jueves, 8 de diciembre de 2011

"Sobrecuadros": Mirada alucinada e irónica sobre: Abadía en el robledal, de Caspar David Friedrich


A Caspar David Friedrich lo asocio casi inextricablemente con Friedrich Hölderlin. En primer lugar, sus nombres se asemejan, o, mejor dicho, el nombre de uno es el apellido del otro. Son alemanes, contemporáneos y románticos a rabiar. Gracias a que el contexo social en el que los hombres nos desenvolvemos termina calando en nuestra propia psicología, uno no ha terminado sus días deambulando por el bosque, vestido con una levita, demenciado por afectos como la nostalgia, el esplín, la sensibilidad celeste, el sentimiento de pérdida de la belleza y la bondad humanas, el ansia de trascendencia, el afán de alcanzar ideales imposibles y sentimientos innombrables. Pero en la post-adolescencia tuvimos entre nuestras manos el Hiperión, Werther, Novalis, Byron y, por qué no, Bécquer. Y en nuestra cabeza, una amalgama de sueños que terminaron sepultados por la realidad de los tiempos, algún que otro alcaloide y un progresivo interés por el torneo de Roland Garros en detrimento del ansia de libertad y la escapada definitiva.
Esta Abadía en el robledal recupera de algún hondón en nuestro ombligo el rescoldo de ese romanticismo que albergamos antaño con tanto ímpetu. A Friedrich lo atribulaba la muerte, porque estuvo rodeado por sus efectos y vio morir desde niño a su madre y hermanos. Incluso, me parece, perdió un hermano cuando este trataba de salvarlo a él de un agujero en el hielo de un estanque. Al salvarlo, murió su hermano y esto lo mantuvo con un sentimiento de culpa y tristeza. Así que la muerte parece uno de sus temas.
No puedo ironizar con este crepúsculo gélido, las lápidas asomando, los robles mortecinos, la neblina que nos arrastrará hasta el horizonte oscuro. Aunque sin duda el Romanticismo, con sus cándidos excesos y sus paradógicas derrotas es como una especie de movimiento quijotesco. El progreso y la evolución del mundo no han podido ser más crueles devastadores de los valores de aquella expresón artística y de sus ideales. Un antiguo amigo mío, completamente psicótico desalmado, tras una velada de alcohol y destartale psicológico, entre risas y conversas sobre el alma humana y la literatura, cargado él de suficiencia, me pronosticó que un día dejaría el romantismo y me subiría al existencialismo. Nunca lo hice. Desmonté del romanticismo, dejé un estribo en él, salté hacia el pasado, me hice siglorista, me cautivó el siglo XIV (que es el siglo maldito de la Edad Media), me colgué finalmente de los griegos y me hice un curso acelerado de epicureísmo, aportando a su comprensión la idea clara de que conforma una misma moneda de la que el estoicismo es su segunda cara (la moneda es de oro, unos la ven desde el placer, otros desde el sufrimiento, pero ambas invitan a la sofrosine). Incluso el XVIII, más mezquino, pero en ocasiones merecedor de esas luces que se le atribuyen, con su música de gloria. El siglo XX no era tan malo, y me zambullí en su cultura, porque los siglos donde el hombre avanza hacia el abismo son buenos para el arte, y el siglo XX, con sus 60 millones de almas dilapidadas, trajo el capitalismo financiero, la bomba atómica, las atrocidades científicas y los descubrimientos de la informática y la genética que cambiarían para siempre el signo de los tiempos. Del batiburrillo, de la realidad y de la muerte omnipresente, siempre me he refugiado con el recuerdo de los tiempos pasados, desde mi propia infancia (que revivo a través de mis hijos) hasta los polvos de Mesopotamia.
Pero este cuadro me trae otra remembranza mucho más próxima, superflua y amable. La mente asocia de esta forma tan caprichosa. Me trae a la memoria una lectura que, a pesar de su simpleza, me dejó una huella indeleble. Cuando paseo cerca de casa, sobre todo en estas noches de invierno, y se dibuja el castillo próximo contra el cielo estrellado en la noche helada (estampa romántica), a veces sus torres almenadas acariciadas por las brumas, también recuerdo esta novelita para adolescentes. Se trata de El libro del cementerio, de Neil Gaiman. Sí, de pronto, entre lecturas más espesas y supongo que trascendentales, un librito sencillo y para adolescentes te deja una huella que recuerda a algo antiguo.

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