miércoles, 19 de marzo de 2014

El hombre medular, Cap. I, 2

Ernesto ya se encontraba en la oficina, así que me situé frente a mi mesa después de saludarlo con el afecto y simpatía que correspondía a la relación entre nuestro administrativo y yo. Por mi parte, aquella mañana tenía que hacer algunas llamadas, escribir un correo electrónico a un jefe de obra que se encontraba al tanto de la construcción de un túnel en Colombia y, en fin, organizar el resto del día. Y hacerlo con cierta urgencia, pues tenía una cita a unos cuantos kilómetros de distancia. Debía partir para asesorar a un familiar y amigo sobre la posibilidad de construir en su rancho un gran estanque de agua ornamental. Así que al poco tiempo abandoné la oficina de nuevo y de nuevo arranqué la Kawasaki con ese paradójico placer de alguien a quien ni las máquinas ni el progreso le provocaban una emoción intelectual mínimamente razonable; después de todo, como afirmaba Buñuel en su libro de memorias Mi último suspiro, uno vive cargado de pequeñas incoherencias que no hacen sino reafirmar nuestra inestable condición humana. Y ¡ay de quien presuma de ser un monolítico bloque de coherencia! Tal vez no quepa afirmación tan clara para evidenciar en un individuo el mayor grado de incoherencia alcanzable. Para salir a la carretera que conduce a Chichimequillas debía tomar el Paseo de Constituyentes y desviarme hacia la derecha cerca del anillo vial Junípero Serra. Era un corto trayecto por una carretera divertida, con una subida de suaves curvas, alguna recta y poco tráfico. Al llegar al rancho, después de entrar en el camino de arena que conduce hasta el portón de entrada, situé la moto frente a la puerta de madera, bajé y toqué al timbre. Alguien del servicio no tardó en abrir las puertas accionadas por un motor eléctrico. Tomé el empedrado de frente a la hermosa entrada del edificio colonial que constituía el epicentro del rancho, con su pequeña arcada, la vieja capilla a un lado con su cúpula y su escueta espadaña y los jardines que lo rodeaban.
Allí se encontraba J. C. con una de sus hijas. Estuvimos un rato charlando del asunto del estanque. Mantuvimos una breve conversación tratando de otros temas y J.C. llegó a sugerirme el comer juntos en algún restaurante de Querétaro; pero enseguida se dio cuenta de que tenía algunas cosas pendientes y de que, igual que para mí, no era el mejor día para hacerlo. Nos habíamos emplazado hacía ya unos días para ir toda la familia, Mildred, los niños y mi madre para pasar un día completo con la familia en el rancho. E insistimos en la idea de no dejar demasiado tiempo para hacerlo, puesto que mi madre se encontraba en México sólo durante unas semanas antes de su regreso a España. Terminada la corta reunión, nos despedimos y volví a arrancar la moto para salir del rancho.

Salía detrás de mi primo. Él y su hija conducían una camioneta pick up. El portón del rancho se abrió frente a nosotros. Agarramos hacia la derecha el camino de tierra. Pero de pronto un todoterreno blanco se acercaba a nosotros por detrás a toda velocidad, lo pude ver por el retrovisor de la moto pegando brincos entre la arena, levantando el polvo y dispuesto a aplastarme contra la camioneta de mi primo. Y así lo hizo, machacando la Kawasaki entre los dos vehículos y dejándome tirado en el suelo malherido. Las dos camionetas frenadas, J.C. salió del puesto del conductor y se subió con un rifle en la mano a la caja abierta de la pick up. No sé qué tipo de arma era, pero propinó al conductor del todoterreno varios disparos. Como era un tipo con contactos e influencia, llamó por el celular a la policía y prácticamente les ordenó:

— ¡A ver, cabrones, vengan para acá, abran una zanja bien profunda y entierren a este pendejo con camioneta y todo! Y háganlo cuanto antes; no quiero líos. Ya les contaré…


A mí me subió al sillón de atrás de su camioneta y en la caja abierta, no sé de qué manera, cargó la moto completamente abollada y retorcida. Después de un tiempo me encontraba en el hospital, tumbado en una cama y completamente inmóvil. 
Transcurridos unos días, tampoco sé decir de qué forma, alguien del hospital me informó de que una de las balas disparadas por mi primo me había herido en la médula espinal. De modo que en cuanto tuve ocasión hablé con J. C. y le conté lo sucedido. Inmediatamente se dispuso a solucionarlo. Me dijo:

— No te apures, Hernán, vamos a solucionar esto a otro estilo.

Otra vez con intermediación del misterio, me encontraba de nuevo saliendo con la moto del rancho detrás de la camioneta de mi primo; pero esta vez las cosas iban a cambiar. De la misma manera pude ver por el retrovisor redondo cómo un todoterreno blanco se abalanzaba a toda velocidad para aplastarme contra la camioneta donde iban J. C. y su hija. Una nube de polvo y un asesino me perseguían. Tras el impacto, mi moto retorcida y mi cuerpo desparramado sobre la arena sin poder moverse. Esta vez mi primo se subió al remolque de su camioneta con el rifle en la mano pero no disparó. Simplemente profirió algunas palabras al sujeto que conducía el todoterreno mientras le apuntaba con su arma:

— ¡Órale, pendejo, lárgate del Estado y como te vuelva a ver por aquí te mato!

No hubo disparos. De nuevo me subió a la parte de atrás de su camioneta y me llevó hasta el hospital Los Ángeles de Querétaro. Viviendo entre sueños, desde mi cama del hospital, sin poder mover ninguna parte de mi cuerpo, vislumbraba mi moto deshecha guardada en el garaje de casa. Suponía que mi primo la había transportado hasta allí. El tiempo y los problemas parecían reversibles como en un cuento de ficción. Sin embargo, seguía sin poder moverme.