sábado, 24 de mayo de 2014

El hombre medular, CAP. III

CAPÍTULO III
Interludio: entre la vida mental y la recuperación de la conciencia

Lo primero que me planteo cuando reviso en mi memoria los recuerdos de aquella etapa que pasé en Terapia Intensiva (uci en España) es si puedo ser un narrador fiable. ¿Hasta qué punto se puede narrar lo vivido durante un espacio de tiempo en el que los sueños, un estado mental confundido por las drogas administradas a través del suero y la percepción todavía imperfecta son los filtros a través de los cuales se interpreta la realidad? Precisamente este libro nace con la conciencia por parte de su narrador de que lo subjetivo es inevitable. Por mucho que ciertas tendencias narratológicas o de la Teoría Literaria derivada de forma confusa de la obra de Jacques Derrida (padre del concepto de deconstrucción) se empeñen en querer desligar la inextricable ligazón que existe entre autor-narrador-obra, no creo que ningún autor sea capaz de producir ninguna obra sin la intervención de su propia subjetividad. Desde la propia subjetividad, por perturbada que ésta se encuentre, el autor acomete la aventura narrativa, convirtiéndose así en narrador; pero no sólo en esta obra —que no tiene, en principio, una finalidad estrictamente literaria en lo que a su condición ficcional se refiere— sino en cada uno de los libros que se puedan escribir. Es muy probable que incluso cualquier trabajo de índole científica no pueda zafarse tan fácilmente de la subjetividad de quien lo compone. A pesar de ello, mi intención es situarme en la atalaya del observador y desde ahí elaborar un fresco en el que se entremezcle lo subjetivo y lo objetivo, lo atingente al propio yo y aquello que está fuera de él; aunque pretencioso, intentaré explicar mi entorno (sobre todo lo humano, las personas y las historias que me han ido llegando a través de ellas, sus estados anímicos, etc.) con el mismo grado de frialdad que cuando se trate de ir contando mi propia historia y los procesos psicológicos implicados en ella, su evolución y su implicación bidireccional con el entorno —como digo, sobre todo en su dimensión humana—. Esa es la única vía transitable para que este libro y las posibles conjeturas derivadas de él sean extrapolables, interesantes o incluso útiles a otras personas.
Como ya escribí en el anterior capítulo, postrado en la cama del hospital Ángeles y aún en el período más agudo de mi lesión medular y el choque traumático, recuerdo haber vivido durante una etapa, que calculo en unos cuantos días, tal vez una semana, en un estado puramente mental. Soñaba con episodios de existencia completamente verosímil. Lo mismo me encontraba con mi familia en casa o yendo juntos a comprar a algún supermercado que estaba caminando con algún propósito administrativo por el centro de Querétaro. Mi amigo Lalo aparecía insistentemente en ese periodo de vida mental, y recuerdo que juntos transformábamos su actual local El Árbol en un restaurante italo-español. Un restaurante tan original y maravilloso como sólo en un sueño se podría imaginar. Se dibujaban frescos en la pared con imágenes al estilo de Caravaggio, debajo del actual suelo se encontraba una especie de alberca iluminada donde nadaban peces de colores en un escenario de rocas y plantas naturales, y las mesas de los comensales descansaban sobre un grueso piso (suelo) de vidrio que dejaba ver el espectáculo del fondo; asimismo, desde algunos espacios libres de mesas, dentro de lo que constituía el comedor principal, se elevaban en forma de escalera circular plataformas de vidrio sobre las que descansaban nuevas mesas de comensales. De esta manera, quien entraba en el local podía contemplar atónito una especie de segundo nivel en el que flotaban en el aire cierto número de mesas. En la cocina, un gran horno de leña presidía el espacio. Los meseros (camareros) iban impecablemente vestidos con una camisa blanca y pajarita. También había meseras, pero ellas iban ataviadas con blusones de estampados polacos, rusos o qué sé yo de qué país del Este europeo. Mi subconsciente tomó prestada la siguiente idea de cierto restaurante que existe en Madrid y que yo conozco, e igual que en él nuestros meseros y meseras eran al mismo tiempo intérpretes de ópera que en mitad de la cena sorprendían a los clientes del restaurante interpretando piezas sueltas, arias, dúos de alguna de las obras más populares (“Una furtiva lagrima” seguro que entraba en el repertorio). Un pianista acomodado en uno de los rincones del local acompañaba las piezas con su instrumento.
Mi mente no descansaba de elaborar ni la trama en general ni ninguno de sus detalles, me refiero a los episodios de mis ensoñaciones, no a las óperas interpretadas en nuestro restaurante. De pronto, fogonazos de uno de los enfermeros, Alfonso. Poncho (apreciativo de “Alfonso” muy extendido en México) se encontraba frente a mí golpeándome con sus dos manos en el pecho, y trataba de reanimarme. De su intervención dependía que yo volviera en sí (o ¿en debería decir?). Poco a poco comenzaba a mezclar recuerdos reales con vivencias imaginarias. Tal vez no fuera el enfermero, quizá fuese el médico, alguno de ellos; pero, fuera quien fuera, lo cierto es que casi con toda seguridad aquella escena tenía más de real que de imaginario. Mi operación, la segunda, que se me practicó por la espalda, duró cerca de ocho horas. Tal y como nos advirtió José Luis, el cirujano, la intervención era a vida o muerte, con un riesgo alto de parada cardiorrespiratoria (50% contra 50%). De este modo, o lo traje de alguna película o aquella secuencia de alguien vestido de verde hospitalario (Poncho o quien fuera) tratando de reanimarme era algo más que un constructo de mi imaginación. Ensoñaciones, recuerdos y realidad se entremezclaban dejando paso cada vez más las primeras a los segundos y abriéndose paso la última cada vez con más ímpetu.
Como flashes intermitentes, se iban intercalando en mis sueños fragmentos de una realidad que sin embargo percibía de manera muy precaria. Hay que pensar que siempre estuve tumbado boca arriba, en una u otra medida drogado a través del suero, con una inmovilidad prácticamente total. Mis brazos no se movían; desde el cuello para abajo no había ningún movimiento. Ni siquiera podía girar el cuello. Entonces, el techo era mi universo físico más visible y constante. En la Terapia Intensiva del Ángeles, a cada paciente le correspondía un hueco en una pequeña estancia individual, y recuerdo que desde mi cama podía divisar parte del recibidor de la planta, parte del mostrador de recepción y al fondo, en la pared colgado, un pequeño reloj con el emblema de algún laboratorio y cuyas agujas parecían moverse de manera arbitraria, lo mismo muy rápido que apenas sin dejar transcurrir el tiempo, como si se hubieran detenido. De pronto, aparecía a mi lado Mildred junto a mi cama. No puedo recordar bien en qué posición física me encontraba; sabía que estaba boca arriba y que ella estaba de pie, que a veces me tocaba la frente y me regalaba palabras de consuelo. Una de las cosas que más me repetía era que había pasado lo peor y que poco a poco mejoraría; estoy convencido de que su presencia, aunque me acelerara el corazón, era como una inmensa bombona de oxígeno. Sus palabras llenas de amor y la promesa de que sucediera lo que sucediera con mi evolución, en el futuro podría seguir teniendo “una vida familiar y de artista” (Mildred quería referirse a que yo podría seguir escribiendo, produciendo literatura), que ella sería mis pies y mis manos. Ese ofrecimiento de funcionar Mildred como mi parte física, como mis pies y mis manos, lo recuerdo casi como una salmodia, como una propuesta fija en el caso de que yo no pudiera moverme demasiado. Algún médico había informado ya a mis familiares y entre ellos lógicamente a Mildred sobre el significado de mi lesión y sobre el alcance y las consecuencias derivados de ella. Aunque más adelante, cuando me subieran a la planta, tanto en ella como en mí nacería la esperanza de que la lesión medular podría descender y darnos un respiro hasta dejarme mover las manos y, por qué no, incluso llegar a caminar algún día. A veces pienso en cuál puede exactamente ser el principio esperanzador que de pronto comenzamos a albergar.  No había ningún fundamento científico. Ningún médico, creo yo, nos dio un punto de referencia equívoco, un falso clavo ardiendo al que poder sujetarnos. Aquella ilusión, aquel espejismo que vislumbramos en el horizonte de nuestro particular desierto por donde debíamos transitar, tuvo su origen en los resortes de la supervivencia. No dejaba de tener algo hermoso, porque todavía Mildred y yo convergíamos en la línea de una evolución anímica común. Y, claro está, aquel optimismo también residía en nuestra ignorancia. En capítulos próximos trataré de explayarme sobre todo lo referente al significado del optimismo y el pesimismo, y sobre todo ese amplio elenco de definiciones que hacen referencia al campo psicológico de lo anímico (y creo que en este sintagma incluyo algún tipo de redundancia); pero en cualquier caso, parece ocasión propicia el traer a colación aquella popular frase atribuida a no sé qué filósofo inglés donde se reza que “un optimista es un pesimista mal informado”. Como digo, por el momento tampoco hagamos de este apotegma un axioma, una verdad inconcusa, un principio apodíctico. El diagnóstico escrito, que yo no había leído, puesto que desde luego me encontraba muy lejos de poder tomar un papel entre mis manos y ponerme a leer, hablaba de que no había “sección completa”; pero sí “lesión completa”. Aunque la que realmente está en pañales en todo lo que respecta a la lesión medular es la ciencia médica (sobre esta idea redundaré de forma abundante en capítulos posteriores), en principio el diagnóstico parecía indicar que el tipo de lesión o de daño producido en la médula era lo bastante grande como para interrumpir la transferencia de impulsos nerviosos en el punto concreto de manera irreversible. Cuando una lesión medular se considera “incompleta”, significa que el daño en esa prolongación del sistema nervioso que constituye la médula espinal puede permitir todavía un progreso y sobre todo un descenso, de tal manera que los impulsos nerviosos y la información de las neuronas locales poco a poco pueda seguir produciéndose y hacer avanzar tanto la sensibilidad como la capacidad motora (sensibilidad y movimiento). Regresando nuevamente al recinto de Terapia Intensiva donde yacía, al cabo de poco tiempo, Mildred desaparecía por imperativo del protocolo hospitalario, pasada la media hora prescrita para las visitas. Entonces me quedaba solo, y si intento recordar que sucedía después, sé que mi cama se movía (se trataba de un colchón antiescaras) y que de vez en cuando entraba alguna enfermera para cambiar los sueros o revisar los parámetros que indicaban las máquinas a las que estaba conectado. Había grandes espacios de tiempo en la mayor de las soledades, sin apenas voces fuera del habitáculo; pasaban las horas muy despacio y como no había ventanas que dieran a la calle no sabía cuándo era de día y cuándo de noche. Como en algún tipo de castigo mitológico, me encontraba atado en algún tipo de peñasco donde el tiempo se había detenido y la prueba impuesta por los dioses era saber esquivar la locura navegando en la barquilla de la imaginación, en mitad del lago neblinoso del aburrimiento. En medio de esta maraña de recuerdos fragmentarios y confusos, y más aún debería decir que no eran los recuerdos sino la propia realidad vivida la que era fragmentaria y confusa, sin embargo recuerdo bien que asistió a mi mente para mi socorro un viejo romance castellano. Un corto romance que desde hace mucho tiempo tenía memorizado y que si no recuerdo mal es el primer romance escrito consignado de la literatura castellana. Según creo recordar, y no me molesto ahora en contrastar la información, el poema en cuestión (“Romance del prisionero”) se encontró escrito en lo que hoy podríamos considerar como la carpeta de un estudiante  universitario de Mallorca, como el alumno que en tiempos actuales lleva en la cubierta de algún cuaderno una pegatina con la lengua de los Rolling Stones, la fotografía en pose erótica de alguna actriz famosa o, hilando más fino, la efigie de alguno de sus ídolos intelectuales (tal vez Freud, Einstein o Cervantes). Así que aquellos versos, recuerdo vívidamente, me sirvieron de pequeño islote a mi naufragio, y en más de una ocasión los profería como quien esgrime una oración:
Que por mayo era por mayo
cuando hace la calor,
cuando los trigos encañan
y están los campos en flor,
cuando canta la calandria
y responde el ruiseñor,
cuando los enamorados
van a servir al amor;
sino yo, triste, cuitado,
que yazco en esta prisión;
que ni sé cuándo es de día
ni cuándo las noches son
sino por una avecilla
que me cantaba al albor.
Matómela un ballestero,
dele Dios mal galardón.
Yo no podía hablar debido a la traqueotomía que se me había practicado. Tenía un respirador conectado a mi tráquea y trataba de articular las palabras lo más claramente posible cuando alguna visita entraba en mi habitación, pero me costaba mucho hacerme entender y eran importantísimos los gestos, tan escasos: movimientos de ojos, sonrisas, pequeños movimientos de cabeza. La visita de mi madre solía traer consigo una larga lista de personas que a través de ella me enviaban su cariño y apoyo. Hermanos y hermanas desde España, primos y primas de México y España, amigos de todas partes, una lista larguísima de gente que me transmitía su cariño. Aparecían nombres de pronto de los que desde hacía muchísimo tiempo no sabía nada, pero que en aquel momento reaparecían para darme ánimos. Y debo reconocer que toda aquella nómina de afectos que sobre todo mi madre, mi hermano Amadeo y mi prima Rocío traían consigo como mensajeros resultó muy eficaz para que mi estado de ánimo encontrara de algún modo un sentido donde agarrarse. También ocupan mucho espacio en mis recuerdos los tiempos de soledad absoluta en aquella estancia. Todavía no sabía exactamente ni mucho menos lo que me había sucedido. No había nadie que tratara de engañarme. Simplemente yo no preguntaba y nadie tenía por qué informarme sobre cuál era mi estado con exactitud, cuál mi pronóstico y cuáles las futuras consecuencias. Sin que yo pudiera darle un orden concreto, sé que también entraban diferentes médicos para revisar diversos aspectos de mi salud. Pero no sabía quién era quién y no lo sabría hasta muy adelante.
Recuerdo que mi estado algo alucinado se obsesionó de pronto con la idea de que no me iban a atender por falta de dinero. Como una idea paranoica, escuchaba las conversaciones lejanas de enfermeros, enfermeras, médicos y personal administrativo, y deducía de sus palabras, convertidas en mensajes truncados, que estaban dilucidando si atenderme o no. Pensaba que me tenían abandonado hasta saber si yo podía pagar mi estancia hospitalaria. Sin voz, no sé de qué manera, logré transmitir, creo que nuevamente al enfermero Poncho, que por favor siguieran atendiéndome, que conseguiría el dinero de una u otra forma, que disponía de un seguro, que tenía una empresa y que en cualquier caso mi familia o quien fuera se haría cargo de los costes que pudieran suponer las atenciones médicas en aquel hospital. Todo era extraño para mí. No fue la única idea paranoica. Volviendo sobre la falsa idea de que me habían pegado un disparo que había dañado mi médula, trataba de explicar a una de las enfermeras más antipáticas que no podrían curarme si no entendían que la lesión procedía de una herida de arma; que me habían intentado matar. La enfermera trataba mis palabras con lógica displicencia. Apenas me hacía entender porque mi voz estaba ahogada por la traqueotomía, no articulaba bien las palabras y todo cuanto aquella enfermera podía interpretar era un discurso absurdo. De pronto yo sentía que despertaba de alguna pesadilla, me daba cuenta de que aquella explicación estaba siendo emitida desde mis propias alucinaciones. Y además, confiriendo todavía alguna veracidad a la historia del disparo, pensaba que si el personal sanitario se enteraba de que un crimen intermediaba en mi lesión, intervendría la policía y podrían descuidar mi tratamiento por mor del escudriñamiento legal. Así que, no es que mis conjeturas paranoicas se evaporasen completamente, sino más bien que prefería ocultarlas.
—Disculpa, disculpa: estaba soñando —intentaba explicarle a la enfermera con una voz casi extinguida—.
A duras penas lograba finalmente hacerme entender. Ella seguía observando los parámetros que indicaban las máquinas a las que estaba yo conectado y la principal preocupación de la enfermera era normalizarlos. Una compañera suya llegó y entre ambas comenzaron a manipular los tubos a los que yo estaba conectado, las bolsas de plástico que colgaban sobre mi cabeza y pulsaban los botones de las máquinas. Finalmente parecía que lograban su propósito. Algo se estabilizaba y volvían a abandonar mi sala.
Todo aquel período de terapia intensiva resultaba confuso. No puedo recordar con la mínima nitidez cómo era la habitación. Mi campo de visión estaba demasiado reducido y mi movilidad era casi nula. Recuerdo que un día llegó Mildred con una cartulina repleta de fotos familiares. Primero me la sostuvo frente a mí para que pudiera observar con detenimiento cada una de las imágenes. Había una fotografía donde aparecía toda la familia (mis padres, sus cinco hijos y cuatro hijas, los respectivos cónyuges y los por aquel entonces veinticuatro nietos y nietas), otra de mi padre, de la Tata, otra donde aparecíamos Mildred y yo en pose romántica y en blanco y negro (una foto tomada en Covadonga, Asturias, por mi hermano Ysidro hacía muchos años), incluso una foto de mi perro Cipión, y por supuesto alguna foto de Guzmán y Blanca, mis hijos. Sí, con toda seguridad, la visión de aquella cartulina aceleraba mis latidos y de algún modo animaba mi espíritu. Colgaron la cartulina frente a mi cama para que yo pudiera estar acompañado por aquellas imágenes familiares.
Me llegaban de alguna de las habitaciones contiguas los reproches de una paciente para con el personal sanitario. Se quejaba la mujer de algo. No recuerdo bien de qué. Decía que para eso pagaba el alto precio del hospital, para que la trataran bien.
Lalo y mi hermano Amadeo coincidieron en una de las visitas en Terapia Intensiva. Me hicieron ver el plasma sanguíneo que colgaba de la percha de los sueros y se me inoculaba a través de las vías clavadas en mis venas. Mi tipo sanguíneo no es el más común, así que se hizo una colecta entre familiares y amigos para que donaran su sangre aquellos que podían hacerlo. Al parecer, uno de los donantes era un alumno de mi hermano Amadeo en sus clases de artes marciales, alumno al que yo conocía y cuyo nombre era Doménico. Era un tipo muy grandote, y Lalo y mi hermano bromeaban diciendo que mi recuperación sería inequívoca y muy notable al recibir un plasma de un tipo tan tremendamente fuerte. Nuevamente el factor afectivo intermediaba en mi recuperación anímica. Las visitas que yo quería que entrasen para verme insistían en la generosidad de familiares y amigos que se ofrecían abiertamente para donar su sangre. Continuamente se apelaba a los afectos que extramuros estaban pendientes de mi evolución.

Algo que para mí supone todavía una duda sin resolver es la forma en que cada día me bañaban las enfermeras en mi cama. Más adelante, en el hospital de España, se me asearía con una esponja húmeda y se me secaría encima de la cama; pero en México, en el hospital Ángeles, vertían sobre mi cabeza y mi cuerpo un torrente de agua caliente. Me enjabonaban y volvían a aclararme con abundante agua. Todavía no me explico dónde desaguaba aquella cama. La primera parte, cuando me lavaban el pelo, lo recuerdo como un pequeño placer en medio de un sufrimiento cada vez más consciente. Sin embargo, cuando me daban la vuelta para lavarme la espalda y las piernas por detrás, zonas donde no tenía ninguna sensibilidad, sufría por los dolores de los hombros y el cuello. En una ocasión, mientras me bañaban, le pedí a una de las enfermeras si me podía poner algo de música en su teléfono móvil, pues con frecuencia algunas de ellas acudían a la habitación con la música sonando en sus celulares. Le dije que me gustaba la música clásica y logró ponerme alguna pieza para piano de Chopin. Me puse a llorar. Fueron probablemente las primeras lágrimas que vertía. Una inmensa nostalgia se apoderó de mí. Reconocer aquellas notas y descodificar un significado ininteligible por la razón, pero tan envolvente como si todo un repentino otoño plagado de recuerdos se hubiera condensado en apenas unos minutos. 

domingo, 11 de mayo de 2014

AFINIDAD ANÍMICA HACIA ESTADOS UNIDOS

De todas las mitologías existentes, tal vez sea la griega la más atractiva; no por la enunciación de decálogos morales más o menos indigestos, sino precisamente por todo lo contrario, léase: la imparable concatenación de acciones parangonables a las humanas, concatenación de hechos humanos despojados de ningún otro sentido que el de la multiplicación y la puesta en práctica de los placeres —por otro lado muy terrenales, como no podía ser menos—.
 Por encima, por debajo o desde el mismo corazón y entre medias del devenir de la sociedad norteamericana y su barniz —con vocación de materialidad— de moral protestante, como la herrumbre en los rectos raíles de un ferrocarril, transitan las vidas cargadas de realidad, la intrahistoria de una multiplicidad de razas y culturas que trufan su existencia con todo el despliegue posible de “pecados” imaginables (violencia, adulterio, transgresión de "la ley", incesto, pederastia, hurto, ambición, desmesura cirenaica…) en fin, toda esa panoplia que conforman las armas de la supervivencia y el afán por sobrevivir y multiplicarse. No es sólo en el desfile de seres que habitan en la ficción (en el caso griego, su mitología y su literatura; en el norteamericano, el de su literatura y su cine) sino también en el de los habitantes más pedestres de su sociedad. Tal vez esa lejana concomitancia (lejana en tiempo, aditamentos y actitud) es lo que, de manera poética, me ha servido para explicar mi atracción irrefrenable por la cultura del Imperio y la Historia de sus intrahistorias. Metonimia que me asalta a partir del siguiente fragmento leído en un resumen wikipédico sobre la biografía del músico Chuck Berry:
Durante estos años, Berry era un músico consolidado, realizando varias giras alrededor de Estados Unidos y apareciendo en programas de televisión. Aprovechando su éxito económico, el guitarrista invirtió parte del dinero en bienes raíces cerca de Saint Louis, así como en clubes nocturnos. En 1958 fundó un club llamado Club Bandstand, que admitía la entrada sin segregar a los clientes por su raza.

Sin embargo, en diciembre de 1959 enfrentó una de las acusaciones más graves de su carrera. Chuck Berry conoció a una joven apache llamada Janice Norine Escalanti en Juárez (Texas). La muchacha, que provenía de Yuma (Arizona), le dijo al músico que tenía 21 años de edad, pero en realidad tenía 14. Berry le ofreció un trabajo de camarera en su club Bandstand, así que la llevó a Saint Louis con él. Algunas semanas después, la joven fue arrestada por ejercer la prostitución en un hotel de la ciudad. Este hecho llevó a que Berry fuese arrestado por infringir la ley Mann, por "transportar a una menor de edad a través de la frontera del estado para fines inmorales". El guitarrista fue condenado a cinco años de prisión y al pago de una multa de 5.000 dólares. La sentencia fue apelada, debido a los comentarios racistas que había hecho el juez durante el juicio, y la condena fue finalmente rebajada a tres años.