CAPÍTULO IV
Una “suite”: El esqueleto de la señora
Morales, Tristana. ¿Plena conciencia?
Una nueva frase de ayuda, una voz
de socorro, comenzaba a resonar en labios de las visitas e incluso de alguna
enfermera o algún médico cuando aún me encontraba en Terapia Intensiva. Decían
que pronto subiría a la planta; por fin saldría de los cuidados intensivos para
subir a una habitación “normal”. Todo era confuso y oscuro todavía. Algo sucede
en el interior de nuestra psique que nos hace entender como aceptable una
inmovilidad impropia de un animal semoviente. Es tal vez ahora, transcurrido un
año y dos meses largos desde el accidente (momento en el que escribo estas
líneas), cuando más pesada e incomprensible se ha hecho la percepción de una
inmovilidad soberana; una inmovilidad que en la cama no me permite ningún
cambio de postura (sólo puedo girar el cuello a un lado y a otro y mover los
brazos precariamente) y en la silla eléctrica, colocando la mano insensible
sobre el mando situado a mi derecha en la parte delantera del reposabrazos,
puedo desplazarme dentro del reducido espacio del apartamento o por aquellos
lugares exteriores suficientemente adaptados; además, la silla me dota de una
apariencia de movilidad mucho mayor: la cabeza y los hombros se mueven más que
al estar aplastados contra el colchón y la almohada, igual que los brazos, al
contar con la gravedad y poder dejarlos caer en sustitución de los tríceps,
músculos que ya se encuentran sin funcionalidad. Pero del presente —siempre
delicuescente— hablaré en los últimos capítulos; igual que trataré de explicar
y dar un sentido lógico a los mecanismos de defensa impresionantes que nacen
dentro de uno. Como, en efecto, se me insistió en la idea de que subiría pronto
a una habitación para mí solo, mucho más
confortable, donde estaría menos “conectado” a máquinas y sueros (aunque en
verdad los sueros aún me perseguirían durante un buen número de semanas) y
donde las visitas podrían estar conmigo todo el día, comencé a medir las horas
y los minutos en el reloj con publicidad de algún laboratorio que se encontraba
en la pared del distribuidor, y el tiempo pareció ralentizarse aún más. Pasaron
al menos un par de días hasta que por fin los camilleros agarraron mi cama y la
hicieron rodar hasta el elevador (ascensor) y luego hasta la habitación número 12 de la
segunda planta. El habitáculo parecía realmente como una suite de hotel.
Una pantalla se abría y cerraba en forma de acordeón imitando el aspecto de la
madera, de forma tal que si se cerraba dejaba la habitación dividida en dos. Al
traspasar la puerta de entrada, uno se encontraba con la sección que hacía las
veces de sala de estar, donde los invitados contaban con un sofá y una mesa con
sillas; y un poco más adelante, al traspasar el umbral de esa pantalla
corrediza, se encontraba el espacio del enfermo o paciente, la cama
hospitalaria y un aseo grande (yo podía ver sólo parte de él, pero Mildred me
informó de sus dimensiones completas y de que disponía además de una buena
ducha). A la derecha y adelante, un gran ventanal en forma de L dejaba divisar
un pedacito mínimo de Querétaro, algunas azoteas de casas y algunas copas de
palmeras, pirules y jacarandas; al fin, los alegres fotones y la claridad azul
del cielo queretano eran percibidos por mis ojos. No sé a qué glándulas llegue
esa luz solar, tal vez a la amígdala cerebral; pero fuera cual fuera la
glándula, en el sótano de Terapia Intensiva estaba a punto de convertirse en un
tubérculo subterráneo, en una papa arrugada, en una chufa. Con la luz de la
habitación aquella glándula seguro que volvió a esponjarse, a retomar su
consistencia original y a producir la serotonina o las hormonas que fueran
necesarias para que mi conciencia poco a poco fuera convirtiendo a Hernán en
Hernán. Técnicamente, estoy seguro de que mi condición objetivable por
parámetros científicos de acuerdo con mis constantes vitales distaba mucho de
lo que un médico podría dictaminar como estado
de coma; sin embargo, como
paciente y pseudo-lingüista, juez y parte, lo que sí me atrevo a dictaminar por
mí mismo es que me encontraba en un estado
de puntos suspensivos.
De nuevo elegí a Mildred, a Lalo
y a mi hermano Amadeo o su esposa Rocío como acompañantes, esta vez para que me
hicieran compañía durante las noches. Así que se turnaban y nunca pasé solo una
noche durante las semanas que permanecería en aquella suite. Lalo me trajo de
su casa una pequeña pila de estuches con películas para ver en la habitación,
la cual contaba con una televisión muy nueva y dentro del armario un
reproductor de DVDs. Junto a mi cama se encontraba un confortable butacón que
se extendía hacia delante y se transformaba en una suerte de camastro. En él
pasaban la noche mis acompañantes. El personal del hospital lo llamaba reposet. Muy de vez en cuando, por
prescripción médica, los camilleros me agarraban tirando de la sábana hacia
arriba y me colocaban en dicho reposet,
con la intención de que poco a poco fuera acostumbrándome al cambio de posturas
en diferentes lugares.
Aparte de los acompañantes
nocturnos, en aquella habitación el horario de visitas quedaba abierto desde
primera hora de la mañana hasta la noche, con lo cual, los demás seres
queridos, conocidos, familiares, amigos y amigas, se irían alternando para
acompañarme y, cada uno desde su propia cosmovisión o desde su más obvia incomprensión,
en ocasiones con el silencio más que con las palabras, infundirme el mayor
ánimo posible. En lo que a mi percepción respecta, recuerdo aquella corta etapa
en “la suite número 12” como un tiempo con retazos de cordura y retazos de un
franco atontamiento. Es durante mi estancia en aquella suite cuando comencé a
aprenderme los nombres de las diferentes personas que me atendían, desde los
camilleros, pasando por auxiliares, enfermeras y terapeutas (de respiratorio y
fisioterapeutas), hasta, por supuesto, los médicos. Establecí relaciones
especialmente cordiales con algunas personas.
No quiero dejar de mencionar a
“Mago”, una veterana enfermera con quien tuve más de una conversación y
confesiones mutuas. Llevaba mucho tiempo trabajando en ese hospital y viviendo
en Querétaro, pero ella provenía del norte de la República, de alguno de esos
lugares hoy infestados por la plaga del narco. Me habló de su relación con sus
hermanos, con su padre, me habló de su hija (creo recordar que con una carrera
bastante brillante) y de una sobrina que vivía con ellos y con la que no sabía
ya qué hacer, pues parecía llevar una vida bastante estéril y desordenada. Mago
pertenecía a algún tipo de Iglesia evangélica y desde sus creencias trataba de
ayudarme e infundirme ánimos. En ningún momento flaqueó mi agnosticismo:
creencia, des-creencia o idea personal no improvisada, fraguada a lo largo de
muchos años, coadyuvados por lecturas, reflexiones propias, excogitaciones e
incluso experiencias vitales, al igual que en general muchos de los aspectos de
índole racional que constituyen juntos lo que podría dar en llamarse
popularmente “mi forma de pensar”. Mi “forma de pensar” puede adaptarse mejor o
peor a la realidad, entendiendo por ésta el conjunto de fenómenos extra-subjetivos
a los que de manera pertinaz los hombres tratamos de considerar como entidad
objetivable; mi “forma de pensar” puede ser mejor o peor, pero en ningún caso
se trata de una improvisación. Yo escuchaba a Mago con la máxima atención y me
mostraba en todo momento respetuoso y agradecido; sin embargo, y puesto que
poco a poco recuperaba mi personalidad, aunque todavía muy lentamente, me vi
obligado a exponer a Mago algunas de mis ideas y la imposibilidad de aceptar
algunos de los planteamientos con los que ella trataba de consolarme. Alcanzado
un cierto nivel de confianza y al saber que tanto ella como su hija eran buenas
lectoras, a través de Mildred le regalé un ejemplar de mi novela El hombre diminuto. Según me informó, su
hija estuvo indagando en Internet y habían leído algunas entradas en mi blog Diarius interruptus.
Rápidamente tomé un cariño
sincero por algunos de los camilleros, chicos todos ellos muy jóvenes. Las
fisioterapeutas subían a la habitación creo recordar que tres veces al día para
hacerme movilizaciones de piernas y brazos; y recuerdo que con una de ellas
también mantuve una relación más intensa y afectiva que con otras. Lo mismo
sucedió con una fisioterapeuta de respiratorio que al principio sin embargo, no
sólo a mí sino también a Mildred, nos parecía algo altiva y con la que al final
tuvimos alguna conversación que trascendió los mínimos afectos de una pura
cortesía entre paciente-familiar y personal hospitalario. Una de las auxiliares
se llamaba Juanita y rondaría los cincuenta años. Poco a poco fuimos
estableciendo una confianza mayor y un mayor grado de afectividad. Me contó una
historia personal de lucha contra el destino y de dolor que había superado
gracias a sus creencias religiosas y a la entrega de su cariño a otro de sus
hijos. Se le había muerto un niño en
condiciones bastante extrañas y, a juzgar por la historia que me contó, a causa
de una mala praxis médica por la que sin embargo no albergaba ningún rencor. No
contaba en absoluto con la ayuda de su marido, un borracho de vida disipada a
quien felizmente dejó de ver en algún momento de su existencia. Ella sola, sin
ningún tipo de ayuda familiar, debió afrontar su pena y sacar adelante
materialmente al resto de sus hijos. Mientras me contaba su vida, Juanita había
vertido alguna lágrima sobre mi lecho de tetrapléjico y yo había intentado
consolarla, creo que con cierto éxito. Una tarde se acercó a mí y puso su mano
sobre mi hombro. Se me quedó mirando con los ojos vidriosos y me preguntó:
—Señor, ¿puedo hacerle una
confesión?
—Claro, Juanita, dime —le dije—.
—Es usted muy hermoso.
Creo recordar que Mildred estaba
con nosotros, así que aquello no podía interpretarse como una confesión amorosa
ni nada parecido, claro está. Aparte, si Juanita hubiera tenido alguna
intención amorosa con un tipo en mis condiciones, habría que considerar si su
mala suerte en la vida habría sido sólo una cosa del destino. Bromas aparte, creo
que Juanita se estaba refiriendo a algo más que un rostro cuando se refirió a
mi supuesta hermosura, interpretación que infiero por alguna palabra explícita
suya que hacía referencia a mi forma de ser. He de confesar, dejando atrás
cualquier prurito de falsa modestia, que no es una ni dos ni tres el número de
personas que a lo largo de mi vida han creído ver en mí una especie de criatura
bondadosa. Ojalá todas ellas tuvieran algo de razón, aunque no deseo a nadie
entonces el dudoso premio que Dios otorga a semejante atributo del alma. Lo más
grave al respecto que me ha sucedido es cuando en cierta ocasión, durante el
tiempo en el que el Mildred y yo vivíamos en Salamanca (España), un pseudo
amigo a quien comenzaba a frecuentar, después de haberle declarado mi
agnosticismo aun a sabiendas de que él era un seminarista, me dijo, clavando su
mirada al profundo de mis ojos: “pues sabes, Hernán: tu mirada y tu rostro
tienen algo de Jesucristo”. Tragué saliva, le di una palmadita en el hombro, me
despedí de él con toda la amabilidad y emprendí escaleras arriba el camino
veloz hasta nuestro apartamento, esperando escuchar algo lógico de labios mi
mujer. Si conozco a alguien con los pies en la tierra es precisamente a
Mildred. Más adelante volveré a incidir en esta tendencia o más bien debería
decir querencia que ciertas personas
tienen por mi “alma” como si se tratara de un punto en el desierto donde
encuentran la resurrección de un santo, cuando menos, por no entrar en
blasfemias de mayor calado. Si yo fuera supersticioso, sin duda podría llegar a
albergar algún pensamiento descalabrado
en el que dotase del más mínimo sentido a mi accidente y sus consecuencias como
si de una predestinación mística se hubiera tratado; cosa que no puede ser más
absurda. He de recordar que no veo en la vida —reconociendo toda la hermosura,
el misterio y la magia que ésta encierra— otra cosa que una concatenación
improbable de pequeños, medianos y grandes azares. Lo extraño e inexplicable no
autentifica el intento de explicación mágica o mítica.
En este breve repaso de las
personas con quienes pude establecer una relación afectiva de interés durante
mi estancia en la “suite número 12” del hospital Ángeles llego por fin a la de los médicos que me atendieron. De los
cuatro que ya cité en algún momento del anterior capítulo, uno de ellos se
mostró más urgente en sus visitas y menos abierto a la posibilidad de que entre
él y yo se pudiera entablar algún tipo de conversación; era Julio, el
internista, quien generalmente irrumpía en la habitación, saludaba con
cortesía, preguntaba cómo me encontraba en general, revisaba la bolsa de orina
de mi sonda permanente y que colgaba de uno de los laterales de la cama (el
tono, el color e incluso la turbiedad del pis resultan testigos particularmente
locuaces a la hora de determinar una posible infección de orina, afección
frecuente en pacientes que requieren sondajes), se despedía con una sonrisa y
no lo volvía a ver hasta un día o dos más tarde.
De José Luis Ortega, el cirujano
de la columna y una de las únicas personas del mundo que ha tenido una visión
de mi médula espinal como tripa de
charcutería, creo haber dicho bastante. En algunas de sus visitas pudimos
conversar un rato y nunca dejé de agradecerle su diligente intervención. En
realidad, he de reconocer que basta una pequeña inspección del pasado para
darme cuenta del diferente grado de conciencia que fui adquiriendo en cada
momento. Hasta tal extremo que, con toda probabilidad, mi actual estado de
consciencia podrá someterse al juicio de mi futura memoria con un pronóstico
hoy por hoy desconocido. No por mi particular lesión o mi nuevo estado físico:
toda persona goza o sufre diferentes estados de conciencia en los diversos
momentos existenciales por los que atraviesa; desde dentro, de manera endógena,
por influjos internos, o por la intervención de factores externos, la
conciencia del ser humano, que es como decir el propio ser humano, es una
embarcación que a veces fija el rumbo y a veces navega a la deriva; y lo
complejo es que la conciencia está constituida por una inextricable mezcolanza entre
las velas, el timón y el mismo casco de la nave. Creo con determinación que la
voluntad está capacitada suficientemente para evitar la interdicción de
ideologías “genéticas” (que se nos han intentado inocular desde que nacemos por
vía hereditaria), prejuicios o rigorismos de carácter dogmático para que
nuestra conciencia tenga siempre la tendencia de hacerse más amplia,
comprehensiva e incluso preclara. Influido por las consejas que alguno de los
familiares que me rodeaban vertió sobre mí, recuerdo todavía de forma neblinosa
haber pedido a José Luis que se acercara a mí para decirle algo que no quería
que escucharan el resto de los presentes; de nuevo se trataba de una idea
paranoide con la que yo pretendía dejar claro que era él el máximo responsable
de mi salvación, aunque hubiera “otro” que pretendía arrogarse para sí ese
triunfo médico. El familiar que me influyó en esa ocasión me insistía en que no
hiciera caso a esa “otra persona” porque en realidad no sabía nada y trataba de
interferir y colocarse por delante del propio José Luis Ortega. Sin duda, si
esto me sucediera hoy, habría descartado rápidamente esta teoría del complot y
no habría sentido la necesidad de explicar nada a José Luis, quien por cierto
asintió a lo que yo le decía de manera automática y sin prestarle al asunto
mayor trascendencia, como era lógico. Con esto quiero señalar que mi
conciencia, un estado de vigilia normal, aún estaba en cierto modo adormecida.
Al pensar en estos hechos, una especie de neblina envuelve todo y sé
fehacientemente que me encontraba en general poco lúcido y entregado a una
maraña de molestias y pensamientos difusos. Espero que se comprenda por qué no
doy nombres a la hora de narrar las ideas paranoides inducidas que transmití al
doctor Ortega.
Los otros dos médicos
especialistas cuya actitud hacia mí propició un cierto grado de confianza y
complicidad fueron Facundo
y Paquito. Se sabrá disculpar mi exceso de confianza por denominarlos a
uno por su nombre propio sin apellidos y a otro por la forma coloquial con la
que muchas personas lo conocían. Facundo era el cirujano que habría de
solucionar el problema de la parte de abajo de mi pierna izquierda, así como de
la luxación de mi codo izquierdo y de mi hombro izquierdo. Las luxaciones
fueron arregladas con sendas maniobras traumatológicas. El hombro logró soldar
sin mayor problema, sin embargo el codo, una vez llegué a España volvió a dar
problemas y se me intervino en Toledo; pero esa es la historia y un resultado
que he de contar en capítulos subsiguientes. En lo que respecta a la parte de
abajo de mi pierna izquierda, Facundo debía extraer el músculo sóleo, ya que
éste se encontraba machacado por completo como consecuencia directa del golpe.
Antes de hacerlo, en sucesivas visitas en compañía de alguna enfermera que le
servía de apoyo, debía extraer una buena cantidad de sangre a través de un
drenaje y limpiar la zona. Como en esa parte del cuerpo mi sensibilidad ya era
nula entonces, recuerdo observar cómo las manos con guantes de látex del doctor
Facundo removían el interior de mis pantorrillas descarnadas, como el chacinero
que limpia unas tripas rojas, introduciendo sus dedos entre los músculos y ordenando
a la enfermera que vertiera al mismo tiempo desde un gran garrafón algún tipo
de agua desinfectante. Un buen chorro iba regando el amasijo muscular de
gemelos y sóleo mientras Facundo removía, removía, amasaba y limpiaba. Yo
contemplaba el espectáculo sin ningún reparo. Realmente no sentía nada, y así
como soy fóbico a las agujas, sin embargo pude contemplar aquel espectáculo
visceral sin mayores remilgos. Facundo era singularmente simpático y
campechano. Siempre intercambiábamos alguna frase jocosa, alguna chanza. Le
regalé, de nuevo a través de Mildred, un ejemplar de mi novela El hombre diminuto, y antes de irme del
hospital —y por supuesto días después de que por fin me metieran en el
quirófano para extraerme el músculo sóleo— se vino a despedir de mí de la forma
más amable.
Paquito era el especialista del
aparato respiratorio. Su aspecto físico y su cara me resultaban tremendamente
familiares, y no tuve que escarbar demasiado en mi memoria para atribuirle un
sosias milimétrico en un viejo amigo de Asturias. En algún momento de mi
estancia en la suite número 12 le hablé de lo familiar que me resultaba su
aspecto físico y cómo se parecía a varias personas conocidas en Asturias. Al
parecer sus orígenes eran precisamente asturianos y me habló de algún viaje que
había hecho con su mujer a las tierras de sus ancestros. Ya me era familiar
desde el tiempo en que, aún en Terapia Intensiva, Paquito me introducía por la
tráquea no sé qué instrumentos de visualización para inspeccionarme por dentro.
Etapa nebulosa, etapa onírica. Este libro, en cierto modo de memorias, propias
y ajenas, en cierto modo de psicología vivencial, en cierto modo un pretexto
para, al mismo tiempo que hablo del hombre, tratar de liberar un lastre y dar
explicación a lo ininteligible, se comprenderá que no es sin embargo, como por
otro lado resulta patente, un libro de Medicina, disciplina en la que trataré
de no inmiscuirme ni tan siquiera mínimamente, siempre y cuando pueda evitarlo.
Paquito me visitaba frecuentemente con el fin de ir comprobando el estado de mi
salud respiratoria. Me detectó una atelectasia cuando ya teníamos fecha en el
boleto del avión para viajar a España e ingresarme en el Hospital Nacional de Parapléjicos de Toledo. Paquito dio órdenes a
los terapeutas para tratar la atelectasia con ciertos instrumentos y ejercicios
respiratorios. Pero no solamente se me sanó rápidamente esta afección
respiratoria sino que además el especialista comenzó a considerar la
posibilidad de retirarme el respirador artificial y cerrar la traqueotomía que
aún tenía abierta antes de mi viaje a España. Y en efecto así lo hizo. No
recuerdo con exactitud si fueron dos días antes o tres cuando Paquito mandó
meterme en el quirófano y me cerró la traqueotomía. Me puso unos puntos para
ayudar a cerrar la herida y me advirtió de que me aplicaría una pequeña
cantidad de Kola Loka esterilizada
para ayudar a la cicatrización. Esta Kola
Loka es el mismo pegamento que en España recibe el nombre comercial de Super Glue-3. A cuenta de la Kola Loca se terció algún que otro chiste.
Una pequeñísima infección apareció en la herida. Pero la misma enfermera Mago
la trató con algún antiséptico con el que varias veces al día me pasaba una
gasa. Al final lograrían subirme al avión con la traqueotomía ya cerrada y el
problema de la atelectasia solucionado. A la hora de ir rumbo a Toledo y dejar
atrás Querétaro no se podía afirmar que mi estado fuera el de un paciente
completamente agudo; pero realmente mi estado era todavía semi-agudo.
En el tiempo que estuve en “la
suite número 12” del Hospital Ángeles,
en compañía de Mildred intentamos ver alguna de las películas que Lalo nos
había prestado. No me sentía con demasiadas ganas. Tanto Mildred como Lalo como
mi hermano Amadeo intentaban buscar fórmulas para mi entretenimiento y
distracción. Recuerdo que la primera película que accedí a ver fue El discreto encanto de la burguesía de
Buñuel. Se trataba pues de un intento de reincidir, pues hacía años que esa
película ya había pasado por mis ojos. Pero apenas llegamos a ver un pequeño
fragmento de la misma cuando algo se interpuso. Quizá fuera incluso el estado
de mis molestias o que alguna enfermera tuviera que aspirarme por la
traqueotomía. No he hablado de estas aspiraciones, pero resultaba terriblemente
incómodo cuando el nivel de mucosidad se acumulaba en la tráquea y uno sentía
que se ahogaba. Para solucionar este problema, lo que la Medicina prescribe es
que te introduzcan una pequeña sonda de plástico conectada a una máquina
aspiradora, artefacto con el cual succionan toda esa mucosidad. El propio
proceso de la aspiración resulta horriblemente incómodo y molesto. Se siente un
cuerpo extraño atravesar nuestra garganta y traspasar por algún tramo de
nuestra tráquea. La enfermera va hurgando con la sonda en busca de alguna
secreción suelta que todavía pueda quedar por la zona. Sin embargo, es uno
mismo el que solicita la atención de la enfermera cuando la mucosidad comienza
a invadir nuestra garganta y su mal es peor que el que hay que soportar después
con la aspiración. Lo único que hace el paciente es solicitar la tortura menor.
Como la memoria es selectiva y el
estado general de mi espíritu se encontraba en marejada, no puedo afirmar que
la siguiente película que por fin logramos ver completa en “nuestra suite” se
tratara de una experiencia lúdica llena de placer; pero al menos pudimos ver
“la cinta” de principio a fin. Cuando pienso en esta película y en algunas
otras que iba viendo, me inquieta hasta cierto punto la coincidencia de algunos
de los elementos que aparecían en las historias y que al cabo ponía yo en
relación con mi propio estado. Incluso en las imágenes de mis sueños y, como
narraré más adelante, en las imágenes mentales que yo generaba en una especie
de ejercicios de meditación trascendental, los elementos que aparecían en las
películas muchas veces coincidían o tenían claras concomitancias con ellas. En
el caso de esta primera película que pude ver completa con una conciencia
medianamente clara, sin duda debo agradecerle también a mi amigo Lalo la coincidencia
algo macabra al haber elegido entre las películas para dejarme una auténtica
obra maestra de la comedia negra mexicana: El
esqueleto de la señora Morales. Ya el título es suficientemente expresivo. La
película, en blanco y negro, es del año 1959 y su director es Rogelio A.
González, quien, por cierto, había estudiado la carrera de Medicina y que no se
si llegó a terminar precisamente por acabar dedicándose al cine. Los
protagonistas principales son Arturo de Córdova y Amparo Rivelles en los
papeles respectivos de Pablo y Gloria. Pablo es un tipo de personalidad
atractiva, alto, bien parecido, con ese bigote a lo Clark Gable tan utilizado
por el caballero mexicano (mi tío Ismael lo llevaba y en alguna ocasión yo
mismo me lo he llegado a recortar de esa forma), inteligente, con sentido del
humor y una clara tendencia a vivir de manera deportiva y gozosa. Frente a él,
el personaje de Gloria, su esposa, se nos muestra como una mujer huraña,
enemiga de cualquier epicureísmo, y todo por culpa de dos factores extrañamente
entrelazados: en primer lugar, una deformación en una de sus rodillas, que le
resulta acomplejante y un auténtico lastre para su general hermosura, y en
segundo lugar una mojigatería beata y meapilas bajo el aliento de un cura a
cuya parroquia asiste cada domingo y con el que mantiene reuniones asiduas a
solas y en un grupo reducido de acólitos igual de mojigatos. Esa vida paralela
que lleva su mujer va amargando paulatinamente la vida de Pablo, al mismo
tiempo que Gloria repudia la profesión de su marido: la taxidermia. A Pablo le
sigue gustando su mujer, pero cualquier arrimo erótico hacia ella es
inmediatamente repelido. Escrupulosa, Gloria le pide en una ocasión que se
limpie las manos y se las rocíe de alcohol antes de tocarla. Pablo encuentra
refugio, amén de en su propio talante, en sus amigos, en los médicos que le piden
trabajos como taxidermista, y en un bar donde mantiene charlas intrascendentes
y donde esboza su teoría epicúrea de la existencia. En una ocasión argumenta su
tesis sobre el crimen perfecto, en el que alguien con auténtica necesidad de
acabar con otra persona podría librarse fácilmente consiguiendo ser exculpado
en un juicio, puesto que éste no podría volver a repetirse por el mismo delito.
Los feligreses del bar escuchan perplejos las teorizaciones de un tipo alegre
que esconde en su profesión y bajo una sonrisa sardónica un cierto carácter
tenebrista. Su vida conyugal es cada vez más angustiante. En una ocasión tiene
el capricho de comprarse una cámara fotográfica, pero cuando va al lugar donde
esconde sus ahorros, su mujer, Gloria, ha tomado el dinero para regalárselo al
párroco, llamado Padre Familiar, quien destinaría los pesos a presuntas labores
de misericordia. El enfado de Pablo llega al paroxismo y se enfrenta con
crudeza al cura, a quien reclama le devuelva su dinero. La situación se torna
insostenible. Pablo prepara con meticulosidad de alquimista un veneno que
guarda en la nevera, en una botella con cuyo ingrediente se prepara cada día un
jarabe nutritivo su mojigata esposa. Narrado de manera bastante elíptica, uno
descubre que con toda probabilidad y haciendo uso de su maña profesional, Pablo
ha convertido a su mujer en un límpido esqueleto que expone en el escaparate de
su tienda de taxidermista. Las amigas y amigos de feligresía parroquial de
Gloria advierten al cura de la extraña rodilla de aquel esqueleto expuesto en
el escaparate. A ninguno le cabe la menor duda de que aquel conjunto de huesos
es el esqueleto de Gloria. Denuncian a Pablo, y tal y como éste había pergeñado
en un plano teórico, el juicio lo exculpa, premisa a partir de la cual su
inocencia es ya irrevocable y su arrepentimiento del todo inexistente; sin
embargo, una celebración en su casa provoca el fatídico error en el que él mismo
cae víctima de un envenenamiento generalizado donde todos los invitados
fallecen. Innecesaria justicia poética.
Mildred seguía a mi lado
brindándome su apoyo. Yo todavía no movía mucho más que el cuello. Me tenían
que aspirar a través de la traqueotomía con bastante frecuencia. Apenas sentía
apetito por nada, ni siquiera en sentido estricto por la comida. En cierta
ocasión, mi prima Rocío y mi hermano Amadeo me ofrecieron traerme cualquier
cosa de comer, algún capricho. A mí se me ocurrió que podía romper la desidia
de mi paladar con la ingesta de una buena hamburguesa de McDonal’s y una cocacola.
Tras consultar a los médicos, el deseo me fue concedido; pero no hubo una
respuesta favorable por parte de mi instinto depredador en estado de
decadencia. Había pensado que un poco de “comida basura” abriría mis
adormiladas papilas gustativas, igual que una actividad con tintes pecaminosos
acrecienta nuestros instintos carnales. Y ya que saco el tema a relucir, mi
sexualidad se encontraba completamente cercenada. Yo le hacía algunos
comentarios a Mildred, y ella trataba de despejar por completo cualquier
preocupación que yo pudiera tener al respecto. Me decía que no me preocupara
por eso, que era lo último en lo que ella podía estar pensando y que yo sólo
debía concentrarme en salir adelante. En capítulos posteriores trataré de
indagar en el aspecto de la sexualidad y su significado en el contexto de un
lesionado medular, tratando de basar mis especulaciones no solamente en mi
sentir particular sino en la extrapolación de los futuros compañeros y los
comentarios que surgirían al respecto. Pero esto es cosa de un futuro próximo,
cuando me trasladaran al hospital de Toledo en España.
Lo mismo que Lalo y que mi
hermano Amadeo, Mildred me ofrecía la posibilidad de ver otra película con la
finalidad de entretenerme un rato. Sin demasiadas ganas, siempre postrado boca
arriba en aquella cama, accedía a la propuesta e intentaba sacar la energía
suficiente para tratar de encontrar algún goce mínimo en ver una película junto
a la persona que más quería. Entonces le pedía a Mildred que volviera a abrir
el armario del dvd y
espulgara entre las películas que me había prestado Lalo para escoger algún
otro título. Decidimos poner Tristana,
de Luis Buñuel. Otra vez concomitancias. Por esos días me comenzó a llegar la
noticia de que mi hermana Herminia consideraba, por su condición de médica, que
la mejor posibilidad para mi futura rehabilitación era el ingreso en el
hospital de parapléjicos de Toledo. Había consultado el asunto con mi primo
Isidro, también médico y ejerciente en Querétaro, y con el amigo de éste José
Luis Ortega, mi cirujano. Tras hacer cada uno sus pesquisas, acordaron igual
que mi hermana que la mejor posibilidad, una vez transcurrido el período más
agudo y para la posterior rehabilitación, era el ingreso en el HNPT (Hospital
Nacional de Parapléjicos de Toledo) perteneciente a la Sanidad pública
española. Como no se les escapará a muchos de los lectores, la película de Tristana tiene como escenario la ciudad
de Toledo. No se trata de retratar el Toledo histórico, el admirado por
turistas y ensalzado como “ciudad de las tres culturas”, sino más bien de utilizar
parcialmente parte de las calles y de su fisonomía como telón de fondo de una
ciudad decadente, grisácea transposición literaria de una época —la que
representara Benito Pérez Galdós en su novela epónima— opresiva de moralina,
vigilada por la censura social, pero al mismo tiempo escenario posible de
brotes artistoides y bohemios. Muertos los padres de una hermosa Tristana
(Catherine Deneuve), la joven, con cerca de 18 años de edad, es confiada en
manos de un tutor llamado don Lope (con quien no recuerdo bien si mantiene
algún vínculo familiar —sobrina— como sí sucede en Viridiana, la otra película de Buñuel inspirada en otra novela de
Galdós). El caso es que, de forma más o menos elidida, sabemos que don Lope
hace algo más que educar a la joven, y se convierte a un tiempo en padre
represor y amante desnivelado al grado siquiera de un malhechor de abuso,
cuando no directamente de estupro. Pero la hermosura encuentra siempre los
resquicios de la libertad, y Tristana se enamora de Horacio, un pintor de vida
errabunda con quien se escapa a otra ciudad. De nuevo las coincidencias: una
afección en la rodilla enferma a Tristana y los médicos deben cortarle una
pierna. Es repudiada por Horacio y de nuevo en Toledo, en brazos de don Lope,
accede a casarse con él y dar así carta de naturaleza, frente a una sociedad
ñoña y religiosizada, a una relación contra natura, pero, aún peor, también
contra cultura (Tristana y aquel hombre son productos malogrados de dos formas
culturales de entender la vida completamente opuestas). Don Lope enferma;
Tristana finge telefonear al doctor cuando aquel sufre una crisis nocturna, e
incluso le abre la ventana en una noche invernal para acelerar el proceso de
una enfermedad que habrá finalmente de acabar con la vida de don Lope.
Las coincidencias, los hechos
interpretados como concomitancias, las casualidades no son otra cosa que la
lectura que hacemos de la realidad y de nuestro entorno dirigida por ciertos
condicionantes puramente circunstanciales. De este modo, es verdad que en mis
sueños y pesadillas había huesos y esqueletos como en la película mexicana del
año 59 y que pueden ponerse en relación elementos tétricos, elementos médicos,
entre las dos películas y entre ellas y mi realidad. Mucho más casual incluso
resulta que en los dos meses previos a mi accidente, cómodamente repantigado en
el sofá o en la alfombra del suelo de la salita que en Querétaro teníamos
habilitada como nuestro “cine hippie”, en compañía de mi hijo Guzmán, primero,
y después junto con mis tíos Rocío y Román, hubiera visto dos películas
relacionadas de forma mucho más directa con mi estado post-traumático: Intocable (película francesa sobre un
tetrapléjico y su cuidador) y Terapia
sexual —según la traducción del título en México, y que en España se
tradujo como Las sesiones— (película
norteamericana que narra los últimos meses de un enfermo con parálisis cerebral
cuya movilidad es nula del cuello para abajo, que necesita una máquina para
poder respirar durante ciertas horas del día, que quiere tener una relación
sexual, y lo logra con una terapeuta, y que muere finalmente por un accidente
provocado por la caída de energía eléctrica en su casa cuando el protagonista
se encuentra metido en su respirador artificial y el lápiz que utiliza con la
boca para llamar por teléfono en caso de emergencia se le cae al suelo).
Durante esos dos meses previos a mi accidente también llegaron a oídos de Mildred
y míos noticias sobre dos accidentes de tráfico sufridos por gente joven del
fraccionamiento (urbanización) donde vivíamos, a consecuencia de los cuales
algunos de los chicos habían sufrido una lesión medular con diferentes grados
de parálisis. Podría asegurar que muy pocas veces en toda mi vida había
escuchado casos tan aparejables al mío después de sufrir mi caída de la moto.
Sin embargo, sigo convencido de que se trata de una lectura sesgada o dirigida
por las circunstancias particulares en las que uno se ve de pronto envuelto.
Una vez más apelo como única explicación al azar y a nuestras propias
limitaciones para comprender los fenómenos que nos rodean.
Las noticias sobre mi propio
destino, sobre el que mi voluntad podía decidir muy poco en aquellos momentos,
y la idea de que sería conducido a España para ingresar en el hospital de
Toledo, eran cada vez más seguras. Por cuenta propia, algunas de mis hermanas
se pusieron de acuerdo para hacer una colecta entre personas queridas de la
familia y del entorno de amistades a fin de poder recaudar los fondos
necesarios para mi traslado, el de Mildred y el de nuestros hijos hasta España.
Mi traslado incluía un viaje especial. Se había pensado originalmente en un
traslado en un avión medicalizado. Finalmente, se optó porque mi primo Isidro
me acompañara haciendo seguimiento de mis constantes vitales y proporcionándome
las medicinas necesarias en cada momento, viajando en un avión normal en
primera clase para poder tumbarme completamente. En el mismo avión, pero en
clase turista, viajaría mi familia.
En el hospital Ángeles de Querétaro habían hecho todo
lo que estaba en sus manos y lo habían hecho, desde mi punto de vista y con los
elementos de juicio con los que yo cuento ahora, con bastante competencia,
diligentemente y con amabilidad. A lo largo de este capítulo se me olvidó
apuntar una pequeña reseña sobre un aspecto médico que implica cierto descuido.
En el protocolo más elemental para cuidados de pacientes con lesión medular y
por tanto con un alto grado de inmovilidad, sobre todo a partir de los años
setenta, se sentaron las bases que priman aún en la actualidad y entre las que
se encuentra la necesidad de prevenir úlceras por presión mediante el continuo
cambio postural del hospitalizado. La úlcera por presión recibe el nombre
generalizado de escara. Suele producirse sobre todo en la parte de las nalgas,
que es donde el cuerpo más presión recibe sobre todo cuando el paciente
comienza a pasar más tiempo en posición sentada. Depende de su gravedad puede
afectar desde la piel hasta capas más profundas, afectar al músculo e incluso,
tras una infección, al hueso.
En el hospital Ángeles no ignoraban esto. Alguno de los
médicos (creo que fue Julio) dio la orden de que cada tres horas se me pusiera
de lado con la ayuda de almohadas o un cojín fabricado ex profeso. Sin embargo, durante el primer mes, en el período más
agudo después del accidente, a pesar de estar en un colchón que se inflaba y
desinflaba por secciones, un tipo de colchón que se conoce precisamente como “antiescaras”,
se me produjo una pequeña escara. Ya en la “suite” me estuvieron curando la
pequeña úlcera. Se puede afirmar por tanto que desde el hospital de Querétaro
viajé a España lo mejor preparado posible desde el punto de vista médico: la
cirugía, con la inclusión de las piezas de titanio, perfectamente practicada,
las vías respiratorias y todo lo que afecta a esa función en el mejor uso
posible y la traqueotomía ya cerrada, venía medicado correctamente y con la
pequeña escara a pocos días de curarse. El estado de la conciencia es cuestión
aparte. Quedaba fuera de mi jurisdicción por aquel entonces la decisión sobre
mi destino como paciente. La empresa de la que vivíamos en Querétaro había
llegado a un punto en el que mi influjo era del todo necesario. Había varias
líneas abiertas sobre las que se estaba trabajando. Dejo para el próximo
capítulo alguna explicación más sobre estas cuestiones prácticas que habían de
tener su repercusión más adelante. Algo estaba muy claro: en aquellos momentos no
cabía pararse a reflexionar en temas de índole pragmática ni estábamos en
condiciones para ello, únicamente algunos asuntos de la máxima urgencia (como
la suspensión del colegio de los niños, el abandono de la renta de nuestra
casa, etcétera), de los que Mildred se encargó con diligencia. Se puede decir
que dirigidos por las bien intencionadas decisiones de otros, nos encontrábamos
a punto de ser transportados de México a España.