lunes, 11 de agosto de 2014

CAPÍTULO IV
Una “suite”: El esqueleto de la señora Morales, Tristana. ¿Plena conciencia?

Una nueva frase de ayuda, una voz de socorro, comenzaba a resonar en labios de las visitas e incluso de alguna enfermera o algún médico cuando aún me encontraba en Terapia Intensiva. Decían que pronto subiría a la planta; por fin saldría de los cuidados intensivos para subir a una habitación “normal”. Todo era confuso y oscuro todavía. Algo sucede en el interior de nuestra psique que nos hace entender como aceptable una inmovilidad impropia de un animal semoviente. Es tal vez ahora, transcurrido un año y dos meses largos desde el accidente (momento en el que escribo estas líneas), cuando más pesada e incomprensible se ha hecho la percepción de una inmovilidad soberana; una inmovilidad que en la cama no me permite ningún cambio de postura (sólo puedo girar el cuello a un lado y a otro y mover los brazos precariamente) y en la silla eléctrica, colocando la mano insensible sobre el mando situado a mi derecha en la parte delantera del reposabrazos, puedo desplazarme dentro del reducido espacio del apartamento o por aquellos lugares exteriores suficientemente adaptados; además, la silla me dota de una apariencia de movilidad mucho mayor: la cabeza y los hombros se mueven más que al estar aplastados contra el colchón y la almohada, igual que los brazos, al contar con la gravedad y poder dejarlos caer en sustitución de los tríceps, músculos que ya se encuentran sin funcionalidad. Pero del presente —siempre delicuescente— hablaré en los últimos capítulos; igual que trataré de explicar y dar un sentido lógico a los mecanismos de defensa impresionantes que nacen dentro de uno. Como, en efecto, se me insistió en la idea de que subiría pronto a una habitación para mí solo,  mucho más confortable, donde estaría menos “conectado” a máquinas y sueros (aunque en verdad los sueros aún me perseguirían durante un buen número de semanas) y donde las visitas podrían estar conmigo todo el día, comencé a medir las horas y los minutos en el reloj con publicidad de algún laboratorio que se encontraba en la pared del distribuidor, y el tiempo pareció ralentizarse aún más. Pasaron al menos un par de días hasta que por fin los camilleros agarraron mi cama y la hicieron rodar hasta el elevador (ascensor) y luego hasta la habitación número 12 de la segunda planta. El habitáculo parecía realmente como una suite de hotel. Una pantalla se abría y cerraba en forma de acordeón imitando el aspecto de la madera, de forma tal que si se cerraba dejaba la habitación dividida en dos. Al traspasar la puerta de entrada, uno se encontraba con la sección que hacía las veces de sala de estar, donde los invitados contaban con un sofá y una mesa con sillas; y un poco más adelante, al traspasar el umbral de esa pantalla corrediza, se encontraba el espacio del enfermo o paciente, la cama hospitalaria y un aseo grande (yo podía ver sólo parte de él, pero Mildred me informó de sus dimensiones completas y de que disponía además de una buena ducha). A la derecha y adelante, un gran ventanal en forma de L dejaba divisar un pedacito mínimo de Querétaro, algunas azoteas de casas y algunas copas de palmeras, pirules y jacarandas; al fin, los alegres fotones y la claridad azul del cielo queretano eran percibidos por mis ojos. No sé a qué glándulas llegue esa luz solar, tal vez a la amígdala cerebral; pero fuera cual fuera la glándula, en el sótano de Terapia Intensiva estaba a punto de convertirse en un tubérculo subterráneo, en una papa arrugada, en una chufa. Con la luz de la habitación aquella glándula seguro que volvió a esponjarse, a retomar su consistencia original y a producir la serotonina o las hormonas que fueran necesarias para que mi conciencia poco a poco fuera convirtiendo a Hernán en Hernán. Técnicamente, estoy seguro de que mi condición objetivable por parámetros científicos de acuerdo con mis constantes vitales distaba mucho de lo que un médico podría dictaminar como estado de coma; sin embargo, como paciente y pseudo-lingüista, juez y parte, lo que sí me atrevo a dictaminar por mí mismo es que me encontraba en un estado de puntos suspensivos.
De nuevo elegí a Mildred, a Lalo y a mi hermano Amadeo o su esposa Rocío como acompañantes, esta vez para que me hicieran compañía durante las noches. Así que se turnaban y nunca pasé solo una noche durante las semanas que permanecería en aquella suite. Lalo me trajo de su casa una pequeña pila de estuches con películas para ver en la habitación, la cual contaba con una televisión muy nueva y dentro del armario un reproductor de DVDs. Junto a mi cama se encontraba un confortable butacón que se extendía hacia delante y se transformaba en una suerte de camastro. En él pasaban la noche mis acompañantes. El personal del hospital lo llamaba reposet. Muy de vez en cuando, por prescripción médica, los camilleros me agarraban tirando de la sábana hacia arriba y me colocaban en dicho reposet, con la intención de que poco a poco fuera acostumbrándome al cambio de posturas en diferentes lugares.
Aparte de los acompañantes nocturnos, en aquella habitación el horario de visitas quedaba abierto desde primera hora de la mañana hasta la noche, con lo cual, los demás seres queridos, conocidos, familiares, amigos y amigas, se irían alternando para acompañarme y, cada uno desde su propia cosmovisión o desde su más obvia incomprensión, en ocasiones con el silencio más que con las palabras, infundirme el mayor ánimo posible. En lo que a mi percepción respecta, recuerdo aquella corta etapa en “la suite número 12” como un tiempo con retazos de cordura y retazos de un franco atontamiento. Es durante mi estancia en aquella suite cuando comencé a aprenderme los nombres de las diferentes personas que me atendían, desde los camilleros, pasando por auxiliares, enfermeras y terapeutas (de respiratorio y fisioterapeutas), hasta, por supuesto, los médicos. Establecí relaciones especialmente cordiales con algunas personas.
No quiero dejar de mencionar a “Mago”, una veterana enfermera con quien tuve más de una conversación y confesiones mutuas. Llevaba mucho tiempo trabajando en ese hospital y viviendo en Querétaro, pero ella provenía del norte de la República, de alguno de esos lugares hoy infestados por la plaga del narco. Me habló de su relación con sus hermanos, con su padre, me habló de su hija (creo recordar que con una carrera bastante brillante) y de una sobrina que vivía con ellos y con la que no sabía ya qué hacer, pues parecía llevar una vida bastante estéril y desordenada. Mago pertenecía a algún tipo de Iglesia evangélica y desde sus creencias trataba de ayudarme e infundirme ánimos. En ningún momento flaqueó mi agnosticismo: creencia, des-creencia o idea personal no improvisada, fraguada a lo largo de muchos años, coadyuvados por lecturas, reflexiones propias, excogitaciones e incluso experiencias vitales, al igual que en general muchos de los aspectos de índole racional que constituyen juntos lo que podría dar en llamarse popularmente “mi forma de pensar”. Mi “forma de pensar” puede adaptarse mejor o peor a la realidad, entendiendo por ésta el conjunto de fenómenos extra-subjetivos a los que de manera pertinaz los hombres tratamos de considerar como entidad objetivable; mi “forma de pensar” puede ser mejor o peor, pero en ningún caso se trata de una improvisación. Yo escuchaba a Mago con la máxima atención y me mostraba en todo momento respetuoso y agradecido; sin embargo, y puesto que poco a poco recuperaba mi personalidad, aunque todavía muy lentamente, me vi obligado a exponer a Mago algunas de mis ideas y la imposibilidad de aceptar algunos de los planteamientos con los que ella trataba de consolarme. Alcanzado un cierto nivel de confianza y al saber que tanto ella como su hija eran buenas lectoras, a través de Mildred le regalé un ejemplar de mi novela El hombre diminuto. Según me informó, su hija estuvo indagando en Internet y habían leído algunas entradas en mi blog Diarius interruptus.
Rápidamente tomé un cariño sincero por algunos de los camilleros, chicos todos ellos muy jóvenes. Las fisioterapeutas subían a la habitación creo recordar que tres veces al día para hacerme movilizaciones de piernas y brazos; y recuerdo que con una de ellas también mantuve una relación más intensa y afectiva que con otras. Lo mismo sucedió con una fisioterapeuta de respiratorio que al principio sin embargo, no sólo a mí sino también a Mildred, nos parecía algo altiva y con la que al final tuvimos alguna conversación que trascendió los mínimos afectos de una pura cortesía entre paciente-familiar y personal hospitalario. Una de las auxiliares se llamaba Juanita y rondaría los cincuenta años. Poco a poco fuimos estableciendo una confianza mayor y un mayor grado de afectividad. Me contó una historia personal de lucha contra el destino y de dolor que había superado gracias a sus creencias religiosas y a la entrega de su cariño a otro de sus hijos. Se le había muerto  un niño en condiciones bastante extrañas y, a juzgar por la historia que me contó, a causa de una mala praxis médica por la que sin embargo no albergaba ningún rencor. No contaba en absoluto con la ayuda de su marido, un borracho de vida disipada a quien felizmente dejó de ver en algún momento de su existencia. Ella sola, sin ningún tipo de ayuda familiar, debió afrontar su pena y sacar adelante materialmente al resto de sus hijos. Mientras me contaba su vida, Juanita había vertido alguna lágrima sobre mi lecho de tetrapléjico y yo había intentado consolarla, creo que con cierto éxito. Una tarde se acercó a mí y puso su mano sobre mi hombro. Se me quedó mirando con los ojos vidriosos y me preguntó:
—Señor, ¿puedo hacerle una confesión?
—Claro, Juanita, dime —le dije—.
—Es usted muy hermoso.
Creo recordar que Mildred estaba con nosotros, así que aquello no podía interpretarse como una confesión amorosa ni nada parecido, claro está. Aparte, si Juanita hubiera tenido alguna intención amorosa con un tipo en mis condiciones, habría que considerar si su mala suerte en la vida habría sido sólo una cosa del destino. Bromas aparte, creo que Juanita se estaba refiriendo a algo más que un rostro cuando se refirió a mi supuesta hermosura, interpretación que infiero por alguna palabra explícita suya que hacía referencia a mi forma de ser. He de confesar, dejando atrás cualquier prurito de falsa modestia, que no es una ni dos ni tres el número de personas que a lo largo de mi vida han creído ver en mí una especie de criatura bondadosa. Ojalá todas ellas tuvieran algo de razón, aunque no deseo a nadie entonces el dudoso premio que Dios otorga a semejante atributo del alma. Lo más grave al respecto que me ha sucedido es cuando en cierta ocasión, durante el tiempo en el que el Mildred y yo vivíamos en Salamanca (España), un pseudo amigo a quien comenzaba a frecuentar, después de haberle declarado mi agnosticismo aun a sabiendas de que él era un seminarista, me dijo, clavando su mirada al profundo de mis ojos: “pues sabes, Hernán: tu mirada y tu rostro tienen algo de Jesucristo”. Tragué saliva, le di una palmadita en el hombro, me despedí de él con toda la amabilidad y emprendí escaleras arriba el camino veloz hasta nuestro apartamento, esperando escuchar algo lógico de labios mi mujer. Si conozco a alguien con los pies en la tierra es precisamente a Mildred. Más adelante volveré a incidir en esta tendencia o más bien debería decir querencia que ciertas personas tienen por mi “alma” como si se tratara de un punto en el desierto donde encuentran la resurrección de un santo, cuando menos, por no entrar en blasfemias de mayor calado. Si yo fuera supersticioso, sin duda podría llegar a  albergar algún pensamiento descalabrado en el que dotase del más mínimo sentido a mi accidente y sus consecuencias como si de una predestinación mística se hubiera tratado; cosa que no puede ser más absurda. He de recordar que no veo en la vida —reconociendo toda la hermosura, el misterio y la magia que ésta encierra— otra cosa que una concatenación improbable de pequeños, medianos y grandes azares. Lo extraño e inexplicable no autentifica el intento de explicación mágica o mítica.
En este breve repaso de las personas con quienes pude establecer una relación afectiva de interés durante mi estancia en la “suite número 12” del hospital Ángeles llego por fin a la de los médicos que me atendieron. De los cuatro que ya cité en algún momento del anterior capítulo, uno de ellos se mostró más urgente en sus visitas y menos abierto a la posibilidad de que entre él y yo se pudiera entablar algún tipo de conversación; era Julio, el internista, quien generalmente irrumpía en la habitación, saludaba con cortesía, preguntaba cómo me encontraba en general, revisaba la bolsa de orina de mi sonda permanente y que colgaba de uno de los laterales de la cama (el tono, el color e incluso la turbiedad del pis resultan testigos particularmente locuaces a la hora de determinar una posible infección de orina, afección frecuente en pacientes que requieren sondajes), se despedía con una sonrisa y no lo volvía a ver hasta un día o dos más tarde.
De José Luis Ortega, el cirujano de la columna y una de las únicas personas del mundo que ha tenido una visión de  mi médula espinal como tripa de charcutería, creo haber dicho bastante. En algunas de sus visitas pudimos conversar un rato y nunca dejé de agradecerle su diligente intervención. En realidad, he de reconocer que basta una pequeña inspección del pasado para darme cuenta del diferente grado de conciencia que fui adquiriendo en cada momento. Hasta tal extremo que, con toda probabilidad, mi actual estado de consciencia podrá someterse al juicio de mi futura memoria con un pronóstico hoy por hoy desconocido. No por mi particular lesión o mi nuevo estado físico: toda persona goza o sufre diferentes estados de conciencia en los diversos momentos existenciales por los que atraviesa; desde dentro, de manera endógena, por influjos internos, o por la intervención de factores externos, la conciencia del ser humano, que es como decir el propio ser humano, es una embarcación que a veces fija el rumbo y a veces navega a la deriva; y lo complejo es que la conciencia está constituida por una inextricable mezcolanza entre las velas, el timón y el mismo casco de la nave. Creo con determinación que la voluntad está capacitada suficientemente para evitar la interdicción de ideologías “genéticas” (que se nos han intentado inocular desde que nacemos por vía hereditaria), prejuicios o rigorismos de carácter dogmático para que nuestra conciencia tenga siempre la tendencia de hacerse más amplia, comprehensiva e incluso preclara. Influido por las consejas que alguno de los familiares que me rodeaban vertió sobre mí, recuerdo todavía de forma neblinosa haber pedido a José Luis que se acercara a mí para decirle algo que no quería que escucharan el resto de los presentes; de nuevo se trataba de una idea paranoide con la que yo pretendía dejar claro que era él el máximo responsable de mi salvación, aunque hubiera “otro” que pretendía arrogarse para sí ese triunfo médico. El familiar que me influyó en esa ocasión me insistía en que no hiciera caso a esa “otra persona” porque en realidad no sabía nada y trataba de interferir y colocarse por delante del propio José Luis Ortega. Sin duda, si esto me sucediera hoy, habría descartado rápidamente esta teoría del complot y no habría sentido la necesidad de explicar nada a José Luis, quien por cierto asintió a lo que yo le decía de manera automática y sin prestarle al asunto mayor trascendencia, como era lógico. Con esto quiero señalar que mi conciencia, un estado de vigilia normal, aún estaba en cierto modo adormecida. Al pensar en estos hechos, una especie de neblina envuelve todo y sé fehacientemente que me encontraba en general poco lúcido y entregado a una maraña de molestias y pensamientos difusos. Espero que se comprenda por qué no doy nombres a la hora de narrar las ideas paranoides inducidas que transmití al doctor Ortega.
Los otros dos médicos especialistas cuya actitud hacia mí propició un cierto grado de confianza y complicidad fueron Facundo y Paquito. Se sabrá disculpar mi exceso de confianza por denominarlos a uno por su nombre propio sin apellidos y a otro por la forma coloquial con la que muchas personas lo conocían. Facundo era el cirujano que habría de solucionar el problema de la parte de abajo de mi pierna izquierda, así como de la luxación de mi codo izquierdo y de mi hombro izquierdo. Las luxaciones fueron arregladas con sendas maniobras traumatológicas. El hombro logró soldar sin mayor problema, sin embargo el codo, una vez llegué a España volvió a dar problemas y se me intervino en Toledo; pero esa es la historia y un resultado que he de contar en capítulos subsiguientes. En lo que respecta a la parte de abajo de mi pierna izquierda, Facundo debía extraer el músculo sóleo, ya que éste se encontraba machacado por completo como consecuencia directa del golpe. Antes de hacerlo, en sucesivas visitas en compañía de alguna enfermera que le servía de apoyo, debía extraer una buena cantidad de sangre a través de un drenaje y limpiar la zona. Como en esa parte del cuerpo mi sensibilidad ya era nula entonces, recuerdo observar cómo las manos con guantes de látex del doctor Facundo removían el interior de mis pantorrillas descarnadas, como el chacinero que limpia unas tripas rojas, introduciendo sus dedos entre los músculos y ordenando a la enfermera que vertiera al mismo tiempo desde un gran garrafón algún tipo de agua desinfectante. Un buen chorro iba regando el amasijo muscular de gemelos y sóleo mientras Facundo removía, removía, amasaba y limpiaba. Yo contemplaba el espectáculo sin ningún reparo. Realmente no sentía nada, y así como soy fóbico a las agujas, sin embargo pude contemplar aquel espectáculo visceral sin mayores remilgos. Facundo era singularmente simpático y campechano. Siempre intercambiábamos alguna frase jocosa, alguna chanza. Le regalé, de nuevo a través de Mildred, un ejemplar de mi novela El hombre diminuto, y antes de irme del hospital —y por supuesto días después de que por fin me metieran en el quirófano para extraerme el músculo sóleo— se vino a despedir de mí de la forma más amable.
Paquito era el especialista del aparato respiratorio. Su aspecto físico y su cara me resultaban tremendamente familiares, y no tuve que escarbar demasiado en mi memoria para atribuirle un sosias milimétrico en un viejo amigo de Asturias. En algún momento de mi estancia en la suite número 12 le hablé de lo familiar que me resultaba su aspecto físico y cómo se parecía a varias personas conocidas en Asturias. Al parecer sus orígenes eran precisamente asturianos y me habló de algún viaje que había hecho con su mujer a las tierras de sus ancestros. Ya me era familiar desde el tiempo en que, aún en Terapia Intensiva, Paquito me introducía por la tráquea no sé qué instrumentos de visualización para inspeccionarme por dentro. Etapa nebulosa, etapa onírica. Este libro, en cierto modo de memorias, propias y ajenas, en cierto modo de psicología vivencial, en cierto modo un pretexto para, al mismo tiempo que hablo del hombre, tratar de liberar un lastre y dar explicación a lo ininteligible, se comprenderá que no es sin embargo, como por otro lado resulta patente, un libro de Medicina, disciplina en la que trataré de no inmiscuirme ni tan siquiera mínimamente, siempre y cuando pueda evitarlo. Paquito me visitaba frecuentemente con el fin de ir comprobando el estado de mi salud respiratoria. Me detectó una atelectasia cuando ya teníamos fecha en el boleto del avión para viajar a España e ingresarme en el Hospital Nacional de Parapléjicos de Toledo. Paquito dio órdenes a los terapeutas para tratar la atelectasia con ciertos instrumentos y ejercicios respiratorios. Pero no solamente se me sanó rápidamente esta afección respiratoria sino que además el especialista comenzó a considerar la posibilidad de retirarme el respirador artificial y cerrar la traqueotomía que aún tenía abierta antes de mi viaje a España. Y en efecto así lo hizo. No recuerdo con exactitud si fueron dos días antes o tres cuando Paquito mandó meterme en el quirófano y me cerró la traqueotomía. Me puso unos puntos para ayudar a cerrar la herida y me advirtió de que me aplicaría una pequeña cantidad de Kola Loka esterilizada para ayudar a la cicatrización. Esta Kola Loka es el mismo pegamento que en España recibe el nombre comercial de Super Glue-3. A cuenta de la Kola Loca se terció algún que otro chiste. Una pequeñísima infección apareció en la herida. Pero la misma enfermera Mago la trató con algún antiséptico con el que varias veces al día me pasaba una gasa. Al final lograrían subirme al avión con la traqueotomía ya cerrada y el problema de la atelectasia solucionado. A la hora de ir rumbo a Toledo y dejar atrás Querétaro no se podía afirmar que mi estado fuera el de un paciente completamente agudo; pero realmente mi estado era todavía semi-agudo.
En el tiempo que estuve en “la suite número 12” del Hospital Ángeles, en compañía de Mildred intentamos ver alguna de las películas que Lalo nos había prestado. No me sentía con demasiadas ganas. Tanto Mildred como Lalo como mi hermano Amadeo intentaban buscar fórmulas para mi entretenimiento y distracción. Recuerdo que la primera película que accedí a ver fue El discreto encanto de la burguesía de Buñuel. Se trataba pues de un intento de reincidir, pues hacía años que esa película ya había pasado por mis ojos. Pero apenas llegamos a ver un pequeño fragmento de la misma cuando algo se interpuso. Quizá fuera incluso el estado de mis molestias o que alguna enfermera tuviera que aspirarme por la traqueotomía. No he hablado de estas aspiraciones, pero resultaba terriblemente incómodo cuando el nivel de mucosidad se acumulaba en la tráquea y uno sentía que se ahogaba. Para solucionar este problema, lo que la Medicina prescribe es que te introduzcan una pequeña sonda de plástico conectada a una máquina aspiradora, artefacto con el cual succionan toda esa mucosidad. El propio proceso de la aspiración resulta horriblemente incómodo y molesto. Se siente un cuerpo extraño atravesar nuestra garganta y traspasar por algún tramo de nuestra tráquea. La enfermera va hurgando con la sonda en busca de alguna secreción suelta que todavía pueda quedar por la zona. Sin embargo, es uno mismo el que solicita la atención de la enfermera cuando la mucosidad comienza a invadir nuestra garganta y su mal es peor que el que hay que soportar después con la aspiración. Lo único que hace el paciente es solicitar la tortura menor.
Como la memoria es selectiva y el estado general de mi espíritu se encontraba en marejada, no puedo afirmar que la siguiente película que por fin logramos ver completa en “nuestra suite” se tratara de una experiencia lúdica llena de placer; pero al menos pudimos ver “la cinta” de principio a fin. Cuando pienso en esta película y en algunas otras que iba viendo, me inquieta hasta cierto punto la coincidencia de algunos de los elementos que aparecían en las historias y que al cabo ponía yo en relación con mi propio estado. Incluso en las imágenes de mis sueños y, como narraré más adelante, en las imágenes mentales que yo generaba en una especie de ejercicios de meditación trascendental, los elementos que aparecían en las películas muchas veces coincidían o tenían claras concomitancias con ellas. En el caso de esta primera película que pude ver completa con una conciencia medianamente clara, sin duda debo agradecerle también a mi amigo Lalo la coincidencia algo macabra al haber elegido entre las películas para dejarme una auténtica obra maestra de la comedia negra mexicana: El esqueleto de la señora Morales. Ya el título es suficientemente expresivo. La película, en blanco y negro, es del año 1959 y su director es Rogelio A. González, quien, por cierto, había estudiado la carrera de Medicina y que no se si llegó a terminar precisamente por acabar dedicándose al cine. Los protagonistas principales son Arturo de Córdova y Amparo Rivelles en los papeles respectivos de Pablo y Gloria. Pablo es un tipo de personalidad atractiva, alto, bien parecido, con ese bigote a lo Clark Gable tan utilizado por el caballero mexicano (mi tío Ismael lo llevaba y en alguna ocasión yo mismo me lo he llegado a recortar de esa forma), inteligente, con sentido del humor y una clara tendencia a vivir de manera deportiva y gozosa. Frente a él, el personaje de Gloria, su esposa, se nos muestra como una mujer huraña, enemiga de cualquier epicureísmo, y todo por culpa de dos factores extrañamente entrelazados: en primer lugar, una deformación en una de sus rodillas, que le resulta acomplejante y un auténtico lastre para su general hermosura, y en segundo lugar una mojigatería beata y meapilas bajo el aliento de un cura a cuya parroquia asiste cada domingo y con el que mantiene reuniones asiduas a solas y en un grupo reducido de acólitos igual de mojigatos. Esa vida paralela que lleva su mujer va amargando paulatinamente la vida de Pablo, al mismo tiempo que Gloria repudia la profesión de su marido: la taxidermia. A Pablo le sigue gustando su mujer, pero cualquier arrimo erótico hacia ella es inmediatamente repelido. Escrupulosa, Gloria le pide en una ocasión que se limpie las manos y se las rocíe de alcohol antes de tocarla. Pablo encuentra refugio, amén de en su propio talante, en sus amigos, en los médicos que le piden trabajos como taxidermista, y en un bar donde mantiene charlas intrascendentes y donde esboza su teoría epicúrea de la existencia. En una ocasión argumenta su tesis sobre el crimen perfecto, en el que alguien con auténtica necesidad de acabar con otra persona podría librarse fácilmente consiguiendo ser exculpado en un juicio, puesto que éste no podría volver a repetirse por el mismo delito. Los feligreses del bar escuchan perplejos las teorizaciones de un tipo alegre que esconde en su profesión y bajo una sonrisa sardónica un cierto carácter tenebrista. Su vida conyugal es cada vez más angustiante. En una ocasión tiene el capricho de comprarse una cámara fotográfica, pero cuando va al lugar donde esconde sus ahorros, su mujer, Gloria, ha tomado el dinero para regalárselo al párroco, llamado Padre Familiar, quien destinaría los pesos a presuntas labores de misericordia. El enfado de Pablo llega al paroxismo y se enfrenta con crudeza al cura, a quien reclama le devuelva su dinero. La situación se torna insostenible. Pablo prepara con meticulosidad de alquimista un veneno que guarda en la nevera, en una botella con cuyo ingrediente se prepara cada día un jarabe nutritivo su mojigata esposa. Narrado de manera bastante elíptica, uno descubre que con toda probabilidad y haciendo uso de su maña profesional, Pablo ha convertido a su mujer en un límpido esqueleto que expone en el escaparate de su tienda de taxidermista. Las amigas y amigos de feligresía parroquial de Gloria advierten al cura de la extraña rodilla de aquel esqueleto expuesto en el escaparate. A ninguno le cabe la menor duda de que aquel conjunto de huesos es el esqueleto de Gloria. Denuncian a Pablo, y tal y como éste había pergeñado en un plano teórico, el juicio lo exculpa, premisa a partir de la cual su inocencia es ya irrevocable y su arrepentimiento del todo inexistente; sin embargo, una celebración en su casa provoca el fatídico error en el que él mismo cae víctima de un envenenamiento generalizado donde todos los invitados fallecen. Innecesaria justicia poética.
Mildred seguía a mi lado brindándome su apoyo. Yo todavía no movía mucho más que el cuello. Me tenían que aspirar a través de la traqueotomía con bastante frecuencia. Apenas sentía apetito por nada, ni siquiera en sentido estricto por la comida. En cierta ocasión, mi prima Rocío y mi hermano Amadeo me ofrecieron traerme cualquier cosa de comer, algún capricho. A mí se me ocurrió que podía romper la desidia de mi paladar con la ingesta de una buena hamburguesa de McDonal’s y una cocacola. Tras consultar a los médicos, el deseo me fue concedido; pero no hubo una respuesta favorable por parte de mi instinto depredador en estado de decadencia. Había pensado que un poco de “comida basura” abriría mis adormiladas papilas gustativas, igual que una actividad con tintes pecaminosos acrecienta nuestros instintos carnales. Y ya que saco el tema a relucir, mi sexualidad se encontraba completamente cercenada. Yo le hacía algunos comentarios a Mildred, y ella trataba de despejar por completo cualquier preocupación que yo pudiera tener al respecto. Me decía que no me preocupara por eso, que era lo último en lo que ella podía estar pensando y que yo sólo debía concentrarme en salir adelante. En capítulos posteriores trataré de indagar en el aspecto de la sexualidad y su significado en el contexto de un lesionado medular, tratando de basar mis especulaciones no solamente en mi sentir particular sino en la extrapolación de los futuros compañeros y los comentarios que surgirían al respecto. Pero esto es cosa de un futuro próximo, cuando me trasladaran al hospital de Toledo en España.
Lo mismo que Lalo y que mi hermano Amadeo, Mildred me ofrecía la posibilidad de ver otra película con la finalidad de entretenerme un rato. Sin demasiadas ganas, siempre postrado boca arriba en aquella cama, accedía a la propuesta e intentaba sacar la energía suficiente para tratar de encontrar algún goce mínimo en ver una película junto a la persona que más quería. Entonces le pedía a Mildred que volviera a abrir el armario del dvd y espulgara entre las películas que me había prestado Lalo para escoger algún otro título. Decidimos poner Tristana, de Luis Buñuel. Otra vez concomitancias. Por esos días me comenzó a llegar la noticia de que mi hermana Herminia consideraba, por su condición de médica, que la mejor posibilidad para mi futura rehabilitación era el ingreso en el hospital de parapléjicos de Toledo. Había consultado el asunto con mi primo Isidro, también médico y ejerciente en Querétaro, y con el amigo de éste José Luis Ortega, mi cirujano. Tras hacer cada uno sus pesquisas, acordaron igual que mi hermana que la mejor posibilidad, una vez transcurrido el período más agudo y para la posterior rehabilitación, era el ingreso en el HNPT (Hospital Nacional de Parapléjicos de Toledo) perteneciente a la Sanidad pública española. Como no se les escapará a muchos de los lectores, la película de Tristana tiene como escenario la ciudad de Toledo. No se trata de retratar el Toledo histórico, el admirado por turistas y ensalzado como “ciudad de las tres culturas”, sino más bien de utilizar parcialmente parte de las calles y de su fisonomía como telón de fondo de una ciudad decadente, grisácea transposición literaria de una época —la que representara Benito Pérez Galdós en su novela epónima— opresiva de moralina, vigilada por la censura social, pero al mismo tiempo escenario posible de brotes artistoides y bohemios. Muertos los padres de una hermosa Tristana (Catherine Deneuve), la joven, con cerca de 18 años de edad, es confiada en manos de un tutor llamado don Lope (con quien no recuerdo bien si mantiene algún vínculo familiar —sobrina— como sí sucede en Viridiana, la otra película de Buñuel inspirada en otra novela de Galdós). El caso es que, de forma más o menos elidida, sabemos que don Lope hace algo más que educar a la joven, y se convierte a un tiempo en padre represor y amante desnivelado al grado siquiera de un malhechor de abuso, cuando no directamente de estupro. Pero la hermosura encuentra siempre los resquicios de la libertad, y Tristana se enamora de Horacio, un pintor de vida errabunda con quien se escapa a otra ciudad. De nuevo las coincidencias: una afección en la rodilla enferma a Tristana y los médicos deben cortarle una pierna. Es repudiada por Horacio y de nuevo en Toledo, en brazos de don Lope, accede a casarse con él y dar así carta de naturaleza, frente a una sociedad ñoña y religiosizada, a una relación contra natura, pero, aún peor, también contra cultura (Tristana y aquel hombre son productos malogrados de dos formas culturales de entender la vida completamente opuestas). Don Lope enferma; Tristana finge telefonear al doctor cuando aquel sufre una crisis nocturna, e incluso le abre la ventana en una noche invernal para acelerar el proceso de una enfermedad que habrá finalmente de acabar con la vida de don Lope.
Las coincidencias, los hechos interpretados como concomitancias, las casualidades no son otra cosa que la lectura que hacemos de la realidad y de nuestro entorno dirigida por ciertos condicionantes puramente circunstanciales. De este modo, es verdad que en mis sueños y pesadillas había huesos y esqueletos como en la película mexicana del año 59 y que pueden ponerse en relación elementos tétricos, elementos médicos, entre las dos películas y entre ellas y mi realidad. Mucho más casual incluso resulta que en los dos meses previos a mi accidente, cómodamente repantigado en el sofá o en la alfombra del suelo de la salita que en Querétaro teníamos habilitada como nuestro “cine hippie”, en compañía de mi hijo Guzmán, primero, y después junto con mis tíos Rocío y Román, hubiera visto dos películas relacionadas de forma mucho más directa con mi estado post-traumático: Intocable (película francesa sobre un tetrapléjico y su cuidador) y Terapia sexual —según la traducción del título en México, y que en España se tradujo como Las sesiones— (película norteamericana que narra los últimos meses de un enfermo con parálisis cerebral cuya movilidad es nula del cuello para abajo, que necesita una máquina para poder respirar durante ciertas horas del día, que quiere tener una relación sexual, y lo logra con una terapeuta, y que muere finalmente por un accidente provocado por la caída de energía eléctrica en su casa cuando el protagonista se encuentra metido en su respirador artificial y el lápiz que utiliza con la boca para llamar por teléfono en caso de emergencia se le cae al suelo). Durante esos dos meses previos a mi accidente también llegaron a oídos de Mildred y míos noticias sobre dos accidentes de tráfico sufridos por gente joven del fraccionamiento (urbanización) donde vivíamos, a consecuencia de los cuales algunos de los chicos habían sufrido una lesión medular con diferentes grados de parálisis. Podría asegurar que muy pocas veces en toda mi vida había escuchado casos tan aparejables al mío después de sufrir mi caída de la moto. Sin embargo, sigo convencido de que se trata de una lectura sesgada o dirigida por las circunstancias particulares en las que uno se ve de pronto envuelto. Una vez más apelo como única explicación al azar y a nuestras propias limitaciones para comprender los fenómenos que nos rodean.
Las noticias sobre mi propio destino, sobre el que mi voluntad podía decidir muy poco en aquellos momentos, y la idea de que sería conducido a España para ingresar en el hospital de Toledo, eran cada vez más seguras. Por cuenta propia, algunas de mis hermanas se pusieron de acuerdo para hacer una colecta entre personas queridas de la familia y del entorno de amistades a fin de poder recaudar los fondos necesarios para mi traslado, el de Mildred y el de nuestros hijos hasta España. Mi traslado incluía un viaje especial. Se había pensado originalmente en un traslado en un avión medicalizado. Finalmente, se optó porque mi primo Isidro me acompañara haciendo seguimiento de mis constantes vitales y proporcionándome las medicinas necesarias en cada momento, viajando en un avión normal en primera clase para poder tumbarme completamente. En el mismo avión, pero en clase turista, viajaría mi familia.
En el hospital Ángeles de Querétaro habían hecho todo lo que estaba en sus manos y lo habían hecho, desde mi punto de vista y con los elementos de juicio con los que yo cuento ahora, con bastante competencia, diligentemente y con amabilidad. A lo largo de este capítulo se me olvidó apuntar una pequeña reseña sobre un aspecto médico que implica cierto descuido. En el protocolo más elemental para cuidados de pacientes con lesión medular y por tanto con un alto grado de inmovilidad, sobre todo a partir de los años setenta, se sentaron las bases que priman aún en la actualidad y entre las que se encuentra la necesidad de prevenir úlceras por presión mediante el continuo cambio postural del hospitalizado. La úlcera por presión recibe el nombre generalizado de escara. Suele producirse sobre todo en la parte de las nalgas, que es donde el cuerpo más presión recibe sobre todo cuando el paciente comienza a pasar más tiempo en posición sentada. Depende de su gravedad puede afectar desde la piel hasta capas más profundas, afectar al músculo e incluso, tras una infección, al hueso.

En el hospital Ángeles no ignoraban esto. Alguno de los médicos (creo que fue Julio) dio la orden de que cada tres horas se me pusiera de lado con la ayuda de almohadas o un cojín fabricado ex profeso. Sin embargo, durante el primer mes, en el período más agudo después del accidente, a pesar de estar en un colchón que se inflaba y desinflaba por secciones, un tipo de colchón que se conoce precisamente como “antiescaras”, se me produjo una pequeña escara. Ya en la “suite” me estuvieron curando la pequeña úlcera. Se puede afirmar por tanto que desde el hospital de Querétaro viajé a España lo mejor preparado posible desde el punto de vista médico: la cirugía, con la inclusión de las piezas de titanio, perfectamente practicada, las vías respiratorias y todo lo que afecta a esa función en el mejor uso posible y la traqueotomía ya cerrada, venía medicado correctamente y con la pequeña escara a pocos días de curarse. El estado de la conciencia es cuestión aparte. Quedaba fuera de mi jurisdicción por aquel entonces la decisión sobre mi destino como paciente. La empresa de la que vivíamos en Querétaro había llegado a un punto en el que mi influjo era del todo necesario. Había varias líneas abiertas sobre las que se estaba trabajando. Dejo para el próximo capítulo alguna explicación más sobre estas cuestiones prácticas que habían de tener su repercusión más adelante. Algo estaba muy claro: en aquellos momentos no cabía pararse a reflexionar en temas de índole pragmática ni estábamos en condiciones para ello, únicamente algunos asuntos de la máxima urgencia (como la suspensión del colegio de los niños, el abandono de la renta de nuestra casa, etcétera), de los que Mildred se encargó con diligencia. Se puede decir que dirigidos por las bien intencionadas decisiones de otros, nos encontrábamos a punto de ser transportados de México a España.