tertulias. Epidemiólogos que no saben por dónde les da el aire y se atreven a asomarse a los medios de comunicación sin habérselo estudiado. Profesionales sanitarios que se leen estos días las primeras líneas de su vida referidas al virus Ébola. Políticos que improvisan (en el gobierno). Políticos que improvisan (en la oposición). Políticos que improvisan (en el limbo). Notorios del mundo económico y la gran empresa que caen en la cuenta, con cierta inquietud, de que para esto la VISA oro-platino-diamantes tal vez no les proteja. Corruptos (muchos, demasiados) que siguen a lo suyo. Ciudadanos medios con tal atrofia de los sentidos que ya sólo tiran reflejos estereotipados de defensa desde su coma profundo. Y yo, estupefacto, sumido en la perplejidad. ¿Cómo es posible? – me digo en voz baja – ¿Pero, cómo es posible…? 

¿Alguien sabe desde cuando anda el Ébola por África? “Debuta” en 1976. ¡¡¡1976!!! Es decir, 38 putos años con epidemia tras epidemia a la certera mortalidad del 41 al 95%. ¿Qué coño importa, si son negros? El virus se cepillaba a la gente (PER-SO-NAS), allá por el Zaire (hoy República Democrática del Congo), al vertiginoso ritmo del 92%, entre infalibles vómitos incontrolables, devastadoras diarreas hemorrágicas y asfixiante insuficiencia respiratoria. Le siguió Sudán, con una mortalidad de “sólo” el 60%. Todo lo más que llegó hasta el santuario de los depredadores del mundo en los años ochenta, fueron unos monos macacos infectados enviados a Filadelfia (USA), que no causaron ninguna muerte entre los humanos. Pequeña alarma que refuerza la teoría de que estamos ante una extraña “peculiaridad epidemiológica” de esta pintoresca raza negra, tan próximamente “emparentada con los simios”.
Imagen:http://www.bbc.com/news/world-africa-28715939

Una cadena de radio mantiene durante 45 minutos un sesudo debate sobre si la infectada española se tocó o no la cara. La “opinión pública” clama escandalizada porque su médico de familia calificó la incidencia médica de su febrícula “como una gripe” y le prescribió paracetamol. Los primeros brotes de pánico se redoblan cuando alguien cae en la cuenta de que España es el primer país fuera de la órbita africana en el que se declara un caso propio, y la tragedia se masca en el último país europeo de África o el primer país africano de Europa. Mientras tanto, los vecinos de Teresa Romero  suben y bajan por la escalera para evitar usar el ascensor, por si algunos “miasmas” hubieran quedado atrapados en el mismo. 

Los años pasan y los brotes devastadores se suceden. Gabón, El Congo varias veces más, donde el bicho se ensaña en límites insospechados. Hasta principio de los años noventa no se marcan los primeros perfiles epidemiológicos; Médicos Sin Fronteras comienza a ocuparse del Ébola en 1994, entre la indiferencia de norteamericanos y europeos, y sólo con una lejana e indolente vigilancia desde la OMS, lo suficiente para asegurar la localidad de la enfermedad. Las cifras de incidencia y mortalidad son contradictorias, porque salvo algunos pocos héroes silenciosos nadie se preocupa del virus mientras quede acotado al África Central. En el año 1995 Wolfgang Petersen, un buen director alemán vendido a la industria de Hollywood, realiza una película (Estallido) sobre un supuesto virus asesino africano (no es el Ébola, pero se le parece mucho) que salta inesperadamente al primer mundo: mucho efecto, ritmo de vértigo, pobre guión y escasa reflexión. El morbo vende mucho…
Algún periodista ilustre nos sitúa horrorizado en el Tercer Mundo (me asquea el insulto para el Tercer Mundo). Y de repente, una tertulia radiofónica dedica una hora a un “sustancioso” debate sobre el sacrificio del perro de la auxiliar de enfermería infectada. Ni uno solo de los tertulianos, ni los periodistas, ni los oyentes que llaman a la emisora, muestra la más mínima preocupación por los casi cuatro mil muertos que lleva cobrados el virus en el último brote epidémico africano; es más, ni siquiera parece existir tal epidemia. Sólo cuenta que una españolita ha enfermado, y a ver si nos va a tocar a los demás… Los nadies son más ninguno que nunca.

Y corre que te corre llegamos a la primera década del siglo XXI: Uganda, otra vez el antiguo Zaire y el otro Congo (República del Congo). Brotes repetidos hasta hacerse endémico. Muerte y más muerte. Los precarios centros hospitalarios del África Central se quedan incluso sin personal médico y de enfermería, que van cayendo en las sucesivas refriegas como el común de los mortales. El primer mundo sigue sin mover un dedo; sólo se trata de africanos. Únicamente mantienen el tipo algunas ONGs con Médicos Sin Fronteras a la cabeza; Dios los bendiga…

Aquí nos ponemos nerviosos. Los médicos españoles se quejan de los trajes de aislamiento utilizados con los misioneros repatriados, su diseño, los guantes, las tallas y la mecánica de vestido y desvestido. Se declaran poco preparados para afrontar un problema de este tipo y acusan veladamente a la Administración de Sanidad. Tienen razón, pero a ellos (nosotros), tampoco nunca nos han preocupado las andanzas del virus africano. La Unión Europea reclama al gobierno español, por medio del portavoz para asuntos de salud, “información detallada y lo más temprana posible”. Las instituciones europeas están preocupadas (¿ahora?) porque por Bruselas pasan a diario cientos de diplomáticos de todo el mundo, algunos de los cuales llegan de las zonas calientes. No puedo dejar de pensar que me la suda la Unión Europea. Estados Unidos nos hace llegar a través de los medios de comunicación fragmentos de vídeos elaborados en su centro de Atlanta, al parecer exhaustivos en cuanto a la explicación de los trajes y su manejo: dos horas de duración (dicen) para realzar negativamente los escasos diez minutos marcados por los protocolos españoles. Alemania no se queda atrás y publica su propia hoja de ruta; suena a “no perder el paso” respecto al Tío Sam. La náusea me aprisiona el estómago. Sólo hay un par de resquicios de lucidez y de cordura que me hacen recobrar cierta esperanza. Una enfermera de Médicos Sin Fronteras (está claro que ha estado allí) cuenta cosas más razonables de los trajes en un minuto que el vídeo USA de dos horas. La segunda luz llega (¡qué cosas!) desde las lindes del humor. Una extraordinaria viñeta gráfica muestra, a la izquierda, decenas de infectados negros hacinados y famélicos que miran con perplejidad a la derecha del dibujo, donde hay un solo infectado blanco rodeado de cientos de periodistas.

Y llegamos al año 2014. África tiene una metástasis. Un peligroso salto manda el Ébola al Golfo de Guinea, en territorios occidentales. Guinea-Conakry, Liberia, Sierra Leona, Nigeria… La OMS marca el territorio, pero no traduce un solo criterio claro y razonable en su actuación. Eso sí, se encienden las alarmas en el primer mundo. Porque la progresión de la epidemia marca cifras históricas, la zona tiene una comunicación más abierta con el resto del mundo y las ratas, como siempre, son las primeras en abandonar el barco. Sólo dos países repatrían enfermos durante el mes de agosto, dos misioneros en cada caso: Estados Unidos y España. Todo parece indicar que vienen a morir a casa. Sin embargo, ¡oh, milagro! Los americanos se sacan de la manga un maravilloso y sorprendente suero experimental, el ZMapp, de naturaleza desconocida, al parecer procedente de Ginebra. Me pregunto por la habitual turbidez de los suizos en dos de los importantes indicadores de las sociedades modernas occidentales: los bancos y los laboratorios farmacéuticos. Y la náusea me dispara dos arcadas secas abortadas en el último instante. Los americanos sacan adelante sus dos misioneros; los españoles, no. Cuando alguien sugiere compartir la medicina milagrosa, se alega que no hay existencias y que el fármaco no está aún aprobado por la FDA. O sea, los yanquis, que parecían dormidos en este asunto, vienen trabajando secretas soluciones para uso exclusivo y personal. ¡Qué solidarios!

Viñeta de El Roto, El País, 10 de octubre de 2014
Por aquí seguimos obscenamente acojonados por el posible impacto del Ébola en nuestras sociedades. Vengo de oír despellejar con la palabra al consejero de Sanidad de la Comunidad de Madrid, que seguramente lo merece. Me la suda el consejero de sanidad. Oigo algo de las tarjetas VISA de Bankia con algunos intentos de justificación de su cochino uso. Y me la sudan unos y otros. Oigo no sé qué de la convocatoria de los catalanes. Y me la suda su derecho a decidir. Oigo que la selección española ha perdido para desmoronar un poco más su gloria reciente. Y me la suda la selección.  Porque sigo sin escuchar ni un esbozo de autocrítica a la lamentable desidia autista de nuestro primer mundo hacia el zurrado continente negro. ¡Ojo! EN CUALQUIERA DE NUESTROS ESTAMENTOS. Políticos, empresarios, sanitarios, bancos, financieros, deportistas, medios de comunicación, sindicatos, intelectuales, comerciantes, juristas, artistas, informáticos, eclesiásticos, militares, técnicos, sociólogos, funcionarios, instituciones del más diverso pelaje y ciudadanos de medio pelo (entre los que, naturalmente, me cuento). Sólo unos pocos locos “enfermos” de altruismo salvan la cara de nuestra miserable especie a cambio de nada. Uno de ellos, esta misma tarde, me ha dado el tercer soplo de aire fresco de estos días. Respondía desde Sierra Leona sin entender el pringoso debate de nuestras ahítas sociedades ricas. ¿Sabe? – le decía al periodista – Sólo en mi barrio llevamos 162 muertos en la última semana.

Las últimas noticias del día me desvelan que la auxiliar de enfermería ha empeorado su estado de forma preocupante. Ojalá salgas de ello, Teresa; al fin al cabo, ocurra lo que ocurra habrás cumplido generosamente con un trabajo difícil, el tuyo. No sé cómo terminará esto. Pero sé que los africanos seguirán muriendo en el más agorafóbico de los abandonos. Y no sólo de Ébola. Tres millones fallecen cada año de malaria, y mientras algunos buscan desesperadamente una vacuna desde hace años a cuya investigación se niega sistemáticamente la financiación, el Premio Nobel sigue siendo para el inocuo descubridor de la penúltima ultraproteína de la izquierda, de no sé qué extraña cadena bioquímica. Y mueren de SIDA, convertido en enfermedad crónica llevadera hasta las edades ancianas en nuestro primer mundo. Y mueren de tuberculosis, relegada a los viejos textos clásicos con la salvedad de alguna situación de inmunodeficiencia extrema. Y mueren de sarampión, y de meningitis, y de disentería, y de lo que haga falta. Que se jodan, ¿no? Que para eso son negros y pobres. Y me voy a la cama a ver si se me alivia esta angustia, que me vuelve la náusea y creo que voy a vomitar…


                                                                                   José Luis Vilanova, médico
                                                                                   joseluisvilalon@gmail.com 

                                                                               Madrid, 9 de octubre de 2014