viernes, 12 de junio de 2015

Rescoldos de la adolescencia y primera juventud


Hemos visto hace poco tiempo la película The Doors, dirigida por Oliver Stone y protagonizada por Val Kilmer (Jim Morrison); Meg Ryan actuaba en el papel de la compañera sentimental del cantante, Pamela Courson, con una caracterización, a juzgar por las imágenes de Internet, bastante aceptable. Nos ha parecido un ejercicio visual algo exagerado, en pos de la emulación de una realidad deformada por el LSD, y un guión tedioso. Sin embargo, es muy probable que la película no sea tan despreciable como en principio podría parecer. Quizá es el relato fiel donde reside lo tedioso, lo estúpido y lo banal; lo que pudieron significar los días, los colocones, las consignas pseudo-filosóficas y las trastadas del idolillo. Jim Morrison murió (París, 1971) de una sobredosis intravenosa de heroína y cocaína, casi con total seguridad. En la película se cuenta que murió de un infarto (y no es mentira, porque en última instancia y desde el punto de vista mecánico es de lo que moriremos todos), eso sí, en remojo y dentro de la bañera de un apartamento parisino. Hasta ahí lo estrictamente biográfico, pero se omite el chute letal y que permaneció al menos tres días en remojo, más que un bacalao desalándose, mientras su chica procuraba mantenerlo fresco rodeándolo de hielos. Pamela aparece como si fuera la muchacha que trata de sacarlo del hoyo; pero creemos, tras malgastar moderadamente nuestro tiempo, haber leído por ahí que le gustaba la heroína más que a una mona un plátano. Hay sospechas incluso de que, por el temor que él sentía hacia las agujas, fuera ella, como una ninfa de placer y eutanasia, quien le inyectó al cantante la sobredosis (quién sabe si por accidente, voluntad de uno, de la otra o del binomio kamikaze). En la película, llega a mostrarse una Pamela aburrida de que su chico se trasquile a cada fan, cada periodista, cada fémina que se le insinúa; pero una vez más se omite que ella no le fue a la zaga ni se conocen las cifras de sus trofeos sexuales. Ambos eran fieles al amor libre. 

La película Amadeus provocó en su día una ráfaga notable de críticas, provenientes sobre todo del ámbito de la música culta, por haber hecho escarnio de una personalidad a través de la hipérbole y el esperpento, cuyo espejo deformado no lograba irradiar, ni siquiera como propuesta artística verosímil, una imagen probable del Mozart histórico. Con Jim Morrison sospechamos que nadie puede alegar nada. Su padre era militar y dice quien escribió su biografía en la Wiki que brincaban de casa en casa por todo el mapa de Estados Unidos, de lo que suele deducirse el origen de su inestabilidad psicológica. Cierto que, excepto que se tenga una genética suficientemente equilibrada, el hijo de un militar, y nunca mejor dicho, se mueve entre dos fuegos: el de perseguir la locura de su padre o el de caer en la rebeldía y el malditismo (en mis tiempos díscolos tuve más de un amigo hijo de militar; uno era el punky más agresivo del grupo, el otro un auténtico colgado), sobre todo cuando en la calle se había montado un circo hippie que convirtió la contracultura en idiosincrasia de un par de generaciones. Dicen, y por qué no creerlo, que el rebelde Jim devoraba lecturas de relativa complejidad para cuya comprensión demostraba una madurez intelectual por encima de su edad.
En la post-adolescencia mantuve una amistad superficial con un chico de personalidad muy gemela a la del líder de The Doors (el nombre del grupo está sacado de un poema de William Blake y que también utilizó Aldous Huxley en su libro Las puertas de la percepción). Teníamos 16 o 17 años. Como resulta obvio, no teníamos carnet de conducir. Agarrábamos "prestado" el coche de nuestras respectivas familias (Patrick vivía solo con su madre, ninguno sabíamos, ni él mismo, nada de su progenitor) y, ambos vehículos cargados de amigos, chirríabamos hasta la noches veraniegas de Madrid, con las ventanillas del coche abiertas exhalando fumarolas de hachís. La coordinación de los semáforos de la calle Serrano, desértica de tráfico, permitía un descenso armonioso hasta los infiernos, desde el cruce con la avenida de Concha Espina hasta la Puerta de Alcalá, abriéndose a nuestro paso los discos en verde como obedientes banderines luminosos de un rally futurístico. Las farolas hacían brillar el asfalto de espejismos amarillos. Terrazas con pretensiones de glamour; unas cuantas copas, alguna trastada, guiños a las niñas bien de la mesa de al lado, algún que otro careo de cornamentas con otros cérvidos en celo. De regreso, cada uno con diferente grado de intoxicación, nos jugábamos la suerte echando carreras hasta Alcobendas. Patrick era un suicida, más joven aún que yo, sin padre, sin hermanos y con una madre que nunca estaba en casa, era un Jim Morrison sin talento musical; su límite: vivir aprisa, morir joven y dejar un bonito cadáver (sentencia puesta en labios de James Dean). Todavía en mi post-adolescencia aquellas actitudes acarreaban cierta rebeldía, todavía eran propias de los más gamberros; hoy lo heterodoxo sería no drogarse. A este tipo de simplezas me recordó la película. En mi postración presente, recuerdo aquellos días y aquellas noches igual que podría rememorar sus tiempos de joven príncipe consumido por la banalidad un Buda obeso, convertido en estatua dorada sobre el pedestal de sus nostalgias.