sábado, 21 de octubre de 2017

Cuatro relatos condensados

Cuatro piezas de Relatos condensados


Hércules luchando contra la muerte de Alcestis, Frederic Leighton,s.xix

El muerto

Cuando vi mi propio cadáver sobre la cama de cuidados intensivos los médicos dijeron entre sí infarto múltiple tuve un extraño pensamiento: «Cogito ergo sum, cogito ergo sum, cogito ergo sum… Entonces, ¿estoy vivo?» Fue el último recuerdo que me vino al cerebro, mientras observaba desde arriba a toda esa troupe de médicos y enfermeras que me rodeaban. Después, me debió de sobrevenir de forma más real la muerte, pues ya no recuerdo nada.

Sr. Don Dindon

Mediría al menos dos metros de altura, complexión cuadrada, piel caoba y su enorme corbata de cadenas.
―Disculpe, caballero, ¿tiene usted hora?
Al mirarlo, pude adivinar es su rostro esférico que eran las doce de la medianoche. En fin, faltaban apenas dos segundos, pero pronto el puntual caballero me respondió:
Din don dan don, dan don din don.
Y continuó con doce espléndidas campanadas. Le di las gracias y me miró displicente y rutinario con su rostro braquicéfalo.


Tanatofobia

Arturo temía de tal modo a la muerte que cuando la vio por primera vez sufrió un colapso nervioso, después un infarto y se marchó con ella. Ahora ya no teme nada. 
Pintura del peruano Alfredo Alcalde


Paronomasia vegetal

No sucedió en un lugar particularmente grotesco que un día una madre le dijo a su hijo:
—Hijo mío, ve a la calle y tráeme medio kilo de acelgas.
El chico puso su primer pie en el pavimento y se sintió feliz de una manera tan desproporcionada que él mismo se sorprendió. Se paró en un parque donde abundaban las adelfas y agarró del profuso seto un buen número de hojas lanceoladas. A su madre le extrañó el aspecto de la verdura. Pero era verdura al fin y al cabo. Así que no tardó en tomar un chorizo colgado de un gancho, unas patatas convenientemente lavadas, peladas y troceadas y una cazuela con bastante agua, que a continuación colocó en uno de los fogones recién encendidos. Lo dejó todo apartado y extrajo de la nevera unos garbanzos cocidos desde por la mañana. En una sartén sofrió un poco de cebolla en aceite de oliva y cuando estuvo ligeramente dorada le añadió una cucharada de pimentón picante; apagó el fuego y lo reservó a un lado, como dicen ahora los chefs, elevados a categoría de grandes filósofos. Mientras tanto, el agua comenzaba a hervir y arrojó en ella los trozos de patata; después de un rato, cuando el misericordioso tubérculo podía atravesarse suavemente con un tenedor, echó las acelgas (que en verdad eran adelfas), el sofrito, el chorizo en generosos tasajos, los garbanzos y unos cuantos pellizcos más de sal. Echaba la sal con tanto amor… ¿O era tan sólo precisión de alquimista? 
Todo el mundo se sentó a la mesa, el padre, los tres hijos, un abuelo y finalmente la propia cocinera, que traía consigo una olla agarrada con sendos trapos de las asas. Lo puso en un salvamanteles y con el cazo fue sirviendo uno a uno generosas raciones. Murieron todos excepto el marido, un experto botánico.

Moraleja: no despreciéis siempre la sabiduría.