martes, 1 de agosto de 2023

Novela coral La saga del frijol. I: «ja ja ja, eres sonámbulo»

LA SAGA DEL FRIJOL


RELATOS BREVES PARA UNA NOVELA CORAL

 

1.    I.  ja ja ja, eres sonámbulo

 

Una mínima melodía electrónica despertó a Fernando a eso de las tres de la madrugada. A eso no: a las tres exactas de la madrugada. Abrió un ojo, luego, el otro, que se había resistido un poco; ñññññuk, se desplegaron, como si se los hubieran pegado con cola de contacto, los párpados, y le quedó una sensación de moco espeso en los bordes; se pasó el puño por el ojo y se quitó los restos de legañas, y frotó después el dorso de la mano con las sábanas para limpiárselas. Miró hacia su Casio doce melodías de color azul y apagó la alarma. Era verano. Vacaciones en un pueblo costero de la Asturias oriental: Poo de Llanes. Humedad, fresco. Cuidado con despertar a los dos hermanos y a Joaquín, el amigo de todos ellos, que dormían en la misma habitación. Tenía todavía otros dos hermanos más, pero atravesaban tiempos difíciles que los ausentaban: uno estaba casado y el otro en la mili; y cuatro hermanas que dormían arriba, en el desván.

Al copista de esta saga no le gusta que las historias sucedan sin saber cuándo ni la edad de los personajes. Necesita el contexto temporal. Así que, aquí un destello de gentileza: agosto de 1982. Fernando tenía 12 años. Bueno, 11, cumpliría 12 años en noviembre. Se celebraba en España el Mundial de Fútbol.

A pocos metros de la casa donde veraneaba la familia se encontraba la vieja casa de pueblo donde hacían otro tanto sus tíos y primos. Esperó cinco minutos a que bajara Rodolfo. Habían quedado de verse bajo la higuera a las 3:10. Pero eran las 3:25 y por allí no aparecía su primo. Quince minutos debajo de una higuera en plena madrugada le habían parecido como dos horas. Así que colocó la linterna sobre la pila de un viejo lavadero de ropa, con el foco apuntando hacia el rincón, hacia una tubería que conducía al ventanuco del cuarto de baño de la segunda planta de la casucha. Escaló agarrándose como chango al viejo metal del canalón de aguas sucias, que amenazaba desengancharse de la pared y acabar con Fernando estrellado contra la piedra del lavadero. Pero no. Cuando quiso darse cuenta se encontraba ya de rodillas junto a la cabeza de Rodolfo. Llegó pisando suave, casi levitando, porque el suelo de lamas de madera putrefacta crujía bajo el sintasol marrón.

—Rodolfo, Rodolfo, que son las tres y media, tronco. Rodolfo.

Era como un grito ahogado, un grito sin cuerdas vocales, un susurro con vocación de grito. Rodolfo dormía como un cocodrilo. ¿Cómo duermen los cocodrilos? Se estaba jugando el tipo Fernando. En esa zona de la casa, una suerte de distribuidor, dormían dos hermanas y dos hermanos, todos primos suyos; y en las dos habitaciones a un lado y a otro, las puertas abiertas, dormían sus tíos Lola e Israel y la Madrina, una vieja oriunda de aquel pueblo, tía de Lola y su criadora tras la muerte de sus padres cuando era una niña; a Rosa se la habían llevado a Madrid como si fuera la verdadera madre de Lola, pero acabó adquiriendo funciones de aya para con sus sobrinos nietos, por eso la llamaban Madrina y no Rosa, su nombre real. Y fue ella precisamente la que se despertó y comenzó a dar alaridos:

—¡Tú qué hacis aquí a estas horas! ¡Qué coñu hacis aquí! —hablaba una mezcla de asturiano de pueblo, que era lo más parecido al castellano antiguo, lo que la hacía parecer más medieval todavía, y lenguaje propio—. ¡Fíu del demonio!

Y llegó lo peor:

—¡Israel, Israel, vino tu sobrino; mira quién está aquí! ¡Israel! Cagu`n el rapaz. ¡Israel, levántati, hiju! Ta aquí tu sobrín. Va va (o «bah bah») —los primos y primas de Fernando parecían inmunes a los alaridos de la vieja y permanecían hundidos en un profundo e inalterable sueño.

Fernando seguía arrodillado como un monje, con los codos apoyados en la almohada de Rodolfo, que seguía dormido, aunque ya con medio ojo abierto. El tío Israel apareció por la puerta de su dormitorio en camiseta de tirantes, grueso, con su bigote mexicano. Se acercó hasta su sobrino mirándolo desde arriba:

—¿Qué haces aquí, Fernando?

A Fernando le sobraba imaginación, aunque no de muy buena calidad.

—Es que Rodolfo me prestó el reloj —decía mientras iba quitándose el Casio 12 melodías; y era mentira y gorda, que bastante le costó que unos Reyes Magos le trajeran el preciado reloj de sus sueños—; vengo a devolvérselo.

Madrina, pequeñita y arrugada, el pelo medio blanco, hirsuto y alborotado, sí, como una bruja, con un camisón color carne en la penumbra, que parecía venir en pelotas, seguía gritando:

—¡Cagu en el demoniu. Críu babayu! Madre mía, ¡qué hacis aquí! Israel, pero dai con el cinturón, dai un fuetazu.

Fernando miró a su tío; en efecto, llevaba el pantalón desabrochado y el cinturón penduleando. Pero al tío Israel le saltó el resorte diagnóstico, como buen médico que era; antes que gritar a su sobrino o incluso a quitarse el cinturón a modo de amenaza, hizo callar de un modo más o menos cortés a la Madrina, ante la mirada absorta de su sobrino, como si le hubiera dado un aire. El tío Israel se acercó con delicadeza al sobrino, le ofreció su mano y lo ayudó a levantarse:

—Fernando, ven, sobrino.

La Madrina, pegada al marco de su dormitorio como una aparición sombría, contemplaba con rabia la escena, sin comprender la actitud del paterfamilias; ella habría deseado que se quitara el cinturón y le propinara un buen escarmiento.

Israel bajaba los peldaños despacio, mirando arriba y pidiéndole a su sobrino que tuviera cuidado, que no se resbalara; los bordes romos de los peldaños hacían de la estrecha escalera en L casi un tobogán. Atravesaron el pequeño comedor. La parte baja de la casa olía aún más a una mezcla de humedad grutesca, a algo ácido y a aceite requemado. Cuando llegó con Fernando hasta la puerta vio que esta estaba cerrada con su llave antigua y oxidada colocada en el cerrojo por dentro:

 —¿Por dónde has entrado, sobrino? —le hablaba muy quedo, como si no quisiera despertarlo, pero la incomprensión racional se apoderó de él, de su mente de médico y científico, porque la única puerta de entrada era esa, sin hallar en primera instancia una respuesta lógica a por dónde había entrado su sobrino. Como no hubiera atravesado una pared o la misma puerta… Pero Israel había nacido y se había criado en un México donde la realidad no terminaba nunca de tomar asiento, y la Llorona, los santos renacidos y el chupacabras resultaban tan ciertos como la linda Lupita, los mariachis y el xoloescuintle. El número uno de su promoción en Medicina, una proverbial inteligencia, el más agudo en todas las reuniones, era capaz de conciliar, sin riesgo de sufrir un ataque de neurastenia, la verdad de los matraces y la transustanciación de los guajolotes—. ¿Por dónde carajo habrá entrado a la casa este muchacho? —volvió a echar un vistazo en derredor y descartó para siempre la posibilidad de encontrar una respuesta plausible.

Fernando no abría el pico. Sólo rogaba por que su tío Israel no saliera hasta el pequeño soportal y descubriera la linterna con el foco de luz amarillenta apuntando hacia la tubería y el ventanuco del baño. Por fortuna, tío Israel se quedó clavado en el umbral:

—Vamos, hijo, vete a casa tranquilo.

Cuando Fernando subió la pequeña cuesta de hierba, piedras y barro que conducía hasta su casa, hizo como que entraba y apagaba la luz, pero se quedó esperando. Abajo, en la distancia, al fondo y a la izquierda, tras unos lilos, una mata de hortensias y la copa baja de la higuera, la puerta de la casa de sus primos se cerró y la luz cesó. Tenía que recuperar su linterna para no dejar la única y definitiva prueba del delito y de por dónde había trepado hasta terminar de rodillas frente al cabecero de la cama de su primo Rodolfo. Éste había recuperado las ondas theta de un sueño tan profundo como el de un cocodrilo.                                                                                               
Fernando bajó rápido y silencioso por la cuesta, atravesó el pequeño terreno, rozó con sus pantalones el Citroën GS de su tío, aparcado frente a la casita de la que acababa de escapar, no solamente indemne, sino con un trato exquisito por parte de su tío Israel; de la piedra del lavadero agarró la linterna; apenas le quedaba un resuello de luz amarillenta, las pilas de petaca con menos energía que el culo de una luciérnaga borracha. Volvió a subir corriendo sobre la punta de sus pies, igual que una bailarina. Entró en la casa. Subió las escaleras hasta su habitación. Todo permanecía en calma; sus padres, la Tata, la abuela, sus hermanos y el amigo de todos, Joaquín… Se sacó la ropa de encima y se quedó con el pijama sobre el que se había puesto los pantalones vaqueros y la camisa. «¡Bien pensado, Fernando!» —se aduló a sí mismo mientras se sumergía entre las sábanas siempre frescas y húmedas—.

Pasó la noche. El suelo de madera de la segunda planta dejaba oír cada palabra musitada en la parte de abajo, un espacio largo dividido en salón-comedor y cocina. Lo despertó el chirriar de la puerta de entrada a la casa. Después, el tío Israel comenzó a hablar en voz muy alta, Fernando diría que incluso gritaba:

—¡Isidro! —en plan saludo, se dirigía hacia la máxima autoridad de la casa, me atrevería a decir que de toda la familia en su máxima extensión, su cuñado, padre de nueve hijos, entre los que se encontraba Fernando—, ¿habéis visto a Fernandito? —ahora se dirigía a todos los que se encontraban en la larga estancia: la abuela, la tía Rosaura, quien vivía con ellos desde que habían venido de México en el año 1954, a Hermenegilda, esposa de Isidro, madre de Fernando, hermana de Israel— ¿Sigue en la cama Fernandito?

—Sí, ahí siguen todos dormidos, y las niñas todas, en el desván, ¿por qué, hermano? —se apresuró a responder Hermenegilda.

Ahora miraba Israel a su cuñado, quien se encontraba acodado sobre la mesa del comedor, repleto de cuadernos y libros en los que estaba trabajando, leyendo, tomando notas:

—Cuñado —Israel imprimió la solemnidad de un diagnóstico clínico a la siguiente aseveración—: ¡tienes un hijo com-ple-ta-men-te sonámbulo! Ayer se presentó en casa a las tres y media de la madrugada. Lo vi enseguida. Los ojos abiertos, la mirada perdida, como si estuviera viendo espectros. Tuve que tener muchísimo cuidado para no despertarlo, para no provocarle un shock nervioso.

—¿Qué me dices? Dios mío, pobre hijo, qué peligroso —la tía Rosaura era experta en preocuparse; Israel le aclararía la cuestión en términos científicos:

—Hermanita, tampoco te pases. No pasa nada; no es que sea peligroso, pero los sonámbulos no llevan bien que los despierten. Vamos a esperar a que se levanten los chicos, que venga él y le preguntamos.

Isidro, también médico y científico, certificó cada palabra de Israel.

Hermenegilda, la abuela Olivia y tía Rosaura se apiñaron todas en torno a los doctores. Las hermanas Hermenegilda y Rosaura parecían competir en cuál de las dos estaba más preocupada; la impostura de la hipocondría. La auténtica materfamilias, en la cúspide de la jerarquía familiar, al mismo nivel que «don Isidro», la abuela Olivia, toda fortaleza, juiciosa y portadora del código moral que debía imperar a lo largo y ancho de toda la familia, quedaba completamente fuera de esa competición por el desasosiego; es más, la abuela Olivia ostentaba la potestad de poner a cada uno en su lugar:

—¡Ya, ya, dejaros de preocupar, hijas! Tanta tontería; ¿no habéis oído a Israel e Isidro?

Eran situaciones con respuestas predecibles en cada uno de los miembros; el papel desempeñado por cada quien, sucesos repetidos o similares, decenas, centenares de lances en la historia de la saga, susceptibles de entrar a formar parte en el anecdotario familiar. Un gran tomo construido cotidianamente, con miles de páginas de una prehistoria con registros en el siglo XVIII, en el siglo XIX y a principios del siglo XX. El clan se encontraba en el momento de mayor expansión, su apogeo histórico, cinco familias, cuatro de ellas en España y dos en México, más todas sus ramificaciones de tíos y primos en segundo grado, una legión interminable de amistades, a pesar de contar con tantísimos caracteres y tener la dimensión de una gens de la Roma antigua, daban la impresión de conformar una cerrada y dulce piña, una cohesión de afectos, agasajos mutuos, incluso una ideología compatible. Como la España donde no se ponía el Sol, del siglo XVI hasta el XVII, entre los años 1960 y 2000 la saga de los Álvarez se encontraba en su máximo esplendor. Repleta de leyendas, como un libro sagrado. Una crónica genética y sociológica siempre a caballo entre México y España, indianos sin demasiado olfato comercial, nunca enriquecidos del todo y nunca del todo pobres.

Dos hermanas y el amigo que dormía en el dormitorio de los chicos, Joaquín, como uno más de la familia, habían bajado las escaleras, se habían turnado para entrar en el baño y por fin se habían presentado en la estancia principal. Besos, saludos. Ni una palabra todavía sobre el episodio nocturno de Fernandito. Y éste, como había visto levantarse a Joaquín y pasar por la habitación a sus dos hermanas, Ali y Nerea, tras su oportuna escucha del diagnóstico emitido por su tío Israel, había optado por bajar también, y enfrentarse al papel que ahora debería desempeñar. Cuando atravesó la puerta que daba al salón-comedor, el tío Israel, la tía Rosaura, su mamá, sonrieron todos; la abuela Olivia y su padre Isidro lo observaban con disimulo y sin ninguna mueca. Fernandito hacía como que no sabía por qué cosa sonreían.

—¿Qué pasó esta noche, Fernando? —abrió el turno la tía Rosaura.

Él se dirigía hacia la nevera como si nada; vertió la leche de una botella en una taza de buen tamaño; le sería más fácil disimular mientras se preparaba el desayuno:

—¿Qué pasó de qué, tía?

—Ja ja ja…

Adoptó las maneras de un psicoanalista tío Israel:

—¿No saliste de casa esta madrugada?

Fernando se echaba dos cucharadas soperas de cacao, bien colmadas, como dos montículos de talco marrón a punto de ver desbordado su ángulo de reposo; el colacao flotaba ahora en la taza, sobre la leche, y comenzaba a remover el polvillo indisoluble:

—¿Salir de madrugada? ¿Dónde, tío?

Nuevas sonrisas, alguna carcajada más o menos forzada; su padre y la abuela Olivia, antes completamente circunspectos, ahora también torcían ligeramente la boca en una mueca giocondina.

La siempre sedienta galleta campurriana se deshizo en el colacao por no haberla metido y sacado inmediatamente, pendiente como estaba de que su engaño resultara del todo creíble; nadie podría haberse percatado de aquel rasgo de mínimo nerviosismo. Por otro lado, a unos setenta metros de distancia, su primo Rodolfo seguía durmiendo en su cama como un cocodrilo, aunque ya por poco tiempo, porque la luz de un sol inhabitual penetraba hasta el distribuidor convertido en dormitorio; su hermana Marián, Rachel y Saúl vociferaban abajo; Madrina le atizada con una almohada, «¡vamos arriba, hiju; ivos pa la playa, ¡qui haci sol!».

En la casa de arriba, Fernando rescataba con su cuchara los restos hechos puré de la galleta en el fondo de su colacao.

 

— ¡Ja ja ja, eres sonámbulo! —certificó alguien.