CAPÍTULO
II
Tal y como me lo contaron
Una
y otra vez, de manera pertinaz, reconstruía las últimas imágenes de cómo había
sucedido el accidente. Una y otra vez, en el hospital Ángeles, acudía a mi
mente esta reconstrucción fantástica, casi peliculera, con un grado de realidad
inequívoco. Postrado en la cama, experimentaba de manera puramente mental
hechos que yo pensaba estaban sucediendo de forma física. No solamente este
tiroteo final, sino toda una suerte de vivencias: Caminaba por el centro de
Querétaro; Mildred junto a mí, los niños en los asientos traseros y yo al
volante nos dirigíamos en dirección a
algún lugar (tal vez a comprar en un supermercado, o hacia casa de regreso del
colegio de los niños); en el Árbol (el restaurante de mi amigo Lalo) le ayudaba
a transformar el local en un lugar de ambiente operístico; iba a la oficina a
trabajar. Los médicos insisten en que gozaba de una conciencia bastante clara,
sin embargo, se había borrado de mi memoria todo lo sucedido antes, durante y
después del accidente. Según recogen los primeros informes, respondía de forma
coherente a todas sus preguntas. Debía de responder de manera automática. O más
bien, según opinión de algún pariente médico, realmente gozaba de una conciencia
normal hasta que llegué al hospital, aunque luego se borrara de la mente cada
uno de los acontecimientos previos. Más tarde, enchufado a los sueros, bajo los
efectos de las drogas y el propio shock
traumático, la realidad se desdibujaba y vivía en un estado onírico.
Mis
primeros recuerdos de algo más allá de lo espectral son los de Mildred y mi
madre junto a mí alrededor de la cama. O el de mi hermano Amadeo y mi prima
Rocío. El de mis amigos Lalo o José Luis. Creo que durante el período de
Terapia Intensiva (nombre que recibe en México lo que en España denominan
Unidad de Cuidados Intensivos) pocas visitas más entraron a mi habitación. Al
parecer, me mostré sumamente selectivo a la hora de escoger qué amigos o
familiares podían entrar.
En
lo que respecta al propio hecho del accidente debo circunscribirme a los
informes de la policía municipal. He comenzado este libro con la narración de
aquel día once de abril con una mezcla de hechos reales (el despertar de la
familia para dirigirnos cada uno a nuestras obligaciones, mi encuentro con
Mildred para desayunar, mi paso por la oficina y la visita a J. C. en su
rancho) y otros hechos que brotaron de mi mente en aquel estado de ensoñación (mi
salida del rancho, la persecución de la camioneta y su intento de asesinarme:
es decir, el cómo sucedió realmente mi accidente). Según parece, la realidad
tuvo unos tintes mucho más prosaicos.
1
Cuando
terminé mi reunión con mi primo y su hija en el rancho, abandoné el recinto por
el camino empedrado y me dirigí de nuevo hacia la oficina. En torno a las 2:30
de la tarde volví a subirme a la moto camino del centro. Mi hijo Guzmán, que
contaba con 10 años de edad cuando todo esto sucedió, tomaba cada jueves sus
clases de música en la escuela de unos amigos nuestros situada en la calle Reforma,
frente a la iglesia de estilo academicista cuyo nombre popular era las Teresitas.
Así que Mildred recogía a los niños del colegio y los llevaba hasta allí.
Estacionaba el Accord por la zona, almorzaban de manera informal en algún local
de los alrededores. Yo intentaba cada jueves hacer coincidir mi horario para
comer con ellos; generalmente unos tacos en “El Güero”, un local de paredes mal
pintadas con colores vivos de tonos inverosímiles y un piso de losas viejas, algunas
sillas de plástico y mesas cubiertas por mantelillos de papel con un estampado
de cuadros rojos y blancos repartidas por el oscuro habitáculo; un local cuya
cocina era el dispensario, abierto hacia la calle para servir directamente a
los transeúntes más urgentes, que consistía en una plancha, recipientes de
metal y cuencos de plástico con ingredientes ya picados, las tortillas de maíz
apiladas y la hija del dueño de aquel puesto, una muchacha mestiza, delgada, de
ojos desproporcionadamente azules, preparando los tacos con manos de
prestidigitadora. Con poco tiempo para dedicar al almuerzo, solíamos dejar a
Guzmán en su clase de piano y a Blanca, de seis años de edad, en su clase de
ballet. Durante esa hora, Mildred y yo aprovechábamos para tomar un café en el
patio interior de un restaurante/cafetería próximo a la academia. Sin embargo,
aquel jueves no nos atuvimos a nuestra rutina más habitual. Mi madre había
acompañado a Mildred al colegio para recoger a los niños y llevarlos hasta el
centro. Comimos todos juntos en un modesto restaurante a espaldas de la
escuela. Tras dejar a Blanca y Guzmán en sus clases, eso sí, tomamos café en el
lugar donde normalmente lo hacíamos Mildred y yo. Había llegado la hora de
salida, pero debíamos esperar a que llegara mi sobrina Rocío para recoger a mi
madre e ir juntas a comprar en otro punto de la ciudad. Por eso Mildred fue
hasta la escuela y regresó con los niños al patio de la cafetería donde
seguíamos mi madre y yo. Aún nos dio tiempo a tomar algo más. Finalmente llegó
mi sobrina y se llevó con ella a mi madre. Por nuestra parte, como era
habitual, Mildred y los niños se marcharían en el carro, mientras yo me
quedaría solo para coger mi moto y decidir a dónde dirigirme. Aquella tarde
llevaba en mi mochila la cámara de video para la cual debía encontrar un cable
para cargar la batería. Precisamente en esa misma calle Reforma, se encontraban
aglutinadas una serie de pequeñas tiendas abarrotadas de cables y chismes
electrónicos de toda laya. Entré en una sin demasiado éxito, luego en otra y
finalmente en una tercera, y colocando la cámara sobre el mostrador pregunté al
dependiente si se vendería algún cable suelto que sirviera para cargar la
batería en la red eléctrica. Por fin encontré uno, pero ni siquiera lo compré.
Tal vez no llevara suficiente dinero en la cartera. Después de casi un año sin
poder usar la cámara de video, ¿qué más daba esperar una semana más? La
compraría el siguiente jueves cuando volviéramos a estar por la zona. Lo que no
podía imaginar era que el esperado jueves próximo nunca llegaría; me refiero a
que nunca llegaría de la misma manera, ni los niños acudirían más a la escuela
de música y ballet, ni yo trataría de hacer coincidir mi horario para comer con
ellos por el centro, es más, ni siquiera al día siguiente regresaría yo a la
casa donde vivíamos en Vista Real, nunca más.
Recuerdo
caminar unos escasos metros, cruzar la estrecha calle y llegar a la esquina
donde tenía aparcada la Kawasaki frente a un establecimiento de abarrotes. A
partir de aquel punto, mis recuerdos comienzan a perderse; ni siquiera recuerdo
con claridad el momento en que arranqué la moto. Sí creo recordar lo que iba
pensando en un tramo de la calle Corregidora; era referente al destino que
había decidido tomar aquella tarde. Tenía la posibilidad de ir hasta El Árbol
para revisar un trabajo pendiente con Lalo, ir de nuevo a la oficina e incluso
sacar dinero en un cajero y regresar a la tienda a por el cable; pero de todas
las posibilidades escogí seguir los pasos de Mildred y los niños en dirección a
Vista Real, el fraccionamiento donde vivíamos. Me apeteció volver a verlos para
ponerme después a trabajar en mi despacho de casa.
Según
parece, en esa misma calle de Corregidora, poco después de mi último
pensamiento o tal vez interrumpiéndolo, mientras yo circulaba con un grupo de
vehículos calle arriba para tomar un desvío hacia la izquierda en dirección a
la autopista 57, una camioneta blanca marca Ford se saltó un semáforo por mi
lado izquierdo. Tal y como me contó la policía cuando yo estaba en el hospital,
y según recoge una de las cámaras de la calle que logró tomar video del
accidente, yo intenté esquivarlo virando repentinamente hacia la izquierda;
pero el impacto era ya inevitable y, tras el golpe, salí despedido del sillín.
Lo más probable es que golpeara con la cabeza en el asfalto y saliera
deslizando por él.
Me
trasladaron al hospital público. Entretanto, la policía había encontrado en mi
celular el último número de teléfono marcado, “Mildred”, y la habían llamado
para avisarla de lo sucedido y pedirle que acudiera hasta el hospital. A su
vez, Mildred le habló a mi hermano y se acercó hasta su casa con los niños. En
casa de mi hermano se encontraba un amigo, Jorge, que rápidamente acompañó a mi
mujer hasta el hospital mientras Guzmán y Blanca se quedaban a cargo de mi
hermano y mi cuñada. En el trayecto, Mildred telefoneó a mi primo Isidro.
Esperaba que como médico pudiera acercarse también al hospital y, tal como
sucedió, le aconsejara sobre las mejores opciones para sobrellevar la
situación. En un chispazo de intuición, mientras hablaba con nuestro amigo
Jorge en el coche camino del hospital y después de colgar el teléfono a alguno
de los doctores que me atendieron de urgencia en el hospital, Mildred pareció
adivinar lo que sobrevenía. Al decirle el médico que yo parecía consciente,
Jorge trató de tranquilizar a mi mujer diciéndole que eso parecía una buena
señal, a lo que ella respondió:
– Ya, claro, también puede haberse quedado paralítico
aunque esté consciente.
El diagnóstico era lesión cervical severa a la altura C3.
Es decir lesión cervical a la altura de la tercera vértebra con lesión medular,
a lo que se unía una panoplia de lesiones traumáticas de diversa índole:
espolones de vértebras rotos, luxación en hombro y codo, destrucción del gemelo
izquierdo y heridas varias.
A partir de aquí, una nueva historia nos aguardaba.
Mi primo Isidro hizo sus gestiones y bajo su asesoramiento
se decidió trasladarme al hospital Ángeles, situado en la misma ciudad de
Santiago de Querétaro, donde recibí la primera intervención quirúrgica de manos
de J. L. Ortega, amigo de Isidro y un excelente cirujano, a lo que se sumaba,
tal y como me enteré más adelante, un hombre de excelentes cualidades morales
también.
Nada sería igual desde entonces. El pasado iba a configurarse
ya no como un capítulo largo de una novela escrita en dos partes sino más bien
como el tomo independiente de una nueva obra que recién comenzaba con algunos elementos en común. Lo que
tengo claro es que la historia no tiene ningún autor omnisciente, sino que
somos cada uno de los actores que formamos parte de ella los que estamos
obligados a escribir, tachar y reescribir cada una de las líneas que conforman
el hilo narrativo de nuestras vidas. La gente, con carácter más bien popular,
habla del destino confundiendo este
con lo que simplemente no es sino el pasado.
Está claro que el pasado no se puede cambiar, pero nada hay escrito que trace
nuestras trayectorias por este mundo. Nuestro libre albedrío se alía a una inextricable
cadena de pequeños azares que condicionan sin darnos cuenta cada acción
subsiguiente. Se me ocurre enumerar a bote pronto una buena colección de
instantes que condujeron sin ningún propósito mis pasos aquella mañana del 11
de abril hasta hacer coincidir mi trayectoria con aquel tipo subido a un Ford
Explorer dispuesto a saltarse una luz roja y golpear ferozmente una Kawasaki Vulkan
750 color azul cobalto y la vida de un hombre y su familia.