domingo, 19 de julio de 2020


Después de meses de sequía absoluta para los versos, como si se me hubiera calcinado la glándula poética, una pequeña verruga del tamaño de un piojo famélico, ubicada en la corteza somatosensorial primaria, para responder un mensaje de WhatsApp a unos amigos va y me sale un poema. La sequía, incapacidad total para intentar escribir un solo verso, tal vez se debiera a estar demasiado inmerso en la novela a punto de terminarse, Collapsus, y por tanto esclavizado por la tensión de la prosa y la concentración obsesiva para construir una maquinaria que intento se acerque lo máximo posible a la perfección. Aprovecho, y si algún editor o editora, alguna agente literaria, cayeran sobre esta entrada de Diarius Interruptus, que sepan que la novela, provisionalmente titulada Collapsus, es una gran pieza literaria, probablemente rozando en muchos sentidos la obra maestra; por favor, que no dejen de llamarme y estaré encantado en hacérsela llegar. No deberían perder tan magnífica oportunidad. ¿A qué viene esa sonrisilla irónica? No bromeo con la falta de humildad. Es sólo que ésta proviene de no tener ya nada que perder en la vida; me echo la humildad a las espaldas como respuesta a una condición de fracasado tan acendrada que, siquiera, habría de convertirme en un deslenguado.
¡Ah!, el poema es éste:












Por si acaso

Mis queridos tordos nemorosos, 
acuáticas aves que surcáis 
este mar de amistades con velámenes heridos.
Sujetos de pasiones cercenadas,
alientos bajo la tierra sepultado.
No levanté los pies sobre este mundo
ebrio de sol para encontraros,
pero aquí estáis como conchas usurpadas
por este artrópodo ermitaño.

El día más pensado será el mismo sol
quien pierda las fuerzas para escalar el horizonte.
El día más pensado. El que se espera
como niño en la escalera aguardando a un amigo.
O tal vez le entre una flojera de esclavo a media tarde
y decida quedarse para siempre
confundido por un heliocentrismo
negado por los siglos y las cruces.

Pensamos, con la inocencia de los niños
más idiotas, que la estrella que alumbra
nuestro sistema solar
tiene un poder ilimitado, una potencia atómica
de cosmos incendiado, inapagable,
que achicharra cuanto mira
y hace cenizas lo que toca.
Es la estupidez humana, 
la que un tipo como Einstein
enunció con una frase por todos conocida,
con la gracia de los paralelismos.
Indefectible. Interminable. Infinita como en el Universo; 
aunque de la infinitud de este último, dijo,
no estaba tan seguro. 
Una torpeza cognitiva con la única virtud de la conciencia.

Pero no podemos olvidar que cualquier nube
se interpone, leve, marchitando su energía en desafuero,
y se torna más débil que el candil
de una pobre capilla sin techumbre, sin nombre,
sin ya ninguna fe, con iconos de hielo.
Pobre candil bajo tormentas chorreantes
como grandes cascadas, como las fuentes del Nilo
o el aguacero de Iguazú.       
¡Tanto Sol, tanto Sol, tanto Sol! y es sólo una fogata,
una enana amarilla. Cualquier truño caliente.

Y es pues lo único que os pido, filosóficamente,
sin arrastrar las cadenas de súplicas del todo improcedentes,
con toda cortesía os insto, mis amores,
a que perduréis igual que las piedras del camino.
Aunque parezca muerto nuestro abrazo
y no resistan los espejos, no os quepan, no os cobijen,
se desborde el vidrio que les da forma
con la cera tan sólo de media oreja vuestra,
y el polen que exhalan vuestros ojos
desazogue hasta el cristal de la laguna Estigia.
Que resistáis siempre en un lugar por mí accesible,
por si acaso surgiera la ocasión propicia,
por si acaso el sol aún no se ha mojado,
por si acaso charlamos de cualquier cosa, 
bebemos, nos reímos.




Perteneciente al futuro poemario Servilumbre.

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