viernes, 3 de noviembre de 2017

UN MAL DÍA LO TIENE CUALQUIERA

A vueltas con el suicidio de un amante de la vida

¡El mar amado, el mar apetecido,
el mar, el mar y no pensar en nada!
Manuel Machado

Un vigoroso ejército asalta de nuevo la fortaleza de nuestro cuerpo. Su arma más poderosa es la realidad, esa evanescencia que aun sin existir se impone. Los dolores, la sensación de rigidez, las estacas clavadas en la parte superior de nuestro cuerpo y en nuestros brazos nos hacen recordar que estamos reducidos a un escombro. En alguna ocasión nuestras fuerzas contrarrestaban las del enemigo. La fuerza del amor. Pensar en nuestros hijos, en mis hijos, en Guzmán y Blanca. La presencia más o menos fantasmal de nuestros amigos más queridos. Pero hay mañanas en las que despertar de nuestros sueños de la noche es regresar al infierno. Veníamos de soñar que escalábamos montañas o deambulábamos libremente por ciudades milagrosas. No existía el dolor ni la parálisis ni la inmundicia. Pero abrimos los ojos, despierta la conciencia y todo esto reaparece.
De nuevo, sin desesperación, de un modo perfectamente racional, volvemos a pensar en la erradicación. El último soborno a la existencia: ofrecer nuestra vida a cambio de una paz inconsciente. La nada. ¿¡Y nuestro vitalismo, este apego a la vida, al sonido de los pájaros y el sol, a nuestros amigos viejos los filósofos, pensadores y constructores de ficciones redentoras! ¿Qué fue de todo ello?! El pago parece desproporcionado. Nos resistimos. Un derivado sintético del opio administrado en una dosis demasiado prudente hace su efecto. Qué necia, en este límite de lo insufrible, que todavía tenga redaños para gobernarnos la Prudencia: "vieja solterona, rica y fea, cortejada por la Incapacidad". El dulce amigo Opio no erradica el dolor físico pero disipa en cierto grado un malhumor profundo como una sima; jugueteamos incluso con la idea de pertenecer al mismo club que laudánicos amigos como Thomas de Quincey, Samuel Taylor Coleridge o Arthur Conan Doyle. Si conseguimos sumergirnos con cierta fortuna en la lectura de algún texto mientras fumamos un pequeño puro, el ritual completo contribuye al engaño de pensar que seguimos viviendo. Que el placer todavía existe. Con algún problema que otro, ¿verdad?, pero seguimos vivos. Comprendemos que entre nuestros colegas los sufrientes no somos los más desafortunados. La asistente que nos limpia por la mañana nos habla de otras personas en estado mucho más calamitoso, inmersos en un proceso de degeneración inhumana. Son enfermos y su enfermedad avanza; mientras que nuestra lesión es una herida mal curada. Algo estancado. Por culpa de una ciencia médica infantiloide, que parece mostrarse satisfecha por alargar la vida aunque sea de un modo imperfecto. La esperanza brota como la flor de ese cactus maldito por la fugacidad de su orgasmo, breve como el crepúsculo. La esperanza, luego, desaparece y pasamos el día distrayendo la catástrofe.
Hay días en los que volvemos a desear la desaparición, y se encadenan unos a otros durante un periodo relativamente insoportable. Y entonces, ni siquiera la evocación de nuestros hijos parece suficiente. La libertad extraviada y toda esa constelación de dones arruinados se te plantan cara a cara con un demonio que te los ofrece sobre bandeja de bronce, mientras sonríe sin ninguna prebenda fáuistica para ofrecerte. Se cruza la idea de rogarle a algún amigo valiente que nos empuje al otro lado, hacia el bando victorioso de la materia inerte. Debelan con denuedo apegos y desapegos, vitalismo y muerte.
El acceso al suicidio es un as en la manga de los desesperados y la gran contrariedad es que ni siquiera nosotros contamos con esa carta mágica. Ni siquiera nos es demasiado factible decidir por propia voluntad provocarnos la muerte. ¿Podría alguien recomendarme algún librito con 100 formas de suicidarse un tetrapléjico? Y si puede ser que provoque a risa, mejor.
Se nos ocurre acudir a una forma de suicidio civilizado. Viajar a Suiza, hacer todos los trámites pertinentes, pagar el dinero necesario y que nos administren una droga letal en condiciones de una máxima amabilidad cívica. Pero esto provoca repulsión. Qué muerte tan poco hermosa, oyendo hablar a tu alrededor entre el personal hospitalario algo semejante al alemán. 
Se recuerdan, sin ninguna literalidad, versos enmohecidos de aquel Lord Bayron hiperromántico: mejor morir sobre la fresca hierba al borde de un acantilado que postrado entre las sábanas de un frío hospital. Pero qué importaría la hermosura, la indecente hermosura de la muerte, un segundo después de su advenimiento. Lo que importa es ese segundo de después. Ya no existe la incertidumbre de Hamlet, to be or no to be, tan desvanecida como la teoría geocéntrica. Y entonces nos detenemos. No queremos perdernos la oportunidad de contemplar un nuevo día más. Este don concedido por un azar del todo improbable, nunca suficientemente valorado. 
Sin embargo, Byron en su lecho de muerte, Joseph-Denis Odevaere, 1826



Lo más parecido a la muerte bayroniana sería arrojarse por ese acantilado. Quién sabe, tal vez algún día lo encontremos. En la precipitación hacia el vacío, el mar ofrendándonos su inmensa mano fría y salada, nuestro último pensamiento irá dedicado a quienes más quisimos y la última percepción será la del gozo exquisito de la vida. Moriremos de amor.




Las próximas serán mejores noticias, amigos.

7 comentarios:

  1. La crudeza de la realidad se cocina con el verbo en tu descipción.
    Mirar de frente lo terrible, afrontar el susto permanente, es una oportunidad para compartir ese vértigo del acantalido a la vera del camino.
    Y sin embargo, el misterio es que el camino sigue, bordeando el precipicio. Es una senda, un desfiladero no elegido, paso entre montañas y abismos.
    Hay un hexagrama del I Ching, el 29, que describe esa experiencia arquetípica. Para esa fase del camino utiliza una imagen: "Así el noble observa una conducta de constante virtud y ejerce el negocio de la enseñanza".
    Nos recuerda que la reiterada exposición al peligro exalta nuestra necesidad de fluir entre los obstáculos y que compartir la experiencia es apenas lo único que podemos hacer, como el sonido que hace el arroyo lanzado entre rocas, ese canto de libertad aprisionada.
    Y esa es la enseñanza, el mostrar la realidad que uno experimenta y que cualquier oida atento sentirá resonar en su pecho. Pues todos, en algun momento, comprendemos que los misterios no son problemas para resolver, son experiencias para transitar. Noches oscuras y días oscuros.
    Viajes míticos propios de existir.
    Y el alumno que escucha la lección tampoco tiene mucho margen de acción. No puede contradecir la realidad de la experiencia ni proponer parches milagrosos, so pena de convertirse en otro accidente, otro obstáculo más en el duro camino que el maestro describe.
    Su empatía es necesaria. Seguir escuchando al maestro y asimilar su descripción que algún día, a su modo se presentará en su camino, es el bálsamo del que dispone. Dulce acepación de lo inaceptable.

    Y si el fin del camino es morir de amor, y si la meta y el camino han de ser coherentes, moriremos de amor apostando por vivir en amor.
    Un abrazo Hernán y gracias por compartir con tu intacto talento y creciente habilidad.

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    1. Querido José, seguiremos caminando a orillas de ese abismo. El paisaje y los peregrinos con quienes compartimos el trayecto merecen la pena. Un fuerte abrazo. Gracias por tu suculento comentario.

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  2. Este comentario ha sido eliminado por el autor.

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    1. Prístina amiga mía, tu dirás cuándo quieres venir. Bien sabes que son desfogues necesarios, pero que al final el vitalismo sale soberano. Tengo presente la cita del 17 de noviembre. Hablaremos sobre el asunto, ¿vale? Un beso

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    2. Sí, ya lo sé, necesarios también por su enorme creatividad constructiva.
      Vale, hablamos entonces para concretar citas audio librescas. Un abrazo.

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  3. Leer y estremecer. Comprender al leerte el dolor y la angustia de quién vive sintiendo que se vive a medias o, mejor dicho, a tercias, que siente que se malvive. Percibir con profunda tristeza pero sana comprensión que la limitación de un cuerpo inmóvil, nubla el sentido de la vida a una mente tan brillante. Qué dureza y que admirable secuencia. Leerte y darme cuenta de que es gracias a tu prosa, a tu mente lo que paradójicamente y sin moverte, hace que conmuevas y movilices a quien te lee. Mi querido primo, sé que no hay consuelo en el dolor ajeno, sí hay amor y hay intensos deseos de que la fuerza de tu alma, de tu esencia, anule y borre la carencia tan profunda de tu cuerpo. Te quiero mucho.

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  4. Sigue escribiendo, sigue contándonos. En fin, sigue viviendo. (Es una petición egoísta, lo sé. Y simple: nunca estaremos del todo en el lugar del otro, es imposible).

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