Manuel en la casa del acantilado


Había cogido la información del suplemento color salmón de algún periódico nacional. No tenía nada que perder. 

COMERCIAL ZONA NORTE
(Galicia, Cantabria y Asturias)
Importante multinacional de perfumería necesita para su incorporación inmediata comerciales para su expansión en el norte de la Península.
Interesados envíen currículum a
Apdo. 3323-G
Asturias


Había sido casi un acto automático. De hecho, Manuel tenía dispuestos en una carpeta de fuelle cuatro tipos diferentes de currículum preparados. Uno orientado a su auténtica preparación: licenciado en Medicina por la Universidad Complutense de Madrid, para poder trabajar en alguna clínica u hospitalucho privados; otro orientado a ser profesor de algún colegio o de alguna academia; otro muy general, para enviar a todo tipo de trabajos en los que no se especificase otra cosa que la necesidad de licenciados; y por último uno, hecho con datos esbozados de forma bastante gruesa, orientado a labores de comercial y en especial para visitador médico. No tuvo más que coger este último, hacer fotocopias en una de las esquinas de su barrio, en la papelería Juani (házmelas en papel verjurado, son para mandar a una empresa, dijo a la chica que le atendió; y dame un sobre bonito, algo presentable. La chica se limitó a asentir y darle lo que pedía). Lo metió en un buzón amarillo circundado con una banderita española, y pensó si alguien recogería su carta, porque él nunca había visto asomarse a la portezuela del buzón a ningún cartero.
Manuel era un hombre joven y bastante humilde. No sólo por la sencillez de su espíritu sino además en el sentido más material del término: no tenía mucho dinero. Su sueño era simple. Luchaba en la calle con su trabajo de comercial por sacar adelante una familia de tres hijos y dos gatos. Su mujer también trabajaba en una farmacia, pero el cuidado de Manuelín, Pedro y María, de 6, y 4 años los primeros, y de apenas 9 meses la última, le había hecho abandonar, al menos por una temporada, su trabajo de farmacéutica.
Manuel no había querido hacer esos exámentes absurdos del Mir, en los que la mayoría de licenciados en Medicina se baten el cobre por una plaza en algún hospital público de España. A Manuel, con un sentido algo romántico (según él humanístico) de la Medicina, todo aquél laberíntico sistema le parecía un progresivo derroche de energías y  un camino de espinas trazado por las instituciones y el Estado para llegar a un lugar al que se debía acceder únicamente a través del auténtico amor vocacional que representaba el trabajo del médico. Una profesión de entrega y lucha contra la muerte o la enfermedad de tus prójimos, creía él, precisaba de una alfombra roja para quienes quisieran ejercerla. La medicina, solía decir, estaba cada vez más lejos de la Medicina.
Al venir de dar un paseo por el parque del Retiro, Margarita, la mujer, encontró en el buzón un sobre remitido desde Asturias. Se lo dejó encima de la cómoda del dormitorio a Manuel. Manuel llegó aquel viernes fatigado y de mal humor. Al ver el sobre y tomarlo en las manos tardó un buen rato en reaccionar. No podía siquiera recordar por qué razón le llegaba una carta desde Asturias y de ningún modo relacionaba esto con ningún acto suyo previo. Hacía apenas dos semanas que había abandonado a su suerte aquel sobre color crema y si alguien le preguntaba por qué, no habría podido responder qué había visto de interés en un puesto de comercial de productos de perfumería en la zona norte. Pero tal vez influía la angustia de vivir en Madrid con las manos tan atadas por la precariedad laboral. Había enviado tantos currículums, o curriculos, curriculi, currimierdas, sin recibir respuesta que no llegó a pensar que aquel método daría reslutado nunca. Probablemente le habría satisfecho más haber encontrado respuesta de otros trabajos y otros puestos para los que había enviado el cv; pero por el mero hecho de recibir una respuesta ya le habían alegrado aquella tarde de viernes desesperanzado, vacío y fatigoso.
¿Pero cómo nos vamos a ir a Asturias?
¿Por qué no? Es un lugar encantador, ¿no crees? Esoy harto de Madrid. Manuel pensaba que por tratarse de un lugar más acogedor los problemas serían menos onerosos.
Margarita marcaba el punto de racionalidad en sus decisiones, o al menos apuntaba en los márgenes de sus proyectos las posibilidades menos agraciadas.
¿Y nos vamos a alejar de la familia? ¿De los abuelos? Son nuestro único apoyo.
Esto es una mierda, Margarita, no aguanto más esta ciudad, esta precariedad, esta sensación de inmovilidad, de impotencia. ¡Vámonos! Pero vámonos más lejos, a otro país.
Bueno, tranquilo, Manuel. Lo primero es ver qué te ofrece esta gente. El sueldo y todo eso. Yo podía trabajar allí en alguna farmacia, y tal vez, claro, tal vez allí será más fácil cuidar a los niños.
Margarita se había quedado imaginando una posible vida en un lugar como Asturias, en una pequeña ciudad tal vez, como Oviedo o Gijón (la imaginación es con toda probabilidad el instrumento más fallido para dibujar nuestros proyectos, pero en el que más pertinaz y porfiadamente confiamos).
No quiero extenderme demasiado en prolijos detalles. Manuel y Margarita, con sus hijos Manuelín y María, y con los dos gatos, se trasladaron hasta el norte, en las proximidades de Oviedo.
El sueldo no era malo dadas las circunstancias, y Manuel sería el director comercial de la zona norte, dirigiendo las ventas desde Asturias. Alquilaron una pequeña casita con un terreno mínimo, construído en dos plantas muy humildes, con una cocina, un pequeño salón comedor, un servicio, y, arriba, dos dormitorios y el cuarto de baño. Al menos, vivían en el campo. Ellos siempre habían soñado con esa posibilidad. Pagaban unos seiscientos euros por el alquiler de una casa tan ruin, después de todo, pero el lugar les gustaba y los niños disfrutaban en la mínima parcela con césped. Para qué vamos a hablar de política; pero los tiempos en que nos ha tocado vivir no son buenos para casi nadie. Sin embargo, por comparación con cómo está el mundo, con cómo lo pasan las tres cuartas partes de la humanidad y con tanta guerra arbitraria e injusta, aún debíamos estar satisfechos por haber nacido en este lado de la suerte, con una profunda sensación de estolidez, arrastrados por unas circunstancias y un sistema de vida completamente sin control, inhumano, egoísta y en conjunto absurdo. Aunque era el mes de octubre,  por paradógico que pareciese, los días estaban llegando con un clima muy bonancible. La luz del otoño, un viento sur muy agradable, la casita en las proximidades de un pueblo; tal vez habían encontrado su lugar en el mundo. Manuel dependía ahora de las ventas. Si no vendía suficiente, con su sueldo base no podría, desde luego, pagar demasiados lujos a sus hijos. Tal vez tuviera que volver a pedir a sus padres algo de dinero para poder comprar pañales, y eso es algo de lo que no se sentía demasiado orgulloso. No llegar al mes lo hería en lo más hondo. Sin quererlo y sin demostrar ser una persona de carácter rancio, rencoroso o frustrado, en el fondo de su alma tenía algo de todo esto; sobre todo de lo último. Estudió la carrera de Medicina sin demasiada dificultad, y todos le auguraban una buena colocación. Parecía especialmente capacitado para establecer diagnósticos muy acertados, que es lo primordial en un buen médico. Pero la vida no perdona el tiempo en que decidimos mirarnos hacia dentro, perder las horas y los días filosofando sobre la esencia de la vida y cosas igual de imbéciles. Sus esquematismos mentales, sus “ideales”, según su madre, echaron a perder la sazón de su carrera. Y los jóvenes venían pedaleando fuerte. Estudiar el Mir con diez años de retraso es una idea que lo reconcomía y que nunca estaba dispuesto a aceptar. A Manuel tal vez le daba miedo ejercer de médico; lo acercaba demasiado a la idea de la muerte. El médico se ocupa de la parte mórbida de la naturaleza humana, y él debería haber estudiado biología, ciencia que estudia la vida en estado de buena salud y en toda su variedad. Pero tampoco habría resultado muy rentable.

Los días de clima bonancible tocaron a su fin. El viento de las castañas, esa suave brisa cálida que aparece por la región en los meses otoñales, había desaparecido. Desde que habían llegado al norte, aquel día, viernes de finales de octubre, fue el peor de todos los que llevaban allí. Les habían advertido de la dureza de aquel clima. Les habían dicho que llovía mucho, y que además había grandes temporadas en que el sol parecía tener vedado el cielo de aquella parte de la península ibérica, y un gris plomizo se apoderaba del horizonte y del alma. Llevaban tres días muy monótonos, propicios a la jaqueca, con una presión atmosférica que invadía los relieves de las montañas y de los árboles. Pero el viernes reventó a llover: es mejor, decía la gente de allí, porque después “abre”. Se referían a que tras la lluvia el cielo podría despejarse, como si estuviese gris por pura recarga y no consiguiese descongestionarse si no era arreciando el agua que traía dentro aquel vientre de ballena gris infinito. En el coche, dirección al oriente de la región, Manuel iba escuchando la radio. Iba a ser un día duro. Era viernes, y en vez de pensar en los planes familiares para el fin de semana (tal vez en quedarse en casa disfrutando de sus hijos y su mujer), sólo tenía la cabeza en vender al menos otros cinco mil euros de productos, para poder llevarse una comisión del 5 por ciento y cerrar al menos aquel mes sin tener que pedir dinero a su madre, a quien tampoco le sobraba. Vender cinco mil euros de perfumes y otros productos de alta perfumería, por muy alta que fuera, en un lugar como Llanes, de donde habían escapado ya las destructivas hordas de turistas que lo invaden todo en el verano y que lucran vilmente a los comerciantes, dejándoles una insana sensación de cigarras satisfechas, en un mercado que aún estaba por abrir, sin clientes ya prefijados en su agenda, iba a resultar una tarea ingrata y fatigosa. Pero allí estaba Manuel, escuchando las noticias de cualquier radio española, con los limpiaparabrisas en la posición más rápida sin que éstos dieran abasto para retirar del cristal tanta agua caída de un cielo completamente roto, dirección a Llanes, para conquistar su decena larga de perfumerías en busca de clientes.

Vendió hasta tres mil euros durante la mañana, lo cual lo esperanzó con la posibilidad de vender los cinco mil que se había propuesto. Marcó en su teléfono móvil el número de su mujer. ¿Por qué no vienes ya, Manuel? Le dijo ella. Lo único que quería era estar con su marido. Ya empezaré de nuevo a trabajar; verás cómo con los dos sueldos vamos a estar muy bien. Ven. No puedo, Marga: voy a quedarme esta tarde hasta que cierren la última tienda; me han dicho que me recibirá un cliente que está muy interesado en comprar una buena cantidad de la línea de perfumes CaballeroIdiotizado. Venga, Margarita, anímate: mañana no saldré y podremos estar juntos todo el fin de semana, ¿quieres?
Esta idea pareció consolar un poco a Margarita, que se preocupaba a veces por su marido y sus frustraciones.
La lluvia persistía como a primeras horas de la mañana. El concejo de Llanes está rodeado al norte por el mar Cantábrico y por el sur, a todo lo largo, por una pequeña sierra, la del Cuera, que antecede a los mucho más altos Picos de Europa, pertenecientes a la cordillera Cantábrica. Así que era una tierra entre el mar y la montaña. Manuel no entendía cómo podía caer tanta agua sin que se inundase la comarca, el entorno completamente verde, y se juntase la tierra con el mar. Cuando se metió a comer en el pequeño bar de las afueras y pidió el menú, miró por la ventana y le invadió una risa extraña, como la que en ocasiones nos invade el pecho mientras entramos en un sueño profundo, una especie de desahogo final ante la muerte, efecto tal vez de un fenómeno climatológico tan pertinaz. Volvió a preguntarse para su coleto: ¿cómo es posible que caiga tanta agua? Dios mío, va a acabar con todo.
Pero, al revés, aquella agua dejaría todo más feraz y exuberante.
Lo mejor es que regrese el lunes, porque finalmente parece ser que el señor Juan no vendrá a la tienda.
Pero si me dijeron esta mañana que lo podría ver a las seis y cuarto.
Sí, pero no vendrá. Ven el lunes.
La señora de la perfumería terminó por tutear a Manuel, quizá era la mejor forma de echar al comercial, es más fácil despachar a alguien cercano con quien compadreamos que a un señor a quien tratamos con cierto respeto.
Un momento, por favor, sonó el teléfono de la perfumería. Una perfumería de villa anticuada, señorita, con muebles antiguos y columnas de metal con pretensiones clásicas.
Tras haber hablado con el que parecía ser el señor Juan, la dependienta de la tienda le puso al teléfono con Manuel, a quien seguía tuteando a pesar de su traje gris y su corbata roja de vendedor de gala.
¿Sí, dígame?, preguntó Manuel.
Soy Juan, hombre, ¿cómo está? Bueno, estoy interesado sobre todo en la línea de hombre y mujer de… ¿Por qué no me trae por aquí las muestras (las ha traído, ¿verdad?), porque yo es que no puedo ahora mismo acercarme hasta allí?  ¿Por qué no pasa por mi casa y le echo un vistazo a lo que trae, hombre; por qué no pasa por aquí a última hora de la tarde, sobre las 8.30 o incluso más tarde; por qué no? Pase, pase por aquí, hombre… A ver qué trae y le echamos un vistazo y…
Bien, está bien: le pediré las señas a su dependienta y pasaré sobre las ocho cuarenta y cinco, ¿le parece?
Estupendo, hombre, estupendo; no tiene pérdida llegar aquí y la dependienta se lo explicará y …

Probablemente no había pinchado una rueda en los quince años que llevaba conduciendo, y tuvo que ser aquella noche. Porque era ya de noche. Llovía aún como cuando había salido de su pequeña casita (sus niños, su mujer, tan preciosa como cuando la conoció, ¿qué tal estarían? Los añoraba de pronto. Una pequeña angustia se le instaló en el estómago. ¿Miedo? ¿A qué?). Lo invadió un ansia enorme de hablar con Margarita y con Manolín, el mayor; y cogió el teléfono. Desde dentro del coche, el agua corría por los cuatro costados y bajaba por los cristales creando unas cascadas espesas que apenas dejaban vislumbrar alguna débil farolilla lejana y la silueta desdibujada, sinuosa, como un borrón indistinguible en mitad de la oscuridad, de algunas casas junto a los acantilados. Parecía, bajo la irrealidad propiciada por el agua, una bella estampa romántica. ¡Lo que faltaba!: el móvil estaba sin pizca de cobertura. Como muerto. Tanta agua yo creo que no deja atravesar las hondas, pensó. El coche, aparcado a un lado de la intransitada carretera que lleva hasta la playa, las ruedas de la derecha pisando los campos de maíz. Tal vez se lo haya llevado la corriente cuando vuelva, se irá flotando el coche y aparecerá en Inglaterra porque se lo habrá llevado el mar, imaginó. Era la sensación propiciada por aquel diluvio ininterrumpido; pero yo hoy visito a este señor Juan y le vendo los dos mil euros que me había propuesto, esto como mínimo, masculló, sacando arrestos del fondo de su alma y un paraguas de al lado de su puerta. Hundido bajo su paraguas, con la pesada maleta de pruebas en la mano izquierda, agachado, Manuel era un tipo raro víctima del temporal. Se sentía aguanoso y jugaba con ser un aventurero en un país exótico, y que llevaba en el maletín una pieza arqueológica de gran valor recién rescatada de la mítica playa de los Cráneos de Oro; pero las argucias de su imaginación apenas lograban sustraerlo de la pesada sensación de sentirse como una paria solitario en busca de un mendrugo de pan, a punto de contraer una gripe que lo dejaría en peores condiciones. Si llegaba a vender sus dos mil euros en perfumes conseguiría un escueto margen de cien, menos los impuestos que habría de pagar al Estado.
Dejó la carretera y se adentró en el camino de tierra. De barro. Este río de lodo debe de ser lo que llaman camino de tierra, pensó. Porque más allá solo está el mar. Se podía ver la enorme masa gris fundida con el agua que se descolgaba del cielo. Era todo agua. Por arriba y por abajo, el mar y el cielo. Los campos de hierba o de maíz debían de tener también una esencia acuosa, porque casi ni se veían. De pronto parecía encontrarse en los arrozales de la guerra del Vietnam. Frente a él se extendía un mar todopoderoso, bastante airado aquella noche, se escuchaba su ruido contra las rocas. Eran las nueve y media de la noche, y no sabía ni siquiera si aquel maldito señor Juan lo iría a recibir o no. La última casa, le habían indicado. Pero cada casa distaba entre sí al menos cincuenta metros. El último farolillo se quedó completamente atrás y su luz parecía inferior a la de una luciérnaga. El agua había subido por los pantalones de su traje. Sus zapatos, un esfuerzo monetario para lucir un buen traje de faena con el que poder persuadir mejor a sus clientes, estaban a un tris de la desintegración y sentía sus imbéciles calcetines de ejecutivo como incómodos algodones empapados instalados bajo los dedos de sus pies. Por los lados del paraguas el agua también le había empezado a calar hacía tiempo. No sabía si llevaba caminando veinte minutos o tres horas. Era un autómata bajo el agua. Empapado, el mal físico había disipado un poco su angustia estomacal, aquel miedo metafísico que le había empezado a escalar las tripas desde que no pudo hablar por el teléfono con su mujer, hasta que llegó a una casona antigua cuya verja dejaba vislumbrar al fondo de un jardín descuidado y antiguo una tenue luz dentro de la casa, tras el cristal encima de la puerta. Se paró y se asomó dentro del jardín. La lluvia arreciaba de tal forma que nadie podría verlo a él. Sin duda, no era todavía la casa del dueño de la perfumería, porque ésa debía de ser la última, más allá, a unos ciento veinticinco metros. Pero tampoco tenía luz. Se adivinaba bajo un resplandor acuoso su silueta, pero nada más. Así que de repente olvidó la idea de ir a visitar al perfumero, y algo le capturó su atención dentro de aquella verja de hierro. Ahora miraba hacia la entrada de aquella casa del siglo diecinueve. Una casona colonial, con un jardín abandono al descuido de la fertilidad, enmarañado y confuso. Lo que más le extrañó es que la puerta de la casa, sobre cuyo dintel había una pequeña cristalera amarillenta penumbrosamente iluminada, parecía ligeramente abierta.
Miró alrededor. El mismo desolado panorama invisible y acuático junto a los acantilados, el mar al fondo, queriendo engullirlo todo. Nadie. Cruzó el jardín y se acercó hasta la puerta de entrada, dejando atrás la verja de metal forjado. Subió los peldaños conducentes hasta el porche de entrada, asomándose bajo el borde de su paraguas. La maleta se había hecho tan pesada. La dejó allí, junto la puerta, supuestamente bajo el cubierto del porche, aunque todo estaba encharcado. La puerta de la casa se dejó empujar con facilidad y él, Manuel, llevado por no sabemos qué clase de locura, puso su cabeza dentro de la estancia y preguntó en voz alta ¿hay alguien ahí? Qué pregunta tan estúpida. Sintió un temblor por todo el cuerpo cuando vio a la niña subir por las escaleras. Pero se calmó en seguida, porque era una niña normal y corriente. Llevaba un vestido de flores de muchos colores, y al oír la voz del intruso preguntando, se dio media vuelta y comenzó a descender alegremente las escaleras.
¡Hola! Saludó. Pase, pase.
Aquella niña fue la salvación en una noche tan oscura y donde el miedo se había estado apoderando poco a poco de su alma hasta haberle desposeído incluso de esa redentora posibilidad de pensar en el futuro, de hacer planes y visualizar escenas de una mañana próspero, pensamientos que a veces lo animaban en las situaciones más difíciles.
Era una niña de unos doce añitos. Llevaba en la mano una de esas muñecas modernas.
Está muy mojado. ¿Quiere subir?
Se apercibió de que Manuel ponía sus ojos sobre la muñeca, y le explicó con un asomo de rubor: ya no juego con esta muñeca, pero la estaba colocando en la repisa…
Él sonrió. Impelido por la simpatía y familiaridad de la chica, y con la esperanza de ver a sus padres de un momento a otro y poder explicarles qué hacía allí, comenzó a subir las escaleras. Subía e iba dejando por las escaleras un rastro de agua que le escurría por los pantalones. Abajo, donde dirigió su mirada un instante por si los padres de la niña aparecían, el suelo del recibidor de la casa era de un pálido y avejentado ajedrezado, sobre el cual había algún juguete esparcido, un triciclo y unas bolsas sin vaciar de algún supermercado, junto a una puerta que probablemente fuera la de la cocina, lo que indicaba que tal vez los dueños habían llegado hacía poco tiempo.
 ¿Dónde están tus padres?
Suba, suba…
Manuel supuso que le estaba conduciendo hasta ellos. Iba detrás de la niña, y sus ojos inevitablemente se posaron sobre las piernas desnudas de la chica, se fijó en su cuerpo transparentado por la fina tela del vestido, sus nalgas resaltaban prominentemente bajo el fino paño. Su pelo era liso y castaño claro, casi rubio. Con el frío que él tenía. La niña lo condujo hasta su habitación. Siéntese, le dijo.
Pero, bonita, ¿dónde están tus padres?
Ahora vendrán, supongo.
¿No están aquí?
Sintió un ligero azoramiento, se sintió nervioso y preocupado por haber llegado hasta allí sin haber pedido permiso a los padres, sin haber hablado antes con algún adulto.
¿Le gusta mi dormitorio? La niña se acomodó en un sillón de mimbre con las piernas cruzadas encima del cojín. Los ojos de Manuel se posaron involuntaria y fugazmente en las bragas de la niña bajo el borde del vestido, que apenas le cubría la última parte de los muslos.
Era una habitación como la de cualquier niña de hoy, con los libros, la cama repleta de peluches y muñecos, el escritorio con su ordenador. Esto le dio algo de credibilidad a toda aquella situación: incluso había un ordenador. Este hecho tan estúpido le produjo a Manuel una extraña sensación de familiaridad y perdió parte del miedo que había acumulado. Después de todo, aquella habitación había sido la parte más alegre de la casa.
Desde las ventanas de la habitación se vieron de pronto los faros de un coche brillar de refilón e incluso se pudo escuchar, entre el ruido constante del diluvio, un motor que se apagaba.
Manuel, sin decir nada y dejando a la niña sola sobre su sillón de mimbre, corrió escaleras abajo hasta encontrarse a unos señores con un niño que subían desde el jardín, embutidos también en sendos paraguas y con más bolsas del mismo supermercado que las que había visto junto a la cocina. Manuel no entendió la situación ni la forma de hacer la compra de aquella familia, pero tampoco haría más indagaciones ni elucubraría ninguna teoría; le preocupaba más poder inventar una buena disculpa para explicar a aquellos padres qué diablos hacía allí en la casa con su hija, a solas.
¿Quién es usted?
Preguntó en un tono poco cordial el padre de la niña.
El niño asumió con toda normalidad que un forastero estuviera en el recibidor de su casa, lo saludó y corrió a montar en su triciclo mientras emulaba con torpeza los ruidos de un motor.
Manuel trató de explicarse al tiempo que extendía su mano al matrimonio, primero al hombre. Pero éste no la aceptó.
¿Qué hace usted aquí? Repitió, lívido, sin color y con las cuencas de los ojos amoratadas.
Verá, soy comercial de Lansome y buscaba la casa del señor Juan Pujalte, que tiene una perfumería en Llanes…
El matrimonio pareció relajarse y posaron las bolsas en el suelo para seguir escuchando a aquel joven. Su apariencia, aunque pasada por agua, sí podía evidenciar la presencia de un comercial y el hombre por quien preguntaba era sin duda el vecino de la última casa de los acantilados.
Ellos vieron la maleta y el paraguas de Manuel bajo el porche. La lluvia, de forma completamente inverosímil, había dejado de arreciar después de todo el día. La puerta seguía abierta.
Este maletín y este paraguas, ¿son suyos?
Sí. Verán, es que su hija… Supongo que la niña (señaló hacia las escaleras) es su hija… Ni siquiera me ha dicho cómo se llama… Me invitó a que subiese.
La mujer se agarró con fuerza al marido. Y el marido fue desorbitando poco a poco los ojos… Manuel percibió que los problemas no habían hecho más que empezar, que tal vez aquel hombre lo fuera a atacar de un momento a otro. Había leído en algún libro de psicología que el hombre enrojecido e iracundo no es en realidad el hombre dispuesto al ataque, sino que es aquel que palidece y calla, cargado por la adrenalina, con las cuencas de los ojos amoratadas, es ése el que puede ejecutar cualquier acción de ataque bajo la enajenación de la ira o el miedo. Y el hombre que tenía delante respondía exactamente a aquella descripción.
La esposa, incluso, emitió un sollozo. El hombre la abrazó y miró a Manuel como quien pide clemencia:
¡Váyase de aquí, por favor! Le rogó con la cortesía del melancólico.
Manuel agarró sus cosas. El paraguas cerrado.
De veras, insistió, pregúntenle a su hija…Verán que no les estoy mintiendo.
Nuestra hija murió hace un año, señor: se cayó por uno de estos acantilados al mar. Por favor, váyase y déjenos en paz.
No tuvo arrestos para responder nada. La cabeza no paraba de dar vueltas. Simplemente salió del jardín y se acordó de su familia, de su mujer. El teléfono había recobrado la cobertura, pero era demasiado tarde para llamar y molestar. Tendría que pasar todo el viaje de regreso solo, mientras conducía.
Ni siquiera podía pensar en que aún debía llegar al coche y cambiar la rueda pinchada. Tal vez el coche estuviera flotando en los maizales rumbo al mar. No lo creía: con la retirada de la lluvia todo parecía haber recobrado la normalidad. Por paradógico que fuera, una calma inusual fue invadiéndolo por dentro. El cielo, aunque negro, parecía por partes despejado. En el camino, sin mirar atrás, creyó incluso poder divisar en el firmamento una estrella reluciente. Iban a tener razón las gentes del lugar: hasta que no rompe a llover con fuerza, el cielo no termina de despejarse.