lunes, 3 de octubre de 2016

Planeta condenado: episodio primero

PLANETA CONDENADO: EPISODIO PRIMERO


Marle Bata no es demasiado conocido. Me refiero a no demasiado conocido en ningún lugar del mundo; ni en Estados Unidos, ni en Alemania ni en el Reino Unido ni en Argentina. No sale por la tele, ni publica libros ni es nadie en realidad. No es un político ni un banquero ni siquiera tiene una pequeña tienda. Sin embargo, entre los suyos tiene fama de buen hombre, colaborativo con cuantos conoce en su pueblo y hasta con quienes no conoce, como con el vecino adolescente de una aldea algo alejada, a quien había rescatado del río cuando estaba a punto de ahogarse.

—Pero, muchacho, ¿para qué te metes a pescar en esta poza si no sabes nadar? Yo sé nadar muy bien, porque aprendí de pequeñito, pero tú… ¡Anda, corre vete a casa!, y no se lo digas a tus padres si no quieres. Yo no diré nada a nadie. 

Marle estudió, hace ya muchos años, hasta la secundaria en una escuela próxima, pero las ocupaciones de la estricta supervivencia, después de haber contraído nupcias con Nureya y haber tenido tres hijos, lo obligaron a abandonar los estudios y su idea de irse a la capital para estudiar Medicina: su sueño. Era un tipo bien parecido, robusto, cariñoso con sus tres hijos. Sobre todo, se le desgastaban los labios de darle tantos besos a la pequeña Fatinya, que había nacido hacía apenas un año y medio. No solamente en el pueblo sino en toda la región, en todo el país, comenzaron a encadenar una sequía tras otra. Las cosechas de mijo, la huerta y hasta el ganado, cualquier cosa que produjera alimento en el campo poco a poco se fue echando a perder. Las reses, después de haber intentado comerse las últimas hojas de alguna acacia, se encontraban tan famélicas que parecían momias de vaca y caían desplomadas al suelo como estructuras de piel y hueso a las que un espíritu invisible hubiera golpeado mortíferamente en la testuz. 

Marle Bata se lo planteó de verdad a la muy guapa Nureya: 

—Tengo que intentarlo, amor: tenemos —remarcaba el plural de la primera persona— tenemos que intentarlo. Muy poco podemos perder. Esto no da para más y he hablado con Purkjo y me ha dicho que no es tan difícil llegar hasta Italia o España; que son pocos kilómetros de travesía por un mar casi siempre tranquilo y que una vez allí, plantados los pies, puedes encontrar trabajo y que te empiece a ir bien en unos meses. Quizá en un año y medio yo podría venir por vosotros, ya con dinero, irnos otra vez juntos y empezar una nueva vida allí. Imagínate. Me quiero ir por adelantado con Arno. Escolarizarlo allí donde lleguemos. Déjame marchar, Nureya. Volveré por vosotros pronto. 

Nureya se abrazó a él. Le dio un beso en el cuello. Se le quedó mirando a los ojos. Habría sido imposible determinar cuál de los cuatro ojos que quemaban el aire entre medias y ataban las entrañas de los esposos con una soga de amor y dependencia invisible, cuáles de los dos ojos de cada uno brillaban más. Parecían oscuros espejos de agua, las lágrimas contenidas.

—¿Y Arno se iría contigo? Sólo tiene seis años.

Se dieron dos días con sus noches para pensarlo. La última noche, de madrugada, Nureya salió de la casa, una humilde y digna construcción de barro sin más puertas que unas cortinas de colores, gruesas, probablemente de lana. Vivían al final del pueblo. Se alejó unos metros de la vivienda donde dormían su marido y sus hijos, al mismo tiempo que miraba atrás girando la cabeza cada poco, como si temiera que cada paso hiciera desaparecer la cabaña y a su familia. Se apoyó con un hombro en el tronco de un árbol raquítico y pareció olvidarse del hogar cuando sus ojos, acuosos todo el tiempo en los últimos días, se concentraron en las estrellas del infinito y el perfil un poco más oscuro de unas colinas distantes.

En cuanto a los términos en los que Purkjo le había ofrecido a Marle la oportunidad de poder ir a Europa, la historia es como sigue: 
Desde hacía años que Marle y algún compañero suyo se acercaban hasta la ciudad más próxima, a veces incluso hasta la capital del país, vendían cuanto podían de su producción, algunos productos de artesanía, algunos aperos muy rústicos, cestas de caña, etcétera. Compraban algo de sal y regresaban al pueblo. De esta forma había logrado ahorrar durante muchos años con la esperanza de poder matricularse en la carrera de Medicina. Todos esos ahorros irían ahora al bolsillo de Purkjo:

—Dame el dinero a mí y yo le pago a quien se encargará de vuestro viaje hasta Europa. Es un precio especial que me hace porque es un poco amigo; amigo de un sobrino. No vale que se lo des tú.

En la despedida de su mujer, la hermosa Nureya, Marle procuró con poco éxito que pareciera una brevísima e insignificante separación, un "hasta pronto". Su optimismo no conocía ningún horizonte y se lo contagiaba a su esposa e incluso a los dos pequeños varoncillos. Arno, como todos los muchachos del pueblo, madurado forzosamente por una supervivencia inclemente, portaba su propia bolsa con algunos enseres y algo de ropa vieja. "Llevad muy poco equipaje, más bien casi nada" —les recomendó sobre la marcha Purkjo—.

El chico miró hacia arriba la cara de su padre, en busca de una respuesta con autoridad. Marle y su conocido, más que amigo, Purkjo, intercambiaron un par de frases, después de las cuales el padre le ordenó a Arno que arrojara el petate al suelo. Se alejaron antes del amanecer. 

Duros días de caminata y trayectos intermitentes en autobuses ruinosos terminaron conduciéndolos hasta un punto indeterminado de la costa argelina. No desde muy lejos ya, Marle divisó un grupo enorme de personas. Hombres, mujeres, mujeres con niños, jóvenes, y alguien con aspecto de jefe. Jefe de alguna estructura que en ese momento Marle sería incapaz de determinar; pero que daba voces a unos y a otros. Parecía estar explicando cómo se manejaba aquella embarcación de color gris oscuro, o negra. Casi con toda seguridad era el dueño de la embarcación, una especie de zodiac gigantesca. Era dueño de una embarcación en la que no navegaría. Purkjo se acercó a aquel tipo. A juzgar por su aspecto se trataba de un argelino, aunque demasiado alto, con la cara repleta de cráteres. Purkjo era en verdad un pueblerino. No parecía saber mucho, y con actitud sumisa le extendió a aquel "jefe de algo" todo el dinero que llevaba en el bolsillo atado con una cordezuela. Acto seguido, el argelino contó billete a billete todo el fajo y le devolvió a su intermediario palurdo un par de billetes: su estipendio.

Marle empezó a imaginar cómo estaba en realidad sucediendo todo. Muy diferente a como lo había imaginado. Incluso sospechaba algo que había descartado por imposible, como era que toda aquella gente aglutinada en la playa fuera a viajar en esa única barcaza. Arno se aferraba a la mano de su padre. La mayor parte de la gente tiró sus bultos a la arena, para dejarlos por siempre abandonados bajo el sol (cosa absurda, ellos sentían que habían hecho algo mejor que los demás al haberse desecho, desde el principio del viaje, de la mayoría de su impedimenta). 

El motor fueraborda de la barcaza hinchable comenzó a bufar, o a emitir pedorretas de una hélice impotente para mover toda aquella mole oscura tambaleándose en la masa de agua salada; una lona oscura, inflamada, perlada por el agua que le llegaba hasta la parte más alta de sus flotadores, a punto de hundirse casi nada más emprender su partida.  

En las televisiones de los países europeos, de algunos de ellos al menos, casi como una pequeña nota informativa a pie de pantalla, y en España de manera muy fugaz, entre larguísimas horas de noticias sobre política interior, se dieron imágenes muy rápidas de una barca hinchable de grandes dimensiones, una embarcación náufraga, superpoblada por unos navegantes cuarteados por el sol, algunos hinchados, moribundos, con hipotermia, deshidratados, otros ya muertos. Algunos cadáveres flotaban en los alrededores o se hundían en el mar que más había aportado a la formación de Europa, el Mare Nostrum, el Mediterráneo. Marle flotaba cadáver, abotargado, los ojos secos estrellados contra el sol. Y demasiado lejos, a muchas millas, su hijo Arno se mecía entre el suave oleaje boca abajo, ya sin vida cuando lo habían arrojado por la borda para aligerar de peso la embarcación.