domingo, 15 de diciembre de 2019

POEMAS MUSICADOS SOBRE "SOY DIOS" Y "HAIKUS", POR JUAN FCO. NAVARRO

DOS «LIEDER» EN ESTADO EMBRIONARIO SOBRE POEMAS DE DESDE EL ABISMO, VERSOS INVÁLIDOS 


Tras el doloroso parto de Desde el abismo, versos inválidos, recibí, hace cerca de ocho meses, un mensaje de mi amigo Juanfran. Había musicado mi poema «Soy Dios». Lo eligió del manojo de 27 poemas que incluye el poemario. Lo hizo por algún motivo. Me escribió junto con el regalo un pequeño correo en el que decía, entre otras cosas: 

Te envío la obrita que he hecho con tu poema. Como te comenté por teléfono, está concebida para piano y barítono. Ah, no recuerdo si te lo dije, quité una frase del poema, 'por eso la mayúscula', porque, siendo pertinente en el poema en sí y en su lectura, me parecía que rompía un poco el argumento musical y su cadencia; espero que no te moleste. Para compensar, la última frase, 'me iré cuando yo quiera', la he repetido dos veces, perdiéndose, en una escala de tonos, tan querida por Debussy. Alguna broma musical también he pergeñado: las notas en la palabra 'Uno' forman un trítono, el llamado diabolus in musica... y así. 

El sueño de Tartini de Louis-Léopold Boilly (1824)
Jamás habría detectado la broma del trítono, pero me gustó ese diabulos in música y lo asocié por homofonía y semántica a la sonata para violín de Tartini El trino del diablo —este Fausto de la música que fue Giuseppe Tartini aseguraba habérsele aparecido el maligno una noche sentado junto a él en el borde de la cama y haberle revelado la melodía—. La ironía del diabolus, como con toda intención ejecutó Juanfran, cobra mayor gracia en unos versos que hablan de Dios. El Dios-Yo de Walt Whitman. 

Hace apenas unos días, Juanfran volvió a obsequiarme. Esta vez con una pieza, un nuevo lied —pero menos aburrido que el ochenta por ciento de esas obritas tan decimonónicas, el otro veinte resultan deliciosas, y me atrevo con la estadística, burla burlando, para decir que la mayoría de los Lieder son un coñazo destinado a emperifolladas de salón— cuya base de inspiración musical eran los cuatro primeros haikus que aparecen en el mismo Desde el abismo, y sobre la cual me decía: 

Escogí los cuatro primeros, me parece que tienen unidad estructural y podían adecuarse bien para hacer algo no muy largo...; y me molaba que la historia acabase con 'tu sexo ha muerto', soy un enfermo, no lo puedo evitar, jajajajaa. Es más, la frase me sugería intentar una cadencia final no trágica, terminando en mayor, como una ascensión a otro lugar... yo qué sé. 
Otra decisión fue para qué instrumentos y qué tipo de voz hacerlo, barajé varias opciones y me decidí por un conjunto de cuerda y una soprano; principalmente, porque estuve varios días trabajando en una introducción que resumiese lo que a mí me decían los haikus y que estuviese basada en su métrica (5,7,5), y me salió algo para cuerdas. La intro es una permutación de la métrica mencionada (7,5,5), y la obra está basada en ese concepto rítmico, con alguna variación y licencia... 


Juanfran me da explicaciones que sobrepujan mis nulos conocimientos técnicos del arte de la música, del que se ha escrito: «La música es la obra humana más inexplicable, el arte más contradictorio en lo que respecta a la relación entre causa y efecto; para elaborarla se requieren las partes más sofisticadas de la mente, nuestro mayor refinamiento, mientras que su percepción y los efectos aparejados apelan a las regiones encefálicas del instinto, la música conmueve, en la rica variedad de las emociones, del mismo modo que un trueno aterra a un perro o a un niño.» 

Se trata de algo verdaderamente extraño, aunque con toda probabilidad explicable como fenómeno de ruptura psíquica: desde que tuve mi accidente de motocicleta y esta tetraplejia amablemente concedida por el destino, experimento una especie de desdén, hartazgo y aun desprecio por todo lo que pueda ir produciendo, escribiendo. Si no es por alguna presentación o porque alguien me lo pide, jamás se me ocurre releerme. Lo que pueda construir se amontona en la escombrera de nuestra biografía. Cuando la experimento, la ilusión reside en el presente inmediato del proceso de creación, si es que tal cosa no está reservada únicamente a los dioses beodos. La ilusión se ha convertido en una pulsión anímica fugaz, que se disuelve segundos después de su materialización inmediata; después de todo, no es más que un delirio. El delirio sabemos que es el clímax de los locos; una especie de eyaculación sináptica. 

Sin embargo, estas pequeñas piezas de mi amigo Juanfran merecen el acto de retorno; por ellas mismas, más allá de la sustancia lírica. 

Debo advertir que no se encuentran interpretadas por humanas fuerzas sino en un formato electrónico que imita instrumento y voz, sin que ésta última diferencie sílabas fonéticas y sea únicamente una especie fraseo sonoro. El oyente debe hacer un esfuerzo de abstracción y superar el sonido vicario de la electrónica, hacer un ejercicio de abstracción sublimadora e imaginar las notas en un estado puro y humanizado. 

He pedido a algunos amigos y amigas, músicos y cantantes, grabar una versión «real», con instrumentos y voz humana. Insistiré, porque creo que merece mucho la pena. Para mí, estas pequeñas piezas están cargadas de un extraño misterio. El misterio es la sal del arte. 

Esta es la firma de los correos que me escribe Juanfran, donde encontramos además la dirección de su web: 

Juan Fco. Navarro 


*El término Lied lo usamos de un modo un tanto irónico o extensivo. Sobre las piezas de Juanfran basta con decir que son musicalización de poemas. Los Lieder —extraño plural—, aunque nacidos en el clasicismo musical, tienen su máximo desarrollo durante el romanticismo y en particular entre algunos músicos germánicos. El suele ser pieza breve, generalmente para piano y voz, basada en un poema. Durante su esplendor se musicaron poemas de autores tan conspicuos como Heine, Goethe, Schiller. Hay una obra de Arnold Schönberg que sobrepasa los límites del Lied por ser sexteto para cuerdas y más larga, pero que tiene que ver con ese tipo de poema musicado, basada en los versos de un poeta alemán, Richard Dehmel, La noche transfigurada. El poema, que resulta para mí delicioso, fue causa, como otras obras del autor, de escándalo para una sociedad ñoña: durante un paseo nemoroso y bajo la luz de la luna, pasean un hombre y una mujer, quien confiesa a su amor que está embarazada de otro hombre; él lo acepta y la perdona. Las musicalizaciones de poemas de Juanfran sobre «Soy Dios» y sobe cuatro haikus de Desde el abismo, versos inválidos son piezas cortas, indudablemente contemporáneas pero con una armonía también clásica y entendible para cualquier oído. Tanto a mí como a quienes se las mostrado, alguno incluso músico profesional, nos han atraído de un modo semejante donde prevalece ese aspecto misterioso del que hablé más arriba.



Aquí están. Que os gusten.

Archivo de sonido 
Soy Dios

Archivo de sonido
HAIKUS




domingo, 13 de octubre de 2019

Noche de lobos, película

Desazonante belleza


sobre la película Hold the Dark (2018),
titulada al español como Noche de lobos


Descripción

Jeffrey Wright
¿Por qué hablar de una película con toda seguridad de segunda fila? Hace un par de semanas fuimos al cine para ver Érase una vez en Hollywood, de Quentin Tarantino. Contando con que existen tarantinianos y antitarantinianos (por paradójico que parezca, en devoción casi perfectamente inversa a las tribus de taurinos y antitaurinos, porque de sangre va la cosa) y contando pues con que yo me encuentro entre los tarantinianos, la película es una grandiosa sinfonía, que no llega a ser «obra maestra» (como lo es Pulp Fiction) por una ridícula cuestión de pequeños detalles. Se rinde tributo, precisamente, al cine segundón del Hollywood de los años 60, en particular a los western, y dentro del cine segundón, a los actores segundones —y de paso, propina un tarascazo en todo el morro de los protagonistas guaperas, arrogantes y sin sustancia—; y en segundo lugar, con osadía ética —que sabemos estética—, se sustancia un acto de justicia poética —y por ende artística— a favor de Roman Polanski, quien se devanea, en la vida real, por Europa, escabullido de la justicia neomccarthyana. El personaje de Cliff en la actuación de Brad Pitt es absolutamente memorable. Pues eso, de la película de Tarantino van a proliferar críticas y reseñas entre tirios y troyanos, mientras que de la Noche de lobos que nos ocupa se leerá, y de hecho ya se lee, infinitamente menos.
Hold the Dark no creo que vaya a ser una película famosa ni que vaya a recibir críticas generalizadamente altas, ni por parte de la crítica ni por parte del público; sin embargo es probable que coseche una buena gavilla de adoradores fetichistas. Porque la película mantiene desde el primer momento hasta el último un mismo ritmo desasosegante. Se zafa del tedio rítmico, se yergue de la lentitud inane, para ofrecernos, bien al contrario, una cadencia sin resquicios para la vacuidad semántica; merced a su solemne tempus, suscita el interés, la sugerencia suspendida en la atmósfera, la intriga de una belleza, una acción y una humanidad mórbidas. Personajes que hablan solo lo preciso en un ambiente de misantropía contenida, de gelidez emocional a la que acompaña, como es obvio, el clima de la salvaje Alaska, la nieve, el frío. Así que, siguiendo una tradición literaria que pervive desde tiempos de la Grecia clásica, los elementos de la naturaleza se mimetizan con el espíritu de sus pobladores, o viceversa más bien. Un escritor y experto en comportamiento lobuno llega al sórdido poblado alaskeño y su papel protagonista está lejos de la fantasmagoría de los héroes hollywoodienses, sin alardes, con humildad y una intervención llena de comedimiento. Lo mismo que el sheriff de la policía local. 
Alexander Skarsgård
Y lo mejor de la película es el reflejo de una belleza hostil, la inquietud y zozobra mantenidas, una extraña atracción que consigue atraparnos en la consecución de los hechos, por mucho que sepamos que no va a haber grandes hazañas, sorpresas, sustos chorras ni acciones vertiginosas. Ni siquiera nos queda claro el sentido de la historia, las razones que subyacen tras el movimiento de las fuerzas malignas que se tratan de conjurar. Importante: como siempre, cuando una película tiene como base del guión una novela, aun cuando ésta sea medio mala —y no digo que se trate del caso, porque no la he leído—, se nota, le da cierta consistencia y enriquece la narración y el perfil de los personajes; aquí, se trata de la obra homónima, en inglés, de William Giraldi.
Seguro que resultará poderosamente atractiva esta película para aquellos a quienes les hayan gustado obras como Déjame entrar (2008, con prescindible versión norteamericana de 2010), esa extraña cinta sueca de vampiros. Hold the Dark (Noche de lobos), a pesar del título que le han colocado en español, no tiene nada que ver con leyendas licántropas, o, si acaso, de manera muy refinada y sutil; pero sí tiene que ver con la vieja visión supersticiosa del cánido salvaje como animal que despierta terrores primordiales del alma humana. Al contemplar esta historia, uno también establece concomitancias y se acuerda del embriagador gusto que deja la aterradora canción de cuna rusa «Tili-tili bom». No es terror, ni suspense, es otra cosa tal vez sin género establecido, desasosiego que imanta.

Para ver ficha de la película: 


Esta misma crítica, publicada previamente en FilmAffinity:  Mis críticas

Tráiler:

 

Película en Netflix: 

Nana rusa «Tili-tili bom», que da más miedo que Putin: 

 

miércoles, 7 de agosto de 2019

De Cuentos más o menos realistas






anekantavada

El aire ardía en pleno día de mercado, cuando la afluencia de lugareños y foráneos era mayor. En los meses estivales la población llegaba a triplicarse. Mediodía. Un tilo de porte pluricentenario agraciaba la plaza principal desde el centro mismo de su geometría. La copa oscurecía varios cientos de metros cuadrados con una sombra sólida y una silueta con tendencia a la circunferencia, pero irregular, lobulada, como el borde de una ameba. El tronco tenía la anchura de cuatro garitas militares —bueno, está bien: de tres garitas— y mantenía el borde inferior de aquella generosa copa a unos cinco o seis metros de altura del suelo. O más bien, habríamos de matizar, desde la tierra de la gigantesca peana encalada que servía al árbol como inmenso macetero, alrededor de la cual se formaba una bancada circular.

Un número par y milenario de ojos, y la mitad exacta de personas, porque no había ningún tuerto, hombres, mujeres y niños, iban a ser testigos de un prodigio sin sentido. Prodigio y sin sentido es un pleonasmo, una redundancia, lo segundo se sobreentiende casi siempre de lo primero.

El tilo comenzó a hacerlo desde los bordes de las hojas más altas. Comenzó a producir el extraño fenómeno. Las primeras fueron esas hojas en la parte de arriba, hojas, como las del resto de la arborescencia, lustrosas, proclives a dibujar corazones inmaculados. Una gavilla menor, insignificante, de individuos, los más avispados, fueron capaces de descubrirlo los primeros. Esos cuatro o seis, si estaban solos comprando en el mercado, se quedaron ensimismados, impávidos, mirando el origen del suceso; si iban acompañados, enseguida lo advertían a quienes iban con ellos, a sus maridos, esposas, hijos o amigos; les avisaban de lo que estaban contemplando. Mientras tanto, el extraño fenómeno continuó avanzando lentamente, de forma diseminada, con nuevos bordes dentados de hojas que principiaban el extraño efecto. Mientras que las superiores, las que habían empezado a constituir aquel fenómeno, se encontraban en plenitud del mismo. Quienes lo veían ya no podían hacer otra cosa que dirigir sus ojos hacia el árbol. «Cierra la boca —hija mía—, le dijo el padre, se te va a descolgar la mandíbula hasta el suelo», la niña no llegaba a la adolescencia, pero estaba por completo absorta, mientras el padre, por otro lado, no tardó en dirigir de nuevo su mirada hacia la copa, las ramas, el borboteo de las hojas producido por el viento y aquel portento que se obraba frente a él, en lo alto.

Entre los miles de asistentes al mercado ambulante que cada lunes se instalaba en el centro de la villa, poco a poco, como van apareciendo las estrellas en el cielo cuando comienza a anochecer, nuevos observadores iban contagiándose de aquella visión que los subyugaba. Y el fenómeno no dejaba de extenderse por zonas cada vez más amplias del árbol. Las señoras que regían los puestos, los vendedores de frutas y verduras, charcutería, quesos, menaje del hogar, ropa de marcas falsificadas, comenzaron todos a sufrir el contagio. Cuando alguien giraba el rostro hacia el prodigioso fenómeno que se estaba produciendo en el tilo de la plaza ya no podía hacer otra cosa que seguir mirando. Toda la copa, una enorme masa de ramas y hojas que habían sido verdes, se encontraba ya afectada. Pero cuando el tronco comenzó a hacerlo, cuentan quienes pudieron contemplarlo que su embelesamiento alcanzó el paroxismo. Una señora que rozaba los 70 años había entrado en éxtasis, lo cual no le había sucedido jamás en sus seis décadas de asistencia cotidiana a la iglesia —claro que el templo, una mezcolanza poco armónica de estilo barroco, neoclásico y con arreglos del siglo XIX, se encontraba en un extremo de la plaza, a no demasiados metros del gran árbol—; varios niños, algún adolescente y algún adulto —aunque inconfesos estos últimos— sufrieron micciones incontenidas. No uno ni dos ni cinco, varias decenas de personas cayeron al suelo sufriendo horribles convulsiones. Toda la plaza, todos, oriundos y extraños, cada alma congregada en los alrededores del tilo, ese número par y milenario de ojos a los que nos hemos referido al principio de esta narración, miles de millones de conos y bastoncillos, receptores de la luz, quedaron fijos sin excepción en la contemplación del árbol y su proceso. Unos receptores trabajan en horario diurno y luminoso y otros lo hacen por la noche. Y en el interregno del atardecer se produce una especie de embriaguez visual, porque ninguno de nuestros receptores en la retina resuelven con mediana solvencia el desciframiento de los objetos a nuestro alrededor, la realidad. Y en ese horario confuso dicen que es cuando más gente sufrió desmayos, ataques semejantes a la epilepsia, arrobos místicos, alucinaciones o simplemente esa estupefacción en grado máximo. Habían pasado muchas horas. El calor del verano mesetario, la falta de hidratación, el hambre, el cansancio de estar de pie. Caía la noche como cae el telón de un teatro —comparación manida y siempre exacta—, veloz, tiñendo de oscuro la atmósfera; porque las farolas o cualquier otro tipo de iluminación eléctrica de la plaza y del conjunto de la villa no se encendían. A las 12 de la medianoche, transcurridas por tanto 12 horas desde que había empezado el extraño fenómeno, todo acabó.

Al día siguiente, el mercado había quedado perfectamente desalojado. Ni rastro de los camioncitos que se convertían en tiendas cuando se desplegaban sus paredes, las furgonetas, los tenderetes, una ausencia absoluta de cualquier rastro de venta ambulante. Ni siquiera residuos del olor a queso, embutidos, naranjas aplastadas o vinagre, dependiendo de la zona. Por supuesto, tampoco de ningún transeúnte. La plaza lucía una extraña soledad. Claro que eran las siete de la madrugada y la luz, de nuevo, se encontraba en ese punto inconcreto, hermoso o desasosegante, en cualquier caso —aunque fuera por un breve espacio de tiempo—, totalmente confuso para nuestro precario sentido de la vista. Tan precario, tan engañoso, tan embaucador, que los cronistas, no uno sino varios, fueron incapaces de recoger en sus centenares de entrevistas dos relatos coincidentes. Se intentó recurrir a las cámaras de algún local próximo, pero en ellas, en aquellas cuyo objetivo alcanzaba al tilo, no se apreciaba ningún efecto. Periodistas, un catedrático de antropología que se había retirado en la región, la policía, ninguno de los especialistas fue capaz de llegar a conclusión alguna. Cada una de las miles de personas que habían estado en el mercado aquel mediodía del corazón de agosto relataba, decía haber experimentado y describía un suceso por completo discordante del de los demás; parecía, o más bien resultaba un hecho incontestable que cada quien había presenciado sobre el tilo de la plaza un prodigio único, extravagante y disímil, cada persona su extraño fenómeno.


De Cuentos más o menos realistas

Llamera, agosto, 2019
Pirrón (grabado) tuvo contacto con ciertos filósofos hinduistas a quienes los helenos llamaban gimnosofistas (hoy entre los jainistas); ellos y sus ideas, como la del anekantavada, lo inspiran para el desarrollo del escepticismo. Pocas precauciones discursivas más útiles y menos practicadas por nadie que la "suspensión del juicio", la "epojé" (retomada por la fenomenología) ante la dificultad de conocer la "realidad" 











viernes, 19 de abril de 2019

De Notre Dame al Mare Nostrum, por José L. Vilanova


De nuevo tengo el honor de publicar en este cuaderno de bitácora la siguiente entrada, escrita por mi amigo el doctor José Vilanova. Su título podría ser, y es:

De Notre Dame al Mare Nostrum

José Luis Vilanova 



De nuestra señora al mar nuestro. De Notre Dame al Mare Nostrum. 
Se diría que los escenarios son más importantes que sus contenidos, que las personas que los habitan, que los construyen, que les dan la vida; ubicaciones, al parecer, más importantes incluso que quienes han pagado con ella, con su vida, para que tales lugares existan. Tranquilos, que las donaciones ya rebasan con creces las expectativas de restauración de Notre Dame. Los desvelos de los ultras católicos al otro lado del Sena, con su despliegue de cánticos y velas, dejan claro que, sobre todas las cosas, ha de prevalecer «el poder de Dios» (o más bien de sus valedores). 
Pobres en la puerta de una igesia, Benlliure
Olvidando lo que tuvo que recordar el gran Víctor Hugo en sus novelas del diecinueve: que la catedral de París no tiene ningún sentido sin el deforme Quasimodo, «desecho» repugnante de la humanidad, sin Esmeralda la Zíngara, extranjera, despreciable, gitana y rechazada; sin «los miserables» Jean Valjane, condenado a la cárcel por robar una hogaza de pan para su sobrino, carcomido por el hambre, y la huérfana y madre soltera Fantine, aferrada a su pequeña Cosette, excluida y marginada por la Francia injusta y desigual de los reyes de exuberancia rococó y los vasallos de miserias y hambruna. Y mientras tanto el Mare Nostrum será «nuestro» pero no de «los otros». Cementerio de los que tratan de cruzarlo en la simple busca de su supervivencia. Muy lejos de la consternación unánime, de la adhesión de admiración mostrada hacia los poderosos. Ignorados, despreciados, desollados y condenados al miserable abandono por la cristiana Europa; cuando los vecinos de sus lugares de procedencia aceptan compartir su pobreza hasta sobrepasar su propia población. Mientras los bomberos de París son ensalzados (con merecimiento, claro que sí), los rescatadores de vidas humanas en el Mediterráneo son vilipendiados, arrestados y puestos delante de la justicia (?) acusados de «tráfico de personas» (??).
Mientras la derecha levanta muros y alambradas, y prepara devoluciones masivas; mientras la izquierda felicita el Ramadán riéndole las «gracias» a los prebostes del Islam,  y conchabean sin el menor asomo de crítica con quienes sojuzgan, someten, torturan y hasta incendian a sus mujeres. Y mientras unos y otros retienen en sus puertos a los barcos que sólo ofrecen un cabo, una mano a la que asirse y una taza de café caliente.
¿A uno de estos tenemos que votar en los próximos días? Ya nos lo decía el bueno de Galeano: su vida vale menos que la bala que los mata.



 José Luis Vilanova, médico, humanista
                                                                                   joseluisvilalon@gmail.com 
                                                                               Madrid, 19 de abril de 2019


lunes, 4 de marzo de 2019

¿«Desobediencia civil» eso del independentismo?


En el denominado «Juicio al Procés» (proceso judicial de los encausados por el extravagante conato de independencia de Cataluña, llevado a cabo en el entorno de fechas que rodean al referéndum del 1 de octubre de 2017), Jordi Cuixart, presidente de Òmnium, ha afirmado que aquel primero de octubre (1-O) supuso un acto de «dignidad colectiva» —casi una contradicción y en cualquier caso una perversión del concepto de 'dignidad', virtud necesariamente individual—, y que todos los españoles deberían sentirse orgullosos por «el mayor ejercicio de desobediencia civil en Europa». Esta «desobediencia civil» está siendo salmodiada (salmo-Diada) de manera repetitiva por buena parte del independentismo catalán y sus defensores.
Resulta incómodo escuchar tal cosa para quienes podamos sentirnos inclinados por los beneficios morales de la «desobediencia civil». Es más, para quienes vemos más defectos que virtudes en buena parte de la prepotencia de los Estados y su atrabiliario «Imperio de la Ley». Sin embargo, ni Sócrates ni Séneca ni Gandhi, con quienes de manera megalómana quieren sentirse identificados algunos líderes del nacionalismo, ni su ejerciente desobediencia civil tienen nada que ver en absoluto con el movimiento político y social del independentismo catalán. Veremos por qué.

La desobediencia civil, trad. esp. por José Gabriel Baena
La desobediencia civil, trad. esp. José Gabriel Baena
Desobediencia civil: ¿dónde podríamos encontrar su definición originaria, su sentido más pulcro, para poder establecer después qué tipo de movimientos sociopolíticos podrían considerarse como tales y cuáles no?
Se nos ocurre pensar en antecedentes conceptuales, pero no se nos ocurre ningún antecedente en el que coincida el concepto con su expresión concreta «desobediencia civil» más allá de la obra de David Thoreau La desobediencia civil (1848). Este discurso convertido en libro, e incluso manual, es el resultado de una desobediencia personal efectuada por el simpático pensador estadounidense, a quien admiro intelectualmente y en quien se podrían ver antecedentes de cierto anarquismo moderado e incluso de cierto ecologismo; David Thoreau se negó, de forma pública y notoria, a pagar impuestos a un Gobierno, el de los Estados Unidos, que invertía parte del erario en hacer la guerra a México. David Thoreau, al considerar tal guerra como algo injusto, invitaba a la libre desobediencia ciudadana a no pagar, a no contribuir con su dinero a una causa inicua. En su desobediencia civil podemos rastrear los elementos que conforman, definen y acotan necesariamente este acto concreto de rebeldía:
elevado grado de conciencia;
transgresión de la ley establecida;
notoriedad (actuación pública, vocación divulgativa);
forma pacífica;
sacrificio personal (aceptar poder ser castigado judicialmente);
toma de decisión individual;
superioridad moral;
y, finalmente, actuar con aspiraciones de contagio social.

He leído en algún lugar que la desobediencia civil debe ser colectiva y no individual. Creo todo lo contrario. La desobediencia civil debe partir necesariamente de la libre voluntad consciente de un individuo cuyo objetivo político pueda ser contagiado a una larga cadena o masa de individualidades. Así que, lejos de convertirse en un movimiento colectivo, aspira a ser movimiento de individualidades conscientes sinérgicas. Pero puede quedarse dignamente en acto de uno solo.
Es fácil pensar en subsiguientes formas de genuina «desobediencia civil» en el movimiento pacifista independentista de Gandhi. La India era una colonia británica sostenida a miles de kilómetros de distancia mediante el uso de la fuerza militar. Se trataba de una colonia en el sentido más perfecto del término: un territorio que nada tiene que ver con la potencia colonizadora y que es conquistado y utilizado como fondo de riqueza (extracción minera variopinta, poder geoestratégico, etcétera).
Podemos ver que esa desobediencia civil de Gandhi cumple los elementos definitorios: Gandhi emprende el movimiento tras un elevado grado de conciencia, transgrede una ley establecida por el imperio británico, lo hace como altavoz público con anhelo de notoriedad —que su lucha sea conocida, reconocida y secundada por la mayoría—, se ejerce bajo la forma de un pacifismo paradigmático, su impulsor conocía las posibles consecuencias judiciales en su contra, fue una toma de decisión individual, su superioridad moral estaba completamente clara y, por último, logró que su lucha se contagiara hasta que miles, millones de individuos despertaran en su conciencia su mismo objetivo y secundaran con sus acciones individuales una desobediencia civil sinérgica, que en ningún caso debe confundirse con movimiento de masas o colectivización promovidos por entes políticos.
Martin Luther King encarna otro de los grandes hitos de la «desobediencia civil». No vamos a repasar su estricto cumplimiento con cada uno de los elementos definitorios que exige el noble ejercicio de la desobediencia civil; que lo haga cada uno.
Nelson Mandela merece con todos los honores incardinarse entre los grandes desobedientes civiles.

Sobre figuras históricas cuya acción resulta a las claras un antecedente del concepto, no así del concepto y su expresión terminológica concreta, está claro que nadie supera a Jesucristo.
Otro antecedente, aunque mucho menos claro en lo que respecta a su afán proselitista en el mejor sentido, podríamos encontrarlo en Sócrates. Pienso, con Bertrand Russell, que en lo que respecta al carácter profundamente ético, el filósofo condenado a muerte por el tribunal ateniense era con toda probabilidad un ejemplo mucho más perfecto de «hombre bueno» que el del fundador inconsciente del cristianismo; y digo «inconsciente» porque la religión cristiana se construye sobre la tumba vacía de Jesús, después de su existencia y sin que él pudiera llegar a imaginarse tan siquiera las consecuencias históricas que su desobediencia civil iría a generar. Claro que se postulaba como el hijo de Dios, que no es cualquier cosa.

En todos los casos anteriores y en cualesquieras que se quiera pensar y que cumplan los elementos definitorios de la virtuosa «desobediencia civil», la conciencia y su ejercicio de libertad individual prevalece y en todo caso niega ningún ulterior movimiento político de masas. La coincidencia de voluntades individuales en la sinergia que hemos descrito anteriormente puede llegar a generar un cambio político o a lograr que se incluyan sus demandas en algún tipo de ideario de cierta ideología o partido político, pero nunca hace degenerar la idea prístina de la «desobediencia civil» para terminar convirtiéndola en algo que esta misma niega desde sus cimientos: un nuevo poder político, un sistema legal sustitutorio pero paralelo, un nuevo Contra-Estado, un Imperio de la Ley de nuevo cuño. Esto buscan los nacionalismos segregacionistas.

No creo que me tenga que implicar demasiado en un juicio político concreto, más allá de mi animadversión intelectual por los nacionalismos, para demostrar que el movimiento sociopolítico del independentismo catalán nada tiene que ver con la «desobediencia civil».

Elevado nivel de conciencia. Abogar por la independencia política de un territorio de más de 32.000 km² y 7 millones y medio de habitantes que ha formado parte de un mismo territorio de cerca de 500.000 km², no sometido sino simplemente integrado —con aporte y recepción política, cultural, económica, poblacional—, implica tal cantidad de elementos de juicio que resulta imposible tener una «conciencia clara». ¿Sobre qué se tiene conciencia?, ¿sobre que «España nos roba»?, ¿sobre que nuestra cultura es demasiado diferente?, ¿sobre que nuestro idioma debe ser el único que se hable?, ¿sobre que nuestra economía iría mejor si estamos separados del resto? ¿Se puede tener conciencia suficiente para negar siglos de implicaciones culturales y humanas con el resto de regiones! ¿Cada una de las conciencias individuales de los aproximadamente 2 millones de posibles seguidores del independentismo coinciden en una misma visión de la nueva patria que se quiere construir y de la vieja de la que se quiere salir? Conciencia clara la pudo tener David Thoreau y aquellos que quisieran sentirse adscritos a su lucha, porque era algo perfectamente aislable, identificable: luchar contra la guerra a México, querer la paz en un punto concreto. Gandhi abogaba también por el pacifismo y por la independencia de una colonia, lo que implicaba simplemente que la situación se revirtiera a como era unas pocas decenas de años atrás, no como algo futurible que hay que construir sino simplemente como era antes; no hay que tener conciencia clara sobre un constructo complejo, sobre la construcción identitaria de un colectivo, sino sobre una simple devolución de la soberanía preexistente. La lucha contra la discriminación racial en Estados Unidos resulta también algo bastante nítido sobre lo que tener una conciencia clara. Etc.
Transgresión de una ley. No se trató de individuos saltándose una ley, sino de un ente político, la Generalitat, tratando de vulnerar las leyes mismas por las que ella misma existe y se rige para suplantarlas por otras, las «leyes de desconexión», que ella misma construye. Esto es lo que se dice desvestir a un santo para vestir a otro.
Notoriedad, vocación propagadora. Lo mismo que en los dos casos anteriores, un nacionalista independentista tendría la tentación de sentirse perfectamente adscrito a esta vocación; sin embargo, también de manera idéntica a los dos elementos anteriores, lo que tenemos aquí no es un individuo ejerciendo su «desobediencia civil» para que otros lo secunden, sino una institución pública, un cuerpo político legalmente constituido, un poder establecido que convoca a la ciudadanía. Posteriormente, y también de manera institucional, se ejerce un plan propagandístico a nivel internacional.
Forma pacífica. Formalmente y de manera explícita en sus consignas, el movimiento independentista catalán ha abogado siempre por la manifestación pacífica. El problema es que el enfrentamiento de un poder establecido contra otro poder establecido resulta un pulso que por sus proporciones difícilmente va a poder evitar convertirse de algún modo en un choque. Y está claro que, recurriendo a la metáfora manida de los trenes, estrellar un convoy pequeño contra otro mayor supone en sí mismo una convocatoria irrevocable a la violencia aplazada. Por seguir con la metáfora, se invita a los pasajeros y al maquinista a subir civilizadamente a los vagones y a sacar banderas con la paloma de la paz por las ventanas, mientras la locomotora se dirige por la vía de sentido contrario y de manera inesquivable al estrellamiento; eso sí, tal vez, con extraña ingenuidad política, pensando que el tren grande va a apartarse en el último momento. Pero es que se sabe que los trenes transitan por raíles fijos, sin margen de maniobra una vez que dejan atrás las estaciones con guardagujas.
Sacrificio personal (aceptar poder ser castigado judicialmente). Sí creo que los organizadores intelectuales (políticos y parapolíticos) del plan secesionista pecaron de ingenuos. La democracia española y su nuevo Estado después de 40 años de distancia con el franquismo hizo pensar a los políticos de la Generalitat que las estructuras estatales mostrarían una indulgencia de impecable naturaleza posmoderna. Pero hasta yo, casi un analfabeto político, sé que la historia se nutre de cientos de ejemplos para poder haber sospechado antes que los Estados se muestran inflexibles cuando de lo que se trata es de defender su integridad. Más aún cuando la región segregacionista supone casi una cuarta parte de la riqueza de toda la nación. La política real es muy cruda. ¿Sabían los líderes del «Procés» que se arriesgaban a la pena judicial? Quizá sí, aunque simplemente sospecho que el respaldo multitudinario les hacía sentirse inmersos en un fluido demasiado populoso, caliente y ácido para sentirse vulnerables frente a los tribunales y hacerles ver así diluidas sus responsabilidades. Es probable que en su fuero interno retumbase: «no creemos que se atrevan a responder».
Toma de decisión individual. Claro que detrás de cualquier decisión, incluso la de salir a la calle para fundirse en un movimiento multitudinario de masas, presupone una voluntad individual; hay que sentirse concernido por la llamada de los convocantes, programar la fecha, y, el día señalado, ponerse ropa cómoda, abrir la puerta y decidir salir a la calle. Pero ya se acaba de decir: sentirse concernido por los convocantes, esto es, transferir nuestra decisión al sonido de los cuernos. El llamamiento de los pífanos (travestidos de dulzaina catalana) no es llevado a cabo por un civil, por una individualidad disidente, sino por una organización política y asociaciones satelitales parapolíticas. La toma de decisión individual se torna entonces perifrástica: decido aceptar que me convoquen para decidir.
Superioridad moral. Es de suponer que el prosélito y seguidor de cualquier doctrina debe pensar que ésta es superior moralmente. Pero no está tan claro que la desiderata de los nacionalismos sea analizable históricamente en términos de superioridad moral. Sí de «sentimiento de superioridad», moral, y hasta cultural y étnica; superioridad racial en el peor de los casos. Me parece lógico inferir que cuando un conjunto de ciudadanos autoproclamados como «pueblo» quiere separarse de un conjunto mayor es porque sus integrantes se consideran superiores en algunos términos, más capaces para progresar si se quitan de encima el lastre de una masa inútil a la que ya no quieren pertenecer. En su imaginario colectivo se perfila una República casi perfecta de hombres y mujeres demasiado inspirados para compartir ningún proyecto con la medianía.
Y, finalmente, actuar con aspiraciones de contagio social. En cierto modo esta última condición tiene que ver con las aspiraciones a la notoriedad. Está claro que esa aspiración es fundamental para el movimiento secesionista. En la medida en que amplíen el ancho de sus acólitos su proyecto se verá más próximo a realizarse, puesto que se trata de poner en marcha no otra cosa que un proyecto político inserto en un sistema democrático, cuyo motor se alimenta de los votos en una urna, la suma de escaños para una representación parlamentaria mayoritaria. Los devotos preceden a los votos. Esta es la cuestión. Primero se crea el contagio social y después se empuja a la masa de partidarios. Como vemos, el orden está invertido.



Hecho todo este análisis más o menos válido, he de apostillar que sigo profesando una adhesión, al menos teórica, a la genuina «desobediencia civil». Que no me gusta la prepotencia de los Estados ni el absolutismo de la Ley; pero los Estados contemporáneos, sobre todo en Europa, después de siglos de iniquidad y de un siglo XX modélicamente cruel en la primera mitad de su centuria, han ido incorporando irrenunciables componentes benéficos para el conjunto de las sociedades: la justicia y los derechos sociales, la libertad ciudadana, el juego de las posibilidades para allanar el camino por el cual transitar los individuos en pos de su felicidad, la igualdad de la justicia, la separación de los tres poderes de Montesquieu… Ninguna época histórica ha llegado al nivel de los actuales Estados del bienestar y la cuestión parece demasiado palmaria para detenerse en posibles detalles contradictorios. Abogaría más por un desdibujamiento de las fronteras que por la creación de otras nuevas. Repudio el nacionalismo, pero no creo que el Estado al que se enfrenta el nacionalismo catalán —ya flagrante secesionismo— sea todo lo ejemplar que debería. No me gusta ver en la cárcel a cierto grupo de políticos independentistas, o a dos presidentes de sendas asociaciones culturales, ANC y Òmnium. Pero tampoco me gusta la escisión social inevitablemente beligerante que se ha creado en la sociedad catalana y en el conjunto de España. No me gusta la denigración sistemática de España y sus pueblos, excepto el de esa Cataluña que él tiene dibujada en su cabeza, una mancilla sistemática que el expresidente Puigdemont propala por Europa y el mundo casi como único objetivo vital, convencido de que la derrota —icónica, imaginaría— del Estado grande abrirá el espacio para la realización del Estado menor, pero idílico, claro. El expresident de la Generalitat basa su condición de prófugo de la justicia en la pervivencia activa del proyecto de independencia —parece sufrir complejo de Guy Fawkes—, lo cual, sin embargo, nos es difícil de creer; este tozudo mesías (lo primero, «tozudo», viene de la definición que hizo de él algún compañero próximo, y lo segundo, lo de «mesías», se colige de algunas frases de un librejo que ha publicado y en el que, según parece, aflora cierto tufo a delirio de grandeza de sesgo paranoide-mesiánico: «nunca he creído en los líderes mesiánicos, pero tal vez la historia me quite la razón», se despacha el pavo para nuestro regocijo), personaje de apariencia apocada, mediocre y mendaz, parece estar pasándolo bastante bien entre entrevistas y mítines, fiestas, vinos y langostas. Mientras tanto, sus correligionarios, entre los que se encuentra, como dijo el pintor de izquierdas Eduardo Arroyo, «ese gordo al que se le aparece la Virgen [Oriol Junqueras]», llevan bastante más de un año en prisión preventiva. Una prisión que no los mantiene completamente aislados y desde cuya posición y a su manera, hasta donde pueden, continúan igualmente con su lucha, dando menos credibilidad aún a la maniobra escapista de Puigdemont, quien más bien se nos muestra como un cobarde fanatizado y maledicente.
Siempre estaré con las palabras de George Bernard Shaw: hasta no extirpar el patriotismo de la faz de la Tierra —el nacionalismo es un patriotismo inflamado— no se conseguirá la paz entre la raza humana. O algo parecido.


jueves, 31 de enero de 2019

Sobre el origen del euskera

Sobre el origen del euskera
a propósito del documental:



El formato del documental remeda formatos al uso (sobre todo anglosajones, del National Geographic, etc.) donde se intercala la voz en off junto a imágenes de presunta referencia (unos tipos cortando un árbol en el bosque, la gente paseando por la calle, un bailarín moviéndose al son de txistus y panderos); las entrevistas, con una presentación de cada entrevistado un tanto friki, con la voz del narrador siempre muy solemne se les filma caminando por un parque o por el Campus de su universidad, o en pose interesantona mirando pasar un río con actitud de Tales de Mileto; luego, su rostro en primer plano mirando al infinito (gestos entre beatíficos y aturdidos, con una sonrisa enajenada) con el rótulo abajo y, después, finalmente la entrevista, preferentemente doblada al español, como si no hubieran podido entrevistar en castellano a muchas de las lumbreras filológicas euskaldunas. En fin, dejando aparte el móvil escondido detrás de un documental presentado como aséptico; comento lo que me parece en sentido más filológico.

La primera contradicción es que en el narrador prevalece explícitamente un intento por desmitificar el origen del euskera, pero la dirección de la narrativa hace exactamente lo contrario, profundizar en esa especie de carácter misterioso, arcano, ancestral, mítico. De los presuntos lingüistas que aparecen, Ribero Meneses dice que el euskara y el caló son las lenguas más próximas a la lengua humana original, primigenia; produce mucha risa. La idea de la lengua original es una tontería sin fundamento simétrica a la del pecado original. Este hombre sería al estudio de la lengua lo mismo que un testigo de Jehová a la exégesis de los textos bíblicos. Es una tesis anclada en una concepción lingüística del pasado. Ni Tolkien se habría atrevido ficcionar algo así. No existe tal cosa. Su aseveración categórica de que los fonemas más antiguos de la humanidad en el nacimiento de la lengua (nada más ni nada menos) son /ba/, /za/ y /ga/ es algo completamente fabulesco («esos tres», remacha simpáticamente, «y después vinieron todos los demás», ¡atención, «todos»! Suena realmente científico).Y lo que dice de la evolución de la palabra biza, como origen etimológico del latín vita es desopilante, con esa conclusión donde mezcla la evolución fonética con lo meramente fonológico (esto es, manifestación escrita de la entidad sonora —fonética—): «y luego cambiaron la /b/ por la /v/», concluye y se queda tan ancho. Es de sobra conocido que el latín procede del euskera; ah, no, que es que era la lengua de las cavernas y después ya vino todo lo demás. A excepción del caló, que debió de ser la lengua de los Neanderthales de la cueva de al lado. Este R. Meneses, con su venerable rostro druídico, es el Anacleto de la filología.
Otro lingüista más juicioso, creo que de la Universidad de Gales, Sims-Williams, dice más adelante con razón todo lo contrario: que no se puede hablar exactamente de que una lengua sea más antigua que otra. Son una serie de superposiciones cuya antigüedad reside en los sucesivos superestratos, sustratos y adstratos de los que se va alimentando; a excepción del esperanto o de idiomas técnicos creados exprofeso. Me pareció muy correcto lo que dijo. También me parece muy correcto lo que dice Javier de la Hoz, de la Universidad Complutense y cómo le enmienda la plana al lingüista alemán Vennemann y sus ridículas pruebas para emparentar el euskera con las antiguas lenguas de Europa, basando sus conjeturas en las raíces monosilábicas de la hidronimia. La coincidencia fónica es muy fácil de encontrar cuando se analiza una única sílaba. Esto nos permitiría establecer erróneas familiaridades entre lenguas separadas y sin ningún parentesco factible.



Transcripción fonética de lengua ibera,
en una de sus variantes alfabéticas;
plomo de Alcoy (s. IV a. C.). Imagen
y transcripción tomadas de:
1. IRIKE ORTI GAROKAN DADULA BASK
2. BUISTINER BAGAROK SSSXC TURLBAI
3. LURA LEGUSEGUIK BASEROKEIUN BAIDA
4. URKE BASBIDIRBARTIN IRIKE BASER
5. OKAR TEBIND BELAGASIKAUR ISBIN
7. BIN SALIR KIDEI GAIBIGAIT
6. AI ASGANDIS TAGISGAROK BINIKE
8. [ARNAI | SAKARISKER]
10. DAR BIRINAR CURS BOISTINGISDID
9. IUNSTIR SALIRG BASIRTIR SABARI
11. SESGERSDURAN SESDIRGADEDIN
13. NIRAENAI BEKOR SEBAGEDIRAN
12. SERAIKALA NALTINGE BIDUDEIN ILDU































Mi conclusión sobre las dos cuestiones capitales: EL POSIBLE ORIGEN Y LA SUPERVIVENCIA DEL EUSKERA

EL POSIBLE ORIGEN. 
El documental repasa las diferentes tesis. Creo que yo defendería la procedencia de las antiguas lenguas ibéricas como la más plausible. No sé por qué el narrador, quiero decir el guionista o guionistas en voz del narrador, asegura que la mayor parte de la comunidad filológica rechaza las tesis ibéricas, defendidas entre otros por Humboldt. En el repaso que se hace de las diferentes hipótesis —procedencia caucásica, procedencia bereber, procedencia del hipotético fino-ugrio, procedencia de lenguas primitivas europeas, procedencia del antiguo ibero—, con la que más semejanzas se encuentra, después de todo, es con este último; precisamente en su posible relación con la transcripción fonética de textos iberos (y también topónimos, por cierto, según transcripciones hechas por los romanos o reconstruidas arqueológicamente por la lingüistica actual). De las inscripciones textuales de lenguas iberas se conoce la pronunciación, pero no el significado. Se leen, pero no se entienden. De manera muy intuitiva, esas transcripciones fonéticas muestran un interesante parecido con el vasco actual, a veces sorprendente, flagrante (v. fig. arriba). Exclamamos «¡suena igual!». Las coincidencias léxicas, sonoras, con el resto de lenguas con las que se ha comparado el euskera son mucho menores que las que tiene con la antigua lengua ibérica. También se omite algo muy importante: la influencia sustrática del euskera sobre el castellano, no solamente en la evolución fonética, que hace que el español sea una de las lenguas romances más peculiares en ese sentido (por ejemplo, perdida de la /f/ inicial), sino también en el contagio de estructuras sintácticas y léxicas (muchas palabras del castellano son de origen vasco). A este respecto, se podría pensar en una influencia sustrática —préstamo de palabras de la lengua dominada sobre la dominante, euskera sobre castellano—, pero también, por qué no, en que dicho acervo léxico euskera en el castellano sea el testimonio de un residuo prerromano en el esqueleto de la lengua. Esto es, que la concomitancia castellano-euskera, los rasgos sintácticos que hacen peculiar al castellano, lo mismo que las leyes de su evolución fonética y sus palabras coincidentes,  no sean otra cosa que el cascarón sobre el que se insertará después el superestrato del latín, hasta terminar fraguando la lengua romance resultante en tiempos medievales. Si a todo esto añadimos, como dijo alguno de los lingüistas del documental, el «sentido común» y, añado yo, la teoría de Okham, su famosa navaja, la idea de que, frente a varias explicaciones, tiende a ser cierta la más sencilla, dadas las concomitancias con las lenguas ibéricas, y formando parte de un antiguo territorio común que termina arrinconándose alrededor del golfo de Vizcaya, ¿no es mucho más plausible la hipótesis de que el euskara se encuentre entre el grupo de lenguas no indoeuropeas ibéricas y que superviviera residualmente en valles aislados del País Vasco? ¿No es mucho más plausible esto que tratar de emparentarlo con lenguas fino-ugrias o caucásicas, cuya hipotética conexión es muy difícil de justificar? ¿Demasiado obvio? Tanto que sólo el ínclito, nunca suficientemente bien ponderado Wilhem von Humboldt supo apreciar las evidencias con toda lucidez.

LA SUPERVIVENCIA DEL EUSKERAMe parece bastante hipócrita el que ninguno de los filólogos/lingüistas euskaldunes ponga en evidencia que la supervivencia del euskera se debe fundamentalmente a dos hechos evidentes y contrastables (y no a suertes misteriosas, una vez más la querencia por la mitologización). Primero, su aislamiento en valles con poco o ningún contacto con las sucesivas civilizaciones, fenicia, griega, cartaginesa, romana, visigótica e incluso con el estamento civilizado que representaba la Península ibérica castellano-parlante de tiempos medievales, modernos y hasta contemporáneos; y de otro lado, que su supervivencia en última instancia se debe a la unificación artificiosa y a su normativización mediante gramáticas recentísimas (reconstrucciones con mucho relleno de buró) del euskera batúa —esto es, euskera «unificado»—, del que ni se habla, y a políticas de protección y divulgación lingüística. El euskera se encontraba en vías de desaparición ya desde el siglo XIX y Humboldt tenía razón cuando le pronosticaba, a principios del mismo siglo, una extinción muy próxima. Lo que pasa es que no contaba con el desarrollo de políticas muy activas para introducir una lengua rupestre (nada peyorativo, algo muy hermoso por otro lado) en el ámbito de las sociedades desarrolladas y urbanitas del siglo XX. Sin el primer rescate del euskera a manos del nacionalismo embrionario decimonónico y el impulso institucional en la España posfranquista de las autonomías, tal vez no habría superado siquiera el advenimiento del tercer milenio. El euskera, hace dos o tres décadas se encontraba en una relación de 80% de monolingüismo español en su zona de influencia y un 20% de bilingüismo euskera/castellano, relación que se ha invertido a partir de esas políticas lingüísticas hasta llegar al día de hoy con más de un 80% de bilingüismo euskera/castellano. Lógico que muchos abuelos de Donosti o Bilbao no hablen su euskera ancestral y sí lo hagan sus nietos, que lo aprenden ahora en el colegio. El euskera actual está completamente afectado por una modernización artificiosa y una cantidad de neologismos o adaptaciones derivativas que la convierten en en una lengua Frankenstein. Su pronóstico de perdurabilidad depende de hasta dónde se quiera llevar el experimento, que supongo ad infinitum.

Se echa en falta siempre la atención a los rasgos prosódicos de las lenguas. El lingüista Gorrochategui, a quien se entrevista en la parte final del documental, por ejemplo, habla un euskera con prosodia completamente castellana. La musicalidad, la entonación, el ritmo, la pronunciación, a estos rasgos apelamos al hablar de prosodia. Es lo que sucede cuando se incorpora de manera forzada, por aprendizaje como segundo idioma, una lengua con sus propios rasgos prosódicos en tu estructura matriz, sin haber aprendido la lengua meta por contagio social en su ecosistema natural, como lengua materna.
Y luego está la idealización rupestre alrededor de la lengua y concepciones decimonónicas, románticas, sobre el alma de los pueblos; todas las ridiculeces que la ciencia lingüística rechaza. Los bailecillos del folklore vasco, el culto al árbol, todos esos rasgos populares también han sido actualizados como si se tratara de señas de identidad inmortales. Inmortales y únicas, como si no existiera el folclore en más partes del mundo o no se adorase a los árboles en las más variadas civilizaciones antiguas. Patrañas. Más allá del conocimiento arqueológico como acervo cultural, que es lo que parece más riguroso, ¿qué importa que las lenguas muten, evolucionen o incluso desaparezcan? Los perpetradores del Génesis bíblico señalaban como un castigo divino la escisión de la Humanidad por medio de su atomización lingüística en el mito de la torre de Babel; sin embargo, desde el siglo XIX y, sobre todo, con la posmodernidad del XX (que nos trae por otro lado valores éticos muy estimables), una mayoría de intelectuales y ciertas cavernas políticas —nacionalismo— creen descubrir en la homogeneización cultural y la pérdida de identidades, idiosincrasias étnicas y lenguas aparejadas un desastre de lesa humanidad. No lo tendría yo tan claro, sobre todo si para defender las culturas minoritarias se necesita pasar por los tajos asesinos de las hoces, «contra el opresor», claro. A mí lo importante me parecen las personas, no lo que hablan. Claro que produce cierta tristeza la desaparición de etno-culturas minoritarias, pero si al disolverse y perder su lengua primitiva mejora su calidad de vida, ¿no es más importante esto? Estamos todavía muy intoxicados por el Romanticismo.
Se puede aquí parafrasear con cierta malicia irónica al gran poeta vasco Gabriel Celaya: las políticas lingüísticas son un arma cargada de futuro. La semilla para la diferenciación forzosa está plantada y bien plantada.Casi nadie, lingüista, político, periodista o ciudadano común se atreve a poner en solfa los espurios valores de lo identitario. No siempre es rechazable lo «políticamente correcto», porque en ocasiones no supone otra cosa que respetar al prójimo; sin embargo, la veneración obligatoria al idealismo del «espíritu de los pueblos», como si al negarlo estuviéramos atacando la libertad, parece una consigna políticamente correcta en su variante más ridícula.
Me gustó el documental.