LA SAGA DEL FRIJOL
RELATOS BREVES PARA UNA NOVELA
CORAL
1. I. ja ja ja,
eres sonámbulo
Una mínima melodía electrónica despertó a Fernando a eso de
las tres de la madrugada. A eso no: a las tres exactas de la madrugada. Abrió un
ojo, luego, el otro, que se había resistido un poco; ñññññuk, se desplegaron, como
si se los hubieran pegado con cola de contacto, los párpados, y le quedó una
sensación de moco espeso en los bordes; se pasó el puño por el ojo y se quitó
los restos de legañas, y frotó después el dorso de la mano con las sábanas para
limpiárselas. Miró hacia su Casio doce melodías de color azul y apagó la
alarma. Era verano. Vacaciones en un pueblo costero de la Asturias oriental:
Poo de Llanes. Humedad, fresco. Cuidado con despertar a los dos hermanos y a
Joaquín, el amigo de todos ellos, que dormían en la misma habitación. Tenía
todavía otros dos hermanos más, pero atravesaban tiempos difíciles que los
ausentaban: uno estaba casado y el otro en la mili; y cuatro hermanas que
dormían arriba, en el desván.
Al copista de esta saga no le gusta
que las historias sucedan sin saber cuándo ni la edad de los personajes.
Necesita el contexto temporal. Así que, aquí un destello de gentileza: agosto
de 1982. Fernando tenía 12 años. Bueno, 11, cumpliría 12 años en noviembre. Se
celebraba en España el Mundial de Fútbol.
A pocos metros de la casa donde
veraneaba la familia se encontraba la vieja casa de pueblo donde hacían otro
tanto sus tíos y primos. Esperó cinco minutos a que bajara Rodolfo. Habían
quedado de verse bajo la higuera a las 3:10. Pero eran las 3:25 y por allí no
aparecía su primo. Quince minutos debajo de una higuera en plena madrugada le
habían parecido como dos horas. Así que colocó la linterna sobre la pila de un
viejo lavadero de ropa, con el foco apuntando hacia el rincón, hacia una tubería
que conducía al ventanuco del cuarto de baño de la segunda planta de la
casucha. Escaló agarrándose como chango al viejo metal del canalón de aguas
sucias, que amenazaba desengancharse de la pared y acabar con Fernando
estrellado contra la piedra del lavadero. Pero no. Cuando quiso darse cuenta se
encontraba ya de rodillas junto a la cabeza de Rodolfo. Llegó pisando suave,
casi levitando, porque el suelo de lamas de madera putrefacta crujía bajo el
sintasol marrón.
—Rodolfo, Rodolfo, que son las tres y
media, tronco. Rodolfo.
Era como un grito ahogado, un grito
sin cuerdas vocales, un susurro con vocación de grito. Rodolfo dormía como un
cocodrilo. ¿Cómo duermen los cocodrilos? Se estaba jugando el tipo Fernando. En
esa zona de la casa, una suerte de distribuidor, dormían dos hermanas y dos
hermanos, todos primos suyos; y en las dos habitaciones a un lado y a otro, las
puertas abiertas, dormían sus tíos Lola e Israel y la Madrina, una vieja
oriunda de aquel pueblo, tía de Lola y su criadora tras la muerte de sus padres
cuando era una niña; a Rosa se la habían llevado a Madrid como si fuera la
verdadera madre de Lola, pero acabó adquiriendo funciones de aya para con sus
sobrinos nietos, por eso la llamaban Madrina y no Rosa, su nombre real. Y fue
ella precisamente la que se despertó y comenzó a dar alaridos:
—¡Tú qué hacis aquí a estas horas!
¡Qué coñu hacis aquí! —hablaba una mezcla de asturiano de pueblo, que era lo
más parecido al castellano antiguo, lo que la hacía parecer más medieval todavía,
y lenguaje propio—. ¡Fíu del demonio!
Y llegó lo peor:
—¡Israel, Israel, vino tu sobrino;
mira quién está aquí! ¡Israel! Cagu`n el rapaz. ¡Israel, levántati, hiju! Ta
aquí tu sobrín. Va va (o «bah bah») —los primos y primas de Fernando parecían
inmunes a los alaridos de la vieja y permanecían hundidos en un profundo e
inalterable sueño.
Fernando seguía arrodillado como un
monje, con los codos apoyados en la almohada de Rodolfo, que seguía dormido,
aunque ya con medio ojo abierto. El tío Israel apareció por la puerta de su
dormitorio en camiseta de tirantes, grueso, con su bigote mexicano. Se acercó
hasta su sobrino mirándolo desde arriba:
—¿Qué haces aquí, Fernando?
A Fernando le sobraba imaginación,
aunque no de muy buena calidad.
—Es que Rodolfo me prestó el reloj
—decía mientras iba quitándose el Casio 12 melodías; y era mentira y gorda, que
bastante le costó que unos Reyes Magos le trajeran el preciado reloj de sus
sueños—; vengo a devolvérselo.
Madrina, pequeñita y arrugada, el
pelo medio blanco, hirsuto y alborotado, sí, como una bruja, con un camisón
color carne en la penumbra, que parecía venir en pelotas, seguía gritando:
—¡Cagu en el demoniu. Críu babayu!
Madre mía, ¡qué hacis aquí! Israel, pero dai con el cinturón, dai un fuetazu.
Fernando miró a su tío; en efecto,
llevaba el pantalón desabrochado y el cinturón penduleando. Pero al tío Israel
le saltó el resorte diagnóstico, como buen médico que era; antes que gritar a
su sobrino o incluso a quitarse el cinturón a modo de amenaza, hizo callar de
un modo más o menos cortés a la Madrina, ante la mirada absorta de su sobrino,
como si le hubiera dado un aire. El tío Israel se acercó con delicadeza al
sobrino, le ofreció su mano y lo ayudó a levantarse:
—Fernando, ven, sobrino.
La Madrina, pegada al marco de su
dormitorio como una aparición sombría, contemplaba con rabia la escena, sin
comprender la actitud del paterfamilias; ella habría deseado que se quitara el
cinturón y le propinara un buen escarmiento.
Israel bajaba los peldaños despacio,
mirando arriba y pidiéndole a su sobrino que tuviera cuidado, que no se resbalara;
los bordes romos de los peldaños hacían de la estrecha escalera en L casi un
tobogán. Atravesaron el pequeño comedor. La parte baja de la casa olía aún más
a una mezcla de humedad grutesca, a algo ácido y a aceite requemado. Cuando
llegó con Fernando hasta la puerta vio que esta estaba cerrada con su llave
antigua y oxidada colocada en el cerrojo por dentro:
—¿Por dónde has entrado, sobrino? —le
hablaba muy quedo, como si no quisiera despertarlo, pero la incomprensión
racional se apoderó de él, de su mente de médico y científico, porque la única
puerta de entrada era esa, sin hallar en primera instancia una respuesta lógica
a por dónde había entrado su sobrino. Como no hubiera atravesado una pared o la
misma puerta… Pero Israel había nacido y se había criado en un México donde la
realidad no terminaba nunca de tomar asiento, y la Llorona, los santos
renacidos y el chupacabras resultaban tan ciertos como la linda Lupita, los
mariachis y el xoloescuintle. El número uno de su promoción en Medicina, una
proverbial inteligencia, el más agudo en todas las reuniones, era capaz de
conciliar, sin riesgo de sufrir un ataque de neurastenia, la verdad de los
matraces y la transustanciación de los guajolotes—. ¿Por dónde carajo habrá
entrado a la casa este muchacho? —volvió a echar un vistazo en derredor y
descartó para siempre la posibilidad de encontrar una respuesta plausible.
Fernando no abría el pico. Sólo
rogaba por que su tío Israel no saliera hasta el pequeño soportal y descubriera
la linterna con el foco de luz amarillenta apuntando hacia la tubería y el
ventanuco del baño. Por fortuna, tío Israel se quedó clavado en el umbral:
—Vamos, hijo, vete a casa tranquilo.
Cuando Fernando subió la pequeña
cuesta de hierba, piedras y barro que conducía hasta su casa, hizo como que
entraba y apagaba la luz, pero se quedó esperando. Abajo, en la distancia, al
fondo y a la izquierda, tras unos lilos, una mata de hortensias y la copa baja
de la higuera, la puerta de la casa de sus primos se cerró y la luz cesó. Tenía
que recuperar su linterna para no dejar la única y definitiva prueba del delito
y de por dónde había trepado hasta terminar de rodillas frente al cabecero de
la cama de su primo Rodolfo. Éste había recuperado las ondas theta de un sueño
tan profundo como el de un cocodrilo.
Fernando bajó rápido y silencioso
por la cuesta, atravesó el pequeño terreno, rozó con sus pantalones el Citroën
GS de su tío, aparcado frente a la casita de la que acababa de escapar, no
solamente indemne, sino con un trato exquisito por parte de su tío Israel; de
la piedra del lavadero agarró la linterna; apenas le quedaba un resuello de luz
amarillenta, las pilas de petaca con menos energía que el culo de una
luciérnaga borracha. Volvió a subir corriendo sobre la punta de sus pies, igual
que una bailarina. Entró en la casa. Subió las escaleras hasta su habitación.
Todo permanecía en calma; sus padres, la Tata, la abuela, sus hermanos y el
amigo de todos, Joaquín… Se sacó la ropa de encima y se quedó con el pijama
sobre el que se había puesto los pantalones vaqueros y la camisa. «¡Bien
pensado, Fernando!» —se aduló a sí mismo mientras se sumergía entre las sábanas
siempre frescas y húmedas—.
Pasó la noche. El suelo de madera de
la segunda planta dejaba oír cada palabra musitada en la parte de abajo, un
espacio largo dividido en salón-comedor y cocina. Lo despertó el chirriar de la
puerta de entrada a la casa. Después, el tío Israel comenzó a hablar en voz muy
alta, Fernando diría que incluso gritaba:
—¡Isidro! —en plan saludo, se dirigía
hacia la máxima autoridad de la casa, me atrevería a decir que de toda la
familia en su máxima extensión, su cuñado, padre de nueve hijos, entre los que
se encontraba Fernando—, ¿habéis visto a Fernandito? —ahora se dirigía a todos los
que se encontraban en la larga estancia: la abuela, la tía Rosaura, quien vivía
con ellos desde que habían venido de México en el año 1954, a Hermenegilda,
esposa de Isidro, madre de Fernando, hermana de Israel— ¿Sigue en la cama
Fernandito?
—Sí, ahí siguen todos dormidos, y
las niñas todas, en el desván, ¿por qué, hermano? —se apresuró a responder
Hermenegilda.
Ahora miraba Israel a su cuñado, quien se
encontraba acodado sobre la mesa del comedor, repleto de cuadernos y libros en
los que estaba trabajando, leyendo, tomando notas:
—Cuñado —Israel imprimió la
solemnidad de un diagnóstico clínico a la siguiente aseveración—: ¡tienes un
hijo com-ple-ta-men-te sonámbulo! Ayer se presentó en casa a las tres y
media de la madrugada. Lo vi enseguida. Los ojos abiertos, la mirada perdida,
como si estuviera viendo espectros. Tuve que tener muchísimo cuidado para no
despertarlo, para no provocarle un shock nervioso.
—¿Qué me dices? Dios mío, pobre
hijo, qué peligroso —la tía Rosaura era experta en preocuparse; Israel le
aclararía la cuestión en términos científicos:
—Hermanita, tampoco te pases. No
pasa nada; no es que sea peligroso, pero los sonámbulos no llevan bien que los
despierten. Vamos a esperar a que se levanten los chicos, que venga él y le
preguntamos.
Isidro, también médico y científico,
certificó cada palabra de Israel.
Hermenegilda, la abuela Olivia y tía
Rosaura se apiñaron todas en torno a los doctores. Las hermanas Hermenegilda y
Rosaura parecían competir en cuál de las dos estaba más preocupada; la
impostura de la hipocondría. La auténtica materfamilias, en la cúspide de la
jerarquía familiar, al mismo nivel que «don Isidro», la abuela Olivia, toda
fortaleza, juiciosa y portadora del código moral que debía imperar a lo largo y
ancho de toda la familia, quedaba completamente fuera de esa competición por el
desasosiego; es más, la abuela Olivia ostentaba la potestad de poner a cada uno
en su lugar:
—¡Ya, ya, dejaros de preocupar,
hijas! Tanta tontería; ¿no habéis oído a Israel e Isidro?
Eran situaciones con respuestas
predecibles en cada uno de los miembros; el papel desempeñado por cada quien, sucesos
repetidos o similares, decenas, centenares de lances en la historia de la saga,
susceptibles de entrar a formar parte en el anecdotario familiar. Un gran tomo
construido cotidianamente, con miles de páginas de una prehistoria con
registros en el siglo XVIII, en el siglo XIX y a principios del siglo XX. El
clan se encontraba en el momento de mayor expansión, su apogeo histórico, cinco
familias, cuatro de ellas en España y dos en México, más todas sus ramificaciones
de tíos y primos en segundo grado, una legión interminable de amistades, a
pesar de contar con tantísimos caracteres y tener la dimensión de una gens
de la Roma antigua, daban la impresión de conformar una cerrada y dulce piña,
una cohesión de afectos, agasajos mutuos, incluso una ideología compatible. Como
la España donde no se ponía el Sol, del siglo XVI hasta el XVII, entre los años
1960 y 2000 la saga de los Álvarez se encontraba en su máximo esplendor.
Repleta de leyendas, como un libro sagrado. Una crónica genética y sociológica siempre
a caballo entre México y España, indianos sin demasiado olfato comercial, nunca
enriquecidos del todo y nunca del todo pobres.
Dos hermanas y el amigo que dormía
en el dormitorio de los chicos, Joaquín, como uno más de la familia, habían
bajado las escaleras, se habían turnado para entrar en el baño y por fin se
habían presentado en la estancia principal. Besos, saludos. Ni una palabra
todavía sobre el episodio nocturno de Fernandito. Y éste, como había visto
levantarse a Joaquín y pasar por la habitación a sus dos hermanas, Ali y Nerea,
tras su oportuna escucha del diagnóstico emitido por su tío Israel, había
optado por bajar también, y enfrentarse al papel que ahora debería desempeñar.
Cuando atravesó la puerta que daba al salón-comedor, el tío Israel, la tía
Rosaura, su mamá, sonrieron todos; la abuela Olivia y su padre Isidro lo
observaban con disimulo y sin ninguna mueca. Fernandito hacía como que no sabía
por qué cosa sonreían.
—¿Qué pasó esta noche, Fernando?
—abrió el turno la tía Rosaura.
Él se dirigía hacia la nevera como
si nada; vertió la leche de una botella en una taza de buen tamaño; le sería
más fácil disimular mientras se preparaba el desayuno:
—¿Qué pasó de qué, tía?
—Ja ja ja…
Adoptó las maneras de un
psicoanalista tío Israel:
—¿No saliste de casa esta madrugada?
Fernando se echaba dos cucharadas soperas
de cacao, bien colmadas, como dos montículos de talco marrón a punto de ver
desbordado su ángulo de reposo; el colacao flotaba ahora en la taza, sobre la
leche, y comenzaba a remover el polvillo indisoluble:
—¿Salir de madrugada? ¿Dónde, tío?
Nuevas sonrisas, alguna carcajada
más o menos forzada; su padre y la abuela Olivia, antes completamente
circunspectos, ahora también torcían ligeramente la boca en una mueca giocondina.
La siempre sedienta galleta campurriana
se deshizo en el colacao por no haberla metido y sacado inmediatamente,
pendiente como estaba de que su engaño resultara del todo creíble; nadie podría
haberse percatado de aquel rasgo de mínimo nerviosismo. Por otro lado, a unos
setenta metros de distancia, su primo Rodolfo seguía durmiendo en su cama como
un cocodrilo, aunque ya por poco tiempo, porque la luz de un sol inhabitual
penetraba hasta el distribuidor convertido en dormitorio; su hermana Marián, Rachel
y Saúl vociferaban abajo; Madrina le atizada con una almohada, «¡vamos arriba,
hiju; ivos pa la playa, ¡qui haci sol!».
En la casa de arriba, Fernando
rescataba con su cuchara los restos hechos puré de la galleta en el fondo de su
colacao.
— ¡Ja ja ja, eres sonámbulo!
—certificó alguien.