martes, 22 de abril de 2014

El hombre medular, CAP. II


CAPÍTULO II

Tal y como me lo contaron

 

Una y otra vez, de manera pertinaz, reconstruía las últimas imágenes de cómo había sucedido el accidente. Una y otra vez, en el hospital Ángeles, acudía a mi mente esta reconstrucción fantástica, casi peliculera, con un grado de realidad inequívoco. Postrado en la cama, experimentaba de manera puramente mental hechos que yo pensaba estaban sucediendo de forma física. No solamente este tiroteo final, sino toda una suerte de vivencias: Caminaba por el centro de Querétaro; Mildred junto a mí, los niños en los asientos traseros y yo al volante nos dirigíamos  en dirección a algún lugar (tal vez a comprar en un supermercado, o hacia casa de regreso del colegio de los niños); en el Árbol (el restaurante de mi amigo Lalo) le ayudaba a transformar el local en un lugar de ambiente operístico; iba a la oficina a trabajar. Los médicos insisten en que gozaba de una conciencia bastante clara, sin embargo, se había borrado de mi memoria todo lo sucedido antes, durante y después del accidente. Según recogen los primeros informes, respondía de forma coherente a todas sus preguntas. Debía de responder de manera automática. O más bien, según opinión de algún pariente médico, realmente gozaba de una conciencia normal hasta que llegué al hospital, aunque luego se borrara de la mente cada uno de los acontecimientos previos. Más tarde, enchufado a los sueros, bajo los efectos de las drogas y el propio shock traumático, la realidad se desdibujaba y vivía en un estado onírico.

Mis primeros recuerdos de algo más allá de lo espectral son los de Mildred y mi madre junto a mí alrededor de la cama. O el de mi hermano Amadeo y mi prima Rocío. El de mis amigos Lalo o José Luis. Creo que durante el período de Terapia Intensiva (nombre que recibe en México lo que en España denominan Unidad de Cuidados Intensivos) pocas visitas más entraron a mi habitación. Al parecer, me mostré sumamente selectivo a la hora de escoger qué amigos o familiares podían entrar.

En lo que respecta al propio hecho del accidente debo circunscribirme a los informes de la policía municipal. He comenzado este libro con la narración de aquel día once de abril con una mezcla de hechos reales (el despertar de la familia para dirigirnos cada uno a nuestras obligaciones, mi encuentro con Mildred para desayunar, mi paso por la oficina y la visita a J. C. en su rancho) y otros hechos que brotaron de mi mente en aquel estado de ensoñación (mi salida del rancho, la persecución de la camioneta y su intento de asesinarme: es decir, el cómo sucedió realmente mi accidente). Según parece, la realidad tuvo unos tintes mucho más prosaicos.
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Cuando terminé mi reunión con mi primo y su hija en el rancho, abandoné el recinto por el camino empedrado y me dirigí de nuevo hacia la oficina. En torno a las 2:30 de la tarde volví a subirme a la moto camino del centro. Mi hijo Guzmán, que contaba con 10 años de edad cuando todo esto sucedió, tomaba cada jueves sus clases de música en la escuela de unos amigos nuestros situada en la calle Reforma, frente a la iglesia de estilo academicista cuyo nombre popular era las Teresitas. Así que Mildred recogía a los niños del colegio y los llevaba hasta allí. Estacionaba el Accord por la zona, almorzaban de manera informal en algún local de los alrededores. Yo intentaba cada jueves hacer coincidir mi horario para comer con ellos; generalmente unos tacos en “El Güero”, un local de paredes mal pintadas con colores vivos de tonos inverosímiles y un piso de losas viejas, algunas sillas de plástico y mesas cubiertas por mantelillos de papel con un estampado de cuadros rojos y blancos repartidas por el oscuro habitáculo; un local cuya cocina era el dispensario, abierto hacia la calle para servir directamente a los transeúntes más urgentes, que consistía en una plancha, recipientes de metal y cuencos de plástico con ingredientes ya picados, las tortillas de maíz apiladas y la hija del dueño de aquel puesto, una muchacha mestiza, delgada, de ojos desproporcionadamente azules, preparando los tacos con manos de prestidigitadora. Con poco tiempo para dedicar al almuerzo, solíamos dejar a Guzmán en su clase de piano y a Blanca, de seis años de edad, en su clase de ballet. Durante esa hora, Mildred y yo aprovechábamos para tomar un café en el patio interior de un restaurante/cafetería próximo a la academia. Sin embargo, aquel jueves no nos atuvimos a nuestra rutina más habitual. Mi madre había acompañado a Mildred al colegio para recoger a los niños y llevarlos hasta el centro. Comimos todos juntos en un modesto restaurante a espaldas de la escuela. Tras dejar a Blanca y Guzmán en sus clases, eso sí, tomamos café en el lugar donde normalmente lo hacíamos Mildred y yo. Había llegado la hora de salida, pero debíamos esperar a que llegara mi sobrina Rocío para recoger a mi madre e ir juntas a comprar en otro punto de la ciudad. Por eso Mildred fue hasta la escuela y regresó con los niños al patio de la cafetería donde seguíamos mi madre y yo. Aún nos dio tiempo a tomar algo más. Finalmente llegó mi sobrina y se llevó con ella a mi madre. Por nuestra parte, como era habitual, Mildred y los niños se marcharían en el carro, mientras yo me quedaría solo para coger mi moto y decidir a dónde dirigirme. Aquella tarde llevaba en mi mochila la cámara de video para la cual debía encontrar un cable para cargar la batería. Precisamente en esa misma calle Reforma, se encontraban aglutinadas una serie de pequeñas tiendas abarrotadas de cables y chismes electrónicos de toda laya. Entré en una sin demasiado éxito, luego en otra y finalmente en una tercera, y colocando la cámara sobre el mostrador pregunté al dependiente si se vendería algún cable suelto que sirviera para cargar la batería en la red eléctrica. Por fin encontré uno, pero ni siquiera lo compré. Tal vez no llevara suficiente dinero en la cartera. Después de casi un año sin poder usar la cámara de video, ¿qué más daba esperar una semana más? La compraría el siguiente jueves cuando volviéramos a estar por la zona. Lo que no podía imaginar era que el esperado jueves próximo nunca llegaría; me refiero a que nunca llegaría de la misma manera, ni los niños acudirían más a la escuela de música y ballet, ni yo trataría de hacer coincidir mi horario para comer con ellos por el centro, es más, ni siquiera al día siguiente regresaría yo a la casa donde vivíamos en Vista Real, nunca más.

Recuerdo caminar unos escasos metros, cruzar la estrecha calle y llegar a la esquina donde tenía aparcada la Kawasaki frente a un establecimiento de abarrotes. A partir de aquel punto, mis recuerdos comienzan a perderse; ni siquiera recuerdo con claridad el momento en que arranqué la moto. Sí creo recordar lo que iba pensando en un tramo de la calle Corregidora; era referente al destino que había decidido tomar aquella tarde. Tenía la posibilidad de ir hasta El Árbol para revisar un trabajo pendiente con Lalo, ir de nuevo a la oficina e incluso sacar dinero en un cajero y regresar a la tienda a por el cable; pero de todas las posibilidades escogí seguir los pasos de Mildred y los niños en dirección a Vista Real, el fraccionamiento donde vivíamos. Me apeteció volver a verlos para ponerme después a trabajar en mi despacho de casa.
Según parece, en esa misma calle de Corregidora, poco después de mi último pensamiento o tal vez interrumpiéndolo, mientras yo circulaba con un grupo de vehículos calle arriba para tomar un desvío hacia la izquierda en dirección a la autopista 57, una camioneta blanca marca Ford se saltó un semáforo por mi lado izquierdo. Tal y como me contó la policía cuando yo estaba en el hospital, y según recoge una de las cámaras de la calle que logró tomar video del accidente, yo intenté esquivarlo virando repentinamente hacia la izquierda; pero el impacto era ya inevitable y, tras el golpe, salí despedido del sillín. Lo más probable es que golpeara con la cabeza en el asfalto y saliera deslizando por él.

Me trasladaron al hospital público. Entretanto, la policía había encontrado en mi celular el último número de teléfono marcado, “Mildred”, y la habían llamado para avisarla de lo sucedido y pedirle que acudiera hasta el hospital. A su vez, Mildred le habló a mi hermano y se acercó hasta su casa con los niños. En casa de mi hermano se encontraba un amigo, Jorge, que rápidamente acompañó a mi mujer hasta el hospital mientras Guzmán y Blanca se quedaban a cargo de mi hermano y mi cuñada. En el trayecto, Mildred telefoneó a mi primo Isidro. Esperaba que como médico pudiera acercarse también al hospital y, tal como sucedió, le aconsejara sobre las mejores opciones para sobrellevar la situación. En un chispazo de intuición, mientras hablaba con nuestro amigo Jorge en el coche camino del hospital y después de colgar el teléfono a alguno de los doctores que me atendieron de urgencia en el hospital, Mildred pareció adivinar lo que sobrevenía. Al decirle el médico que yo parecía consciente, Jorge trató de tranquilizar a mi mujer diciéndole que eso parecía una buena señal, a lo que ella respondió:

– Ya, claro, también puede haberse quedado paralítico aunque esté consciente.

El diagnóstico era lesión cervical severa a la altura C3. Es decir lesión cervical a la altura de la tercera vértebra con lesión medular, a lo que se unía una panoplia de lesiones traumáticas de diversa índole: espolones de vértebras rotos, luxación en hombro y codo, destrucción del gemelo izquierdo y heridas varias.

A partir de aquí, una nueva historia nos aguardaba.

Mi primo Isidro hizo sus gestiones y bajo su asesoramiento se decidió trasladarme al hospital Ángeles, situado en la misma ciudad de Santiago de Querétaro, donde recibí la primera intervención quirúrgica de manos de J. L. Ortega, amigo de Isidro y un excelente cirujano, a lo que se sumaba, tal y como me enteré más adelante, un hombre de excelentes cualidades morales también.

Nada sería igual desde entonces. El pasado iba a configurarse ya no como un capítulo largo de una novela escrita en dos partes sino más bien como el tomo independiente de una nueva obra que recién comenzaba con algunos elementos en común. Lo que tengo claro es que la historia no tiene ningún autor omnisciente, sino que somos cada uno de los actores que formamos parte de ella los que estamos obligados a escribir, tachar y reescribir cada una de las líneas que conforman el hilo narrativo de nuestras vidas. La gente, con carácter más bien popular, habla del destino confundiendo este con lo que simplemente no es sino el pasado. Está claro que el pasado no se puede cambiar, pero nada hay escrito que trace nuestras trayectorias por este mundo. Nuestro libre albedrío se alía a una inextricable cadena de pequeños azares que condicionan sin darnos cuenta cada acción subsiguiente. Se me ocurre enumerar a bote pronto una buena colección de instantes que condujeron sin ningún propósito mis pasos aquella mañana del 11 de abril hasta hacer coincidir mi trayectoria con aquel tipo subido a un Ford Explorer dispuesto a saltarse una luz roja y golpear ferozmente una Kawasaki Vulkan 750 color azul cobalto y la vida de un hombre y su familia.