martes, 11 de diciembre de 2018

Sobrecuadros; mirada alucinada e irónica sobre: Astaroth, de Jules Breton, s. XIX






















Éste es Astaroth. Un demonejo poderoso (frente al emperador Lucifer, éste sería un duque, o algo menos, un conde). Sus tentaciones caminan en la esfera de lo abúlico y lo vanidoso. Este grabado no deja de tener su misterio. El rostro enfermizo del diablo en cuestión. Sus alas de dragón (también sus pies y sus manos del mismo apócrifo pseudosaurio fogatero); ¿o son del bicho a cuyas grupas parece difícil que vaya a volar? Por detrás está dotado, ahora sí suyas, de alas más querubínicas —porque, según creo, los diablos no dejan de haber sido más que ángeles; ángeles macarras, díscolos desterrados, o más bien habría que decir «desencielados»―. En su mano, la serpiente (soberbia, veneno de la tentación); en la cabeza, una corona. Monta sobre un perro o lobo entre terrorífico y cretino. El rabo, atrás izquierda, no se sabe si pertenece al lobo estrábico o al tal Astaroth, para cuyo retrato debió de servir como modelo algún oligofrénico de un hospital de huérfanos. Sus pechos abofados, ahora que reviso esta pequeña nota años después de haberla escrito, me recuerdan a los míos tras el accidente.
El dibujo es de Jules Breton, grabado del siglo xix. Es raro, lleno de misterio y comicidad, y es también hermoso.


De Sobrecuadros, mirada alucinada e irónica.


Otras entradas de Sobrecuadros:




martes, 4 de diciembre de 2018

De Eróstrato a Friedrich Reck

EROSTRATISMO O SÍNDROME DE ERÓSTRATO;
Hitler y el Diario de un deseperado, de Friedrich Reck

¿Un parecido razonable con algún personaje público? Es un busto de Eróstrato. Este pastor de Éfeso, sólo para alcanzar la notoriedad, frustrado y envidioso de aquellos que habían alcanzado cierta preeminencia en el ámbito sacerdotal devoto de la diosa lunar, un 21 de julio del año 356 a.n.e. decidió prender fuego al templo de Artemisa, en la misma ciudad de Éfeso, en la actual Turquía.
Como en tantos otros casos, la ciencia psiquiátrica ha encontrado en la mitología griega o sus historias más o menos legendarias el acervo léxico para denominar ciertas patologías. El erostratismo o síndrome de Eróstrato es aquel transtorno en virtud del cual un individuo comete cualquier tipo de despropósito, desde el leve desmán público al más horrible de los crímenes, con el único afán de alcanzar fama. Este pastor gordezuelo logró pasar así a la Historia, socarrando una de las siete maravillas del mundo antiguo.
Y la Historia nos enseña que este síndrome parece arrastrarse subrepticiamente entre nuestros zapatos, y que el número de erostratistas no es para nada desdeñable. Mentecatos, trepas, ensoberbecidos, psicópatas de gabardina sucia y psicópatas de cuello blanco —los grandes tiranos, las más protervas de las megalomanías—, esta enumeración que asciende desde lo estúpido a lo maligno, en ocasiones sólo nos ofrece pequeños ejemplares de hombrecillos que se sostienen en el ridículo; pero en otras ocasiones, su escalada hacia la perversidad puede hacer de ellos pirómanos, como el del busto epónimo, violadores, destripadores e incluso  dirigentes criminales que han hecho retorcer el curso de las civilizaciones.


Ya se ha repetido por muchos que si Hitler hubiera triunfado como pintor en su juventud hasta alcanzar cierta fama, tal vez le habría sido suficiente para satisfacer su puerca egolatría. De las últimas fuentes donde he leído un análisis en este sentido es el prodigioso Diario de un desesperado de Friedrich Reck. Pero claro, en el mayor villano que han parido los siglos, entre todas sus limitaciones intelectuales, se encontraba la de ser un pintor sin ningún genio. Si se lee su manual de odio Mi lucha, cualquier inteligencia mediana podrá encontrar una falta total de alcance reflexivo, a cuya deficiencia se suma su patente mal gusto y una ausencia de juicio crítico.  

No debemos confundir el síndrome de Eróstrato con otros complejos capaces de promover la sevicia humana, o con la megalomanía pura, el afán de poder más terrorífico o el mesianismo. También se pueden sumar unos delirios con otros. En el ranking mundial de los tiranos más crueles, sin duda el del flequillo grasiento comparte pódium con Stalin. Pero éste parece que incluso mostraba cierta timidez. Quién sabe qué se entiende por timidez. Paranoico parece que lo era hasta el paroxismo. Por ponernos hogareños, nuestro pequeño dictador Francisco Franco debió en su caso de desarrollar su vesania por un complejo mucho más claro de inferioridad que de erostratismo. El primero, conjugado probablemente con otro complejo de nomenclatura legendaria griega, el de Edipo, y una ideología ultramontana y ultracatólica, lo conducen a la postre a un mesianismo activo, con las notas paranoides que éste deba implicar. Pero no se aprecia eróstratismo como en Hitler, me parece. 

El venero casi inagotable de crónicas sobre el horror nazi escritas por autores y autoras judíos, desde el popular Diario de Ana Frank, pasando por las obras de Primo Levi, Robert Anselme, Elie Wiesel, Hannah Arendt, Viktor Klemperer, Arthur Koestler, Szpilman, Imre Kerstèsz, por citar una pequeña gavilla surgida a bote pronto, se ve complementado, por ejemplo, con el Diario de un desesperado, escrito por un alemán no judío, pequeño terrateniente, muy lejos de tesis socialistas, pero detractor absoluto, con todo fundamento, del nazismo. Murió en el campo de concentración de Dachau, en 1945.
Friedrich Reck dibuja en este diario el cuadro de una Alemania prebélica, de Berlín en particular, del ambiente social, del nacionalsocialismo y del monstruo que engendró aquel horror. Se trata de un autor tradicionalista y católico, con difusos antecedentes aristocráticos; exalta la figura de su abuelo como la de un caballero en una época mejor y fija con sensibilidad diamantina la personalidad deforme de Hitler, a quien tuvo ocasión de conocer en tres ocasiones antes de que ascendiera al poder en 1933. Denuncia, o simplemente pone el foco en una burguesía alemana avarienta que sólo ve en el embrollo criminal impuesto por los nazis, en el ambiente prebélico y en la misma guerra una excelente oportunidad para especular y tratar de enriquecerse; bancos, grandes empresas, entregados a la barbarie, operando y fabricando para nutrir al monstruo y, de paso, incrementar sus propias arcas —allí engordaron para llegar a ser lo que hoy son empresas como el Thyssen Krupp o entidades financieras como el Deutsche Bank—. Expresa el buen hidalgo Reck la ignominia, la brutalidad y la grosería practicada entre las fuerzas de las SA, después las SS y de cualquier cuerpo policial o militar al servicio del Tercer Reich; sus borracheras obscenas, su lenguaje vulgar, su atropello de la decencia, sus abusos. Una sociedad deturpada, una Alemania sin ningún tipo de orden ni concierto, sumida en el caos, la mala organización y el desastre moral. 
Soldado nazi vestido como una mujer.
Foto de Martin Dammann tomada de
ABC
HISTORIA
Vendría muy bien leer estas páginas a quienes todavía hablan de no sé qué estética militar inspirada en las legiones romanas, quienes alaban con banalidad la elegancia de los uniformes diseñados por Hugo Boss —soy incapaz, por mor de un sano prejuicio, de apreciar ninguna elegancia en los trajes marciales de auténticas mesnadas de orcos al servicio del Mal— o aquellos coleccionistas de soldaditos de plomo y fascículos de historia que vierten sus elogios sobre una presumible genialidad en estrategia militar; una industria superorganizada, efectiva y eficiente. ¡Ja! El buen Friedrich Reck tritura tales mitos, igual que tritura y desbarata el falaz y manido argumento de que la Segunda Guerra Mundial fue propiciada por un draconiano tratado de Versalles al final de la anterior Gran Guerra (1919) y el hundimiento económico de Alemania "por culpa" de las potencias europeas enemigas.

Eróstrato, pirómano de templos marmóreos, la Historia te ha convertido en un simple maniaco palurdo con las antorchas demasiado cerca; casi resulta bonachona tu efigie en ese busto; bonachona y llena de sandez, la verdad. ¿Mereció la pena tu condena a muerte, abejorro? Y ni siquiera has llegado a ser demasiado famoso. Ni tú ni tu maldito síndrome. Pero, aunque no se conozca, sí te reconozco que tu patología se encuentra en periodo de gracia, propagada por esta efervescencia del circo mediático global. Quizá Facebook, Instagram, YouTube, Twitter o los reality shows nos estén salvando de que ciertos seguidores tuyos no hagan otras cosas peores que la de dar la tabarra.





domingo, 11 de noviembre de 2018

Bohemian Rhapsody, reseña personal en FilmAffinity

Voto de Herni: 
5
 
7,7
6.798
votos





Título Bohemian Rhapsody                      
Año 2018
País Reino Unido
Director Bryan Singer

Sinopsis 'Bohemian Rhapsody' es una celebración del grupo Queen, de su música y de su extraordinario cantante Freddie Mercury, que desafió estereotipos e hizo añicos tradiciones para convertirse en uno de los showmans más queridos del mundo. La película plasma el meteórico ascenso de la banda al olimpo de la música a través de sus icónicas canciones y su revolucionario sonido, su crisis cuando el estilo de vida de Mercury estuvo fuera de ... [+]

10 de noviembre de 2018
 
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Resulta casi imposible cometer spoiler, porque todo organismo vivo nace, crece, se relaciona, se reproduce (o al menos acomete ejercicios reproductivos voluntariamente infructuosos) y muere.
Rami Malek, el actor que empapela a Freddie Mercury, hace eso, "empapelarlo" como una piñata, un muñeco de papel y engrudo. Su gesticulación facial, con todo y tratar de ser particularmente expresiva, termina agotando por falta de registros, siempre la misma cara, las miradas de ojos incoloros mecidos como canicas cegaratas, el morro sobredentado. A nivel corporal, el amaneramiento de sus ademanes deviene intempestivo.
Desde el punto de vista narrativo, la historia no se puede tratar de un modo más superficial. No profundiza en quienes rodean al protagonista y entran de lleno en su vida; la apoteosis del astro arrasa con cualquier entorno humano satelital. Todos quedan por detrás de su presunta genialidad sin que nadie le haga la más mínima sombra.
Algo loable del guión es no haber recurrido a la lágrima fácil aprovechándose de la crudelísima, maldita enfermedad.
El efectismo de una banda sonora que forma parte de la etapa más hormonal de nuestra biografía, como cabía esperar, se convierte en el soporte sobre el que se asienta la narración. La salva del aburrimiento y llega a emocionarnos. Emoción que proviene de eso, de la vertebración musical.
En el centro cronológico de la cinta debería haberse oído completa la pieza que da nombre a la película, Bohemian Rhapsody. Precisamente, en una reunión del grupo con el director de su discográfica, éste les afea llevar un tema de seis minutos como la canción principal del disco, apelando a que ninguna emisora de radio querrá pinchar el vinilo por más de tres minutos. Y sin embargo, parece que al propio director de la película, Bryan Singer, le ha atemorizado hacerlo. Si alguien en la sala no conoce la pieza y no la escucha completa, se le escaparán los matices, esas subidas y bajadas, valles y mesetas que confieren a la pieza un cierto arrimo sinfónico, influida, como se supone que está, por la música clásica y en particular la ópera. Salvando las distancias, claro.
Dejo aparte de la crítica mi particular bochorno, la vergüenza ajena que me produce la veneración de las masas por los héroes y heroínas del pop rock. Un adefesio cultural. Freddy Mercury, Jim Morrison, los Beatles o cualquier otro de estos idolillos tienen el mismo mérito que el salto de un grillo frente al de un leopardo si se compara a cualquiera de ellos con el músico que toca el triángulo en una orquesta interpretando a Mahler.
Como digo en el título, si fuera una película muda también sería invisible.
Hernán Valladares Álvarez, 10, noviembre, 2018


miércoles, 24 de octubre de 2018

Poemas en BooksMovie

Gracias a Roberto, a la asociación cultural CEDRO por sus grabaciones y a BooksMovie por incorporar en su fonoteca estos poemas







El último poema escogido del segundo audio, Desde el abismo, versos inválidos, «Sed de venganza», nació de un mal despertar. Nos atacan los demonios del presente y la bilis negra nos posee. Por eso su inclemente crudeza. Y en esa crudeza se puede producir cierto grado de injusticia hacia quienes más queremos, como queda claro en los versos descarnados. En este poemario, la mayor parte de los poemas nacen de estados anímicos bajo el ciclón de mi vida tras el accidente y la tetraplejia posterior. Algún amigo me ha sugerido incluso autocensurarme. Pero de ningún modo. El poemario está lleno con la verdad de los días; contiene por igual los dos lados del rostro de Jano, del yin y el yang, el afán destructor y el gozo voluntarioso que todavía se debaten en nuestro interior. Pero me ha parecido oportuno sin embargo añadir, en la entrada de mi blog al menos (en la fonoteca de BooksMovie ya no puedo hacer nada), un poema de amor escrito en este mismo periodo de mi vida. 

Mercedes

Te he dedicado pocos versos.
Preside, reina, impregna, invade,
todo lo llena, el aire todo
es una sustancia tuya, es vibración de ti,
amada mía, textura de un deseo innombrable,
de una gloria que alcancé a tocar y me cubrió,
me cubriste como dedos de aurora
y ahora que el momento ya no existe,
que se ha fugado el hoy y te me has ido…
Tu imagen fresca reverdece
tantos instantes inseparables, juntos,
tantos labios, tu cándido perfil de niña inquebrantable
y esa mirada tuya, alas de una mariposa de azabache.
Soñé que lo decías como se pide el pan de cada día,
mirándome a los ojos cotidianos,
“te quiero”, me decías.
Era la música del cielo.
Te tuve, me tuviste, nos tuvimos
sin saber que era nuestra la Tierra y sus jardines,
no desdeñando, sin desagradecimiento,
compañeros y amantes, un solo cuerpo,
un libar con las miradas al mismo punto dirigidas
la copa del amor al  horizonte.
Cuando era apenas púber me enseñaste
tus manos, me las diste y me salvaste.
Ahora comprendo el propósito
—no sé si es tarde— de darte cuanto pidas,
de propiciar perpetuamente tu sonrisa,
que tu alegría hubiera sido mi única conquista
obsesiva, ciega, loca,
haberme dedicado a sembrar de flores donde pisas
y suspenderte en el aire para engañar a la edad siempre implacable.
Perdóname por esta sombra
que me ha transido a pesar mío.

Te he dedicado pocos versos
porque es inútil intentarlo,
y sólo una palabra te asemeja,
de una sola manera pronuncio cuanto albergas
y ese vocablo es tu nombre,
amada mía.
Es tu nombre la fórmula exclusiva.
No hay praderas ni flores ni paisajes,
no hay luz ni claridad ni nada,
sólo tu nombre,
sólo tu nombre,
igual que aquella vez sobre la arena
¡todo lo puede el mar, todo lo borra!
Sólo el recuerdo nos queda. No lo niegues.








viernes, 19 de octubre de 2018

De la existencia de Dios

El Anciano de los días mide la Tierra con un compás,
acuarela de William Blake, 1821
La carga de la prueba: Gran contradicción en lo que respecta a la discusión sobre la existencia o inexistencia de Dios. En términos jurídicos se habla de la «carga de la prueba», donde es quien acusa el que debe ofrecer pruebas ante el tribunal y el juez para demostrar que su acusación tiene sentido y está apoyada en hechos reales. De tal modo que es quien afirma algo el que debe aportar sus pruebas. Si yo asevero que «hay un tesoro de riquezas sin límite enterrado en cierto lugar», tendré que aportar algún rastro probatorio con el que dar pistas sobre esa existencia. Esta metáfora mía además explica cómo de generación en generación va heredándose la creencia sobre el tesoro enterrado, de tal modo que cada vez más gente cree en algo «revelado», nunca probado, cuestión de fe; fe en el tesoro, sin plantearse cuál es el grado de credibilidad de la palabra de quien inventó la historia de esas riquezas que yacen bajo la tierra. La «carga de la prueba» recaería originalmente sobre mí, al igual que sobre los herederos de mi afirmación. Así que si alguien le pega a usted un bofetón, no sólo recaerá sobre usted el bofetón sino también la necesidad de probarlo frente al juez, en caso de que quiera cursar denuncia; también puede usted poner la otra mejilla. Si trasladamos a la discusión teológica esta premisa —que en principio resulta bastante aceptable—, sería el creyente en cualquier tipo de deidad aquel sobre el que debería recaer la carga de la prueba. Sin embargo, desde que la Iglesia e instituciones políticas en contubernio han sido despojadas de su fuerza punitiva (esto es, cuando el pensador disidente ha perdido el miedo a que lo quemen en una hoguera, lo torturen o le inflijan cualquier tipo de castigo severo por su blasfemia), son los agnósticos y los ateos quienes en muchos casos intentan aportar pruebas que desbaraten la creencia religiosa y en particular su argumento principal: la existencia de un Dios. Entre los más destacados activistas del ateísmo se encuentra Richard Dawkins (biólogo, etólogo, conferenciante, ensayista, catedrático británico nacido en Nairobi, 1941), autor del libro El espejismo de Dios (2006). El ateo toma la iniciativa de arrogarse el papel de acusador y es sometido de manera un tanto injusta a soportar precisamente él la carga de la prueba. Ofrecer la prueba de la no-existencia de algo resulta bastante abstruso. Vale mi metáfora del tesoro, ¿quién puede demostrar que no existe?, y vale también la metáfora de «la tetera de Bertrand Russell». Esta analogía refutatoria para demostrar la indemostrabilidad de lo absurdo propone la existencia de una tetera orbitando alrededor del Sol entre el planeta Tierra y Marte. ¿Quién podría demostrar que no es así, sobre todo cuando se considera que la tetera resulta demasiado pequeña para que ningún sistema de inspección telescópica pueda llegar a observarla jamás, por avanzada que sea la técnica de inspección?  

Me gustaría aclarar mi total respeto por quienes ostentan cualquier tipo de creencia. Mi pretensión no es atacar, ofender u hostigar a nadie, incluidos familiares y amigos, y tampoco convencerlos de nada (ni tendría capacidad); simplemente expresar ciertos postulados personales. Es frecuente entre personas religiosas cierto superferoliticismo, una exacerbada sensibilidad que los hace objetos de ofensa con demasiada facilidad. Enseguida apelan al argumento ad personam de que quien rebate sus ideas religiosas lo que hace es ofenderlos a ellos, faltarles al respeto. No sucede al revés, que quien no tiene esa creencia se sienta atacado en su íntima sensibilidad. Esto suele obedecer a la todavía reciente intolerancia de sistemas teocráticos, en términos históricos, así como probablemente a la naturaleza misma de la creencia religiosa como una especie de muleta, sostén, agarradero existencial, sin el cual, el interpelado siente que estamos demoliendo el suelo mismo sobre el que pisa para sostenerse en pie. Creo que la eticidad, la bondad y el cariño personal deberían prevalecer entre personas que discuten sobre un objeto de debate más, sin cortapisas, libremente, no como si se estuviera cometiendo un delito o alguna clase de insulto personal. Antepondría siempre la bondad a cualquier teología. Nada más lejos de nuestra intención que el agravio. Pero está claro: contra la adoración de lo sagrado nace espontáneo el juicio del desacato, la blasfemia, la ofensa.

Existe una monumental obra de un erudito alemán fallecido en 2014, a los 89 años de edad, Karlheinz Deschner, con el título general de Historia criminal del cristianismo, desde sus orígenes, pasando por la etapa romana, medieval, etcétera, hasta llegar a nuestros días. Se trata de nueve o 10 tomos de alrededor de 900 páginas cada uno. Comprenderá quien se encuentre en este momento dialogando conmigo a través de este texto que este demoledor edificio de erudición no puede ser leído de pe a pa, en su totalidad, como si se tratara de un libro de filosofía; se convierte en una obra de consulta en la que se picotea movido uno por una curiosidad puntual, cada vez que surge la duda sobre ésta o aquella época, sobre éste o aquel hecho concreto. En el prólogo nos advierte el propio autor, con precavida inteligencia, que nada nos hace pensar que de no haber existido el cristianismo la historia de Occidente hubiera resultado más benigna; que tal vez la infamia, la ambición y la crueldad, la lucha por el poder y la riqueza no habría tenido otra naturaleza más benévola si el marco de creencias hubiera sido otro. Los defensores del cristianismo apelan a la labor de la Iglesia en la preservación de la cultura antigua y clásica; pero del mismo modo, nada nos hace pensar que de haber sido otros los vigilantes de la Cultura esta cadena de transmisión no se habría producido con la misma o incluso superior eficacia.
De hecho, lo que sí se sabe es que en los monasterios, intramuros de las bibliotecas y sobre los scriptoria de los escribas monásticos, podía existir una consigna emanada desde las altas jerarquías eclesiásticas medievales para que se destruyese toda aquella parcela de cultura que pudiera esgrimirse contra el dogma cristiano —la novela de Umberto Eco El nombre de la rosa fundamenta su argumento precisamente en una censura hiperbólica por parte de un anciano prior maníaco, quien envenena con cianuro las páginas de aquellas obras que puedan provocar la risa, pues identifica la hilaridad con las fuerzas diabólicas del mal—. También se sabe de monjes que se saltaban a la torera tales mandatos, y en pro del pensamiento sorteaban la censura transcribiendo con sus plumas la mayor parte posible del corpus glorioso de los textos heredados de la Antigüedad, seducidos por el conocimiento y sintiéndose obligados a perpetuar la sabiduría para legarla a la posteridad.

De forma tranquila y en completo son de paz, me gustaría únicamente en esta entrada hacer referencia a algunos de los clichés argumentativos que suelen ser esgrimidos por nuestros interlocutores para defender de un modo difuso la existencia de Dios, y, más nítidamente, la benignidad de la fe y la religión.

Primer cliché: Generalmente se nos saca a colación de manera inmediata la labor humanitaria que la Iglesia despliega por todo el orbe a través de misiones, escuelas, instituciones caritativas, etcétera. Con el Papa actual, nombrado unas semanas antes de sufrir mi accidente de motocicleta en Querétaro (2013), Sergio Bergoglio, de nombre papal Francisco, podemos incluir con justicia su gran labor pacificadora, su presencia como autoridad moral en los conflictos del mundo, su intento de renovación ética dentro de la Iglesia, sin por ello «traicionar» ningún dogma. Hago esta aseveración siempre desde mi punto de vista, claro, porque he oído a ciertos fanáticos críticas furibundas contra el Pontífice, para afirmar hasta la náusea aquella cerril consigna de que el mundo debe plegarse a los dogmas del catolicismo sin que éstos puedan moverse un ápice, por muy perturbadores que nos parezcan. Igual que sucedía en el medievo, pretenden que el mundo se pliegue a los dogmas de la moral religiosa y ésta nunca ceda a los posibles cambios éticos de las sociedades, aunque a todas luces resulten convenientes. Bien, no podemos negar toda esa labor benigna que la Iglesia desarrolla. Lo que pasa es que tenemos la sospecha de que las personas con vocación filantrópica siempre encontrarían la manera de agruparse para hacer el bien. No en vano, existe una miríada de ONGs. Los mismos gobiernos de los países más desarrollados cuentan con instituciones propias y ministerios para la protección social. También existe la ONU, cuya efectividad podemos poner en duda en ocasiones, pero con cuyos principios no podemos hacer lo mismo: de modo inconcuso se persigue la ayuda al desarrollo, la paz y la justicia universal.

Segundo cliché: «Es muy triste pensar que sólo existe esto —«este mundo», se entiende mediante gestos—, que no hay nada trascendente después de la vida». A mí lo triste me parece tener una visión tan pacata de lo que este mundo nos puede llegar a ofrecer. La Naturaleza, el despliegue de nuestros sentimientos, poder amar, nuestros sensores de placer sobre tantas y tantas cosas para las cuales habilita el mundo físico. Un afán insondable de conocimiento, el embelesamiento frente a un atardecer cárdeno y violeta, la contemplación de lo vivo, el manto profundo de la noche, pensar en esa inmensidad de estrellas, galaxias, planetas, un Universo inabarcable; los acontecimientos del mundo, nuestra historia humana, la observación y estudio de las civilizaciones. El milagro laico de la vida, el desarrollo de las especies animales, la diversidad del reino vegetal; incluso las sustancias más geológicas, los estratos, las piedras, los metales, el fuego, los vergeles, las selvas o la paz de los desiertos; el agua… ¿No resulta esto simplemente trascendente? Creo que hay una venda puesta en los ojos y se contempla la vida según una metáfora que me gusta usar desde hace tiempo, a saber: el muro de la trascendencia. Resulta, nos dicen, que estamos aquí de un modo físico, intrascendente, perecedero, lleno de sufrimiento y patético, pero nos enseñan un enorme muro infranqueable detrás del cual se encuentra la gloria absoluta, lo trascendente, la compañía de Dios. ¿Cómo imaginamos lo que hay detrás de ese mundo que nadie es capaz de escalar? Se produce ahora una explicación circular y tenemos que recurrir a esta realidad del lado del muro en que vivimos y recurriremos a las metáforas del amor, el placer, la abundancia de la tierra, el milagro de la existencia, de la vida y del Universo. La referencia de lo trascendente resulta ser lo que se supone intrascendente. Es como si la belleza de un hombre o de una mujer, supongamos una belleza suma, no se reconociera en sí misma sino únicamente cuando se refleja en el espejo. También supone posponer el gozo para un plazo a cuyo término no deberíamos tener muy claro si podrá ser igual, mayor o ya imposible de practicar, extinto. Quienes no se arreglan con la pueril cosmovisión de una religión particular, los deístas o los variopintos creyentes de la Nueva Era, apelan con circunloquios a lo inefable. Algo que no podremos conocer hasta que no acaezca. Yo recomiendo, por si acaso, ir gozando de lo que somos y de todo cuanto nos rodea.

Un tercer cliché: «Sin Dios, sin el código ético de la religión, ¿en qué se van a basar los hombres para no lanzarse a la barbarie, robar, violar y asesinar con toda desmesura?». Este argumento resulta particularmente mezquino y cegato, como si en las tribus que todavía en nuestros días se encuentran aisladas sin haber olisqueado siquiera nuestras grandes religiones hidrópicas de moral estuvieran todo el día comiéndose los unos a los otros. Tiene que haber algún código interno en nuestros genes para no extinguirnos. Y más bien parece resultar todo lo contrario: la sofisticación con base religiosa de las civilizaciones ha hecho de las barbaries algo completamente desmedido, una evolución hacia la catástrofe total (las dos guerras mundiales del siglo XX deben de sumar más muertos, más terror y más devastación que el resto de batallas y guerras de la Historia todas juntas). La observación del dogma religioso, la lucha entremezclada con el poder político y la misma guerra de religiones y doctrinas han sido motores de enfrentamiento, crueldad y muerte. Refiriéndonos a etapas precristianas, en la civilización ateniense, filósofos como Sócrates, Epicuro, Diógenes o Platón propusieron códigos éticos prístinos e intachables. Antes, en Egipto, existían reglas, leyes, directrices morales —debemos reconocer que no iban muy allá en la justicia social, desde luego; pero hoy en día existen países con leyes parangonables—. En Mesopotamia se encuentra el código de Hammurabi. Más afinados eran curiosamente los códigos morales de la China antigua o de la India. Por cierto, en lo que respecta a Egipto, a la zona de la Media Luna fértil (hoy Jordania, Israel, Siria, Líbano, Irak), Mesopotamia o Babilonia, los códigos morales delimitaban el mundo con perfiles excesivamente nítidos, tendían a aproximarse a la famosa ley del Talión, resultaban maniqueos, daban por justas las desigualdades jerárquicas y proponían castigos desmesurados para pequeños delitos cometidos por los más menesterosos, y es precisamente de ese entorno del Oriente Próximo de donde nacen las tres religiones abrahámicas que han llegado hasta el presente, el judaísmo, el cristianismo y el islam. Y se nota. 
La merte de Sócrates, pintura de Jacques Luis David, 1787
No sé quién puede pensar que, con una cosmovisión materialista y sin Dios, la humanidad se habría podido comportar aún peor de lo que lo ha hecho bajo la vara del mando moral de las tres grandes religiones monoteístas.

Un cuarto cliché: «La religión está en la base biológica del ser humano, y muchos ateos se convierten a última hora cuando se encuentran a punto de morirse»; y los medio religiosos o preagnósticos afirman «qué suerte gozan los que tienen una fe profunda». En fin, éstos son tres clichés en uno. Como dijo Bertrand Russell (añado el vídeo al final de esta entrada que ya va agonizando) acerca de las conversiones antemortem, esto es algo que suele repetirse pero no por ello encierra una verdad estadística demostrable. La presunta suerte de tener fe no es tal. Se puede ser ateo y vivir en una completa paz «espiritual». Hay aprendizajes no apoyados en mentiras, racionales o filosóficos, para ayudarnos a aceptar la muerte. En cierto modo, quizá uno de los factores que hacen de la vida algo muy valioso es precisamente el «don» de su caducidad. En cuanto a la base biológica, lo que parece estar integrado en nuestro ADN es más bien el miedo, y la religión es un parche paliativo para nuestros temores ancestrales.
Son sólo cuatro clichés, pero podríamos extendernos más. No pretendo ser en absoluto riguroso en una entrada de este cuaderno de bitácora. Cuando estudiaba Filología en la Universidad Autónoma de Madrid, en el primer y segundo curso todavía me bailaban las intentonas de la fe. Comencé a sacar libros de la biblioteca. Enormes volúmenes teológicos, antiguos, pero sobre todo contemporáneos; casi todos terminantemente escolásticos. Se volvía una y otra vez a los argumentos aristotélicos, a la recurrente gran Causa Primera y todas esas vaguedades alógicas (silogismos con premisas falsas). Terminaron por aburrirme y sentía que solamente perdía el tiempo. Entonces me colgué el marbete de «agnóstico», esto es, me declaré «incapacitado para conocer». Pero con los años el agnosticismo fue resultando demasiado lábil. Se encuentra uno en una posición enclenque frente a la dialéctica avasalladora de los defensores de la fe, de la religión y de la existencia de Dios. Son mucho más beligerantes. Esto nos lleva finalmente a practicar un ateísmo un poco más activo. Más explícito e intelectualmente más honesto.
Cuatro jinetes del Apocalipsis, grabado de Durero (ss. xvi-xvii)
Iluminación medieval sobre
los cuatro jinetes del Apocalipsis
Leo en estos días Dios no existe, de Christopher Hitchens. Invito a su lectura. Se darán cuenta de que no se trata de una mente airada, con esa cólera que suele aparejarse al carácter del ateo, la amargura del que no cree…; toda esa fanfarria de epítetos peyorativos con los que se trata de vestir a quienes honestamente no creen en Dios o creen incluso que la religión ha sido mayormente dañina. Por el contrario, el autor se muestra respetuoso en todo momento y su lectura me está resultando muy placentera. Diálogo con alguien a quien entiendo. Al principio hemos citado a Richard Dawkins. Estos dos, Christopher Hitchens y Richard Dawkins, forman, junto a Sam Harris y Daniel Dennet, los burlonamente conocidos como los Cuatro Jinetes del No Apocalipsis
Los Cuatro Jinetes de No-Apocalipsis:
Richard Dawkins, Christopher Hitchens,
Sam Harris y Daniel Dennet
El abuelo de Aldous Huxley, creo que por defender tesis darwinistas, aceptó con humildad y sentido del humor el apelativo de «agnóstico» —«sin conocimiento», «ignorante»— con el que un obispo trató de insultarlo en una carta publicada en la prensa inglesa del siglo XIX, y el viejo Huxley le respondió que era efectivamente lo mejor y más acertado que podía haber dicho de él (incapacitado para el conocimiento sobre asuntos de Dios), y de paso se acuñó este término, fue despojado de su sentido peyorativo y se le dio carta de naturaleza hasta nuestros días; del mismo modo, estos cuatro miembros del Nuevo Ateísmo deben tomarse con auténtica delectación irónica su título, Cuatro Jinetes del No Apocalipsis, que no está nada mal. Un honor.


Buena redefinición de los cuatro jinetes +1 del Apocalipsis
(tomado de "desmotivaciónes.com")








martes, 16 de octubre de 2018

Reseña En honor de la verdad

Reseña del libro En honor de la verdad 
publicada en La Mirada Actual, por Manuel Quiroga


Algunos datos previos:

Manuel Quiroga Clérigo, doctor en Ciencias Políticas y Sociología (Universidad Complutense de Madrid) por su tesis La crítica literaria como fenómeno sociológico. Actualmente es secretario general de la Asociación Colegial de Escritores de España (ACE).
Manuel Quiroga Clérigo
Es autor de al menos 10 libros de poemas, de los que el último, me parece, es Isla y país de colibríes (editorial Vitrubio, 2017) además de su condición académica y de poeta, también es dramaturgo y crítico literario.

Durante la grabación a varios poetas en la asociación CEDRO de Madrid, coincidí en la misma sala con Manuel. Bastó un cruce de miradas para percibir el aliento amistoso que desprendía, una corriente de agrados mutuos. Intercambiamos datos de contacto y, poco después, me invitó al homenaje al fallecido (enero de 2018) Pablo García Baena, un poeta ya clásico en vida, natural de Córdoba. Después, Manuel y yo hemos ido intercambiando correos y poesías.
Un buen día, Manuel me agasajó de forma inmerecida escribiendo la reseña sobre la que trata esta entrada de mi blog y que se publicó en el La mirada actual, página a cargo de Julia Sáez Angulo.

Nos une además una nítida mexicanidad; querencia, conocimiento, apego, cariño a esa tierra y a lugares tan milagrosos como Guanajuato (Manuel cuenta con un libro precisamente titulado Volver a Guanajuato, Azafrán y Cinabrio ediciones, 2017)




Hernán Valladares Álvarez

Hernán Valladares Álvarez: “Volverás al polvo desde el polvo”
Sentimiento y esperanza en una poesía valiente

Manuel Quiroga Clérigo

23/09/18 .- MADRID .- “Meditabundo y ebrio como un topo/renazco entre algodones y azucena”, escribe al comienzo de un soneto Hernán Valladares.
Sus versos forman, en este caso, el libro “En honor de la verdad”, publicado por Editorial Praxis en la Ciudad de México en el año 2013.
Valladares nació en Madrid en 1970, vivió de niño junto al mar en la casa familiar en Poo de Llanes (Asturias). Pasó por la Universidad Darmont College de New Hampshire donde impartió clases de Lengua y Literatura Española como Profesor Visitante, yendo posteriormente a Salamanca donde escribió su tercer poemario, el titulado “Las horas y hombres” . Poco después logró instalarse con su esposa en Asturias y allí nacieron sus dos hijos, en 2002 y 2006, viviendo en Las Caldas, a 9 kilómetros de Oviedo.
Sus padres procedían de México y a aquel país se trasladó él mismo. Valladares había tenido un accidente de motocicleta a los 20 años, pero un segundo percance de gravedad acaeció en Querétaro a los 42 año y, a consecuencia del mismo, con una lesión medular a la altura de la quinta cervical C5 permaneció en el Hospital de Parapléjicos de Toledo durante 9 meses, siendo dado de alta en 14 de febrero de 2014. Desde entonces y con determinadas ayudas mecánicas y familiares y una vivienda adaptada se encuentra domiciliado en Madrid a la vez que mantiene sus proyectos literarios y su tarea de escritor, se esfuerza en dotar a sus versos buenos sentimientos y delicada esperanza y, al tiempo, acude a actos, conferencias, presentaciones de libros, lecturas. Entre sus lecturas, los tratamientos precisos para su tetraplejia y mantiene sus ideas y planificación para dar a la luz determinados ensayos y su propia autobiografía marcada por el último desgraciado accidente y las consecuencias hospitalarias y de recuperación para su estado postraumático
Ha publicado novelas como “El hombre diminuto” en 2011, “Dioses y mosquitos”, “Tres domingos” o el libro de cuentos titulado “Narraciones de la carpeta larga”. Es autor de otros poemarios como “El juglar del Apocalipsis”, “Vidrieras”, “La sombra luminosa” y el ya mencionado “En honor de la verdad”, con una entrañable dedicatoria: “A Luis Martín de Mingo; Luisón: ¡las cosas que hemos visto!”.  Ha dirigido la revista “Voz y letras”, ha llevado a cabo lecturas propias en el Instituto Jovellanos.
El poemario que deseamos comentar se abre con unas palabras del autor: “El tiempo pasa y las aficiones literarias persisten contra la implacable realidad de los días. Uno, por puro transcurso de las estaciones, va madurando; sí, nos vamos poniendo viejos….”. Y al final de estas, del resto de estas, palabras Valladares escribe: “Quiero agradecer a Carlos López, editor, poeta, ensayista y profesor de la UNAM, publicación de este libro”. Todo ello nos permite conocer a un interesante autor que, efectivamente, en sus versos deja patente sus ideas de querer seguir viviendo en un mundo donde el sentimiento y la esperanza dentro de una poesía valiente, bien construida, musical y capaz de rejuvenecer al lector y de hacernos remontar por encima de la falta de concordia que reina en el planeta. El poeta Tomás Segovia, también afincado en México durante largos años donde ejerció la docencia, nos decía que “la poesía consiste en expresar un estado de ánimo por parte del poeta, una manera discreta de ver la vida, una forma de enfocar la existencia”, cuestiones que Valladares lleva a sus últimas consecuencias en sus varios libros de versos.
A veces sólo un puñado de poemas son capaces de dar la idea cabal del buen quehacer de un poeta que, en casi 50 páginas, nos permite a la ideología lírica de una poesía joven y dinámica que, como reza el título, se predica ese “honor de la verdad” y lo es desde las primeras páginas donde tenemos el poema “Adivinación del poeta”: “Las dotes adivinatorias del poeta/no se fundan en esqueléticos argumentos./La gran bola del mundo gira en sus manos/declarando frágil/su verdad y su futuro cristalinos”. Y es que esta, rara y enormemente gratuita, profesión de poeta, creador de los espacios invisibles y saludables de la fantasía y los afectos suelen verse apoyados por esas dotes adivinatorias acerca del futuro, del amor mejor o peor correspondido o de la necesaria búsqueda de la verdad que otros habitantes del mundo peregrino, digamos políticos o secuaces del poder, son incapaces de hallar. El mencionado Segovia afirmaba que en “la poesía se contiene la única verdad”. Tal vez por eso, atendiendo a cuestiones semejantes, es por lo que Valladares ha escrito este libro, reflexivo, vivaz.
“La vida de los hombres,/ en fin, este monótono/golpe de cadencias/y ritos más o menos laborales/no tiene otro asidero que destrazar cualquier arquitectura/trascendente, más allá de donde llega/un proyecto, una idea un horizonte”, escribe en el segundo poema y en el tercero recuerda que “El león, magnánimo de crueldad,/siente también el miedo”. Ciertamente vivimos en sociedades acosadas, perturbadas, comercializadas, asfixiadas. Apenas somos capaces de sobrevivir entre tanta carestía, violencia, ultrajes. No es difícil sentir miedo al lado de las sombras y lo putrefacto. Borges dijo que “La vida no es un sueño, pero puede llegar a ser un sueño”. Esperemos que no sea infernal, doloroso. Por citar una sólo advertencia nos dejamos arrullar por las insistentes palabras de Hernán Valladares cuando título a su poema siguiente “No descuidar la alegría”, aunque enseguida vuelve a recordar el miedo del león que, a pesar de simular “desdén en el umbral” todavía presiente que el peligro puede estar latente en cualquier momento, en cualquier lugar: “Qué será si algún día el descampado/se extiende más allá de lo visible”. No obstante, o mientras tanto, escuchemos a Antonio Porpetta que se preguntaba “¿Qué reflejo de amor os dio la vida?”, y seguir atendiendo a los enigmas de la existencia.
La poesía de Valladares es rotunda, con esa capacidad de enternecer, y animar a los demás a luchar por esa verdad que se podría encontrar, únicamente, en los ámbitos de la concordia, aunque, seguramente, precisemos más de parábolas que de realidades para entender el berenjenal en que nos hemos metido, o sea en la vida, a la cual nadie nos había llamado salvo una serie de condicionantes físicos que no aseguran más que un final infeliz. Y es que siguiendo a San Lucas solamente algunos pueden conocer determinados misterios, a otros se les, se nos, permite conocerlos “sólo en parábolas, de manera que viendo una no vean y oyendo no entiendan”. Y, ahí, vuelven los versos de este libro, precisamente el titulado “La última cena”: “Sólo quiero en la hora de esta noche/vuestros ojos, amigos y gozar/en la boca la verdadera fiesta/de un banquete final, sin más futuro, /de un banquete final ante la gloria”. Es como reivindicar unos minutos de paz después de tantos siglos de ingratitudes. A eso se apunta un buen poeta barcelonés en un poemario glorioso titulado “La antigua luz de la poesía”: “Amor a la poesía. Amor a la vida. /Amor al amor. Amor, todavía,/tras tantas heridas. Amor.”. Será cierto, pues, que sólo el amor nos salva. Y llega, de la inspiración de Valladares el poema “La verdad absoluta”, oda un poco amarga a la realidad de un planeta en descomposición, de un mundo a la deriva, angustiado ante los oropeles y la felicidad de cartón que encontramos aunque nos habían ofrecido otra cosa. Es esa verdad que, lamenta el poeta, es capaz de deslumbrarnos aunque él, astutamente, exclame: “…me quedo con mi luz entre las sombras”.”.
Y, así, van transcurriendo los momentos para la ira, los instantes del poema, la incapacidad para atrapar de una vez por toda la felicidad, por ejemplo en los siguientes poemas: “Infecundidad vital” (“Que pase la vida, simplemente”), “Edad de la revelación”, “Grecia”, “Los cinco sentidos y su peor  privación”:  (“Quien no ve es ciego, como el amor,/como el que sigue alguna ideología,/como el que sólo piensa y siente en sí”.
Otros poemas viven de y en la naturaleza, en el espacio de lo que se puede admirar y compartir, en el largo terreno de la creación, no visto tanto como regalo divino sino, más bien, como entrega que en cualquier lugar nos puede ser arrebatada a cambio de nada, eso sí. Que luego ese espacio sea habitable o incongruente ya es algo que forma parte de lo posible. De eso se nos habla precisamente en “Tres de julio en Asturias”, poema hábilmente diseccionador de una realidad, donde el autor se hace testigo importante de algo no deseado que, sin embargo, desea describir: “Hay días como batallas,/donde los ojos parece/que han llorado”. Más adelante, en el poema “La ciudad” las opiniones son  variadas y se vertebran en torno a un espacio entre deseado y obsceno, habitada tal vez sólo obligatoriamente por los seres humanos: “La ciudad contiene su belleza en aristas y espejos,/pero también en parques sublevados:/somete al ciudadano a sus dictados,/apabulla con materiales cancerígenos/y es siempre émula de una señora distante y altanera/donde nacieron los gigantes de hielo/derretidos por Mahoma./Detrás de tanta ostentación,/remota, escondida y enfaunada,/el Madrid de los Austrias/sigue guardando los huesos de Cervantes”.
El maestro Azorín, que paso parte de la guerra incivil refugiado en los andenes del Metro de Madrid, avisa a los lectores, refiriéndose a la novela “Aurora roja” de Pío Baroja, que “poco a poco, una sensación de vida honda, de intensidad mórbida, os sobrecoge”. De igual manera Valladares dice, nos interroga “Me dirijo al hombre”: “¿Qué negra flor prende en tu alma,/qué vileza no aguardas para el cosmos,/porqué te afanas en el mal,/y no comprendes ni aún soportas,/la idea de que el bien es la única moneda de cambio para el hombre?”. Y e, s que la existencia se puede consumir con la intensidad del amor, de la cordialidad, de los actos benévolos pero, también, puede llevarse a cabo con la maledicencia, la difamación, la violencia. De estas cosas, y otras aún más duras, hablan los poetas. Así lo refrenda nuestro poeta, y valgo el sólo título de un poema. “El hombre se empeña en el progreso: lo maldigo”. Ahí están los versos que abren este comentario: “Volverás al polvo desde el polvo/a solventar las luces de los muertos”.
Curioso y deportivamente interesado el siguiente poema, “Parábola a partir de la derrota de Rafael Nadal ante Soderling”. Tremenda la situación del deporte, de todos los deportes de masas, en el mundo donde prima la revancha malvada, las cuestiones económicas, el gamberrismo, la mala educación, la violencia perpetua en vez de atender a la belleza griega de la confrontación elegante y el juego distendido para ofrecer un espectáculo grato. ”Ni siquiera era junio en la arena de París”. El poema “Decálogo” nos trae una sentencia de Jesucristo, “Un mandamiento os doy”. El aspecto lúdico de la existencia corre por sus versos: “Serás sencillo y recto sin que ningún ladino te lo imponga”.
Jaime Gil de Biedma, el romántico de Manila donde aún quedan huellas de sus andanzas no siempre ejemplares, antepone su exclamación a “En contra de mis antecesores”. Escribe Biedma, en efecto, “¡Oh innoble servidumbre de amar seres humanos,/y la más innoble/que es amarse a sí mismos!”. Luego, ya, Valladares nos conduce ante parte de sus o ideas, por ejemplo, cuando afirma “No me seducen ni deslumbran/los panegíricos de tantos perdedores…”. Caballero Bonald abre el siguiente poema, “Cuándo, noble eclosión”, preguntándose “¿Con qué herida/coincidirán por fin los bordes del silencio?” y el propio Valladares deja otra interrogación. (“¡Qué decepción final nos hará mudos!”).
“Yo tenía un poema bajo el brazo” escribía el poeta canario Alfonso O`Shanahan y Hernán Valladares no deja unos sustanciosos versos en “Razón literaria”: “Si escribiera estos versos, como dicen,/para quien se apiade de mi alma,/para que cuando algún incauto lea/me diga que descubre un hombre nuevo;/si escribiera mi prosa, como dicen,/parta hacerme querer, por descubrirme,/entonces no lo habría estipulado/por la sombra del árbol en el bosque,/por el silente ardor de primavera/por el aroma tibio de los plátanos,/por el agua que brilla entre los tilos./Ni siquiera una línea he dedicado/a la opinión de un mundo que aborrezco”.
Retomamos de nuevo las palabras de Tomás Segovia, precisamente aquellas  con las que titulábamos la entrevista publicada en la Revista de Occidente en enero de 1998: “La verdad pura sólo existe en poesía”. Ese sería el resumen de las ideas expuestas por Hernán Valladares en este libro, ideas que corrobora o reafirma en los poemas siguientes. En “Contra la (vana) gloria”: “…no te extrañe/que proclive a la verdad no te castigue/con mi fusta preñada de improperios/y termine por decirte/incontinencias…”. En “Soneto existencial”: “No sé exactamente en qué sazón me hallo”.
“El epílogo de amor con tres sonetos”, remata y glorifica la magna obra de este poemario herido e hiriente. Así de “Cuando éramos jóvenes” y “la prisa se diluía en el vacío”, pasamos a “Las diez naves” donde el poeta dice “aguardo esperando mí derrota” y “Prolongación más allá de la noche”: “Detienes madrugadas,/sorbes sueños…”. En el “Soneto de anor” (está bien escrito: anor), leemos “Déjame que a palmadas/te desgaje/y arrecie el ariete en tu dovela”. “La muerte se aparece en mitad de la madrugada y queda conjurada por la intervención de Venus Príapo” es un soneta repleto de sonoridad y sentimiento; el autor se confiesa y nos lleva hacia su realidad, hacia el mundo visto desde la sombra pero, sin embargo, manteniendo  un soplo de esperanza en el último terceto: “Blandamos por igual nuestras panoplias/para el ardor rebelde incandescente,/podremos juntos retorcer la muerte” y con “Legiones suicidas” pone el broche de este libro ciertamente meditado, entero, con algún poso de amargura y pinceladas de alegría que, por supuesto, nos sigue conduciendo a un futuro del conformismo que, pese a todo, da el seguir viviendo.
De todas formas, recalcando las propias ideas de Hernán Valladares Álvarez, el maestro Ernesto Sabato nos recordó que “Siempre queda una esperanza para el hombre”.