El Anciano de los días mide la Tierra con un compás, acuarela de William Blake, 1821 |
La carga de la prueba: Gran contradicción
en lo que respecta a la discusión sobre la existencia o inexistencia de Dios.
En términos jurídicos se habla de la «carga de la prueba», donde es quien acusa
el que debe ofrecer pruebas ante el tribunal y el juez para demostrar que su
acusación tiene sentido y está apoyada en hechos reales. De tal modo que es
quien afirma algo el que debe aportar sus pruebas. Si yo asevero que «hay un
tesoro de riquezas sin límite enterrado en cierto lugar», tendré que aportar
algún rastro probatorio con el que dar pistas sobre esa existencia. Esta
metáfora mía además explica cómo de generación en generación va heredándose la
creencia sobre el tesoro enterrado, de tal modo que cada vez más gente cree en
algo «revelado», nunca probado, cuestión de fe; fe en el tesoro, sin plantearse
cuál es el grado de credibilidad de la palabra de quien inventó la historia de
esas riquezas que yacen bajo la tierra. La «carga de la prueba» recaería
originalmente sobre mí, al igual que sobre los herederos de mi afirmación. Así
que si alguien le pega a usted un bofetón, no sólo recaerá sobre usted el
bofetón sino también la necesidad de probarlo frente al juez, en caso de que
quiera cursar denuncia; también puede usted poner la otra mejilla. Si
trasladamos a la discusión teológica esta premisa —que en principio resulta
bastante aceptable—, sería el creyente en cualquier tipo de deidad aquel sobre
el que debería recaer la carga de la prueba. Sin embargo, desde que la Iglesia
e instituciones políticas en contubernio han sido despojadas de su fuerza
punitiva (esto es, cuando el pensador disidente ha perdido el miedo a que lo
quemen en una hoguera, lo torturen o le inflijan cualquier tipo de castigo
severo por su blasfemia), son los agnósticos y los ateos quienes en muchos
casos intentan aportar pruebas que desbaraten la creencia religiosa y en
particular su argumento principal: la existencia de un Dios. Entre los más destacados activistas del
ateísmo se encuentra Richard Dawkins (biólogo, etólogo, conferenciante,
ensayista, catedrático británico nacido en Nairobi, 1941), autor del libro El espejismo de Dios (2006). El ateo toma la iniciativa de arrogarse el papel de acusador y es sometido de manera un tanto injusta a soportar precisamente él la carga de la prueba. Ofrecer la prueba de la no-existencia de algo resulta bastante abstruso. Vale mi metáfora del tesoro, ¿quién puede demostrar que no existe?, y vale también la metáfora de «la tetera de Bertrand Russell». Esta analogía refutatoria para demostrar la indemostrabilidad de lo absurdo propone la existencia de una tetera orbitando alrededor del Sol entre el planeta Tierra y Marte. ¿Quién podría demostrar que no es así, sobre todo cuando se considera que la tetera resulta demasiado pequeña para que ningún sistema de inspección telescópica pueda llegar a observarla jamás, por avanzada que sea la técnica de inspección?
Me gustaría aclarar mi total respeto por quienes ostentan cualquier tipo de creencia. Mi pretensión no es atacar, ofender u hostigar a nadie, incluidos familiares y amigos, y tampoco convencerlos de nada (ni tendría capacidad); simplemente expresar ciertos postulados personales. Es frecuente entre personas religiosas cierto superferoliticismo, una exacerbada sensibilidad que los hace objetos de ofensa con demasiada facilidad. Enseguida apelan al argumento ad personam de que quien rebate sus ideas religiosas lo que hace es ofenderlos a ellos, faltarles al respeto. No sucede al revés, que quien no tiene esa creencia se sienta atacado en su íntima sensibilidad. Esto suele obedecer a la todavía reciente intolerancia de sistemas teocráticos, en términos históricos, así como probablemente a la naturaleza misma de la creencia religiosa como una especie de muleta, sostén, agarradero existencial, sin el cual, el interpelado siente que estamos demoliendo el suelo mismo sobre el que pisa para sostenerse en pie. Creo que la eticidad, la bondad y el cariño personal deberían prevalecer entre personas que discuten sobre un objeto de debate más, sin cortapisas, libremente, no como si se estuviera cometiendo un delito o alguna clase de insulto personal. Antepondría siempre la bondad a cualquier teología. Nada más lejos de nuestra intención que el agravio. Pero está claro: contra la adoración de lo sagrado nace espontáneo el juicio del desacato, la blasfemia, la ofensa.
Me gustaría aclarar mi total respeto por quienes ostentan cualquier tipo de creencia. Mi pretensión no es atacar, ofender u hostigar a nadie, incluidos familiares y amigos, y tampoco convencerlos de nada (ni tendría capacidad); simplemente expresar ciertos postulados personales. Es frecuente entre personas religiosas cierto superferoliticismo, una exacerbada sensibilidad que los hace objetos de ofensa con demasiada facilidad. Enseguida apelan al argumento ad personam de que quien rebate sus ideas religiosas lo que hace es ofenderlos a ellos, faltarles al respeto. No sucede al revés, que quien no tiene esa creencia se sienta atacado en su íntima sensibilidad. Esto suele obedecer a la todavía reciente intolerancia de sistemas teocráticos, en términos históricos, así como probablemente a la naturaleza misma de la creencia religiosa como una especie de muleta, sostén, agarradero existencial, sin el cual, el interpelado siente que estamos demoliendo el suelo mismo sobre el que pisa para sostenerse en pie. Creo que la eticidad, la bondad y el cariño personal deberían prevalecer entre personas que discuten sobre un objeto de debate más, sin cortapisas, libremente, no como si se estuviera cometiendo un delito o alguna clase de insulto personal. Antepondría siempre la bondad a cualquier teología. Nada más lejos de nuestra intención que el agravio. Pero está claro: contra la adoración de lo sagrado nace espontáneo el juicio del desacato, la blasfemia, la ofensa.
Existe una monumental
obra de un erudito alemán fallecido en 2014, a los 89 años de edad, Karlheinz
Deschner, con el título general de Historia
criminal del cristianismo, desde sus orígenes, pasando por la etapa romana,
medieval, etcétera, hasta llegar a nuestros días. Se trata de nueve o 10 tomos
de alrededor de 900 páginas cada uno. Comprenderá quien se encuentre en este
momento dialogando conmigo a través de este texto que este demoledor edificio
de erudición no puede ser leído de pe a pa, en su totalidad, como si se tratara
de un libro de filosofía; se convierte en una obra de consulta en la que se
picotea movido uno por una curiosidad puntual, cada vez que surge la duda sobre
ésta o aquella época, sobre éste o aquel hecho concreto. En el prólogo nos
advierte el propio autor, con precavida inteligencia, que nada nos hace pensar
que de no haber existido el cristianismo la historia de Occidente hubiera resultado
más benigna; que tal vez la infamia, la ambición y la crueldad, la lucha por el
poder y la riqueza no habría tenido otra naturaleza más benévola si el marco de
creencias hubiera sido otro. Los defensores del cristianismo apelan a la labor
de la Iglesia en la preservación de la cultura antigua y clásica; pero del
mismo modo, nada nos hace pensar que de haber sido otros los vigilantes de la
Cultura esta cadena de transmisión no se habría producido con la misma o
incluso superior eficacia.
De hecho, lo que sí se
sabe es que en los monasterios, intramuros de las bibliotecas y sobre los scriptoria de los escribas monásticos, podía
existir una consigna emanada desde las altas jerarquías eclesiásticas
medievales para que se destruyese toda aquella parcela de cultura que pudiera
esgrimirse contra el dogma cristiano —la novela de Umberto Eco El nombre de la rosa fundamenta su
argumento precisamente en una censura hiperbólica por parte de un anciano prior
maníaco, quien envenena con cianuro las páginas de aquellas obras que puedan
provocar la risa, pues identifica la hilaridad con las fuerzas diabólicas del
mal—. También se sabe de monjes que se saltaban a la torera tales mandatos, y
en pro del pensamiento sorteaban la censura transcribiendo con sus plumas la
mayor parte posible del corpus glorioso de los textos heredados de la
Antigüedad, seducidos por el conocimiento y sintiéndose obligados a perpetuar
la sabiduría para legarla a la posteridad.
De forma tranquila y en
completo son de paz, me gustaría únicamente en esta entrada hacer referencia a algunos
de los clichés argumentativos que suelen ser esgrimidos por nuestros
interlocutores para defender de un modo difuso la existencia de Dios, y, más
nítidamente, la benignidad de la fe y la religión.
Primer cliché:
Generalmente se nos saca a colación
de manera inmediata la labor humanitaria que la Iglesia despliega por todo el
orbe a través de misiones, escuelas, instituciones caritativas, etcétera. Con
el Papa actual, nombrado unas semanas antes de sufrir mi accidente de
motocicleta en Querétaro (2013), Sergio Bergoglio, de nombre papal Francisco, podemos incluir con justicia
su gran labor pacificadora, su presencia como autoridad moral en los conflictos
del mundo, su intento de renovación ética dentro de la Iglesia, sin por ello «traicionar»
ningún dogma. Hago esta aseveración siempre desde mi punto de vista, claro,
porque he oído a ciertos fanáticos críticas furibundas contra el Pontífice,
para afirmar hasta la náusea aquella cerril consigna de que el mundo debe
plegarse a los dogmas del catolicismo sin que éstos puedan moverse un ápice,
por muy perturbadores que nos parezcan. Igual que sucedía en el medievo,
pretenden que el mundo se pliegue a los dogmas de la moral religiosa y ésta
nunca ceda a los posibles cambios éticos de las sociedades, aunque a todas
luces resulten convenientes. Bien, no podemos negar toda esa labor benigna que
la Iglesia desarrolla. Lo que pasa es que tenemos la sospecha de que las
personas con vocación filantrópica siempre encontrarían la manera de agruparse
para hacer el bien. No en vano, existe una miríada de ONGs. Los mismos
gobiernos de los países más desarrollados cuentan con instituciones propias y
ministerios para la protección social. También existe la ONU, cuya efectividad
podemos poner en duda en ocasiones, pero con cuyos principios no podemos hacer
lo mismo: de modo inconcuso se persigue la ayuda al desarrollo, la paz y la
justicia universal.
Segundo cliché:
«Es muy triste pensar que sólo existe esto —«este mundo», se entiende mediante
gestos—, que no hay nada trascendente después de la vida». A mí lo triste me
parece tener una visión tan pacata de lo que este mundo nos puede llegar a ofrecer.
La Naturaleza, el despliegue de nuestros sentimientos, poder amar, nuestros
sensores de placer sobre tantas y tantas cosas para las cuales habilita el
mundo físico. Un afán insondable de conocimiento, el embelesamiento frente a un
atardecer cárdeno y violeta, la contemplación de lo vivo, el manto profundo de
la noche, pensar en esa inmensidad de estrellas, galaxias, planetas, un
Universo inabarcable; los acontecimientos del mundo, nuestra historia humana, la
observación y estudio de las civilizaciones. El milagro laico de la vida, el
desarrollo de las especies animales, la diversidad del reino vegetal; incluso
las sustancias más geológicas, los estratos, las piedras, los metales, el
fuego, los vergeles, las selvas o la paz de los desiertos; el agua… ¿No resulta
esto simplemente trascendente? Creo que hay una venda puesta en los ojos y se
contempla la vida según una metáfora que me gusta usar desde hace tiempo, a
saber: el muro de la trascendencia.
Resulta, nos dicen, que estamos aquí de un modo físico, intrascendente, perecedero,
lleno de sufrimiento y patético, pero nos enseñan un enorme muro infranqueable
detrás del cual se encuentra la gloria absoluta, lo trascendente, la compañía
de Dios. ¿Cómo imaginamos lo que hay detrás de ese mundo que nadie es capaz de
escalar? Se produce ahora una explicación circular y tenemos que recurrir a
esta realidad del lado del muro en que vivimos y recurriremos a las metáforas
del amor, el placer, la abundancia de la tierra, el milagro de la existencia,
de la vida y del Universo. La referencia de lo trascendente resulta ser lo que
se supone intrascendente. Es como si la belleza de un hombre o de una mujer,
supongamos una belleza suma, no se reconociera en sí misma sino únicamente cuando
se refleja en el espejo. También supone posponer el gozo para un plazo a cuyo
término no deberíamos tener muy claro si podrá ser igual, mayor o ya imposible
de practicar, extinto. Quienes no se arreglan con la pueril cosmovisión de una
religión particular, los deístas o los variopintos creyentes de la Nueva Era,
apelan con circunloquios a lo inefable. Algo que no podremos conocer hasta que
no acaezca. Yo recomiendo, por si acaso, ir gozando de lo que somos y de todo
cuanto nos rodea.
Un tercer cliché: «Sin Dios, sin el código ético de la religión, ¿en qué se van a basar los hombres para no lanzarse a la barbarie, robar, violar y asesinar con toda desmesura?». Este argumento resulta particularmente mezquino y cegato, como si en las tribus que todavía en nuestros días se encuentran aisladas sin haber olisqueado siquiera nuestras grandes religiones hidrópicas de moral estuvieran todo el día comiéndose los unos a los otros. Tiene que haber algún código interno en nuestros genes para no extinguirnos. Y más bien parece resultar todo lo contrario: la sofisticación con base religiosa de las civilizaciones ha hecho de las barbaries algo completamente desmedido, una evolución hacia la catástrofe total (las dos guerras mundiales del siglo XX deben de sumar más muertos, más terror y más devastación que el resto de batallas y guerras de la Historia todas juntas). La observación del dogma religioso, la lucha entremezclada con el poder político y la misma guerra de religiones y doctrinas han sido motores de enfrentamiento, crueldad y muerte. Refiriéndonos a etapas precristianas, en la civilización ateniense, filósofos como Sócrates, Epicuro, Diógenes o Platón propusieron códigos éticos prístinos e intachables. Antes, en Egipto, existían reglas, leyes, directrices morales —debemos reconocer que no iban muy allá en la justicia social, desde luego; pero hoy en día existen países con leyes parangonables—. En Mesopotamia se encuentra el código de Hammurabi. Más afinados eran curiosamente los códigos morales de la China antigua o de la India. Por cierto, en lo que respecta a Egipto, a la zona de la Media Luna fértil (hoy Jordania, Israel, Siria, Líbano, Irak), Mesopotamia o Babilonia, los códigos morales delimitaban el mundo con perfiles excesivamente nítidos, tendían a aproximarse a la famosa ley del Talión, resultaban maniqueos, daban por justas las desigualdades jerárquicas y proponían castigos desmesurados para pequeños delitos cometidos por los más menesterosos, y es precisamente de ese entorno del Oriente Próximo de donde nacen las tres religiones abrahámicas que han llegado hasta el presente, el judaísmo, el cristianismo y el islam. Y se nota.
Un cuarto cliché: «La religión está en la base biológica del ser humano, y muchos ateos se convierten a última hora cuando se encuentran a punto de morirse»; y los medio religiosos o preagnósticos afirman «qué suerte gozan los que tienen una fe profunda». En fin, éstos son tres clichés en uno. Como dijo Bertrand Russell (añado el vídeo al final de esta entrada que ya va agonizando) acerca de las conversiones antemortem, esto es algo que suele repetirse pero no por ello encierra una verdad estadística demostrable. La presunta suerte de tener fe no es tal. Se puede ser ateo y vivir en una completa paz «espiritual». Hay aprendizajes no apoyados en mentiras, racionales o filosóficos, para ayudarnos a aceptar la muerte. En cierto modo, quizá uno de los factores que hacen de la vida algo muy valioso es precisamente el «don» de su caducidad. En cuanto a la base biológica, lo que parece estar integrado en nuestro ADN es más bien el miedo, y la religión es un parche paliativo para nuestros temores ancestrales.
Son sólo cuatro
clichés, pero podríamos extendernos más. No pretendo ser en absoluto riguroso
en una entrada de este cuaderno de bitácora. Cuando estudiaba Filología en la
Universidad Autónoma de Madrid, en el primer y segundo curso todavía me
bailaban las intentonas de la fe. Comencé a sacar libros de la biblioteca.
Enormes volúmenes teológicos, antiguos, pero sobre todo contemporáneos; casi
todos terminantemente escolásticos. Se volvía una y otra vez a los argumentos
aristotélicos, a la recurrente gran Causa Primera y todas esas vaguedades
alógicas (silogismos con premisas falsas). Terminaron por aburrirme y sentía
que solamente perdía el tiempo. Entonces me colgué el marbete de «agnóstico»,
esto es, me declaré «incapacitado para conocer». Pero con los años el agnosticismo
fue resultando demasiado lábil. Se encuentra uno en una posición enclenque
frente a la dialéctica avasalladora de los defensores de la fe, de la religión
y de la existencia de Dios. Son mucho más beligerantes. Esto nos lleva
finalmente a practicar un ateísmo un poco más activo. Más explícito e
intelectualmente más honesto.
Cuatro jinetes del Apocalipsis, grabado de Durero (ss. xvi-xvii) |
Iluminación medieval sobre los cuatro jinetes del Apocalipsis |
Leo en estos días Dios no existe, de Christopher Hitchens.
Invito a su lectura. Se darán cuenta de que no se trata de una mente airada, con
esa cólera que suele aparejarse al carácter del ateo, la amargura del que no
cree…; toda esa fanfarria de epítetos peyorativos con los que se trata de
vestir a quienes honestamente no creen en Dios o creen incluso que la religión
ha sido mayormente dañina. Por el contrario, el autor se muestra respetuoso en
todo momento y su lectura me está resultando muy placentera. Diálogo con
alguien a quien entiendo. Al principio hemos citado a Richard Dawkins. Estos
dos, Christopher Hitchens y Richard Dawkins, forman, junto a Sam Harris y
Daniel Dennet, los burlonamente conocidos como los Cuatro Jinetes del No Apocalipsis.
Los Cuatro Jinetes de No-Apocalipsis: Richard Dawkins, Christopher Hitchens, Sam Harris y Daniel Dennet |
El abuelo de Aldous Huxley, creo
que por defender tesis darwinistas, aceptó con humildad y sentido del humor el
apelativo de «agnóstico» —«sin conocimiento», «ignorante»— con el que un obispo
trató de insultarlo en una carta publicada en la prensa inglesa del siglo XIX,
y el viejo Huxley le respondió que era efectivamente lo mejor y más acertado
que podía haber dicho de él (incapacitado para el conocimiento sobre asuntos de
Dios), y de paso se acuñó este término, fue despojado de su sentido peyorativo y se le dio carta de naturaleza hasta nuestros días; del mismo modo, estos cuatro miembros del Nuevo Ateísmo deben tomarse
con auténtica delectación irónica su título, Cuatro Jinetes del No Apocalipsis, que no está nada mal. Un honor.
Buena redefinición de los cuatro jinetes +1 del Apocalipsis (tomado de "desmotivaciónes.com") |
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