Cuatro piezas de Relatos condensados
Hércules luchando contra la muerte de Alcestis, Frederic Leighton,s.xix |
El muerto
Cuando vi mi propio cadáver sobre la cama de
cuidados intensivos ―los médicos dijeron entre sí infarto múltiple― tuve un extraño pensamiento: «Cogito ergo sum, cogito ergo sum, cogito
ergo sum… Entonces, ¿estoy vivo?» Fue el último recuerdo que me vino al
cerebro, mientras observaba desde arriba a toda esa troupe de médicos y enfermeras que me rodeaban. Después, me debió
de sobrevenir de forma más real la muerte, pues ya no recuerdo nada.
Sr. Don
Dindon
Mediría al menos dos metros de altura, complexión
cuadrada, piel caoba y su enorme corbata de cadenas.
―Disculpe, caballero, ¿tiene usted hora?
Al mirarlo, pude adivinar es su rostro esférico
que eran las doce de la medianoche. En fin, faltaban apenas dos segundos, pero
pronto el puntual caballero me respondió:
―Din don
dan don, dan don din don.
Y continuó con doce espléndidas campanadas. Le di las gracias y me miró
displicente y rutinario con su rostro braquicéfalo.
Tanatofobia
Arturo temía de tal modo a la muerte que cuando la
vio por primera vez sufrió un colapso nervioso, después un infarto y se marchó
con ella. Ahora ya no teme nada.
Pintura del peruano Alfredo Alcalde |
Paronomasia
vegetal
No sucedió en un lugar particularmente grotesco
que un día una madre le dijo a su hijo:
—Hijo mío, ve a la calle y tráeme medio kilo de
acelgas.
El chico puso su primer pie en el pavimento y se
sintió feliz de una manera tan desproporcionada que él mismo se sorprendió. Se
paró en un parque donde abundaban las adelfas y agarró del profuso seto un buen
número de hojas lanceoladas. A su madre le extrañó el aspecto de la verdura.
Pero era verdura al fin y al cabo. Así que no tardó en tomar un chorizo colgado
de un gancho, unas patatas convenientemente lavadas, peladas y troceadas y una
cazuela con bastante agua, que a continuación colocó en uno de los fogones
recién encendidos. Lo dejó todo apartado y extrajo de la nevera unos garbanzos
cocidos desde por la mañana. En una sartén sofrió un poco de cebolla en aceite
de oliva y cuando estuvo ligeramente dorada le añadió una cucharada de pimentón
picante; apagó el fuego y lo reservó a un lado, como dicen ahora los chefs,
elevados a categoría de grandes filósofos. Mientras tanto, el agua comenzaba a
hervir y arrojó en ella los trozos de patata; después de un rato, cuando el
misericordioso tubérculo podía atravesarse suavemente con un tenedor, echó las
acelgas (que en verdad eran adelfas), el sofrito, el chorizo en generosos
tasajos, los garbanzos y unos cuantos pellizcos más de sal. Echaba la sal con
tanto amor… ¿O era tan sólo precisión de alquimista?
Todo el mundo se sentó a la mesa, el padre, los
tres hijos, un abuelo y finalmente la propia cocinera, que traía consigo una
olla agarrada con sendos trapos de las asas. Lo puso en un salvamanteles y con
el cazo fue sirviendo uno a uno generosas raciones. Murieron todos excepto el
marido, un experto botánico.
Moraleja: no despreciéis siempre la sabiduría.