lunes, 15 de agosto de 2011

IV La escapada. La barca de Aqueronte

La vida es extraña. Esto ya lo sabíamos. Casi todo el mundo lo sabe. Los únicos que viven satis-fechos en ese orden de cosas tan raro son los niños, aunque un sistema educativo abstruso trata de sojuzgar su libertad desde edades cada vez más tempranas. Y los sabios, pero por razones diferentes. Yo dejé de ser niño hace años, la extrañeza de la vida y la conciencia del paso del tiempo, cada vez más fugaz, se me vinieron encima por sorpresa (el primer punto de inflexión fue el nacimiento del primer hijo, el segundo la muerte de mi padre), como un torbellino, una tormenta de arena que ves venir a lo lejos y cuando quieres darte cuenta ha cegado tus ojos, te empuja con el capricho del viento tornadizo, inunda de arena tus pulmones. La tormenta de arena no pasa. Dejé de ser niño y ahora que observo la extrañeza a mi alrededor y la confusión sembrada en el concierto, aspiro a hacerme sabio. Es la única vía. En mitad de la tormenta miro al horizonte, no distingo su punto más lejano, me basta con saber la dirección, bajo la cabeza, me ciño a las cintas de mi mochila y emprendo la metáfora de la vida, el viaje. Cierto desapego funda el espíritu del sabio, que alcanza finalmente la ataraxia. Mildred, han transcurrido los días y si pienso en Guz y Blanch noto ese mordisco en la boca del estómago. No soy un sabio todavía, por supuesto. No podría esperar haberme hecho sabio en la primera semana de mi huida. No. Transcurrirán años, no tengo prisa, y por eso creo hallarme en el buen camino. El mundo excitado en que vivimos, el hombre exacerbado, nunca encontrará la paz ni el auténtico saber. Os invito a encontraros conmigo en algún lugar, pero para eso también vosotros deberéis perder la identidad. Mildred, amor, no lo dejes pasar, coméntalo con los niños y decidid emprender conmigo una búsqueda común de libertad.
Tenía que quemar el coche y provocar mi muerte antes de cruzar el estrecho de Gibraltar. Es lógico. No podía entrar con el coche en Marruecos para luego darme por muerto. Pero claro, se me presentaba una enorme dificultad para cruzar el estrecho sin tener que presentar mi documentación en la aduana. Así que busqué una playa no demasiado multitudinaria en algún punto ligeramente al oeste de Tarifa y robé una barca con un motor fueraborda. Es fácil robar en mis nuevas condiciones de vida. Yo, que no sabía lo que era robar, actué como si toda mi vida lo hubiera hecho. Es la supervivencia, pero, sobre todo, es haber puesto los valores de la vida en su orden. Robar es un verbo sin significado real. ¿Roban los inversores financieros a gran escala? Sí. ¿Roban los gobiernos a sus ciudadanos? Sí. ¿Roban los bancos sistemáticamente? Sí. Esos eran robos. ¿Roba quien tiene una necesidad? No. Ignoro si mi nuevo orden de valores es correcto o incorrecto, moral o inmoral. Creo que será ético, que me importa más. Las reglas las pondré yo a partir de ahora. Ningún libro de leyes interpretadas al antojo de los poderosos me afecta a partir de este momento. La sociedad para mí ya no existe; existen las personas. Era de noche. Aunque la playa estaba bastante en calma, el camarero de un chiringuito precariamente iluminado servía las últimas copas a un grupo de extranjeros rubios y borrachos. Desaté el cabo de una vieja valla de madera donde se encontraba amarrada la barca. Eché el macuto al interior. Fue un momento emocionante. La aventura implica que cada acción siguiente es una incógnita. No sabía si saldría de allí o alguien gritaría, ¡eh, la barca! y vendrían por mí para evitar que pudiera llevar a cabo la minúscula fechoría que me permitiría cruzar la porción de mar que divide Occidente de Oriente. Busqué el extremo de la correa de arranque, y agarré con decisión la pieza de plástico ergonómica, jalé con fuerza y el motor no hizo ningún intento de ponerse a funcionar. Revisé ávidamente el motorcillo y di con una llave de gasolina que se encontraba en posición cerrada. También había una especie de llave en el tapón, un grifo pequeño superpuesto, con las palabras open y close. Lo abrí. Antes de volver a jalar de la cuerda abrí el gas en el puño del timón. Ahora sí bastó un tirón decidido para que el motor comenzase a berrear enérgicamente. En el chiringuito, aunque la música no estaba muy alta, no parecían preocupados por mi presencia. La noche era cálida, y en medio de la total oscuridad me bastó poner rumbo a algunos reflejos que pronto descubrí al otro lado del Estrecho. Era una patera de lujo, la patera que parte del sueño material al espiritual, no la que parte de la necesidad material a la miseria del espíritu. Una barca con motor para un solo hombre. Y gratis. Fue un viaje increíblemente corto. Me desvié de la playa donde había varias construcciones y luz artificial y me dirigí a un pequeño golfillo rocoso. Até la barca a una roca, levanté mi macuto en el aire y lo lancé a unas rocas con algo de hierba seca en la parte de arriba. Por poco se me cae al mar, pero quedó la mitad más pesada apoyada en el suelo. Luego escalé a esa pequeña zona cubierta de vegetación y emprendí en la oscuridad mi incursión en algún punto de Marruecos del que ignoro el nombre, seguramente alguna zona entre Taláa Cherif y Tánger.
¡Si te digo cómo me dispuse para dormir, Mildred! Ni en mis poemas podría haber imaginado algo así. Boca arriba, en las afueras de un pequeño poblado sin iluminación, hallé una pradera metida entre árboles. No todo es desierto aquí en Marruecos, es lo primero que pensé. Las estrellas sobre mi cabeza. Las miraba fijamente, dejaba la mente en blanco y era tanta su luz y claridad que parecían descender. Entonces, no sentía el suelo bajo mi espalda y tenía la impresión de haber subido hacia el cielo y encontrarme directamente entre ellas. Y, claro, lo comprendí, es así. En realidad estamos dentro de las estrellas. El comienzo fue tan místico, pero al rato comencé a sentir frío. Me arropé con una pequeña manta que traía en mi mochila. Descansé por tramos, pero pasé una noche difusa, en un estado de duermevela no demasiado placentero, con frío cada vez mayor y más penetrante. Mis hijos se me perfilaban con una nitidez como la de las estrellas. Pensaba en Guz, los paseos por el río con él, los juegos, su encanto, su mirada ilusionada siempre, su piel perfecta. Mi hijo. Lloré. Y comprendí, Mildred, que mi viaje en solitario solo puede ser circunstancial, que al final habré de convenceros para que os unáis. Sé que Guz estaría aquí conmigo (estoy en una fonda deglutiendo un cuscús), pero quiero que tú también estés convencida, no quiero que pienses que te he robado nada. Robo barcas, hasta ahora, pero no hijos. Os quiero.

viernes, 5 de agosto de 2011

III La escapada. Mi muerte.

Encontré, no sin esfuerzo, el acantilado que necesitaba, con acceso al coche y una buena ladera que condujera hacia el vacío salado. Rocié el motor de gasolina, dejé algunas de mis pertenencias (las que había preparado para ello) en los asientos de atrás. Mi cartera con todo: tarjetas, documentación, algo de dinero. Con la puerta del conductor abierta, lo he arrancado, he puesto en punto muerto el coche, he prendido fuego al motor, he cerrado el capó, lo he empujado por detrás. El coche ha ido tomando impulso. Como pesa bastante un Volvo familiar antiguo (llegúe a considerarle mi amigo), enseguida ha cogido velocidad y completamente en llamas ha saltado al vacío. Me ha sorprendido su entrada en el mar. El fuego persistió incluso dentro del agua. Es increíble, pero igual que en las películas americanas por cuyas explosiones inverosímiles siempre protesto, el Volvo, ya dentro del agua, ha explosionado provocando una espléndida onda expansiva. Un pequeño tsunami. Ya sé que parece inexplicable, pero alguna explicación tendrá. Me alegro de que mi muerte al menos haya provocado eso: un tsunami y una perplejidad científica. Ya supongo las noticias de mañana, que no podré leer porque estaré durmiendo en algún lugar del Atlas marroquí, pero su titular será algo así: "Un vehículo incendiado cae al mar en un acantilado de Cádiz". Y la entradilla: "Los servicios marítimos de rescate siguen buscando el cadáver del conductor, cuya puerta se encontraba abierta, y cuyas siglas, según la matrícula del vehículo, corresponden a H.V.".
Ya supongo, Mildred, que, tal y como te indiqué, sabrás declarar simplemente que abandoné el hogar hacía unos días y no sabíais nada de mí.
Qué incidente (como dicen los periodistas palurdos) tan simple.
Es el último acto verdaderamente contaminante que habré llevado a cabo en mi vida.
Ahora también puedes cobrar el seguro que te protegía ante una posible muerte del cónyuge. Creo que la cobertura de la que te hablé el otro día por abandono de hogar, y esta de muerte, son compatibles. Míralo a ver.

jueves, 4 de agosto de 2011

II La escapada. Pescaíto frito.

Querida familia. ¿Cómo está Cip? Es curioso, aunque me acuerdo de vosotros a todas horas, también me viene a la cabeza Cip. Dadle unas caricias de mi parte. En estos días de viaje he logrado cruzar civilizadamente la península, con mi coche, con dinero en mi cartera, escuchando las noticias en la radio. Tuve la tentación de parar en Madrid y ver a vuestra abuela y algún tío o tía. Lo cierto es que están casi todos veraneando, así que... Pero rápidamente corregí mi pensamiento. Era peligroso sentimentalmente parar a visitar a la familia, porque mi corazón podría haber entonces tirado del hilo y llegar hasta vosotros, atraparme el recuerdo vívido y llegar el arrepentimiento. Habría dado la vuelta y regresado con vosotros. Pero no. Como os escribí en esa nota personal que dejé sobre la mesa de la cocina, mi decisión es irrevocable, no tiene vuelta atrás. Mildred, no te preocupes por mí, porque tengo dinero, y la zona donde llegaré mañana, Marruecos, es más barata que España. Todo el Magreb lo es. Con suerte el dinero me durará bastante tiempo. No obstante, mi plan, como bien sabéis, es terminar viviendo sin dinero, ya veré cómo. Sobre el teléfono móvil, no intentes llamarme ya (por poco me haces volver, y no me podía arriesgar ni un minuto más a repetir nuestra conversación), lo he triturado pasando con el coche por encima de él repetidas veces. Luego, lo he rociado con un poco de gasolina y lo he quemado. Qué sensación tan placentera.
Estoy en un bar con Internet, así que os escribo estas líneas para que sepáis de mí. Estoy en Cádiz. Mañana cruzaré el Estrecho. Seguiré contándoos mañana, pues el camarero me ha traído mi cerveza y mi ración de pescaíto frito: ¡Qué deliciosa vida parecen llevar aquí en el sur! Mildred, ya me conoces, estoy disfrutando del viaje desde ya... Mis ojos están ávidos de descubrimiento. Mi particular y, espero, pacífica Odisea, ha comenzado. Estoy indudablemente condolido con la separación, llevo ya una especie de desgarro en el pecho, si pienso mucho en vosotros las lágrimas asoman al borde de los ojos; pero hay una vibración dentro de mí, es la libertad, que bulle. Sumo optimismo, dicha plena, presentimiento de que sabré encontrar la sofrosine, la ataraxia, el equilibrio (no tengo nada que ver con esos espíritus misticoides, new age; hablo de otras búsquedas). Renazco en vida. Y al cabo, amores, ¡estoy tan persuadido de que en unas semanas, en unos meses, en unos años, cuando vosotros me lo pidáis, estaremos juntos!
Mildred, como hemos dejado todo preparado, los bancos no podrán quitarte nada, la casa está a nombre de John y Martina; el seguro que tienes sobre tu mesa dice que tienes derecho a una indemnización en caso de que el cónyuge abandone el hogar. Y es lo que ha pasado, así que tienes esa cobertura. Sobre el resto de las deudas de esa mierda de empresa, no importa absolutamente nada. Nada podrán hacer. Todo está disuelto. Como el país, como Europa, como el mundo.
Tuve también la tentación de plantarme en Sol antes de bajar hasta Andalucía, y quedarme unos días con los indignados. Están cargados de razón y de inteligencia, ojalá sepan encauzar sus planteamientos de un mundo mejor. No lo sé.

Un beso.

p.d. Llevo conmigo unos cuantos libros en la maleta. Ahora, como siempre, son de mis mejores amigos. ¿Cómo decía el poeta árabe, Mildred? "Un libro es un jardín que se puede guardar en un bolsillo".

lunes, 1 de agosto de 2011

I La escapada. Nota de adiós.

Mildred es buena. Se encarga por las noches de acostar a los niños. Hace tiempo que hay un acuerdo tácito según el cual yo me he dejado progresivamente de ocupar de las labores de la casa a cambio de ocuparme de los problemas de mi empresa. Su trabajo, más previsible y menos intensivo, está en una de esas cláusulas como argumento fundamental para que la parte principal del contrato pueda cumplirse. No me gusta su papel en el contrato, detesto también el que me ha tocado a mí. La casa donde vivimos cumple las exigencias de una familia feliz: entorno amable, verdes colinillas, valle con río (aunque el miasma industrial viaja por su cauce); un castillo de pintoresquismo más decimonónico que medieval. Un perro, un loro. El matrimonio y dos hijos saludables. El niño y la niña. ¿Qué más queremos?

"Querida familia, no se me desgarra el corazón (o sí, tal vez sea inevitable), porque como sé que me conocéis sabréis comprender mis razones y algún día volveremos a encontrarnos. Mi espíritu roza el tedium vitae de los románticos, y un romántico con tedium vitae (que os explique vuestra madre qué es eso, más o menos) es un espíritu a punto de quebrarse como un hojaldre. Quizá ese tedium es cabreum vitae, más bien. Mi inquietud por el mundo, por pasar aventuras, por vagar libremente, por conocer gentes extrañas (nada tan reconciliante con la raza humana como el contacto superficial con los desconocidos, sobre todo cuando ni siquiera hablan tu idioma ni gesticulan como tus compatriotas), mi anhelo por una vida de experiencias reales me impele a abandonarlo todo (lo obvio, lo opresivo, lo cotidiano, lo frustrante, lo castrante, lo civilizado, lo laborioso, lo responsable, lo contaminante, lo absurdo, lo impuesto, lo material) y recorrer el mundo. El mundo parece pequeño cuando vemos un mapa, cuando escuchamos las noticias, incluso cuando viajamos en avión; pero el mundo desde abajo, visto desde las humildes suelas de nuestros zapatos, recorriendo caminos, pueblos, ciudades y paisajes, durmiendo cada día en un lugar diferente, ese mundo se agiganta. Sin identificación personal en nuestros bolsillos, sin pasaporte, sin identidad. Cada cultura, cada tierra, cada rincón, se multiplican y la diversidad del planeta cobra todo su interés y su amplitud. También hay animales, árboles, plantas y piedras diferentes. Cielos. Hay quien dice que no conocemos ni siquiera la diversidad más próxima a nosotros, y probablemente tiene razón, pero también es verdad que para conocer lo que tenemos al lado en ocasiones hay que irse lejos. Antes de que mi inteligencia se pudra en un laberinto de problemas materiales incomprensibles, en una lucha por un tipo particular de supervivencia en el que no creo, antes de que mi capacidad de sorpresa quede esquilmada como un campo sembrado por la sal de la rutina, me voy, no huyo, sino que renazco. Os quiero, os quiero hasta no poder expresarlo más que con viejos y manidos clichés como: "hasta el alma", "como a nada en el mundo", "más que a mí mismo". Y no os olvidaré. Entre tanto, no estoy muerto, pero actuad como si lo estuviera de forma provisional, sin tristeza pero sin que mi ausencia os suponga ningún tipo de opresión. Sabréis de mí. Finalmente, si así lo elegís, os llevaré conmigo."

Yo soy el aventurero, el mundo me importa poco... (corrido popular mexicano).