domingo, 1 de marzo de 2020

La hermosura de ser humanos, y la incertidumbre. Mandarinas: cítricos para el nacionalismo


La pequeña historia de Ivo, Margus, Ahmed y Niko en un rincón de Abjasia se ensancha hasta alcanzar la dimensión de lo tremendamente humano. Más allá del recurso estilístico de la alegoría, sin clichés, la película de este director estonio se erige como un delicado monumento al alma humana. Alegoría sí, pero con personajes veraces, no meros arquetipos al servicio del lugar común y la sarta de correcciones políticas o consignas panfletarias. Por cierto, un monstruoso detalle sobre el director: nacido en 1966, murió en diciembre de 2019 de un infarto, Zaza Urushadze. Estas Mandarinas tienen la humanidad como principal ingrediente. El respeto, la absoluta importancia de la vida de cada hombre, de cada muerte. La introspección psicológica de los personajes es delicadísima y profunda, progresan sutilmente sin perder nunca la verosimilitud. La belleza de las imágenes en un pequeño rincón donde prima la naturaleza y una plantación de mandarinos sobrecoge en su intimidad, carente de toda pretenciosidad. El director además se hace dueño y señor del ritmo narrativo sin un ápice de excrecencia, de grasa sobrante: ochenta y tres minutos aproximadamente de metraje magro, donde no se confunde el ritmo cadencioso con el pasmo de la lentitud. 
Ivo, Margus, Ahmed y Niko

El entrañable Ivo (Lembit Ulfsak), carpintero medio viejo ya, barba blanca y mansedumbre en la mirada de sus ojos azules, mediante su intervención benigna, un altruismo nunca amanerado —al revés, el tipo resalta por su adustez—, va transformando la vida interior de un georgiano, Niko, y un mercenario al servicio de la causa abjasia, Ahmed. Ambos pertenecen a los bandos  contrarios de la guerra, y sobreviven a duras penas y a pesar de sus heridas tras una escaramuza que tiene lugar prácticamente frente a la casa del protagonista. Ivo y su amigo y compatriota Margus, estonios, desubicados pero atados a la tierra donde viven por razones diferentes, acarrean los cuerpos de los soldados hasta la casa del primero, los encaman en habitaciones separadas y sacan adelante sus vidas con la ayuda de un amigo médico, vecino en las proximidades de la comarca. Ivo ayuda a su amigo, para quien fabrica caja tras caja donde ir recogiendo las mandarinas. Margus parece empecinado en sacar adelante el negocio de los pequeños y dulces cítricos, incluso en el adverso contexto bélico que los rodea; la recolección apremia si no quiere que se estropee la cosecha. Con estos elementos, en el trasfondo de la Guerra de Abjasia de 1992-1993, se elabora una historia de personajes complejos, quienes arrastran la memoria de su propia intrahistoria, tragedias y esperanzas que los moldean.

Abjasia se mete en una guerra independentista contra Georgia. Y aquí encontramos el primer resorte que mueve la trama narrativa, así como la estúpida maldad de los hombres. Nos queda claro, sin una enunciación explícita, la perversidad que anida en los nacionalismos; el odio que llevan siempre aparejado. Con la delicadeza de lo sugerido sin necesidad de profusas proclamas, la película es un canto a la hermandad de los hombres, la estupidez y vesania de la guerra, la estulticia del territorialismo, las idiosincrasias artificiosas, ¡atención!, los bastardos rasgos identitarios. Una película que todo patriota, nacionalista e independentista debería ver alguna vez, si es que es capaz de observar concomitancias. Pero la falta de racionalidad, el exceso de emocionalidad envenenada que cancera a todos aquellos que han dejado desarrollar en su interior la larva del nacionalismo hace difícil creer que esta humilde joya del cine europeo les haga llegar a ser conscientes de su propia enfermedad. 
Lembit Ulfsak

Pese a la carga de lo inevitablemente trágico, la película nos deja el regusto de la esperanza. De la ética, el último y más alto peldaño de nuestra inteligencia.