martes, 28 de diciembre de 2021

Colapso y furor


Luis Alberto de Cuenca, con toda su caballeresca, ilustrada y sentida generosidad, habla sobre el autor y su novela 
Colapso y furor
en «Tarde lo que tarde»
 Radio Nacional de España


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viernes, 24 de septiembre de 2021

ELEGÍA DE LOS DOLORES y el sufrimiento


ELEGÍA DEL SUFRIMIENTO Y LOS DOLORES


Kandinsky, El Dolor

Sentirse mal. El cuerpo, que había de ser templo del placer, y que lo era antes de sufrir la lesión medular, se ha convertido en el objetivo inapelable del dolor y un cortejo maléfico de malestares sin nombre. O innombrables, mejor. Porque no deberían ser nombrados. No lo merecen. La parte superior de la espalda me pincha, duele, arde; tal vez sean los huesos de las escápulas o los músculos de alrededor, pero siento una molestia punzante, como estacas afiladas clavándose constantemente, como si un obrero o Hefesto el celópata golpeara con su maza un cortafrío sobre mis huesos. Los brazos me arden también, sobre todo las articulaciones de los codos. Una sensación de frío y sudor se adueña de mi cuerpo. El vientre duele como si un animal dentado tratara de morderme desde dentro para escapar de mi abdomen rompiendo la piel. El centro del pecho sufre una presión férrea, oprimente. Los hombros, las articulaciones superiores, igualmente arden de dolor, como unas agujetas sobrehumanas, como contracturas aplastadas por los pulgares de un demonio. Siento una náusea ligera. En el centro de la columna vertebral y hacia los lados tengo la percepción de un cuerpo congelándose. Mis muñecas parecen rotas y duelen como si tal. Los músculos de los bíceps, que aún preservo lo suficiente como para poder doblar los brazos, sobrecargados, se tensan, tienden al agarrotamiento y sufren, están dañados, parecen a punto de reventar. Si lo pienso, las piernas, de las que tan lejos queda la sensibilidad, los muslos, los gemelos y los pies sufren también de un dolor para el que no bastan las palabras, porque no se han inventado, e intentar definirlo supondría una burda metáfora que quedaría muy por debajo de la aberración que significa dicho dolor. El cortejo de dolores neuropáticos, neurálgicos, que el cerebro se inventa y ubica de manera arbitraria allí donde la sensibilidad no existe, un cerebro confundido por la interrupción informativa de la médula espinal, que nos confunde con molestias imposibles por no poder sentir algo real, por no recibir una información clara por parte de los receptores epidérmicos, el sistema nervioso periférico neutralizado como una tropa enfangada en trincheras de barro sin provisiones de alimento. Duelen las costillas, los costados y sobrevienen los versos de Miguel Hernández: «tanto dolor se agrupa en mi costado»; pero su dolor era metafísico y el tiempo lo curaría del sufrimiento por el amigo muerto mientras toreaba. 

Indisiociable: Cristo y el sufrimiento

Me acuerdo de más frases literarias, como aquellas de Unamuno en las que decía que le «dolía España». ¿Habrá cosa más estúpida que esa hipostasía? Para que se entienda: dotar de sustancia personal a la demarcación de unas fronteras. ¿Qué bobería es esa? Ni como metáfora ni como metonimia puede funcionar la pueril invención con presunto carácter poético-filosófico-político. Patético, señor Unamuno, sabio e ignorante (en tono de susurro y entre nosotros: la verdad es que aquella España que se avecinaba «dolía»). Quien conoce el dolor de verdad, el padecimiento físico que nunca nos abandona, que crece y decrece en flujos caprichosos sin control posible por ninguna droga, excepto que le administraran a uno algún principio activo completamente narcótico, que lo dejara fuera de onda, completamente sin conciencia, quien de verdad padece dolores y sufrimientos tan sanguinarios como los nuestros, ése jamás inventaría ningún adefesio de metáfora o personificación. De otro modo, el dolor siempre está presente, nunca se va. Por la noche parece que el cerebro, cuando decide que es hora de dormir, desconecta la transmisión y bajo las dulces ondas del sueño el cuerpo por fin logra desaparecer. Por eso, cuando llega la noche y se cierran los ojos buscando la desconexión del cuerpo dormido, también se desea que esa noche sea la última noche, que los ojos nunca vuelvan a abrirse y que la inconsciencia se vuelva irreversible. Sí, se desea morir dulcemente, dulcemente desaparecer, que la recepción de tanto displacer por fin se aplaque para siempre, aunque para ello hayan de aplacarse también los pequeños momentos, huecos indecibles, donde todavía se respira el templado paraíso de la felicidad, de una curiosidad todavía viva, del amor desplegado sobre los hijos, los amigos y alguna persona especial que pasa largas horas sirviéndote de consuelo.

Ribera representó el mito de Ticio y el águila que le quería comer el hígado a toda costa


¡Pero vosotros, demonios del cuerpo, seguid llegando a mí! He de convertiros en esclavos de mi voluntad. Una voluntad enfermiza que termine por quereros a toda costa. Sentir vuestro mal como si fuera nuestro bien. Amaros, desearos. Que estéis conmigo habitando el cuerpo de manera incesante pero inocua para el ánimo. No lograréis vencer la disciplina de mi hedonismo pretérito. Seguiré siendo aquel buscador de sobrios placeres como el del conocimiento, la amistad o la caricia. Sensaciones desagradables, demoníacas, la carne de gallina, las subidas de tensión arterial, el agarrotamiento de los músculos que todavía preservan alguna actividad; no me asustáis ninguno. No minaréis mi moral. No lograréis hacer de mí un ente pernicioso, sumergido en el llanto y la desesperación. Amagáis con la victoria, amenazáis triunfar hasta llegar a hacerme odiar la vida, desesperar, querer morir con clara y definitiva determinación. Al fin, si me habitáis, tendréis que hacerlo con el único fin de servir de recordatorio sobre mi presencia viva en esta Tierra. Retorciendo el argumento de Epicuro, si estáis vosotros, significará que todavía está la vida; y cuando ésta ya no esté, tampoco estaréis vosotros. Intentaré gozar de vuestro daño. Aún no sé si seré capaz. Estáis esta tarde gris y lluviosa, en este recién estrenado otoño, estáis habitándome con la fuerza de contadas ocasiones. Omnímodos, estáis demoliendo mi cuerpo con vuestros flagelos de hebras infinitas. Sí, me duele la espalda, me duelen los brazos, el pecho, los hombros, los músculos, el cuello se agarrota y con tanto mal como me hacéis perturbáis también mi mente, mi ardiente apetito sempiterno por la vida, aquel vitalismo que presidía todos y cada uno de mis días; queréis demoler este templo, echarlo abajo; jaláis con cuerdas de acero desde atrás tratando de romper mis pechos insensibles, explosivos escondidos detrás de las columnas. La amargura es una tentación cuando traéis en ofrenda y ponéis ante mis pies, como un regalo ponzoñoso, toda esta carga incesante, una tortura sin causa, un castigo físico sin ninguna clemencia, sin nada lógico que lo explique. Pero tengo que quereros. He de aprender a quereros. Debo amaros y haceros partícipes de lo que desconocéis por completo: del bien de la existencia, de la ilusión, el vértigo del conocimiento, la pasión de amar a otras personas, la risa, el gozo, el trono total de los cielos azules que habrán de sucederse en días venideros, el sonido de los pájaros y el verdor de cosechas, bosques y escarpadas montañas. Venid, estad conmigo, sed testigos. Os premio. Os otorgo el regalo fructífero de mi vida. Soy completamente vuestro —os hago creer—. Venid, amados dolores, convivid con mi pasado de placer, cuando mis pies gozaban del tacto de frescas baldosas y mi cuerpo se dejaba acariciar por el agua caliente de la ducha y parecía que limpiaba el alma y que el mundo terminaba en ese baño y el olor de los geles. Venid, cobardes, estad conmigo, estad jodiéndome todo el tiempo que queráis, pero soportad esta música hermosa que hago sonar para mi bien. Que Johann Sebastian Bach sea testigo de vuestra insignificancia en el conjunto del Cosmos; que las ligeras notas del pop endulcen vuestra sustancia indescifrable con estúpidas cancioncillas que alegran el corazón como alegra el paladar una Coca-cola fría en el verano; que Bill Evans, David Brubeck o el mismísimo John Coltrane os muestren la levedad que puede cobrar la existencia de un hombre. Sabed que soy Nadie. Como le dijo Odiseo al gigante Polifemo. Soy absolutamente Nadie y por tanto vosotros sois todavía menos, porque formáis parte asquerosa de mi ser y mi ser es superior a vosotros, es más fuerte que vosotros, encuentra fórmulas para aplacaros, os debilita con su vitalidad. El Universo se muestra generoso conmigo y huraño con vosotros. Porque a nadie le importáis una mierda. Un carajo, eso es lo que sois. Una pulga en el enorme mamut. Venid, castigadme con vuestra laceración, intentadlo al menos a ver si lo conseguís, porque yo no lo creo. Creo que os tendré conmigo menospreciados, aquí con este cuerpo resurgido, aunque os disguste, aunque quisierais verme retorcido, aunque quisierais haceros contagiosos como los virus o las bacterias; pero ni siquiera eso. Sois una enfermedad sin carriles, sin autopistas, ni brújula ni cuaderno de bitácora, sin norte, condenados a fracasar conmigo. Os maldigo y os adoro, siervos inservibles de mi estancia. Os amo porque estáis. Os amo porque no sois. Muevo los brazos y os siento, tratando de cerrar el círculo de mis movimientos, conduciéndome a los infernales circunloquios del suicidio. ¡Ah ah ah, amigos míos, benditos querubines del dolor punzante, de esta fustigación! Abrasad mi piel, retorced mis músculos, triturad mis huesos y tendones, porque ninguno de ellos se verá vencido por vosotros. Terminaréis fracasando de cualquier manera. Os haré picadillo con mis placeres renacidos. Recordaré el amor y los orgasmos. Sí, lo hago, siento mil orgasmos en vosotros. Ja ja ja ja ja, inéditos, invisibles, inválidos todavía más que yo. Soy como las aves que vuelan, como los volcanes que calcinan, soy la aurora y el ocaso y con mis despertares, con mis sueños fundidos en la inconsciencia, os doblego. Tengo todo el poder sobre vosotros, porque sois míos y no al revés como pensabais. Estoy feliz de que tengáis presencia en este cuerpo soberano. ¿Oigo un leve gemido? ¿Acaso lloráis, dolores, antiplaceres, púas calcinantes, hostilidades que tratáis de habitarme, sin ver que soy yo quien os habita? Pues no pienso ayudaros a mejorar vuestro estado de ánimo. El mío es mayor que el vuestro, más poderoso, más absoluto, mejor dotado, mi inteligencia toda os vence sistemática y cotidianamente. Os morderé yo a vosotros como si fuera un perro rabioso y vosotros unas dulces princesas que se mean por temor de su fragilidad, de veros reducidos a la felicidad del huésped. No me importa tener que medicarme, no me importa tener que distraerme viendo una película sin ninguna profundidad, puro entretenimiento pueril, cualquier cosa para veros sometidos sistemática e ineludiblemente a la hibernación. Porque me pertenecéis a mí y no al revés. ¿Lo pensabais de verdad? ¿Animales, sustancias, microorganismos… qué cosas sois? No tenéis otra forma de ser que insignificantes uniones sinápticas. Ni siquiera sois observables al microscopio. Os someto desde hoy y para siempre y os prometo no luchar sino gozar en todo cuanto pueda. Y es el estar vivo la gran ocasión para el festín y vosotros seréis ignorados; desde luego, sin ninguna duda y de manera absoluta, seréis ignorados por el resto de los hombres y de las mujeres, porque nadie os presta la más mínima atención. ¡No! ¡Ni siquiera por mí seréis advertidos de un modo torturante! A nadie confesaré que os conozco de algo, un intento fallido de enemistad. Un repudio mudo y oscuro. Os ahogaré, os silenciaré, huestes de la voz chillona. Ridículos dolores de mierda, yo os conmino para el amor. Venid a mí, asistid a mis días. Estoy aquí con los brazos abiertos y mirando al techo mientras dicto. Y me río. Mi carcajada es una carcajada astronómica que llega al último planeta de la última galaxia del último universo. Y esa grandeza se contrapone a vuestra insignificancia. Algún día seré enterrado y os quedaréis sin ni siquiera las migajas de mi pan. Este pan duro. Será mi victoria final y moriréis conmigo. Alguien, más de uno, en algún lugar se acordará de mí. Nunca de vosotros. Mientras tanto, observad, observad bien cómo me divierto, hijos de una puta, dolores de la mierda que os parió, enfermos mentales, hijos defenestrados de Satanás. Mis amigos tontos. 

Soy Hernán, queridos, no contabais con eso.



Frida supo representar una metáfora de la lesión medular y sus punzantes consecuencias en un alto porcentaje de los casos



sábado, 26 de junio de 2021

Indultos (2021) y Nacionalismo

LOS INDULTOS DE POLÍTICOS INDEPENDENTISTAS CATALANES (2021) 

 NACIONALISMO


    Nos desagrada, incomoda, incluso asusta hablar de política y en particular de asunto tan sensible como el conocido «Procés», porque se mezcla el razonamiento político y la emocionalidad desbocada. Sin embargo, casi resulta inevitable la tentación de abrir una entrada sobre la cuestión en este olvidado Diarius Interruptus —ya sabía yo lo que hacía cuando le puse el nombre a este cuaderno de bitácora en 2010—.


1. Oriol Junqueras
13 años. Sedición y malversación
Exvicepresidente de Cataluña
Se libra de 9 años de prisión a condición de no cometer delito grave en 6 años.
2. Carme Forcadell
11,5 años. Sedición
Expresidenta del Parlament
Se libra de 8 años de prisión a condición de no cometer delito grave en 4 años.
3. Jordi Cuixart
9 años. Sedición
Presidente de Ómnium Cultural
Se libra de 5 años de prisión a condición de no cometer delito grave en 3 años.
4. Jordi Sànchez
9 años. Sedición
Expresidente de ANC
Se libra de 5 años y 4 meses de prisión a condición de no cometer delito grave en 5 años.
5. Dolors Bassa
12 años. Sedición y malversación
Exconsejera de Trabajo
Se libra de 8,5 años de prisión a condición de no cometer delito grave en 3 años.
6. Raül Romeva
12 años. Sedición y malversación
Exconsejero de Exteriores
Se libra de 8,5 años de prisión a condición de no cometer delito grave en 4 años.
7. Jordi Turull
12 años. Sedición y malversación
Exconsejero de Presidencia
Se libra de 8,5 años de prisión a condición de no cometer delito grave en 6 años.
8. Joaquim Forn
10,5 años. Sedición
Exconsejero de Interior
Se libra de 7 años de prisión a condición de no cometer delito grave en 6 años.
9. Josep Rull
10,5 años. Sedición
Exconsejero de Territorio
Se libra de 7 años y 2 meses de prisión a condición de no cometer delito grave en 6 años.


    Entre quienes están radicalmente en contra de los indultos recién concedidos por la gracia del Ejecutivo, bajo la dirección del presidente del Gobierno Pedro Sánchez, me juego un riñón a que si alguien les pregunta quiénes son los indultados, apenas sabrían señalar cuatro o cinco nombres y apellidos, en el mejor de los casos; hablo de una mayoría estadística. Incluso entre la pequeña marabunta que asistió a la convocatoria de Colón el pasado domingo 13 de junio. Con toda seguridad, cualquiera recordaría a tiro fijo la figura, bueno, el figurón de Oriol Junqueras —como dijo cierto viejo pintor de izquierda, republicano y perseguido en sus días por el régimen franquista: «No me acuerdo ahora del nombre… Ese gordo al que se le aparece la virgen»—. Eduardo Arroyo (fallecido en octubre de 2018, poco después de la entrevista), interpelado por el periodista sobre el nacionalismo catalán.

  El indulto y todas sus derivadas pueden ser abordados desde lógicas del discurso diferentes, con resultados impares.

 Si apelamos al discurso estricto de la política, y hacemos caso de la lógica aplicada por el Ejecutivo, la jugada del acercamiento amistoso para buscar un resultado diferente al obtenido mediante el enfrentamiento directo contra el nacionalismo, dejando actuar a la justicia antes de intentar cualquier otro tipo de arreglo político, el indulto de estos nueve condenados podría salir bien o podría salir de manera francamente aparatosa. En un principio, frente al enfoque amistoso y de aproximación que hace el presidente del Gobierno, los excarcelados, por mucho que inhabilitados de sus cargos, no parecen haber cambiado un ápice su discurso independentista extremo. Siguen hablando de «represión» del Estado español, de «amnistía», de una «Cataluña libre», de un «referéndum de independencia». Así, a bote pronto, siquiera verbalmente y con vocación de llevar a cabo de facto sus pretensiones maximalistas, el principio activo del indulto no parece haber hecho ningún efecto. Debemos apuntar que Amnistía Internacional, asociación clara y sanamente progresista, ya declaró oficialmente en su día que, en el caso del «Procés», no cabía hablar de una posible «amnistía» ni una reclamación de «derecho de los pueblos a la autodeterminación», como reclaman incesantemente los nacionalistas catalanes.

    Si apelamos al discurso humanitario, lo que Gustavo Bueno habría definido como pensamiento Alicia, discurso por definición totalmente subjetivo, podríamos llegar a la conclusión de que seis hombres y dos mujeres recuperan su libertad, regresan con sus familias y se les otorga una nueva oportunidad. Lo contrario, a través de algo semejante al linchamiento público, aunque sea en términos verbales, implicaría desear que tales personas se pudran el mayor tiempo posible en la cárcel; se trataría, desde la lógica del presunto pensamiento Alicia, todo lo contrario al deseo humanitario. 

    Apelaremos ahora a un discurso menos comprometido, más frío, desde las gélidas esferas del análisis histórico y la interpretación socio-psicológica. El nacionalismo de raíz decimonónica, cuyos efectos se hicieron notar sobre todo a partir del primer cuarto del siglo XX, no parece haber traído al mundo otra cosa que discordia e incluso el pretexto para las grandes guerras de que fue testigo la historia durante el período que va de 1914 a 1994. Creo factible, sin pegar un gran salto acrobático que haga reventar en pedazos todas las normas de la lógica, reducir el fenómeno sociológico del nacionalismo a las características psicológicas de un individuo. En tal caso, nos encontraremos con un cerebro que ha convertido el objetivo político de la independencia, «autodeterminación de un pueblo» en jerigonza nacionalista, en el centro de su vida; esto lo transforma en una mente cerrada, diríamos que obsesiva, centrada en una única razón de existir. Además, los rasgos sociológicos del nacionalismo llevados a la individuación, conllevan a mi parecer un cierto sentimiento de superioridad, la ensoñación de una mejora material e incluso a un grado superior de civilización, todo lo cual se ve estancado por culpa de la inoperancia del Estado que lo oprime. El individuo nacionalista desprecia con todas las notas de la inferioridad al opositor de sus delirios de nación. Una persona con tales características resultaría alguien de trato difícil, con un discurso repetitivo, lleno de clichés y fórmulas cerradas, que nos miraría por encima del hombro, se mostraría sin paliativos egoísta en todas sus pretensiones, se pondría por delante de nuestras necesidades, es más, le importaría un bledo; nunca buscaría nuestro cariño sino simplemente verse liberado de nuestra compañía. En el supuesto de una improbable amistad, el espejo que tal individuo colocaría frente a nosotros nos haría vernos irremediablemente deformados; ante tanta superioridad, deberíamos hundirnos en la más honda pérdida de autoestima. El nacionalismo, regresando al discurso histórico, ha sido tan pernicioso para la convivencia de los pueblos como buena parte de las religiones, pero de un modo mucho más concentrado; no en vano, suele acompañarse muy bien el infalible binomio de nacionalismo y religión. El nacionalismo se encuentra detrás de las etiologías que podríamos buscar para explicar cualquiera de las grandes debacles del siglo XX —180 millones de muertos, más que en cualquier otro período de la Historia; por ejemplo, en el siglo XIX, el conflicto bélico internacional de mayor envergadura, ya trasnapoleónica, entre Prusia/Alemania y Francia (1870-1871), conllevó 150.000 muertos (Historia del siglo XX, Eric Hobsbawm, 1994)—.

    En términos orteguianos, la «hemiplejia moral» que el filósofo epónimo atribuía al pensamiento político, ya fuera de izquierdas o de derechas, no resistiría el parangón con la hemiplejia que supone cualquier nacionalismo. La esclerosis moral absoluta.

    Sin embargo, tras este esbozo sin ninguna ambición que acabamos de dibujar, me tomo el derecho a no posicionarme sobre cuál es el enfoque desde el que analizo el caso concreto de los indultos concedidos a los políticos presos de la llamada Declaración Unilateral de Independencia (27 de octubre de 2017, tras el referéndum ilegal, por extraconstitucional, del 1 de octubre del mismo año). Y lo haré por un ejercicio de asepsia intelectual, pero, sobre todo, porque cada día me despierto con la prevalencia de un discurso u otro, el estrictamente político, el humano, el aliciano, el histórico, el sociológico, el ético… No anida en mí ningún nacionalismo de rango superior que fuerce el prisma de mi análisis. No creo en nada, vaya.




lunes, 4 de enero de 2021

Delirium tremens, de Relatos condensados

Delirium tremens

¡Ah, Dios! Se encontraba en su habitación, media hora después de levantarse. El sol brillaba. Había asistido a una terapia de grupo al más puro estilo yanqui. Era hermosa porque preservaba buena parte de su beldad de juventud, cuando los chicos se la rifaban en riñas incesantes. Pero fue Fernando el elegido, estaba a su altura en lo que respecta a la belleza física, y, más allá de haber sido un poco crápula, había terminado por demostrar su valía personal, sus encantos, su talante divertido y hasta su inteligencia.

    En la terapia, junto a un grupo de mujeres con pareja etiología, aunque diferentes resultados sintomáticos, le habían dado las claves para superar la devastación producida por aquella auténtica plaga social. Sin embargo, en medio de su habitación, sobre la alfombra central, aquella refulgente mañana primaveral pletórica de luz, comenzó sintiendo zumbar a su alrededor un grupo de langostas que fue creciendo, a las cuales se les fue sumando un rebaño volador de mantis religiosas; después fueron las cucarachas por el suelo cada vez más omnipresentes hasta dejar invisible la tarima, los rincones y la propia alfombra amarilla en la que ella se encontraba de pie. Luego llegaron las hormigas, lombrices, arañas... La cabeza se le iba a salir del cuello disparada, la agarraba con fuerza, abría y cerraba los ojos, se tapaba los oídos para no ser aturdida por el zumbido creciente, el crujido viscoso bajo sus pies. Pese a encontrarse recién levantada, o por ello mismo, su melena desordenada y una expresión de niña sin pintar, sin rastro de maquillaje, sombra de ojos ni pintalabios, en su apariencia natural, prístina, le hacía estar más hermosa que nunca; en braguitas, desnuda, porque se disponía a vestirse, cuando, de pronto, comenzaron los síntomas. Se agarró la cabeza como si fuera a perderla. Pobrecita. Tan hermosa, con tanto encanto, tan en su punto todavía, apetecible como las fresas maduras; pero su cabeza no paraba de imaginar insectos que iban invadiendo su entorno incluso cuando cerraba los ojos.

No había bebido nada la noche anterior, ni la anterior ni la anterior a la anterior. No bebía desde hacía meses. Sólo mitigaba su sed con agua o refrescos o leche semidesnatada. Ni gota de alcohol. Pongamos que se llamara Azucena. La última cerveza que recuerda haber ingerido fue hace meses, en la terraza de un modesto restaurante, mientras charlaba distendida con dos amigas y compartían una ración de pulpo. Qué demonios, Azucena nunca en su vida había bebido alcohol; lo que se dice beber alcohol. Habría sido un milagro contradictorio, es decir, un castigo divino y, por encima de cualquier otro diagnóstico, algo científicamente imposible, que pudiera haber contraído ninguna clase de alcoholismo.

Ella sabía perfectamente por qué se producía aquel síntoma aterrador de artrópodos y lombrices. La estúpida terapia estaba orientada a superar el desorden psicológico propiciado por los matrimonios rotos. Por mi parte, estaba perdonada, la comprendía, nada de reproches. Hacía aproximadamente tres meses, una deliberación unilateral, tras veinte años de relación amorosa, la impelió a romper conmigo, a abandonarme después del accidente que desfiguró buena parte de mi rostro.


Springtime, 1873, Pierre-Auguste Cot


Añadido al libro Relatos condensados